miércoles, 28 de mayo de 2008

En la muerte de un montañero

No sé muy bien por qué me ha “agarrado” esta noticia ni por qué he querido escribir sobre ella; desde luego, es algo que me ha costado más de lo que imaginaba. Sé que puede resultar algo polémico pero, con la premisa de que esto no es un oráculo budista sino parte de un proceso de ir ganando claridad, aunque sea a base de patinazos, ahí va:

Leo las páginas de un diario de hoy sobre la muerte por edema cerebral y pulmonar, a pesar de los esfuerzos generosos de quienes le acompañaban y de los que ascendieron para intentar rescatarlo, de un montañero español atrapado durante varios días en condiciones precarias a más de siete mil metros de altitud en las laderas del Annapurna.

¿Por qué escribo esto hoy? No soy alpinista. Nunca he sentido la llamada de la montaña y, de haberla sentido, tampoco es seguro que hubiera tenido valor o destreza para dedicarme a ella con éxito. Y tampoco es que conociera a Iñaki, aunque no es difícil sentir simpatía por él, gracias al cálido retrato que han dibujado sus amigos y compañeros estos días:

¿Cómo decir lo esencial? ¿Cómo expresar que Iñaki era valiente y buena persona? Vuelvo a intentarlo. Este año, Iñaki salió rumbo al Himalaya mucho antes de lo que tocaba. “No tengo nada que me retenga en casa. Así que, puestos a entrenarme, lo hago allá, subiendo montes distintos”, aclaró. De la ciudad sólo le interesaban las salidas hacia el Pirineo. Y los Sanfermines, corriendo ante los toros. Por teléfono, una mañana, Iñaki se confesó perdido en un centro comercial: metáfora de su forma de afrontar la vida. Sospecho que era tan feliz en Nepal o Pakistán como entrenándose en soledad en las lomas que circundan Pamplona. Bien lejos de las servidumbres de lo cotidiano. Es más viable ser feliz cuando uno sabe qué hacer con su vida; cuando elige, libre, antes de que las circunstancias decidan por uno mismo. Pero resulta mucho más complicado ser consecuente con un ideal. De hecho, lo difícil no es escalar uno o doce ochomiles. Lo realmente admirable es hipotecarse emocionalmente para no traicionarse, para no bajar los brazos, para ser distinto en un mundo de clones. Tener la fuerza de soñar, de ser fiel a un estilo de vida, de asumir la muerte como parte de la apuesta vital. Y, además, contarlo de viva voz, incansable, en conferencias y artículos sabiendo que la audiencia escuchará agradecida, soñando un instante, siguiendo después con sus vidas.

En realidad son estas palabras, firmadas por Óscar Gogorza, las que me mueven a reflexionar sobre esta muerte, que en el fondo es todas las muertes. Es cierto que la gente muere todos los días a nuestro alrededor sin que nos demos cuenta; ahora bien, cuando llega en situaciones tan dramáticas, ese tránsito le confiere un relieve especial a la vida de quien se acaba de ir, igual que el azul profundo del cielo sin nubes resalta los contornos de las cumbres nevadas, deslumbrantes de puro nítidas: un escenario majestuoso donde algunos acuden para encontrar una dimensión más noble del ser humano al poner a prueba sus límites ante las fuerzas de la naturaleza, aceptando la paradójica mezcla de soledad y unidad que puede brotar de ese encuentro. Sin embargo, con los mínimos datos que tengo a mano, me cuesta resistirme a una doble sensación de potencial desaprovechado en esta ocasión, tanto por la vida que se ha perdido como por las líneas que la glosan y que a mi juicio se acercan al espacio natural del Dharma, aunque sin llegar al fondo del asunto.

No es así en absoluto porque este montañero optara por vivir al margen de la corriente, sin tomar parte en la gran ceremonia de la confusión, codicia y aversión colectiva que llamamos civilización, sin “cumplir con sus obligaciones”, como se suele decir, incluso cuando eso pueda suponer remar despreocupadamente mientras nuestra nave de los locos se sigue acercando a las cataratas que la acechan. Al contrario, entiendo y comparto el desafecto por la vida “civilizada” de muchas de estas personas que buscan un espacio más auténtico donde aún haya sitio para la aventura, la solidaridad e incluso el heroísmo; pero es una lástima que eso se logre a costa de poner en peligro sus vidas sin motivos de fuerza mayor. En cierto sentido, sus muertes prematuras también son “daños colaterales” de nuestra sociedad desquiciada, no tan distintos de las de cientos de personas que se quitan la vida voluntariamente cada año. Y ¿cómo no entender también que un amigo escriba la semblanza emocionada del recién desaparecido en los términos más elogiosos que sea capaz de imaginar? Pero, con todos los respetos, hay algo más allá, una cumbre más elevada cuya conquista Óscar no le atribuye a su amigo Iñaki, a pesar de sus mejores intenciones.

En efecto, la actitud que describe refleja casi un acercamiento intuitivo al espíritu del Dharma y el Tao, tal como yo lo entiendo, excepto por una condición fundamental: que todo se haga teniendo presente el beneficio de los demás. Cuánto mejor sería aprovechar la fuerza y el idealismo de estos aventureros –en realidad, de todos y cada uno de nosotros, incluidos los que no sentimos la llamada del Himalaya– en un camino que beneficie a los aparentes individuos que formamos la gran tribu humana, a los animales, las plantas y el planeta. Esta dedicación a la unidad de toda la vida es la premisa del buen camino budista, en sentido no religioso, que lleva a la unificación, o mejor dicho a la reintegración, con esa misma unidad mediante la experiencia directa. Y no es ciencia-ficción; está a nuestro alcance: hay gente que ha “hecho cumbre” ahí y luego ha vuelto para contarlo.

Cuando eso ocurre, la vida simplemente fluye de manera natural, sin artificios. Es cierto que a algunos ese “alpinista espiritual”, visto a distancia o desde la emoción del momento, les podrá parecer admirable, heroico, casi inalcanzable; otros, más de cerca, apreciarán su lealtad y coherencia, su fuerza para soñar, su entusiasmo para trabajar y compartir lo que ha encontrado por el camino, así como su coraje ante cualquier cosa que puedan traer la vida o la muerte, incluso la soledad y la incomprensión de los que “escuchan agradecidos, sueñan un instante y luego siguen con sus vidas”, que es lo que suele ocurrir las más veces. Pero si hemos de creer a los que han coronado esa cumbre, cuando uno llega ahí no hay nada de eso en realidad: desde dentro, no hay ni hipotecas emocionales, esfuerzos idealistas ni nada que merezca admiración; sólo una corriente viva que discurre a su ritmo, aceptando las “servidumbres de lo cotidiano” que sean naturales, sin ocuparse de otra cosa que no sea promover el equilibrio y armonía de toda la vida que le rodea. Parecerá poca cosa pero, bien pensado, si uno está realmente en unión con toda la vida… ¿qué más podría hacer falta?

sábado, 10 de mayo de 2008

Tormenta de ideas taoísta

Estamos en mayo y, tal como anunciaba el servicio meteorológico, llevamos dos días sumidos en una bienvenida borrasca de primavera, con lluvia insistente acompañada a ratos de un gran vendaval. Miro por la ventana y veo cortinas y columnas de lluvia que barren el paisaje como si de un tren de autolavado se tratara; pero luego miro dentro y veo manchas de humedad en las juntas de las ventanas y charcos de agua bajo las puertas, donde se ha filtrado empujada por las ráfagas de aire. Como un viejo galeón destartalado, la masía bicentenaria de Can Catarí hace agua por varios sitios bajo la tormenta. Y en esas estoy cuando me acuerdo de unas líneas de una reputada traducción del Daodejing:

Exprésate por completo,
y luego calla.
Sé como las fuerzas de la naturaleza:
cuando sopla, sólo hay viento;
cuando llueve, sólo hay lluvia;
cuando las nubes pasan, sale el sol.

Un momento, pienso: ¿qué está pasando aquí? ¿Acaso Laozi no sabía que la lluvia y el viento pueden ocurrir a la vez? ¿Vivía quizá en un microclima especial en el que ambos fenómenos nunca iban de la mano? ¿O es que el traductor se ha dejado llevar por una idea que le suena bonita pero que no corresponde a lo que escribió Laozi? Eso sería una pena, porque este tipo de trapacería deja al maestro taoísta y a su obra en muy mal lugar a ojos de cualquiera que tenga un mínimo sentido crítico.

En casos de duda como éste, ya se sabe: lo mejor suele ser acudir a las fuentes en vez de aceptar sin más lo que te cuentan otros. Bien, pues eso hago; busco la versión en chino del capítulo 23, recurro a los diccionarios y... ¿qué me encuentro? A primera vista, elementos parecidos pero que conforman un cuadro muy diferente. Aquí lo transcribo tal cual, en el estilo lo más crudo y pedestre posible, como los pieles rojas de las películas cuando parlamentan con el rostro pálido de turno, para dar una impresión de la textura del original:

parco palabra natural(mente)
instancia flotar/subir viento no terminar mañana
aguacero no terminar día
quién en esto agente
Cielo Tierra

Eso es todo: sintético como un telegrama, pero lleno de posibilidades. Esta evidencia sorprendente sugiere que la escritura china representa el mundo de forma muy distinta a la nuestra: como si fuera a brochazos, por decirlo de alguna manera, en vez de con una malla bien tupida y entrelazada. Sabemos que el Daodejing es especialmente parco y hermético a ese respecto; podríamos decir incluso que traducirlo se parece a elaborar un plato de cocina usando una receta que sólo te da los ingredientes pero ninguna instrucción sobre cómo combinarlos. En este caso, sin embargo, se ve que el traductor se ha tomado bastantes libertades en su trabajo, omitiendo ideas y añadiendo otras de cosecha propia.

Tampoco es de extrañar, y no sólo por la extraordinaria “apertura” del texto; casi parece como si entre los traductores del Daodejing hubiera una competición por ver no quién se acerca más a la verdad, sino quién acuña la versión más sugerente y capaz de inspirar arrebatos de ensoñación mística oriental a base de crear misterio donde no lo hay e incurrir en obviedades e incoherencias con tal de que parezcan reflejar alguna polaridad sutil del mundo. Y todo, para luego acabar naufragando en un modesto charco de agua bajo una puerta...

Lo curioso es que Laozi ya avisó de ese peligro, pero nadie parece haber reparado en ello. Y ¿qué es lo que dijo al respecto?

¡Ah!... Gran sorpresa. Viejo maestro terminar obra así:

fiable palabra no hermosa
hermosa palabra no fiable

Lector moderno mejor tomar nota.

Paz.

jueves, 1 de mayo de 2008

La única devoción que cuenta


“Cuando hayamos muerto, no busquéis nuestra tumba en la tierra; encontradla más bien en los corazones de los hombres”.

Así reza el epitafio que señala la tumba de Mawlana Yalal ad-Din Rumi, poeta, místico y santo sufí, fundador de la orden de los derviches giróvagos. En realidad, pensándolo bien, poco importa quién lo haya dicho: si es acertado, tanto da que haya sido Aristóteles o Mortadelo. Así que dejo de lado los exóticos nombres del autor, las etiquetas sobre su filiación y méritos religiosos y, por último, la ironía de que la frase esté grabada precisamente en el sepulcro de Rumi, para que todos los que lo visiten, incluidos los que llegan ahí tras una ardua peregrinación, se den cuenta de que han buscado donde no era... Aquí hay una gran verdad.

La devoción a la figura histórica del Buda Shakyamuni también es un aspecto prominente del budismo en aquellos países asiáticos de cuya cultura ha formado parte desde hace siglos; igual que en el caso de Rumi, a veces esa devoción se plasma en forma de suntuosos despliegues materiales y adoración de masas. Es algo que puede sorprender visto desde Occidente, adonde han llegado sobre todo las escuelas más aplicadas y menos religiosas del Dharma (usando estos términos en sentido relativo, a falta de otros mejores), y que parece justificar que se le considere al budismo simplemente como otra religión más.

De hecho, hay aspectos de esa devoción popular asiática, como la práctica de venerar supuestas reliquias del Buda guardadas en grandes túmulos llamados estupas, que nos pueden resultar chocantes en un sistema tan declaradamente sobrio y natural en sus principios, y que enseguida traen a la mente correspondencias con nuestro entorno católico –y no precisamente con sus manifestaciones más ilustradas. Quizá esta evolución sea un destino común e inevitable en las enseñanzas sagradas cuando se alían con el poder político, se convierten en oficiales y extienden su influencia a todas las capas de la sociedad; después de todo, no todo el mundo tiene la misma manera de manejarse en estas aguas, y hay muchas personas a las que las vías que exigen una mente rápida, abierta y flexible sencillamente no les van.

Más allá de sus avatares políticos, y en respuesta a la variedad de temperamentos humanos, en el budismo sí que hay sitio para la devoción –por ejemplo, en la escuela llamada Tierra Pura, centrada en la figura del Buda Amitabha; pero, al igual que en otras vías como el Chan o el Mahamudra, también ahí hay que comprender bien lo que se hace para no caer en la simple repetición de fórmulas o gestos huecos con la esperanza de que surtan efecto en virtud de algún poder mágico que desconocemos. En todos los caminos es fundamental ir a la esencia y apartar la hojarasca acumulada durante siglos; pero quizá en ninguno sea mayor el riesgo de apegarse a los aspectos secundarios y ornamentales que en la vía devocional. Casi parece como si el propio Buda fuese consciente de este riesgo, a juzgar por las palabras que le dirigió a su ayudante Ananda poco antes de morir:

Entonces [en su lecho de muerte] el Bienaventurado le dijo a Ananda: “Ananda, estos dos árboles de Sal están completamente en flor, aunque no es la época del año. Riegan y esparcen sus flores sobre el cuerpo del Tathagata [Buda] y con ellas le hacen aspersiones como homenaje. Las flores del ceibo celestial están cayendo del cielo... Del cielo está cayendo polvo de sándalo celestial... En el cielo suena una música celestial... En el cielo se entonan cantos celestiales, en homenaje al Tathagata. Pero no es ésta la medida de cómo se le adora, honra, respeta, venera y rinde homenaje al Tathagata. Más bien el monje, la monja, el seguidor o seguidora laica que sigue practicando el Dharma [las enseñanzas] de acuerdo con el Dharma [la ley universal o Dao], que sigue practicando con maestría, que vive según el Dharma; ésa es la persona que adora, honra, respeta, venera y rinde homenaje al Tathagata mediante el homenaje supremo. Así deberíais entrenaros: `Seguiremos practicando el Dharma de acuerdo con el Dharma, seguiremos practicando con maestría, viviremos según el Dharma´. Así es como deberíais entrenaros”.

Construir grandes estupas no está al alcance de cualquiera; afortunadamente, tampoco es que haga mucha falta. Lo que cuenta es sintonizar tu vida con el Dharma o Dao; parafraseando a un santo cristiano, podríamos decir: “Sigue el Dharma y haz lo que quieras”, porque si de verdad sigues el Dharma harás lo que es natural y correcto en cada circunstancia (lo cual incluye, por supuesto, corregir los posibles errores que vayas cometiendo).

Si llevas el Dharma en tu corazón, eso es un monumento más valioso que cualquier túmulo que puedas erigir sobre la tierra, no importa lo impresionante que parezca, porque entonces habrás rescatado la semilla del Dharma de su hibernación libresca y ritualizada y la habrás plantado en la única tierra fértil que se conoce donde puede brotar, dar fruto y perpetuarse, en beneficio de todos los seres.

lunes, 28 de abril de 2008

Primavera en Can Catarí

Ya han vuelto los ruiseñores a Can Catarí. Hace una semana que el valle se ha llenado de sonidos musicales de lo más variado –trinos, gorjeos, silbidos, todo lo que te puedas imaginar. Casi parece como si la naturaleza hubiera diseñado estos pájaros para experimentar todas las posibilidades de la voz alada y llevarlas incluso unos pasos más allá. Por lo menos, esta tribu voladora sigue plenamente dedicada a ello, llenando el espacio desde la mañana hasta bien pasada la medianoche con una polifonía despreocupada de voces similares pero nunca repetidas ni disonantes entre sí, aunque cada una vaya a su aire, y a pesar de que a veces el cuco e incluso las gallinas del vecino ladera abajo insisten en sumarse al concierto. Es como si cada inflexión de este canto fuera una sorpresa para el propio ruiseñor y como si esa sorpresa, mezcla de asombro y alegría, aumentara a su vez el deleite del canto espontáneo, desplegado con suma liberalidad. Quien lo haya oído quizá me entienda, aunque unos pocos instantes de escucha en vivo y en directo lo explicarían mejor que cualquier palabra; es algo mágico.

Salgo luego a pasear y veo que el retoño de ginkgo que el maestro Shan-jiàn rescató hace años de un contenedor de basura y plantó aquí arriba ya ha echado un montón de hojas, y sigue valientemente empeñado en sobrevivir a pesar del profundo corte que tiene en la base, que le deja en una situación bastante precaria frente a los golpes y las infecciones. Aún no le he oído quejarse de su suerte; sigue adelante, haciendo lo que le es natural, sin lamentarse por su pasado ni preocuparse por su futuro, viviendo lo mejor que sabe momento a momento. La verdad, qué lecciones de dignidad nos dan los seres vivos; con qué naturalidad aceptan la vida y la muerte... Es algo que me trae a la mente unas líneas de Whitman:

Creo que podría irme a vivir con los animales, son tan plácidos y contenidos,
me paro de pie y los contemplo largo y tendido.

Ellos no sudan de ansiedad ni se quejan de su condición,
No yacen en vela en la oscuridad llorando por sus pecados,
No me ponen enfermo debatiendo sobre sus deberes hacia Dios,
Ni uno está descontento, ni uno está trastornado por la demencia de poseer cosas,
Ni uno se arrodilla ante otro, ni ante ninguno de su especie que vivió hace miles de años,
Ni uno es respetable ni infeliz en toda la faz de la Tierra.

Entro a continuación en un blog budista y veo la larga lista de comentarios que ha suscitado una entrada en la que el autor hablaba de sus dificultades para mantener la postura clásica de meditación y de las soluciones que ha ido probando: un batiburrillo de cálidas adhesiones, dudas compartidas y ásperas reprimendas en múltiples conversaciones cruzadas. Ay ay ay, ¡vaya manera de explicarse, corregirse y atacarse unos a otros! Y eso que se supone que el budismo es un camino sereno y amable, que todos reconocen que no son maestros ni han despertado aún y que la entrada en sí era de lo más inofensivo... En fin, una buena ilustración del potencial explosivo de las palabras y de lo fácil que es, entre los que aún no hemos cruzado a la otra orilla, generar con la mínima chispa una conflagración de egos como la de este círculo vicioso de ataques y justificaciones, en donde las puntualizaciones sobre lo que cada uno ha dicho, ha dejado de decir, o ha querido decir no hacen más que generar una discusión interminable en la medida en que cada uno intenta quedar por encima de los demás: una situación en la que cualquier aportación, por bienintencionada que sea, no hace más que avivar el fuego. Con razón los maestros antiguos decían que las palabras eran como zarzas y enredaderas; cada vez me resulta más evidente la sabiduría del dicho de Buda que figura al final de este blog:

Estar apegado a algún punto de vista y menospreciar otras perspectivas como si fueran inferiores -a esto los sabios lo llaman una cadena.

Dejemos las lecciones a los maestros. Hasta que haya aprendido a brotar naturalmente como el ginkgo, que sigue con sus hojas al viento, y haya encontrado mi voz natural como los ruiseñores, que no han dejado de cantar en todo este tiempo, lo mío es cruzar el río... en balsa, a nado, vadeando de pie, a gatas o arrastrándome: como sea, pero cruzarlo de verdad. Hay una enorme necesidad de la voz vigorosa de quienes han recobrado su propia naturaleza.

viernes, 18 de abril de 2008

Cuidado con los deseos...

Aunque uno nunca puede estar seguro con las traducciones, se me antoja un poco cuesta arriba aprender el persa literario del siglo XIII, mezclado con el turco y griego de la época en Anatolia, para leer a Rumi ("el romano") en su idioma original -una de las desventajas que tiene no ser inmortal y disponer de tiempo limitado.

Caveat lector: así traduzco yo lo que traduce un poeta americano de lo que se supone que compuso Rumi:

¿Quién hace estos cambios?
Disparo una flecha hacia la derecha;
cae a la izquierda.
Cabalgo tras un ciervo y me veo
perseguido por un cerdo.
Maquino para obtener lo que deseo
y acabo en la cárcel.
Cavo hoyos para atrapar a los demás
y me caigo dentro.

Debería sospechar
de lo que quiero.

miércoles, 16 de abril de 2008

Más allá de los caminos trillados (2/2)


El derrocamiento del “yo” de su condición de centro del universo, dueño y señor de nuestra vida, encuentra un paralelismo ilustrativo en la sucesión del día y la noche. Igual que el ego, el sol es tan dominante que se erige en protagonista absoluto del cielo diurno; en su apogeo, ningún otro astro compite con él en tanto que su irradiación hace opaca la atmósfera y la reviste de azul. Pero esa bóveda tan encantadora, ese “cielo protector”, es en cierto sentido una ilusión óptica. En realidad, el cielo no es azul; eso un efecto pasajero que hace de pantalla y nos oculta otra visión distinta. A medida que el sol se inclina hacia el horizonte, la intensidad de su luz disminuye y podemos empezar a ver lo que hay detrás que, en un sentido muy pedestre, es más real que el cielo de día: el espacio insondable punteado de estrellas, planetas, galaxias y demás cuerpos celestes que se trasluce tras el ocaso –la evidencia de un universo mucho más vasto que nuestros dominios habituales, que antes no veíamos porque el esplendor del sol nos ocultaba su existencia.

Esa constante noche interestelar es doblemente cercana a cómo experimentamos la realidad por otro motivo. Aunque vemos las estrellas todas a la vez, igual que experimentamos las cosas de golpe y sin sensación de retraso, sabemos a ciencia cierta que lo que estamos viendo es una ficción. ¿Por qué? Porque la luz se toma su tiempo para recorrer el espacio y los astros que vemos de noche están tan lejos de la Tierra que su luz ha tenido que viajar durante muchísimo tiempo para alcanzarnos; sabemos, por ejemplo, que la luz del Sol tarda unos ocho minutos en llegar a la Tierra, de manera que, por mucho que nuestros sentidos nos digan lo contrario, nunca vemos al Sol tal cual es, sino únicamente tal como era hace ocho minutos. Igualmente, en ningún caso estamos viendo las estrellas en tiempo real, sino sólo la luz que proyectaron en nuestra dirección hace millones de años; en algunos casos, es posible incluso que estemos viendo la luz antiquísima de estrellas que ya han dejado de existir.

Si ahora tomamos esa circunstancia y la multiplicamos por el número de cuerpos celestes que vemos desde la Tierra, situados cada uno a diferente distancia de ella, tendremos una imagen más aproximada de lo que captamos cuando contemplamos el cielo nocturno: un inmenso caleidoscopio espacial que se convierte en una macedonia temporal mareante cuando te das cuenta de que estás viendo algo que en realidad no existe: la reunión panorámica en un solo instante de cómo eran, en momentos completamente dispares entre sí, cada una de las estrellas que vemos, cuya luz nos llega irradiada desde lugares y tiempos completamente asimétricos: por decirlo de manera descriptiva, un mosaico simultáneo de cápsulas de luz de antigüedad variable. Eso mismo, nítidamente puesto en evidencia a escala cósmica, es lo que ocurre con nuestra experiencia de la realidad.

“Bueno”, se me dirá, “¿y qué?” La verdad es que este descubrimiento no parece tener aplicaciones prácticas inmediatas, más allá de aclarar que todo es ilusión; y si todos respondemos a la misma ilusión, ¿qué importa eso? Pero sí que importa, en un sentido doble: primero, porque al reconocer que todo es ilusión se establece una base firme para reducir el deseo y apego –dos sólidas garantías de sufrimiento mental– a los contenidos de esa ilusión; segundo, y más significativo, porque cobra más relieve el potencial del Dharma de abrirte a una experiencia donde ese contenido ilusorio es mínimo y donde, según los maestros, se puede tocar la esencia del ser humano –el estado primordial.

Es cierto que, tanto antes como ahora, la inmensa mayoría prefiere quedarse bajo el amable cielo protector del ego; unos pocos van más allá y toman contacto con las estrellas; otros, menos aún, llegan más allá de las estrellas para ver cómo la mente mueve el mundo –como la figura del grabado, enfrentada a las grandes ruedas que, según el modelo aristotélico, regían las esferas celestes del universo. Pero sólo unos pocos han ido incluso más allá de esas ruedas, a la región donde desaparece la mente, y luego han vuelto para decir no sólo que ese viaje es posible, sino que es lo mejor que puedes hacer con tu vida.

Ahí es donde nos invita a ir el Dharma: fuera de los patrones establecidos, lejos de cualquier idea o experiencia que podamos tener sobre quiénes somos o qué es la realidad, a un encuentro con la verdad desnuda, sin miedo, sin expectativas y sin mente. A cada uno le toca comprobar si lo que proclama es cierto.

Más allá de los caminos trillados (1/2)


Algunos místicos que han alcanzado cierta liberación de las cadenas del ego afirman que, en comparación con la libertad que ellos han descubierto pero que es común a todos en potencia, los humanos actuamos por el contrario como si fuéramos animales en cautividad que desde su nacimiento han crecido en un recinto cerrado –una jaula que es sumamente eficaz porque es invisible: sólo existe en nuestra mente, en forma de condicionamiento social. En ese espacio reducido damos vueltas en círculos volviendo una y otra vez sobre nuestros pasos, repitiendo constantemente, aunque las apariencias apunten a lo contrario, el limitado arsenal de sensaciones, emociones y pensamientos con que nos hemos equipado en nuestro breve tránsito por el planeta. Por mucho que nos esforcemos, todas nuestras experiencias tienen un sabor parecido, pero esa rutina entre barrotes nos proporciona comodidad, porque es poco exigente; seguridad, porque nos cubre las necesidades básicas a la vez que ayuda a eliminar sorpresas y amenazas imprevistas; e incluso un cierto sentido de pertenencia, porque vemos a cientos o miles de personas más que dan vueltas como nosotros en jaulas parecidas a las nuestras. En estas condiciones, las barreras físicas se vuelven superfluas: una vez internalizada la mansedumbre, lo más probable es que nos neguemos a abandonar nuestra jaula incluso aunque la puerta se abra de par en par. Para bien y para mal, somos animales de costumbre.

El Dharma y el Dao enseñan de manera inequívoca que las palabras no tocan la verdad. Pero hay más: ni siquiera nuestras experiencias corrientes son fidedignas. Todo es ilusión. Debido a cómo funcionan los sentidos humanos (y la mente es otro sentido más, el sexto), sabemos que siempre hay filtros entre el mundo de “ahí fuera” y lo que solemos llamar “yo”; esto, que la psicología budista ha sostenido durante siglos, es algo que también ha confirmado la fisiología moderna. Hablando en términos figurados, la distancia que nos separa de la realidad exterior es insalvable por la distorsión que crea nuestra percepción. Más aún: no es sólo que los sentidos deformen la información cruda que nos llega desde fuera; es que en el fondo nunca respondemos a esa información en tiempo real, sino en diferido, con retraso según nos llega rebotada desde la memoria a la cognición que la interpreta. Creemos que estamos volcados hacia el mundo exterior pero, en un sentido muy fisiológico, somos como los individuos de la caverna de Platón: no vemos más que los segmentos de realidad que recoge la pantalla interna de nuestra mente, mezclado con los contenidos de la memoria que más en consonancia estén con los estímulos que llegan de fuera. Todo es ilusión –una ilusión moldeada, suplementada y levemente retardada en su paso por nuestro aparato sensorial. Cuando a eso le añadimos las palabras e interpretaciones cognitivas, solidificamos aún más nuestro exilio de lo que es.

La conclusión, chocante quizá pero inevitable, es que nos pasamos la vida obnubilados a la realidad, obedeciendo a los ecos un tanto fantasmagóricos que su influjo suscita en nuestra mente en combinación con los contenidos de nuestra memoria. Gran parte de la meditación que desarrolló el Buda llamada vipassana estaba orientada a poner de manifiesto esta circunstancia. No es ninguna sorpresa por tanto que tampoco la idea de “yo”, ese amasijo de estímulos e impulsos de diversa índole, resistiera al análisis minucioso de sus componentes que le aplicó Buda; el nombre que le dio a esta ausencia de núcleo sustancial y permanente que caracteriza a todos los fenómenos de este mundo de ilusión fue anatta. Pero eso sólo es la mitad de la historia; la otra cara de estas afirmaciones en apariencia ominosas es que hay una gran verdad del ser humano que aparece una vez han caído las medias verdades.

Aunque lo hayas amado como a ti mismo,
Como un ser de barro más puro,
Aunque su marcha apaga el día
Y le quita el encanto a todo lo vivo,
Que lo sepa tu corazón:
Cuando los semidioses se van,
Llegan los dioses.

viernes, 4 de abril de 2008

Los Budas de pegote

Por casualidades de la vida, ayer mismo me topé, una tras otra, con dos muestras clamorosas de la vulgarización del budismo a manos de la publicidad.

De camino a ver a un amigo, pasé primero por delante de un restaurante-bar de copas que ha abierto recientemente con el anglófono nombre de “Buddha & Go!”, aprovechando como presumible caladero de clientes la nueva explanada que las obras del AVE han creado enfrente del local. No sé muy bien qué pinta el Buda ahí ni qué quiere decir esa extraña consigna, pero para que no haya duda de que no es un error los dueños han colocado en la terraza exterior un cartel con una cita del Dhammapada: “La victoria del que se ha conquistado a sí mismo ni siquiera los dioses la pueden convertir en derrota”. Bueno, pues gracias por intentar aclararlo, pero sigo sin ver la conexión; será una señal de los tiempos, pienso, que intenta seguir la estela de productos de éxito como el “Buddha Bar” parisino y otras imitaciones. Sin embargo, no deja de extrañarme el abuso de señuelos pretendidamente seductores para promocionar productos o negocios que van radicalmente en contra de lo que simbolizan sus nombres; en ese sentido, me choca tanto esta parafernalia comercial pseudo-budista como lo haría, pongamos por ejemplo, encontrarme con el matadero municipal “San Francisco de Asís”, la residencia de ancianos “Peter Pan” o el burdel “Virgen del Perpetuo Socorro”.

Luego llego a casa de mi amigo y, tras saludarnos, veo que me muestra con una sonrisa nada inocente uno de los catálogos de moda que le han dejado en el correo: “Colección XYZ primavera 2008: el glamour del Zen”. No doy crédito. Para empezar, nada más contrapuesto al glamour que el Zen de verdad, el de los antiguos maestros chinos, que tenían aproximadamente el mismo glamour que una piedra del campo cubierta de musgo. Pero es que, además, tanto el catálogo como la ropa que muestra son absolutamente ramplones, la típica promoción al por mayor de grandes superficies que tiene casi tan poco de glamour como de Zen. Es verdad que hay mucho cachondo mental suelto por ahí, capaz de las manipulaciones más inverosímiles y desvergonzadas, pero esto ya cae en lo cutre... Señores publicistas: hay que currárselo un poco más, hombre.

Es evidente que nada de esto tiene remedio y tampoco es cuestión de rasgarse las vestiduras clamando contra la corrupción del siglo; la gente seguirá poniéndose hasta las orejas de alcohol bajo la tutela de Budas publicitarios de pegote y buscando un falso encanto mediante el consumo distintivo de mercancías exóticas. Entonces, ¿qué se puede aprender de todo esto? Muy fácil: la vigencia de un truco ya muy viejo que sigue dominando las estrategias de colocación de productos apoyándose en el perro de Pavlov –el experimento que reveló cómo la mente funciona por asociación, de manera que la simple aparición de un estímulo, neutral primero y luego vinculado repetidamente a una experiencia agradable, era capaz de precipitar cambios fisiológicos en anticipación de la experiencia (en ese caso, secretar saliva).

Por burdo que parezca, desde hace tiempo se sabe que el ser humano es susceptible al mismo condicionamiento, y hay cientos de miles de personas empleadas en el sector de la publicidad con el fin de replicar en nosotros el mecanismo que se disparaba en el perro, implantando en nuestra mente asociaciones placenteras que nos lleven a realizar un gesto bien distinto, menos babeante pero más útil para engrasar la máquina de la sociedad de consumo: llevarnos la mano a la cartera y sacar los billetes con alegría. Como rezaba irónicamente la obra de una artista conceptual norteamericana, “Cuando oigo la palabra “cultura”, saco mi talonario”. Da igual que la asociación sea falaz; sólo hay que tener cuidado de que la ficción sea lo suficientemente sutil como para escapar a nuestro juicio crítico. En el caso del “glamour Zen”, vaya... creo que se han pasado; pero eso no es más que un fracaso entre una oleada de productos que nos cuelan a diario con tácticas similares. ¿Cuántos anuncios de coches, por ejemplo, los presentan con el reclamo de la libertad, avanzando solos por la carretera en simbiosis con un paisaje espectacular (“¿Te gusta conducir?”), en vez de tal cual los vamos a experimentar en la vida real: metidos en un tráfico espeso, rodeados de otros conductores impacientes, frustrados y de mal gas, que se niegan a ceder el paso o nos regalan los oídos con su melodioso cláxon? ¿Qué proporción de la vida del coche transcurre en una y otra circunstancia? En el fondo, esa “libertad” que promete el coche recuerda más bien a los trucos que usaban algunos médicos para distraerte cuando eras niño justo antes de pincharte con la jeringuilla; para cuando querías darte cuenta, ya te la habían clavado. Ambos son una forma de anestesia.

Una persona que estuvo en Haití hace años cuenta que, siendo como era un país pobrísimo, la gente comía sobre todo arroz, y poco más. En los restaurantes, los que se lo podían permitir tomaban el arroz con pescado; los pobres, arroz a palo seco. Pero había una tercera opción: por un poco más de dinero que el menú básico, primero se servía el arroz y luego un camarero pasaba por delante de la mesa con la bandeja del pescado y levantaba la tapa para que los comensales pudieran olerlo brevemente mientras daban cuenta de su humilde plato. Arroz blanco al aroma de pescado en tránsito; cruel, pero cierto.

Volviendo a lo nuestro, el budismo tan extendido como gancho comercial me causa esta misma impresión de ser un ambientador sugerente para excitar la fantasía mental y camuflar la realidad del rancho diario que exige la satisfacción de las tres identidades... a menudo, mientras quienes lo han puesto ahí te intentan ablandar y exprimir la cartera al abrigo de las cálidas brumas opiáceas de Oriente. Como siempre, cada uno es dueño y señor de hacer lo que prefiera, incluso si quiere dejar al Dharma reducido a un aroma pasajero que condimenta el arroz cotidiano lo suficiente para engañar al estómago. Lo que ya sería más lamentable sería que quienes sí quieren el menú completo, y están dispuestos a aplicarse en ello, se quedaran clavados en la sección de los que se contentan con perfumes evocadores, creyendo que no hay otra cosa o que hace falta pedir permiso a alguien para unirse al banquete en el está disponible toda la sustancia y el sabor del Dharma; porque, al contrario que las exiguas raciones de proteínas de esos merenderos antillanos, el Dharma no hay que racionarlo ni reservarlo para los pudientes. Como dijo el Buda,

Miles de velas se pueden encender a partir de una sola vela,
y aun así la vida de esa vela no se verá reducida.

La felicidad nunca disminuye al compartirla.

sábado, 22 de marzo de 2008

Un buen combustible

Se cuenta que un día una dama de la alta burguesía, aficionada a la música, decidió ofrecer su casa para que un famoso pianista diera un recital para sus amigos y allegados, aprovechando el gran piano de cola que presidía el salón. Llegada la fecha de la convocatoria, el pianista vino, se sentó al teclado e interpretó varias obras de forma magistral, provocando la admiración de todos los presentes. Emocionada por el éxito que estaba teniendo la velada, a la vez que impaciente por recuperar el protagonismo que la música le había robado por unos momentos, la anfitriona se levantó en un arrebato de entusiasmo nada más apagarse las últimas notas y proclamó a la concurrencia con exquisita sensibilidad artística: “¡Ay, qué maravilla! Daría media vida por poder tocar así.”

El pianista, que probablemente tenía algo de la malicia de los antiguos maestros Chan y captó enseguida el artificio, la miró y, sin inmutarse, le espetó: “Señora, eso es exactamente lo que he hecho yo.”

No me consta cómo acabó el episodio pero entiendo que, más allá de ser borde con la anfitriona y pincharle el globo de su petulancia, el pianista quería dejar en claro algo importante que se nos puede escapar con facilidad; que a menudo la admiración proyectada sobre otros no es más que una defensa para no darnos cuenta de que lo que tanto valoramos de boquilla es algo que está al alcance de nuestra mano, si estamos dispuestos a pagar el precio. Ahí está el meollo de la cuestión, porque es muy cómodo aspirar al estatus del artista consagrado sin pasar por caja antes, en forma de cientos o miles de horas de dedicación silenciosa, anónima y a veces ingrata.

Esto mismo, los costes que puede suponer optar por la vida de artista al margen de las convenciones sociales, es algo que un poeta americano curtido en los bajos fondos se encargó de recordar en el siguiente fragmento –por cierto, parafraseando a Buda en algunas ideas, aunque cargando las tintas en su propia condición de escritor maldito y perdedor irredento al tiempo que echaba mano de un romanticismo algo tópico y narcisista en su descripción de las recompensas que trae pasearse por el lado salvaje:

Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. Si no, ni te molestes en empezar. Podría hacer que perdieras novias, esposas, parientes, trabajos, y quizá tu mente. Podría hacer que no tuvieras qué comer durante tres o cuatro días. Podría hacer que te helaras de frío durmiendo en el banco de un parque. Podría suponer que acabaras en la cárcel. Podría traerte el ridículo. Podría provocar burla y aislamiento. El aislamiento es el don. Todo lo demás son pruebas de tu aguante. De cuánto lo quieres en realidad. Y lo conseguirás, a pesar de verte rechazado y con todas las papeletas en contra. Y será mejor que cualquier otra cosa que puedas imaginar. Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. No hay otro sentimiento igual. Estarás solo con los dioses. Y tus noches bailarán en llamas. Cabalgarás sobre la vida directo a la risa perfecta. Es la única pelea buena que hay.

Hay mucho de razón en lo que dice Bukowski, arropado en una grandilocuencia de tintes heroicos; para empezar, es evidente que revela un grado de conciencia bastante mayor que nuestra amiga melómana, y está claro que él sí que pagó un cierto precio en su vida y aguantó penurias varias por seguir su propio camino. Sin embargo, para mí, el dramatismo exagerado de sus advertencias y la exaltación de sus promesas parecen delatar una cierta auto-glorificación, quizá como compensación sutil por los supuestos sacrificios que tuvo que arrostrar, sin que sepamos con certeza si fueron tales o si simplemente se dedicó a contentar a su ego rebelde sin tener que renunciar a una vida más convencional para la que simplemente no estaba hecho.

Quitando esto, mucho de lo que se afirma ahí sobre el arte también se puede aplicar al Tao o al Dharma, aunque rebajando el tono épico de la propuesta: a día de hoy, es poco probable que ni uno ni otro camino den con tus huesos en prisión, aunque es cierto que si sigues sus enseñanzas y prácticas en serio puede llegar un momento en el que te plantees soltar algunas de las facetas de tu vida habitual que ya no te resultan naturales ni satisfactorias.

Es esa misma naturalidad del Tao la que se sonríe ante las encendidas soflamas de Bukowski igual que ante sus paraísos visionarios; porque esta vía sencilla y pegada a la tierra no esconde la profundidad del compromiso que requiere, pero tampoco permite que te engañes mucho tiempo sobre lo fantástico que eres ni sobre las grandes alturas a las que eres capaz de remontarte con tus alas de Ícaro empapadas en alcohol u otras sustancias psicotrópicas. El Tao no brilla ni encandila, entre otras cosas porque no deja espacio a los que mercadean con la iluminación o se la imaginan como si se tratara de un tentador garbeo por la conciencia cósmica entre la admiración de propios y extraños; simplemente discurre con calma y serenidad hacia adelante, pero recortando una y otra vez cualquier atisbo de ilusión que puedas tener sobre tus méritos personales. A ese efecto resuenan con fuerza estas palabras del Daodejing, como una saludable manera de pinchar el globo innecesariamente hinchado de los que pretenden compensar con una sublime condición espiritual lo que dejan de obtener en el día a día mundano:

La multitud está alegre, como si estuvieran de fiesta en un día de sacrificio
o como si fueran a contemplar las vistas en primavera.
Sólo yo estoy inerte, sin mostrar ninguna señal (de deseo),
como un bebé que aún no ha sonreído.
Cansado, en verdad parece que estoy sin hogar.
Todos en la multitud poseen más que suficiente;
sólo yo parezco haberlo perdido todo.
Mi mente es la de un hombre ignorante,
Sin discernimiento y monótona.
Las gentes corrientes son brillantes, en efecto;
sólo yo parezco estar en la oscuridad.
Las gentes corrientes ven las diferencias, y las ven con claridad;
sólo yo no hago distinciones.
Parezco como si fuera a la deriva como el mar,
como el viento que sopla aquí y allá, sin destino aparente.
Toda la multitud tiene propósitos;
Sólo yo parezco terco y rústico.
Sólo yo soy diferente de los demás
y valoro tomar el sustento de la madre.

Por supuesto que hay mucha ironía en lo que describe Laozi en apoyo del sabio que se concentra en la sustancia frente a la superficie de las cosas; seguramente eran otros tiempos, cuando el marketing no se había inmiscuido en estas aventuras. Aun así, la pregunta que plantea es fundamental: si no te va a hacer más alto, guapo y distinguido, ni tampoco te va a reportar fascinantes experiencias místicas o poderes sobrenaturales, ni te va a granjear la admiración y simpatía de las masas, sino más bien todo lo contrario… bien, entonces, te preguntarás, ¿para qué c*** seguir el camino del Tao?

Y la respuesta está muy clara: Porque es lo natural, incluso si al parecer me hace perder más de lo que gano.

Ese es un buen combustible para avanzar por la senda del Tao y el Dharma.

jueves, 13 de marzo de 2008

Las deidades tántricas o yiddam

Las divinidades de meditación tántricas son uno de los aspectos más coloristas y atractivos del budismo tibetano, también llamado el “vehículo del diamante” o Vajrayana. No se sabe con certeza cuándo absorbió el budismo este sistema tántrico; parece claro que el Buda mismo nunca lo usó pero es probable que ya en una época temprana, cuando el budismo aún no se había expandido más allá de la India, algunos de sus seguidores se dedicaran a diseñarlo adaptando prácticas hinduistas al margen tanto de los grupos nómadas que predicaban el Dharma como de los monasterios que les servían como refugio durante los monzones. Como sus mismos nombres indican, estas divinidades o yiddam son de origen indio, no tibetano.

Avalokiteshvara, Tara, Vajrasattva no son seres sobrenaturales a los que se les atribuye una existencia y capacidad de intervención reales, como los ángeles y los santos del catolicismo, sino personificaciones de fuerzas inherentes en la mente humana que se nos han quedado veladas por los avatares de la existencia pero que se pueden despertar y reactivar mediante meditaciones específicas. Son unas herramientas magníficas si se sabe cómo trabajar correctamente con ellas, y un desastre si nos dejamos llevar por varios atajos seductores que acechan a diestra y siniestra en este camino.

En primer lugar, conviene desterrar desde el principio cualquier idea de que estas divinidades, a pesar de las representaciones aparentemente eróticas de algunas pinturas y estatuas, tengan nada que ver en su origen con el sexo tal como lo entendemos y practicamos en nuestra civilización de consumo. Por decirlo en pocas palabras, Vajrayoguini no es una modelo sacada de un calendario Pirelli tibetano y lo que busca el tantra auténtico es algo muy diferente de la liberación del orgasmo fisiológico; otra cosa es lo que ofrezcan sus sucedáneos occidentales.

Por otra parte, conviene tener cuidado con el orgullo que lleva a confundir el exotismo o la exclusividad de una práctica con su pretendida superioridad sobre otros métodos. Es verdad que las prácticas con yiddam pueden resultar muy tentadoras por el aura de misterio que las rodea, las cualificaciones que se presume que debe reunir el practicante y la cercanía al maestro que requieren, lo cual parece implicar una cierta confianza por su parte en la capacidad del practicante para realizarlas; pero no hay que olvidar que el camino tántrico es una vía gradual, indicada para ciertos temperamentos pero totalmente inadecuada para otros. Alguien que puede avanzar bien con estas meditaciones podría pasarlo fatal y perder el tiempo miserablemente si se le pone a trabajar con koanes y viceversa, sin que una ni otra circunstancia digan nada del mérito intrínseco de ambas vías ni del practicante, sino sólo del acierto, la honradez y el discernimiento del maestro que las recomienda. Bien visto, en último término todas las prácticas no son más que muletas. No tiene sentido alardear de que las tuyas están tuneadas en platino con diamantes engastados y alerones aerodinámicos; lo que cuenta es que te ayuden a caminar.

Dejando de lado estas tentaciones de calibre grueso, digamos, hay también un riesgo más sutil de apegarse a estas prácticas por lo gratificante que puede resultar su estética espectacular. Estas meditaciones o sadhanas han sido secretas, o por lo menos discretas, durante muchísimos años. Personalmente no creo demasiado que eso se deba a los potenciales efectos nocivos que puedan provocar si se emplean incorrectamente –tal como se suele afirmar, reforzando así su halo mágico– sino a que realmente ofrecen innumerables oportunidades para perderse por jardines varios y bastante tontorrones si uno no cuenta con la supervisión atenta de alguien que las conozca y entienda bien y pueda ahorrarnos los tropezones más habituales con sus consejos; y desde luego que el apego a las formas es uno de ellos. Ha sido sólo a partir del exilio tibetano, y del influjo de maestros Vajrayana en Occidente a partir de los años sesenta, cuando estas sadhanas se han divulgado a una escala que hace imposible la supervisión y el apoyo que requieren, aprovechando su tirón folclórico sobre un público muy susceptible a la seducción visual, como bien saben los especialistas en mercadeo. Pero el éxito numérico no implica profundidad de comprensión. Como suele ocurrir, tampoco aquí nos podemos quedar en las meras formas; hay que ir más allá o las prácticas pierden su eficacia.

Una derivada quizá inevitable de esta tendencia a divulgar las sadhanas a gran escala es el relajo correspondiente en su orientación. En previsión de posibles extravíos, al menos esto debería quedar bien claro: las meditaciones tántricas budistas no están pensadas para conseguir cosas en beneficio propio. Avalokiteshavara no nos va a ayudar a encontrar novio; Tara no está ahí para que encontremos un piso de alquiler; Vajrasattva no va a aparecer detrás de una nube cada vez que nuestro jefe intente acosarnos. Por desgracia, tampoco es que los occidentales seamos pioneros en esta insensatez: aberraciones de esta ralea sólo suponen la adaptación a nuestro entorno del uso bastardo del budismo mezclado con superstición popular en los Himalayas, donde a Tara –la deidad que promueve el desarrollo de intenciones correctas– se la invoca en ocasiones como fuerza protectora de los yaks para evitar que se pierdan cabezas de ganado. Y es que hay algunos entre nosotros que se ríen de las estampitas de santos y las devociones marianas pero pierden la cabeza cuando alguien practica exactamente lo mismo entonando salmodias guturales y ataviado con los coloristas atuendos procedentes del “techo del mundo”.

Bueno, diréis, y si no sirven para nada de lo anterior, ¿de qué valen estas deidades tan esquivas? Muy sencillo. Son herramientas para enfrentarse a las tres raíces malsanas, las tres identidades de confusión, codicia y aversión, como trabajo preliminar, indispensable antes de acometer otras fases más avanzadas de meditación. A mí me gusta pensar en estos yiddam como si fueran los TEDAX budistas, listos para aplicarse a la desactivación de explosivos que las identidades han ido plantando en la mente a lo largo de nuestra vida. Como todos los métodos, se usan y luego se dejan atrás; después, algunos podrán seguir en el camino tántrico con otras prácticas y otros podrán derivarse hacia vías paralelas. No son, por tanto, motivo para el orgullo, la fascinación o el apego, pero sí una muestra más de la variedad de recursos que emplea el Dharma y de lo absolutamente esencial que resulta para el camino el trabajo de limpieza y neutralización de los venenos acumulados en la mente. Una vez nos hayamos desembarazado de esa pesada carga, sin caer en ninguna de las trampas antes mencionadas, estaremos en condiciones de acometer la escalada de cimas más altas.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Una de indios

La brevedad de la vida es uno de los temas clásicos de toda literatura, sobre todo la que se adentra en meditaciones religiosas o filosóficas. Así, una de las obras más profundas e influyentes del budismo Mahayana, el Sutra del diamante, concluye con la siguiente exhortación, de un vuelo poético poco habitual en los textos del propio Buda:

Así habéis de pensar de este mundo fugitivo:
una estrella al amanecer, una burbuja en la corriente;
un relámpago en una nube de verano;
una lámpara titubeante, una aparición, un sueño.

En las imágenes tan concretas que forman esa secuencia crecientemente efímera y precaria entrevemos la brevedad etérea de la vida, desde luego, pero sin asomo de lamento ni conexión alguna con el valle de lágrimas que presenta la tradición judeocristiana. Es el mismo espíritu de lucidez serena y valiente que evocó siglos más tarde Pie de Cuervo, un jefe guerrero de la tribu llamada Pies Negros, usando naturalmente imágenes propias del entorno en que vivía su pueblo, a caballo entre Canadá y los Estados Unidos:

¿Qué es la vida?
Es el destello de una luciérnaga en la noche.
Es el aliento de un búfalo en invierno.
Es la pequeña sombra que corre por la hierba
y se pierde en el ocaso.

A veces pienso que en esta simple imagen del búfalo en invierno hay más poesía que en volúmenes enteros que se publican hoy con aspiraciones líricas. ¿Por qué? Porque ahí se ha captado algo de la verdad desnuda del mundo, sin afeites ni aderezos del ego. Quien pone eso en palabras ha mirado a su alrededor con lucidez y ha visto, y lo que ha visto es algo que va más allá del frío ambiente, del búfalo que resopla o de las nubes que su aliento forma en el aire; como un testigo imparcial, lo ha presenciado y luego ha soltado lo que ha visto sin manosearlo con las sucias manazas de la cognición, para que pueda hablar por sí mismo limpiamente, de tú a tú.

A lo que apunta esta imagen de la nube no es sólo a lo breve y pasajera que es la vida, sino a lo inasible que resulta a fin de cuentas. ¿Qué es, en realidad, tu vida? Mira delante y detrás de ti, a ver si puedes atraparla; imposible, se te escapa como agua entre los dedos. Ni el pasado ni el futuro existen en sí; estamos rodeados de fantasmas. Vuélvete al presente; aquí y ahora, ¿qué es tu vida? En el fondo, algo tan etéreo y huidizo como esas fugaces presencias que nos señala Pie de Cuervo; y, sin embargo, no hay nada más valioso en este mundo que ese misterio inaprensible, efímero y precioso. No lo puedes explicar, medir o clasificar; pero sí lo puedes experimentar en toda su belleza si eres capaz de quitarte de enmedio para dejar que aflore.

En el fondo, lo que emerge de estas percepciones tan puras no es sólo una imagen nítida de los objetos del mundo; es un atisbo de la relación profunda que nos une a la tierra, de nuestra hermandad no sólo con los animales y plantas sino con todos los fenómenos de este vasto y misterioso planeta, incluida la nube de vapor que brota y se esfuma en un instante. Como todos ellos, nosotros también aparecemos y desaparecemos, sin saber de dónde venimos ni adónde vamos (y, a decir verdad, sin que importe demasiado tampoco). Quizá nuestras vidas nos parezcan largas comparadas con la de una luciérnaga, por ejemplo, pero todo es cuestión de perspectiva y los humanos, al menos los occidentales, tenemos una tendencia inveterada a exagerar nuestra propia importancia. ¿Qué son sesenta, ochenta o cien años en el conjunto del universo, comparados con las edades geológicas o con el surgimiento y la extinción de especies enteras? Estamos unidos con todo lo que experimentamos en virtud de nuestra insustancialidad común. Con ellos compartimos escena un instante nada más –pero qué grande puede ser eso cuando se vive en plenitud...

Es algo en lo que tenemos mucho que aprender, porque si de verdad sintiéramos hasta el tuétano lo insignificantes que somos como individuos a escala cósmica se abriría enseguida la puerta a darnos cuenta de lo grandioso que es tomar parte en esta gran ilusión, aunque sea sólo por un tiempo. Como dijo otro que también alcanzó a ver:

¿Por qué, si es posible pasar el intervalo de la existencia
como un laurel, un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en el borde
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos –y, evitando el
destino, anhelar destino?...

Ah, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...

Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer
nos necesita todo lo de aquí,
lo fugaz, que de manera extraña
nos interpela. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, parece irrevocable.

miércoles, 5 de marzo de 2008

La trampa de las palabras

Constato con cierta preocupación que este blog sigue sumando entradas y aumentando de tamaño –aunque quién sabe si en sabiduría. Percibo además que abundan en sus artículos las frases sentenciosas, destinadas en principio a reafirmar las parcelas de certeza que voy acotando por el camino, pero a riesgo de trasladar a otros la impresión de que soy alguien que sabe. Y compruebo, no sin cierto escalofrío, que hay hasta quienes se han dirigido a mí con preguntas sinceras y de buena ley, como si yo fuera, en efecto, alguien que sabe. Ante el cariz que están tomando los acontecimientos, no me queda más remedio que acudir en mi descargo a un amigo reciente, de existencia incierta y autoría disputada pero agudo ingenio: Zhuangzi, alias Chuang Tzu.

Una trampa para peces sirve para pescar peces; una vez has pescado los peces, te puedes olvidar de la trampa. Un cepo para conejos sirve para cazar conejos; una vez has atrapado al conejo, te puedes olvidar del cepo. Las palabras sirven para captar ideas; una vez has captado la idea, te puedes olvidar de las palabras. ¿Dónde puedo encontrar a alguien que sepa olvidar las palabras para intercambiar unas palabras con él?

A veces ni yo mismo entiendo bien lo que estoy diciendo; a veces la pluma se me adelanta y se pega un paseo por jardines que mis pies aún no han pisado; otras, los oídos me imponen una música biensonante que no encaja con mi experiencia real. Y, por encima de todo eso, está la imposibilidad de comunicar verbalmente las vivencias que no se han compartido. Como dice el clásico romance del Conde Arnaldos,

¡Quién oviera tal ventura
sobre las aguas del mar
como la hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.

Las velas traía de seda,
la jarcia en un cendal,
marinero que la manda
viene diciendo un cantar

que la mar facía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo,
nel mastel los faz posar.

Allí fabló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
”Por Dios os ruego, marinero,
dígasme ora este cantar”.

Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
”Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va”.

No es cicatería ni desdén gratuito; es que hay cosas que no se pueden entender si uno no se sube al mismo barco (y aun así, tratándose de palabras, hay muchas posibilidades de malinterpretarlas).

Con esto en mente, entendiendo que lo que escribo aquí no son sino opiniones en trámite de verificación, todos los comentarios son bienvenidos.

No sé si podré calmar mares y amainar vientos, pero prometo que intentaré no llenarle a nadie la cabeza de pájaros ni el mástil de peces abisales.

El Tao de las praderas

Pocos libros han disfrutado de mayor divulgación mundial que el Daodejing; un estudio escrito hace casi quince años afirmaba que ya entonces se publicaba más o menos una nueva traducción al mes, y no parece que el ritmo haya decrecido. Claro que, como el mismo estudio advertía, ese aparente éxito se debe en gran parte a la brevedad y a la enigmática densidad del texto, que permite a muchos traductores poco escrupulosos proyectar sobre él los significados que quieren encontrar de antemano, cuando no simplemente enmendar a su gusto las traducciones de otros sin atender a la fuente original. Por eso, este sinólogo venía a comparar muchos Daodejing occidentales con la comida rápida: fácil, poco elaborada, atractiva a la vista, diseñada para el consumo masivo y potencialmente indigesta. Tales lecturas de la obra de Laozi son el equivalente filológico de un test de Rohrsach, un buffet libre donde el chef tiene carta blanca para servir a sus incautos comensales el potaje más disparatado de ingredientes New Age sin pararse en barras y, naturalmente, sin que el pobre autor pueda venir a pedirle cuentas del destrozo. Algo parecido dijo don Diego de Torres y Villarroel, allá por nuestro siglo XVIII, sobre la astrología:
Es esto de las estrellas
el más seguro mentir,
pues nadie puede ir
a preguntárselo a ellas.
Sin embargo, no todo está perdido. Hay, por suerte, un antiguo tratado sobre la obra de Laozi (que entonces se denominaba “el Laozi”), debida a un precoz erudito, Wang Bi, quien, a pesar de morir a la tempranísima edad de veintitrés años, dejó tras de sí una obra que a la postre se convirtió en el comentario filosófico más influyente de la historia china sobre el Daodejing. Aunque no exento de sus propios problemas textuales y de interpretación, es probablemente el mejor punto de partida para explorar este texto tan misterioso. He aquí, por ejemplo, la versión de Wang Bi sobre la no-acción de Laozi:
Administra el imperio entregándote a la no-acción.
¿Cómo sé que debería ser así?
Por esto:
Cuantas más prohibiciones y tabús hay en el mundo
más pobre será la gente.
Cuantas más armas afiladas tenga la gente
más problemas para el Estado.
Cuanto más astucia y habilidad posea el hombre
más desquiciadas parecerán las cosas.
Cuanto más prominentes se hagan las leyes y las órdenes
más ladrones y delincuentes habrá.
Por tanto el sabio dice:
No realizo ninguna acción y la gente se transforma por sí sola.
Amo la calma y la gente se vuelve correcta por sí sola.
No emprendo ninguna actividad y la gente se vuelve próspera por sí sola.
No tengo deseos y la gente se vuelve sencilla por sí sola.
Muchos comentaristas toman el Daodejing como un tratado para aristócratas sobre el buen gobierno, algo así como un manual de príncipes; es decir, un anti-Maquiavelo oriental. Es una visión discutible, como casi todo en esta obra; en este caso, por una contradicción muy evidente que surge al combinar la defensa del orden natural y espontáneo que encarna el sabio (en chino, ziran) con el manejo de las complejas y rígidas estructuras de la maquinaria del Estado. El sabio del Tao es un libertario avant la lettre; ¿qué sentido tendría encomendarle la administración de las más altas magistraturas oficiales? Es esa aparente defensa del hippie asilvestrado que ejerce de mandarín en la corte imperial lo que desacredita el mensaje de Laozi, quien ya en su misma obra se hizo eco del reproche reiterado que recibían sus enseñanzas por ser “elevadas, pero poco prácticas”.
¿Poco prácticas? Quizá desde nuestra perspectiva actual también lo parezcan, pero desde luego ese no ha sido el caso para todas las culturas humanas de toda región y época. Como en tantos otros extremos (y como ocurre asimismo con el Dharma), estas enseñanzas taoístas encuentran un inesperado refrendo a varios siglos de distancia y miles de leguas de separación, en las palabras de muchos jefes de los indios de las praderas de Norteamérica. Ya nos han advertido que estos indios eran gente tramposa y poco de fiar, sobre todo cuando estaban bajo el influjo del “agua de fuego”, así que no hay que descartar que el jefe sioux Ciervo Cojo ocultara ladinamente una copia de Laozi bajo los pliegues de su ropa y la usara como inspiración para pintar un cuadro idílico de la vida tribal; pero de todas formas vale la pena escuchar, con todo el escepticismo que se quiera, lo que tiene que decir sobre el modo de vida de su pueblo –e, indirectamente, sobre nuestra “civilizada” civilización:
Antes de que nuestros hermanos blancos llegaran para convertirnos en hombres civilizados, no teníamos ningún tipo de prisión. Por ese motivo, no teníamos delincuentes. Sin prisión, no puede haber delincuentes.
No teníamos cerraduras ni llaves, y por tanto entre nosotros no había ladrones.
Cuando alguien era tan pobre que no podía permitirse un caballo, una tienda o una manta, en ese caso lo recibía todo como regalo.
Estábamos demasiado sin civilizar como para darle gran importancia a la propiedad privada.
No conocíamos ningún tipo de dinero y en consecuencia el valor de un ser humano no venía establecido por su patrimonio.
No teníamos leyes escritas, abogados, ni políticos, y por tanto no éramos capaces de engañarnos y embaucarnos los unos a los otros.
Realmente estábamos muy mal antes de que llegara el hombre blanco y no sé cómo explicar cómo nos las podíamos apañar sin estas cosas fundamentales que, por lo que nos cuentan, son tan necesarias para una sociedad civilizada.
¿Quién es, en el fondo, menos práctico?
Creo que si todos los demás seres vivos que comparten con nosotros el planeta tuviesen voz por un instante saldríamos de dudas enseguida.

lunes, 3 de marzo de 2008

Wuwei: la no-acción del Tao

Uno de los conceptos centrales de la obra que nos ha llegado con el nombre de Daodejing o Tao Te Ching, atribuida a Laozi, es el llamado wuwei, que normalmente se traduce por “no-acción”.

¿Qué es eso?

La foto adjunta muestra bien a las claras qué es lo que la mayoría de la gente entiende por “no acción”: inactividad, relajación, despreocupación, indolencia... en una palabra, no hacer nada. ¿Es eso lo que está practicando nuestro amigo playero, un wuwei inconsciente?

Lo más probable es que no. El wuwei taoísta no es la otra cara de la moneda de nuestras atareadas vidas: no consiste en favorecer la desidia en lugar de la competencia ni sustituir el ajetreo por la holganza. No es una manera de compensar el desequilibrio y la falta de armonía que sentimos en el trasiego diario para luego poder volver a encajarnos, frescos y con el depósito lleno, en la gran maquinaria del mundo y aguantar un tiempo hasta que llegue la próxima vacación. Y tampoco es una simple acción irreflexiva, realizada en contra de las convenciones sociales, como si la falta de consideración fuera lo mismo que la espontaneidad natural de la que habla el Tao.

Pero el wuwei es algo en sí, no una mera negación de los extremos conocidos; lo que ocurre es que parece algo muy abstracto y escurridizo hasta que uno empieza a experimentarlo por sí mismo. Por esa razón, describirlo no vale de mucho, por muy florida que sea nuestra prosa: nadie sacia su hambre a base de leer libros de recetas y menús de restaurantes, y cualquier descripción será siempre un mapa y no el territorio. Hay que experimentarlo de primera mano y eso puede requerir tiempo y dedicación porque, paradójicamente, hay métodos para alcanzar la espontaneidad del wuwei -en realidad, más bien para desprendernos de aquello que obstaculiza su expresión. Personalmente, no veo mejor manera de adentrarse en esta no-acción que mediante las enseñanzas y prácticas budistas para eliminar a su gran enemigo, la identidad; de hecho, no veo cómo se puede alcanzar sin realizar esa labor previa.

Dicho esto, uno de los mejores consejos para entender el Tao y el Dharma es olvidarse de una vez por todas de la trampa de ver las cosas como cuestión de polos opuestos y enfrentados que no admiten una tercera opción: día y noche, izquierda y derecha, trabajo y vacaciones, acción y no-acción. El Buda mismo ya reflejó esta comprensión sutil cuando llamó a su método “el sendero del medio” –un camino que no es el equidistante de los dos extremos de la indulgencia y el ascetismo, aunque lo parezca visto desde fuera, sino que supera esa dualidad. Siglos más tarde, estas ideas recibirían una brillante elaboración e impulso a manos de Nagarjuna, que las sistematizó en una dialéctica budista de enorme influencia en las escuelas del Mahayana; es probable que con ello allanara el camino para la buena recepción del Dharma en China, donde nociones como estas no resultaban exóticas en absoluto gracias a siglos de presencia del taoísmo. Laozi lo expuso de esta manera en el Daodejing, en un capítulo dedicado específicamente al wuwei:

La práctica del saber es aumentar día tras día.
La práctica del Tao es disminuir día tras día.

Es dismimuir y seguir disminuyendo

hasta que uno llega al punto de no emprender ninguna acción.

No se hace ninguna acción, y sin embargo nada queda sin hacer.

Esta no-acción en realidad no es otra cosa que la ausencia de interferencia por parte de la mente cognitiva, lo cual permite que se restablezca y reafirme el equilibrio y armonía del Tao. Quizá suene muy alambicado y esotérico, pero no tiene ningún misterio: todos los animales lo hacen. Es así de sencillo. La hormiga que transporta laboriosamente una hoja varias veces mayor que ella está tan inmersa en el wuwei como el gato que dormita a la sombra de un olivo. Sólo los humanos tenemos el dudoso privilegio de haber perdido esta experiencia; pero por eso mismo también somos capaces de recuperarla.

A pesar de las apariencias, la no-acción de la parte cognitiva de la mente no destruye las acciones correctas que están en línea con el Tao. Esa es la gran paradoja de la no-acción: cuando no hay actividad de la mente cognitiva, entonces la acción externa que se produce en realidad no es acción en absoluto, por mucho que resulte tangible y eficaz. Podríamos hablar entonces de algo que no es ni acción ni no-acción; el hecho de que el wuwei se llame igual que uno de los polos que niega no debería nublar el hecho de que en realidad está más allá de ambos. Para ilustrar este concepto, viene a cuento aquí una historia de la antigua China:

Un monje-guerrero se embarcó con varios otros pasajeros en un velero para realizar una travesía por mar. A medio camino, a gran distancia ya de tierra firme, la nave fue abordada y tomada al asalto por unos piratas, que reunieron a los pasajeros en cubierta para robarles su posesiones y luego echarlos por la borda a lo que evidentemente era una muerte cierta. Ante esa tesitura, el monje desenvainó sin pensárselo dos veces su espada, que mantenía oculta bajo su túnica, y rápidamente dio cuenta de los asaltantes. Comprensiblemente aliviados, los demás pasajeros se deshicieron en agradecimientos y elogios hacia él, pero también le mostraron su perplejidad y consternación: “¿Cómo es posible”, le preguntaron, “que un monje viole de forma tan flagrante el precepto de no causarle la muerte a ningún ser vivo? ¡Qué enorme karma habrá acumulado por salvarnos!” La respuesta del monje fue a todas luces sorprendente: “Aquí no hay nadie que haya matado; estos hombres iban a matarnos y ahora sencillamente son ellos los que están muertos”.

¿Le estaba echando morro al asunto, por decirlo vulgarmente, o más bien estaba describiendo una acción limpia y natural (en este caso, en defensa propia) realizada sin ninguna intervención de la mente cognitiva ni de la identidad? Por muy escandaloso que parezca, la deriva de la historia apunta en el sentido de que en este caso el monje entró en una verdadera acción sin agente.

Como en tantas anécdotas de los antiguos maestros, casi parece como si a estos antiguos taoístas y budistas les encantara contravenir las expectativas y las normas establecidas; no es que fuera su objetivo, claro, pero podía convertirse en un “daño colateral” relativamente frecuente si uno se orientaba a sondear y encarnar el sentido profundo de las enseñanzas más allá de tradiciones y convenciones heredadas que anteponen la letra al espíritu de la ley, llámese Dharma o Tao. De todas formas, esta actitud no implicaba una licencia para saltarse las reglas porque sí ni una coartada para cualquier transgresión que se pudiese imaginar; poca gente ha habido más escrupulosamente fiel a la esencia del camino que estos maestros libérrimos de la antigua China. Como afirma el mismo Laozi:

(El sabio) actúa sin acción, de modo que nada no está en su sitio (todo encaja).