viernes, 18 de septiembre de 2009

¿Café para todos?

Cuando uno emprende esta aventura de la meditación y el descubrimiento interior es natural que se sienta desorientado por todas las ofertas que compiten por su atención con promesas explícitas o veladas, o incluso una vez que ya ha dado sus primeros pasos en la práctica formal. Por eso es tan sano fiarse del sentido común y aplicar en este terreno los mismos principios que en otras parcelas mundanas de la vida, donde nos sentimos más confiados con la experiencia que hemos acumulado de primera mano. Estas palabras, traducidas de un viejo manual americano sobre meditación, vienen a recordarnos que, por mucho que se ocupe de augustos temas espirituales, también la meditación tiene sus raíces en la tierra y debe responder los mismos criterios que valen para otras actividades humanas:

Un buen programa de meditación se parece en muchos aspectos a un buen programa de ejercicio físico. Ambos requieren de trabajo duro y repetido. El trabajo en sí a menudo es bastante tonto en su aspecto formal. ¿Qué puede ser más absurdo que levantar una y otra vez diez kilos de plomo, si no es contar tus respiraciones hasta cuatro una y otra vez –un conocido ejercicio de meditación? En ambos casos, el ejercicio se hace por el efecto que tiene sobre la persona y no por el objetivo de levantar plomo o contar respiraciones. Ambos programas deberían ajustarse a la persona en particular que los usa, con la clara comprensión de que no hay un solo programa que le encaje bien a todo el mundo.

Sería una estupidez ponerles el mismo programa de ejercicios a dos individuos que fueran muy diferentes en su constitución y condición física general, así como en la relación entre el desarrollo de sus aparatos respiratorio y circulatorio y el desarrollo de su musculatura. Pues es igualmente estúpido imponerle el mismo programa de meditaciones a dos individuos que difieran notablemente en el desarrollo de sus sistemas intelectual, emocional y sensorial y en las relaciones mutuas que se establecen entre estos sistemas.

Uno de los motivos por los que las escuelas formales de meditación práctica tienen un porcentaje tan elevado de fracaso entre sus estudiantes –aquellos que obtienen poco fruto de las prácticas y abandonan la meditación por completo– es que la mayoría de las escuelas tienden a creer que sólo hay una manera de meditar correcta para todos y que, por una curiosa coincidencia, da la casualidad de que es la que ellos emplean.


Es sorprendente que una idea tan claramente absurda como “Ésta es la forma correcta de meditar para todos” goce de predicamento alguno entre los seguidores de cualquier escuela, por mucho que en apariencia la pueda avalar una profusión de parafernalia esotérica o el prestigio de una tradición de siglos; pero así es, también en el budismo de hoy. Y no siempre hay que atribuir esa creencia a la mala fe. A menudo, uno tiene la sensación de que estos maestros del “café para todos” simplemente no han tenido la suerte de cruzarse en su camino con alguien que les explicara las varias prácticas disponibles en el Dharma, diseñadas según los temperamentos básicos. Al enseñar como les enseñaron a ellos, lo único que hacen es perpetuar una cadena de errores que heredaron de sus propios maestros. ¿Culpables? No, siempre que no haya mala fe en ello. ¿Responsables? Sí, sin duda, porque al final quienes salen perjudicados en este extravío son sus estudiantes, que pueden verse condenados al estancamiento y la frustración si se adentran en una práctica no apropiada para ellos. Y eso es algo que cualquier maestro honrado tendría que evitar o al menos corregir, aunque sea a costa de perder estudiantes.

No es el estudiante el que tiene que amoldarse al método, sino el método al estudiante –no a sus caprichos, por supuesto, sino a su naturaleza interna, que se refleja de manera sutil en su comportamiento y que un maestro perspicaz y bien entrenado puede discernir para luego encauzarla por el curso de prácticas más indicado.

Por eso resulta tan estimulante el florecimiento del budismo chino, con sus casas del Chan adaptadas a cada uno de los temperamentos básicos y, además, con la abierta promiscuidad reinante más allá de las formas oficiales entre esos modelos y otras escuelas como Tiantai, Tierra Pura o incluso Dao. No era raro en esos días que los estudiantes pasaran tiempo con varios maestros, aprendiendo de una combinación de fuentes sin preocuparse del fetichismo de los linajes; como la filiación se establecía de manera natural e interna, no había necesidad de insistir en formalismos exteriores. Ahora bien, que hubiera este espíritu de cooperación entre grupos y maestros no quiere decir que las diferencias entre unos y otros no fueran claras. La enseñanza no era una sopa boba consensuada para evitar polémicas y dispensada mansamente por clones confabulados. Compara los estilos de maestros Chan como Yunmen y Fayan y verás qué distintas pueden ser dos vías para subir a la misma montaña; esos tipos estaban llenos de vida y entregados a la misma tarea y a la vez eran enormemente diferentes, únicos, en su enfoque. Si por ejemplo alguien de temperamento sensible caía por el monasterio de Yunmen, antes o después lo dirigirían a otro lugar más apto para él –probablemente doliéndose aún del garrotazo del maestro.

Pero... no vivimos en China y además la edad de oro del Chan hace tiempo que pasó, así que si queremos mantener ese espíritu no nos queda otra que buscar alternativas. Probablemente hoy no existan más que contadísimos maestros que hayan tocado de verdad la experiencia fundamental del Dharma; muy pocos que sepan nada de los temperamentos, ocultos como están en las enseñanzas tras un lenguaje metafórico; y pocos que entiendan otros modelos de meditación aparte del que consideran suyo. ¿Qué hacer si quieres internarte en su compañía por alguna senda de este bosque en penumbra? Caminar sin miedo, desde luego, pero con ojos y oídos bien abiertos y, si hay algo que chirría, planteárselo sin tapujos al maestro. Si su respuesta consiste en fórmulas fijas e inflexibles que no atienden a lo particular de tu caso, mala señal. La función del maestro y del método es servirle al estudiante y no al revés, como suele suceder. Pero esa verdad tiene otra complementaria: que la función del estudiante también es investigar a fondo al maestro y al método para determinar a ciencia cierta si son los adecuados para guiarle hasta la otra orilla. Si vemos nuestro propio viaje en el contexto correcto, como algo que no sólo nos concierne a nosotros sino a todas las personas que se pueden beneficiar en el futuro si lo completamos, ésa es una responsabilidad que tenemos en varios frentes y de la que no debemos abdicar nunca.