sábado, 22 de marzo de 2008

Un buen combustible

Se cuenta que un día una dama de la alta burguesía, aficionada a la música, decidió ofrecer su casa para que un famoso pianista diera un recital para sus amigos y allegados, aprovechando el gran piano de cola que presidía el salón. Llegada la fecha de la convocatoria, el pianista vino, se sentó al teclado e interpretó varias obras de forma magistral, provocando la admiración de todos los presentes. Emocionada por el éxito que estaba teniendo la velada, a la vez que impaciente por recuperar el protagonismo que la música le había robado por unos momentos, la anfitriona se levantó en un arrebato de entusiasmo nada más apagarse las últimas notas y proclamó a la concurrencia con exquisita sensibilidad artística: “¡Ay, qué maravilla! Daría media vida por poder tocar así.”

El pianista, que probablemente tenía algo de la malicia de los antiguos maestros Chan y captó enseguida el artificio, la miró y, sin inmutarse, le espetó: “Señora, eso es exactamente lo que he hecho yo.”

No me consta cómo acabó el episodio pero entiendo que, más allá de ser borde con la anfitriona y pincharle el globo de su petulancia, el pianista quería dejar en claro algo importante que se nos puede escapar con facilidad; que a menudo la admiración proyectada sobre otros no es más que una defensa para no darnos cuenta de que lo que tanto valoramos de boquilla es algo que está al alcance de nuestra mano, si estamos dispuestos a pagar el precio. Ahí está el meollo de la cuestión, porque es muy cómodo aspirar al estatus del artista consagrado sin pasar por caja antes, en forma de cientos o miles de horas de dedicación silenciosa, anónima y a veces ingrata.

Esto mismo, los costes que puede suponer optar por la vida de artista al margen de las convenciones sociales, es algo que un poeta americano curtido en los bajos fondos se encargó de recordar en el siguiente fragmento –por cierto, parafraseando a Buda en algunas ideas, aunque cargando las tintas en su propia condición de escritor maldito y perdedor irredento al tiempo que echaba mano de un romanticismo algo tópico y narcisista en su descripción de las recompensas que trae pasearse por el lado salvaje:

Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. Si no, ni te molestes en empezar. Podría hacer que perdieras novias, esposas, parientes, trabajos, y quizá tu mente. Podría hacer que no tuvieras qué comer durante tres o cuatro días. Podría hacer que te helaras de frío durmiendo en el banco de un parque. Podría suponer que acabaras en la cárcel. Podría traerte el ridículo. Podría provocar burla y aislamiento. El aislamiento es el don. Todo lo demás son pruebas de tu aguante. De cuánto lo quieres en realidad. Y lo conseguirás, a pesar de verte rechazado y con todas las papeletas en contra. Y será mejor que cualquier otra cosa que puedas imaginar. Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. No hay otro sentimiento igual. Estarás solo con los dioses. Y tus noches bailarán en llamas. Cabalgarás sobre la vida directo a la risa perfecta. Es la única pelea buena que hay.

Hay mucho de razón en lo que dice Bukowski, arropado en una grandilocuencia de tintes heroicos; para empezar, es evidente que revela un grado de conciencia bastante mayor que nuestra amiga melómana, y está claro que él sí que pagó un cierto precio en su vida y aguantó penurias varias por seguir su propio camino. Sin embargo, para mí, el dramatismo exagerado de sus advertencias y la exaltación de sus promesas parecen delatar una cierta auto-glorificación, quizá como compensación sutil por los supuestos sacrificios que tuvo que arrostrar, sin que sepamos con certeza si fueron tales o si simplemente se dedicó a contentar a su ego rebelde sin tener que renunciar a una vida más convencional para la que simplemente no estaba hecho.

Quitando esto, mucho de lo que se afirma ahí sobre el arte también se puede aplicar al Tao o al Dharma, aunque rebajando el tono épico de la propuesta: a día de hoy, es poco probable que ni uno ni otro camino den con tus huesos en prisión, aunque es cierto que si sigues sus enseñanzas y prácticas en serio puede llegar un momento en el que te plantees soltar algunas de las facetas de tu vida habitual que ya no te resultan naturales ni satisfactorias.

Es esa misma naturalidad del Tao la que se sonríe ante las encendidas soflamas de Bukowski igual que ante sus paraísos visionarios; porque esta vía sencilla y pegada a la tierra no esconde la profundidad del compromiso que requiere, pero tampoco permite que te engañes mucho tiempo sobre lo fantástico que eres ni sobre las grandes alturas a las que eres capaz de remontarte con tus alas de Ícaro empapadas en alcohol u otras sustancias psicotrópicas. El Tao no brilla ni encandila, entre otras cosas porque no deja espacio a los que mercadean con la iluminación o se la imaginan como si se tratara de un tentador garbeo por la conciencia cósmica entre la admiración de propios y extraños; simplemente discurre con calma y serenidad hacia adelante, pero recortando una y otra vez cualquier atisbo de ilusión que puedas tener sobre tus méritos personales. A ese efecto resuenan con fuerza estas palabras del Daodejing, como una saludable manera de pinchar el globo innecesariamente hinchado de los que pretenden compensar con una sublime condición espiritual lo que dejan de obtener en el día a día mundano:

La multitud está alegre, como si estuvieran de fiesta en un día de sacrificio
o como si fueran a contemplar las vistas en primavera.
Sólo yo estoy inerte, sin mostrar ninguna señal (de deseo),
como un bebé que aún no ha sonreído.
Cansado, en verdad parece que estoy sin hogar.
Todos en la multitud poseen más que suficiente;
sólo yo parezco haberlo perdido todo.
Mi mente es la de un hombre ignorante,
Sin discernimiento y monótona.
Las gentes corrientes son brillantes, en efecto;
sólo yo parezco estar en la oscuridad.
Las gentes corrientes ven las diferencias, y las ven con claridad;
sólo yo no hago distinciones.
Parezco como si fuera a la deriva como el mar,
como el viento que sopla aquí y allá, sin destino aparente.
Toda la multitud tiene propósitos;
Sólo yo parezco terco y rústico.
Sólo yo soy diferente de los demás
y valoro tomar el sustento de la madre.

Por supuesto que hay mucha ironía en lo que describe Laozi en apoyo del sabio que se concentra en la sustancia frente a la superficie de las cosas; seguramente eran otros tiempos, cuando el marketing no se había inmiscuido en estas aventuras. Aun así, la pregunta que plantea es fundamental: si no te va a hacer más alto, guapo y distinguido, ni tampoco te va a reportar fascinantes experiencias místicas o poderes sobrenaturales, ni te va a granjear la admiración y simpatía de las masas, sino más bien todo lo contrario… bien, entonces, te preguntarás, ¿para qué c*** seguir el camino del Tao?

Y la respuesta está muy clara: Porque es lo natural, incluso si al parecer me hace perder más de lo que gano.

Ese es un buen combustible para avanzar por la senda del Tao y el Dharma.

No hay comentarios: