sábado, 28 de junio de 2008

Un camino, dos corazones IV

La otra cara de la relajación terminológica y filosófica que refleja Kornfield es el ecumenismo generalizado de su camino con corazón –algo muy en línea con estos tiempos en los que el “mestizaje” y la “fusión” se han convertido en valores incontestables desde la música a la cocina. Liberado de casi toda atadura doctrinal, Kornfield echa sus redes pelágicas en el océano de la espiritualidad pero, como ocurre cuando se pesca tan indiscriminadamente, al levantarlas encontramos en ellas algunos peces vivos comestibles entre un batiburrillo de peces muertos, bolsas de plástico, delfines, latas, tortugas y otras especies protegidas –incluso zapatos y lavadoras:

Hay muchas maneras de subir a la montaña y cada uno de nosotros debe escoger una práctica que le parezca verdadera a nuestro corazón. No hace falta que evalúes las prácticas que han escogido los demás. Recuerda, las prácticas en sí son sólo vehículos para que desarrolles la conciencia, el amor benevolente y la compasión de camino a la liberación. Eso es todo.

Como tantas veces en este libro, hay verdades e “infraverdades” sutilmente entremezcladas en esta proposición de tolerancia aparentemente irreprochable. Comparto plenamente la llamada a evaluar cualquier práctica según el criterio de nuestra propia experiencia, así como a no juzgar los caminos de otros si no los conocemos de primera mano –porque sí creo que se puede tener una opinión sobre cualquier camino que se conozca bien sin que eso implique juzgar a las personas que lo siguen. Ahora bien, mis reticencias ante este universalismo de Kornfield tienen un sentido más técnico, por decirlo de alguna manera. Primero, las prácticas (al menos las budistas) no son vehículos para desarrollar nada de camino a la liberación: son en sí mismas vehículos a la liberación. Todo lo bueno que venga por añadidura según se avanza en esa dirección serán efectos secundarios que pueden confirmar el rumbo del avance, pero nunca convertirse en sus objetivos. La divisa de Kornfield trastoca ese orden de prioridades, y su aparente tolerancia camufla en realidad la postergación de la liberación de la mente como meta real, relegada a un segundo plano ante la importancia primordial que cobran de nuevo las virtudes mundanas de toda la vida, sólo que promocionadas ahora con ropajes y nombres budistas.

En segundo lugar, una objeción de más calado: no estoy tan seguro de que todas las prácticas intenten subir a la misma montaña, o al menos no a la misma parte de la montaña. Es así porque, de todos los caminos que conozco, sólo el Dharma y el Dao son abiertamente ateos. En todos los caminos teístas hay una dualidad inherente (Dios y no-Dios), sutil pero, al menos para el Dharma, suficiente para impedir el salto final a la liberación definitiva. Eso no quiere decir que sean malos caminos, ni mucho menos que quienes los siguen no puedan llevar una vida sumamente noble abrazándolos; sólo significa que no llevan a la “liberación irrevocable del corazón” que es el distintivo del Dharma. Por eso me sorprende tanto esa insistencia por privarle a la enseñanza de Buda de sus rasgos diferenciales y colocarla al mismo nivel que las demás –una jugada conveniente desde el punto de vista político en tiempos posmodernos de pensamiento débil y liderazgo de perfil bajo, sin duda, pero a costa de ignorar su carácter único:

Monjes, os enseñaré la totalidad de la vida. Escuchad, atended con cuidado y os la diré.

¿Qué es la totalidad, monjes? No es más que el ojo con los objetos de la visión, el oído con los objetos del oído, la nariz con los objetos del olfato, el cuerpo con los objetos del tacto, la boca con los objetos del gusto, y la mente con los objetos mentales. A esto, monjes, se le llama totalidad.

Ahora, si alguien fuese a decir: “Aparte de esta explicación de la totalidad, voy a predicar otra totalidad”, esa persona estaría diciendo palabras vacías, y al interrogarle no sería capaz de responder. ¿Por qué? Porque esa persona estaría hablando de algo que está más allá del conocimiento posible.

En su afán democrático, por llamarlo de alguna manera, Kornfield llega a confundir las cosas seriamente al subsumirlas de forma indiscriminada en un igualitarismo bienintencionado:

La afirmación de que sólo un pequeño grupo de personas despertará o se liberará en esta Tierra nunca es verdad. El despertar es un derecho inherente de todo ser humano, de toda criatura. No hay un único camino válido.

Esta afirmación suena tan bien que muchos la suscribirían de bote pronto; pero en realidad no significa gran cosa cuando se examina de cerca. Nadie en su sano juicio afirmaría lo mismo respecto de correr los 100 metros en menos de 10 segundos o de encontrarle una aplicación viable a la fisión del átomo; por mucho que nos guste imaginar lo contrario, eso sólo está al alcance de unos pocos. Claro que, si queremos, podemos decretar que son derechos inalienables de todo ser humano: “Todo ser humano tiene derecho a correr los 100 metros en menos de 10 segundos”; ¿qué habremos conseguido con ello, aparte de sentirnos mejor al proclamar a los cuatro vientos nuestras buenas intenciones? La frase de Kornfield sólo tiene sentido si le quitamos al “despertar” su sentido específico para convertirlo en una metáfora genérica del crecimiento espiritual; es decir, si desandamos precisamente el camino que recorrió Buda.

El Buda recordaba una y otra vez que sus enseñanzas no eran fáciles ni superficiales. Cuesta sostener esto hoy día sin atraer acusaciones de elitismo y soberbia, pero es lo que hay; al Buda no le interesaba caer simpático ni convocar a masas de estudiantes no preparados. De hecho, su primer impulso tras despertar fue no enseñar lo que había descubierto, pero no por mezquindad o pereza, sino porque no creía que hubiera nadie capaz de entenderlo:

Este Dharma que he alcanzado es profundo, difícil de ver, difícil de caer en la cuenta, apacible, refinado, más allá del alcance de la conjetura, sutil, que sólo pueden experimentar los sabios.

Y está claro que, una vez empezó a enseñarlo, tampoco hablaba en los mismos términos a un Subhuti o un Sariputra –dos de sus discípulos más capaces– que a los desconocidos que lo iban a visitar espontáneamente o a las congregaciones de monjes. A su juicio, ese Dharma sutil y profundo no era algo que estuviera al alcance de todos. Así lo dijo en el Dhammapada:

Pocos cruzan el río.
La mayoría está perdida a este lado.
Arriba y abajo corren por la orilla.

Estas palabras de Buda no deberían desanimar a nadie de antemano. Lo cierto es que el camino espiritual sí está abierto a todo ser humano; ése sí es un derecho inherente a todos, aunque sólo una minoría lo ejercite, porque muestra el camino de vuelta a casa. Luego, sólo la práctica real y la dedicación de cada uno determinarán hasta dónde se sube esa montaña; pero, según las enseñanzas tradicionales, todos estamos invitados a probarlo.

También es verdad que en el Dharma hay cabida para el trabajo de desbroce y desescombro de los residuos psicológicos acumulados en nuestra vida –ese “yoga externo” al que Kornfield otorga una importancia capital. Pero eso no quiere decir que el camino se acabe ahí; algunos se darán por satisfechos con eso y otros, en cambio, acometerán el “yoga interno”, que ya no se ocupa de los impedimentos personales sino de los genéticos, heredados por la evolución de la especie, que amordazan la expresión de nuestra propia naturaleza. En principio, sólo ellos pueden cruzar a la otra orilla, alcanzar la cima, o como se quiera describir esa “emancipación perpetua” que Buda designó con el término de “despertar”.

En el fondo, entonces, ¿qué es este corazón del que habla Kornfield? La conclusión para mí está clara: si bien hay un solo camino del Dharma, los corazones de que hablan Kornfield y el Buda son distintos y corresponden a dos fases diferentes de ese camino. El corazón de Kornfield es el del sentido popular: la esfera privada de los sentimientos, a los que se presta para reconfortar, animar y ofrecer consuelo con su orientación terapéutica; como dice en su libro, todo el mundo quiere amar y ser amado. Pero el corazón budista no tiene nada que ver con los sentimientos o emociones, porque es el hridaya del Sutra del corazón o el xīn () del Poema de la confianza en la mente pura (Xin Xin Ming) de Sengcan; y esa mente pura es la propia naturaleza. El corazón sentimental probablemente se pueda cultivar en cualquier grupo espiritual digno, sea budista, cristiano o sufí, así como en diversas terapias; el segundo es, a mi entender, exclusivo del Dharma de Buda y el Dao. Ambas vías son perfectamente válidas y respetables; pero, si creemos en las palabras de los maestros (a las que yo recurro, aceptándolas como hipótesis de trabajo hasta que las confirma o desmienta por experiencia propia), no llevan al mismo sitio.

Bien, suficiente por ahora para el pobre Kornfield; me queda el consuelo de saber que probablemente nunca se enterará de este pequeño “auto de fe” que le he montado. Y tampoco pretendo extender certificados budistas ni convencer a nadie; al contrario, mejor que quienes se interesen por el libro lo lean ellos mismos y saquen sus propias conclusiones. Para mí, esto ha sido más bien un ejercicio de introspección movido por la curiosidad de ver dónde estaba antes y dónde estoy ahora. Como decía Eduardo Chillida, el escultor vasco cuya obra ilustra esta entrada, “Todos los días me mido, no para ver cómo soy de alto, sino para saber si he crecido”; una buena práctica, sólo que en este caso, si hay algún crecimiento, espero que no sea "mío" sino del mismo Dharma-Dao que alienta en todos. Quién sabe si dentro de unos años no miraré estas palabras y se me pondrán los pelos como escarpias ante su ceguera o fatuidad; hasta entonces, feliz crecimiento a tod@s.

viernes, 27 de junio de 2008

Un camino, dos corazones III

Al principio de Camino con corazón, Jack Kornfield describe el revuelo que provocó cuando, recién llegado de Tailandia como monje rasurado y vestido con su túnica azafrán, fue a buscar a su hermana a un salón de belleza de Nueva York y se puso a meditar ante la incredulidad de unas clientas, similar aunque inconscientemente estrafalarias con sus toallas anudadas en la cabeza y las caras embadurnadas con mascarillas cosméticas: una estupefacción mutua que probablemente ilustra las dificultades a las que tuvo que enfrentarse a la hora de importar las enseñanzas del Dharma aprendidas en los bosques de Asia e integrarlas en la sociedad norteamericana del s. XX.

Me imagino que Kornfield empezaría a enseñar lleno de idealismo, pero en el transcurso de los años vería que su público simplemente no estaba preparado o dispuesto a aceptar lo que tenía que ofrecerles. Cuando eso ocurre, uno puede marchar adelante con el rugido del león, “y que me siga quien pueda” (hay casos, aunque probablemente pocos), o puede buscar una solución de compromiso, como parece que ocurrió aquí; en ese caso, ¿qué se ajusta a qué, el estilo de vida al Dharma o el Dharma al estilo de vida? La confesión citada en la entrada anterior (“la espiritualidad ha pasado a ocuparse más de quiénes somos que de cuál es el ideal que perseguimos”) ya deja entrever cuál de los dos polos prevaleció en ese conflicto. Es un caso claro de disonancia cognitiva: en aquellos casos en que las creencias de uno no encajan con sus acciones, al contrario de lo que nos gusta pensar, los humanos cambiamos antes de creencias que de acciones; tenemos una tendencia inveterada a justificarnos, simplemente porque somos nosotros y no podemos equivocarnos. Si enseño el Dharma y mi público no responde, sigo enseñando y cambio el Dharma, en vez de mantener el Dharma intacto y enviar a ese público a tomar aire. Pero toda solución de compromiso conlleva un sacrificio; en este caso, ¿cuánto del Dharma se ha sacrificado para que encaje con un estilo de vida predeterminado?

De ser eso cierto, me pregunto si esa escena cómica en la peluquería no ilustra sin querer una coincidencia nada casual: que el mismo recorrido de ida y vuelta, fundado en el desencanto ante el camino espiritual, que Kornfield le atribuye a su generación –y que podríamos esquematizar como fascinación inicial > inmersión en la práctica > choque con la realidad social del “American way of life” > ajuste a la baja de dianas y expectativas– es el que ha inspirado su particular versión del “Dharma americano”. Desde luego que hay cosas dignas de elogio en esa doble trayectoria: el joven Kornfield tuvo el mérito en su búsqueda de no andarse por las nubes sino basarse en la experiencia propia sin perderse en las junglas de la erudición intelectual ni de la obediencia ciega a ritos, dogmas y ceremonias; y su integración tiene la honradez de reconocer las dificultades y proponer una vía modesta y asequible, con los pies en la tierra, pegada a la realidad del aquí y ahora, donde la autoridad final es la experiencia de cada uno. Hasta ahí, nada que objetar.

Pero, si mi impresión es correcta, Kornfield realiza un quiebro ilegítimo al hacer las paces con la escasa predisposición de su público hacia el camino budista –algo cuyas causas y posibles soluciones nunca examina en profundidad. Se entiende perfectamente que ahora, en la síntesis de enseñanzas que ha elaborado en respuesta a esa contrariedad, les quiera ahorrar a sus estudiantes algunos de los tropiezos que él tuvo de joven y que por eso les quite importancia a los aspectos trascendentales del camino, tan propicios para inspirar fantasías místicas, y recalque en cambio sus dificultades inherentes para luego centrarse en desactivar el pesado equipaje psicológico que casi todos acarreamos. El problema –y para mí es un problemón– surge cuando pasa por alto la raíz de esa dificultad en las aparentes carencias de su público y la atribuye en cambio a la supuesta ineficacia del camino en sí. En la medida en que lo desvirtúa desde dentro, un voto de desconfianza de esta magnitud hacia el camino budista es una amenaza mucho más insidiosa y dañina que cualquier confabulación de talibanes que dinamiten las estatuas de Bamiyán o pretendan obliterar las enseñanzas de los infieles de la faz de la tierra.

En esa línea, uno de los rasgos desconcertantes de este libro es la ambigüedad sostenida de Kornfield sobre lo que enseña: ¿qué es: budismo tradicional, una espiritualidad genérica de validez universal o una nueva versión del Dharma que ha de reemplazar a las enseñanzas del Buda Sakyamuni? Aunque las raíces del autor son claramente budistas, esa pregunta nunca se contesta, por mucho que algunas afirmaciones del libro la planteen inevitablemente:

Hay dos tareas paralelas en la vida espiritual. Una es descubrir la ausencia de ego, la otra desarrollar un sano sentido del ego. Ambas facetas de esa aparente paradoja se tienen que cumplir para que despertemos.

La verdad, suena bonito pero lo encuentro sumamente cuestionable. Para empezar, ¿cómo sabe que es así? ¿Acaso ha despertado él y lo puede confirmar con su testimonio personal? Lo pregunto porque uno de los pilares del Dharma es lo que Buda llamó anatta: la inexistencia en último término de cualquier cosa que podamos considerar un “yo” o ego sustancial. Esa es una de las tres características de la existencia que identificó Buda, quien, por cierto, sí afirmó inequívocamente que había despertado, cosa que no hace Kornfield. ¿A quién le otorgamos más confianza? En mi caso, la respuesta es clara. ¿Qué sentido tiene entonces recomponer ese ego que el budismo descompone en sus elementos constituyentes, igual que la física del s. XX descubrió la discontinuidad de la materia? Quizá pueda parecer justificado en ocasiones desde un punto de vista mundano; pero ese no es el Dharma de Buda, que marcha en sentido diametralmente opuesto; si se altera esa enseñanza atendiendo a necesidades del momento, habría que reconocerlo y anunciarlo con sirenas y banderas, igual que se anuncian los desvíos por obras en las carreteras. Pretender recuperar así la idea del ego y restaurar su valía en el seno de un camino que está diseñado para experimentar su irrealidad me parece una contradicción insalvable, además de una empresa absurda; como si, en medio de una pesadilla, quisiéramos a la vez que se nos hiciese más llevadera y también despertar de ella, o como pisar el freno y el acelerador al mismo tiempo.

La (¿calculada?) ambigüedad de Kornfield sobre su grado de adhesión a las enseñanzas del Dharma en general se traduce en algunas licencias conceptuales concretas que le otorgan mucho espacio libre para arrimar el ascua a su sardina con casi total impunidad; tal es el caso, por ejemplo, de su recuperación del corazón como parte del camino, paso previo a su elevación a la categoría de piedra de toque y máxima autoridad para cada uno. Lo sorprendente, por lo que puedo ver, es que esa propuesta está basada en una interpretación incorrecta de una enseñanza absolutamente fundamental en el budismo:

Buda habló de cultivar la conciencia de cuatro aspectos fundamentales de la vida que llamó “los cuatro fundamentos de la atención”. Estas áreas de atención son: la conciencia del cuerpo y los sentidos, la conciencia del corazón y los sentimientos, la conciencia de la mente y los pensamientos, y la conciencia de los principios que gobiernan la vida.

El texto budista que trata de estos cuatro fundamentos es el conocido como Sutta Mahasatipatthana, pero en ningún momento habla del “corazón y los sentimientos” ni de los “principios que gobiernan la vida”; su contenido concierne más bien a lo que la psicología budista llama los skandhas y la psicología occidental, el proceso aferente –un asunto bastante técnico, relacionado con las respuestas fisiológicas y psicológicas del organismo ante los estímulos, que Kornfield desdibuja y difumina importando conceptos ajenos para crear un cuádruple esquema cuerpo-corazón-mente-espíritu muy del gusto de la psicología popular, pero sin base en el Dharma de Buda.

Esa asimilación subrepticia pero constante del budismo a la terapia y/o la espiritualidad genérica tiene dos consecuencias lamentables, más allá de su distorsión ilegítima de ciertos postulados básicos del Dharma. Primero, al reivindicar el corazón y los sentimientos, otorgándoles un nivel parejo a la autoridad de la experiencia o al argumento racional, Kornfield abre una caja de Pandora. Es cierto que hay una cara del sentimiento relacionada con los valores y emociones más nobles, como expone Don Juan; pero también existe la variante ñoña, que invoca la esfera privada como sacrosanta y es inasequible a razones. Para ella, el sentimiento es algo íntimo, de valor incuestionable precisamente porque es privado; como decía el héroe de una novela romántica, “lo que yo pienso, cualquiera puede pensarlo; sólo mi corazón es mío”. Ese individualismo sentimental le deja un enorme resquicio abierto al narcisismo, que es el mayor enemigo de la transformación que implica todo camino espiritual de verdad. Sabemos que la mente nos engaña (ver enlace al final); sabemos también que la verdad a veces duele, y que los engaños de la mente a menudo tienden a evitarnos el dolor de reconocer la verdad; pero la mente disfrazada de corazón y sentimientos (que no responden ante nada ni nadie más que sí mismos) posee una capacidad de engaño absolutamente devastadora.

Aparte de eso, la rebaja de una vía que busca una verdad íntima pero empírica y contrastable a la esfera de los sentimientos privados altera el sentido y desactiva el potencial esencial del camino budista, que es de transformación, no de reconciliación con lo mundano. Más allá de cualquier cuestión de rigor o propiedad intelectual, si una práctica budista se establece sobre estas bases tan equívocas, lo más probable es que pierda toda posibilidad de alcanzar el despertar tal como lo enseñó Buda –lo cual, claro está, reforzaría indirectamente la premisa de Kornfield, en el sentido de que ese despertar es algo lleno de grados y matices, en el fondo casi más metafórico que real, por lo cual es mejor no obsesionarse con él y seguir con su combinación de enseñanzas tradicionales y terapéuticas ajustadas al estándar indiscutible e indiscutido de nuestra vida particular, quod erat demonstrandum.

http://www.nytimes.com/2008/06/27/opinion/27aamodt.
html? em&ex=1214712000&en =07a0cd373fc51d40&ei=5087%0A

viernes, 20 de junio de 2008

Un camino, dos corazones II

A veces pienso quién me manda meterme en esta camisa de once varas para hacer de policía del Dharma. ¿Qué pretendo conseguir con ello? Aquí estoy, criticando abiertamente a un maestro bien considerado y muy influyente, que cuenta con una larga trayectoria y méritos abundantes, y del que incluso conozco alguna anécdota simpática. Pero, aunque no lo parezca, la mía no es una crítica de la persona, sino de algunas de sus ideas. Toda persona es respetable; las ideas, no todas: uno puede decir una idiotez o una genialidad sin convertirse por ello automáticamente en un idiota o un genio. Aclarado eso, es la impresión de que en este libro se escamotea la verdad, dando gato psicoterapéutico por liebre natural del Dharma, la que agrede a mi sentido de la justicia y me subleva. Sé que es una batalla desigual, una causa perdida, una quimera incluso... Da igual: no lo puedo remediar. Así que me encomiendo al espíritu del Caballero de la Triste Figura y acometo contra nuevos molinos de viento, sabiendo que no son los gigantes que pretenden ser: ¡Arre, caballo, arre!

En la inclinación terapéutica de cierto budismo norteamericano confluyen al menos tres circunstancias. En primer lugar, en Occidente se suelen acercar al budismo no pocos buscadores que han visto la cara menos amable de la vida. El principio budista de que todo es sufrimiento (dukkha), aunque más sutil en realidad de lo que parece, les resuena y atrae entre otros a quienes han tenido o tienen que afrontar dificultades serias. Eso, en términos sociológicos, hace que en la composición de algunas sanghas budistas occidentales abunden comparativamente las personas que no han sido muy bien tratadas por la vida o que no han encontrado un encaje satisfactorio en la sociedad –algo que tampoco hay que tomar como un defecto, especialmente habida cuenta de la insalubridad de las sociedades modernas, pero que crea un sesgo en la demanda a favor de enseñanzas más atentas a las urgencias del momento. El propio Kornfield expone así su experiencia como maestro de meditación y apunta ya la respuesta:

Hemos visto cuán a menudo los estudiantes de Occidente se topan con las heridas profundas que resultan de la ruptura del sistema familiar occidental, los traumas de la infancia y la confusión de la sociedad moderna. La psicoterapia se ocupa mediante técnicas específicas y potentes de la necesidad de curarse, de la recuperación o creación de un sentido sano del ego, de la disolución de los miedos y compartimentos, y de la búsqueda de una manera de vivir en el mundo que sea creativa, amorosa y plena.

En segundo lugar, la difusión de la espiritualidad oriental en Occidente ha hecho proliferar un modelo de enseñanza generalista, condensada en formatos breves aptos para cursillos intensivos, a menudo impartidos por maestros que viajan asiduamente de un país a otro y tienen miles de seguidores, lo que deja poco espacio en su agenda para conocer a sus estudiantes con cierta profundidad y menos aún para prestar atención a sus problemas individuales o ayudarles a manifestar todo su potencial. Y, por último, no se pueden dejar de mencionar los escándalos que sacudieron en su día a algunas comunidades espirituales norteamericanas, en ocasiones con reputados maestros asiáticos como protagonistas, y causaron una enorme decepción y daño, puesto que la duda y desconfianza generadas por el sentimiento de traición personal en una experiencia concreta acabaron por extenderse y afectar a la viabilidad del Dharma en sí como proyecto vital.

Si combinamos todos estos factores, se entiende por qué a menudo las propuestas de este budismo popular se mantienen en un nivel genérico y poco profundo en el que la búsqueda del bienestar mediante la reconciliación con uno mismo y su historia personal prima sobre el camino de la liberación, que tanto conocimiento y confianza mutua exige por parte de discípulo y maestro. No niego que, en algunos casos especiales, sea sensato y sano darle prioridad al remedio de los males mundanos frente a la posibilidad de liberar la mente; lo que ya no parece tan correcto es que el enfoque terapéutico desplace al camino de la liberación hasta relegarlo al desván de los trastos viejos que ya no sirven. Naturalmente, eso es algo que nunca se proclama explícitamente, pero se percibe entre líneas en este libro, en sus silencios y, sobre todo, en la dilución de los rasgos distintivos del camino trascendental en una neblina conceptual gracias a la cual todos pueden acceder, en grados variables en función de su buen rollo, ni más ni menos que al despertar y a la iluminación. Kornfield completa así sus consideraciones citadas más arriba:

¿Qué es lo que hace la psicoterapia occidental que la práctica espiritual tradicional y la meditación no hacen? (...) Hemos reconocido que estas cuestiones no se pueden separar de la vida espiritual. No es como si pusiéramos en orden nuestra casa espiritual y luego nos lanzáramos a la conquista del nirvana. A medida que nuestro cuerpo, corazón, mente y espíritu se abren, cada nueva capa que encontramos revela tanto mayor libertad y compasión como capas más profundas y sutiles de delusión subyacente. Nuestro trabajo personal en profundidad y nuestro trabajo de meditación deben avanzar juntos necesariamente. Lo que la práctica en los Estados Unidos ha llegado a reconocer es que muchos de los asuntos profundos que descubrimos en la práctica profunda no se pueden curar sólo con meditación.

Quizá sea así; en todo caso –y esto será una afirmación polémica, seguro– lo que ni esa “práctica americana” ni el propio Kornfield han llegado a reconocer es que el Dharma de Buda no tiene nada que ver con ningún “trabajo personal en profundidad” sobre la historia psicológica de cada uno; al contrario, es algo que le saca al buscador del círculo de su propio relato sobre sí mismo, mostrándole que todo (incluido él mismo) es una invención de la mente, y lo proyecta más allá, al encuentro de una realidad que no está mediada por esa mente. Naturalmente, no hay garantías de que esa experiencia se vaya a alcanzar, pero las bases del trabajo son completamente distintas en uno y otro enfoque; en manos de un maestro competente, el Dharma es una intervención mucho más profunda de lo que refleja el autor, una enmienda a la totalidad que trasciende esos aspectos psicológicos y biográficos que la práctica terapéutica pretende ajustar. Bajo la pretensión de ayudar al budismo contribuyendo a su aclimatación a los modos y maneras imperantes en la sociedad de consumo moderna, la visión parcial de Kornfield va en sentido contrario y de hecho mina los cimientos mismos sobre los que debería descansar una comprensión sobria y realista del verdadero alcance y potencial del camino del Dharma.

Como apoyo para sus tesis, Kornfield menciona las transformaciones por las que el budismo ha pasado históricamente al combinarse con distintas culturas según iba irradiando desde la India; así, los antecedentes del Chan/Zen de China y Japón y del Vajrayana del Tíbet le sirven para aventurar que la influencia de la psicoterapia occidental sobre el budismo acabará por crear una nueva versión americana del Dharma comparable a esas escuelas. Personalmente, vistas sus alegaciones, lo dudo mucho; para quien tenga curiosidad por ver una opinión más radical sobre lo que supone este “Dharma americano”, incluyo el enlace con la cáustica reseña (en inglés) de otro libro posterior del mismo autor titulada “Una llamada a la mediocridad”, publicada en el ominoso monográfico ¿Podrá el budismo sobrevivir a los Estados Unidos? de la revista What Is Enlightenment:

http://www.wie.org/j18/bookreview1.asp


martes, 17 de junio de 2008

Un camino, dos corazones I

Vuelvo a leer, unos cuantos años después de haberlo hecho por primera vez, el libro de Jack Kornfield llamado Camino con corazón. El título procede de un pasaje de Las enseñanzas de don Juan, ese relato que mezcla en proporciones desconocidas el estudio antropológico y la ficción: “Examina cada camino de cerca y con deliberación. Pruébalo todas las veces que te parezca necesario. Entonces hazte a ti mismo, y sólo a ti mismo, una pregunta. Esta es una pregunta que sólo un hombre muy viejo se hace. Mi benefactor me habló de ella una vez cuando yo era joven y mi sangre era demasiado vigorosa para que lo entendiera. Ahora la entiendo. Te diré lo que es: ¿Tiene corazón este camino? Si lo tiene, el camino es bueno. Si no, no sirve de nada.”

Recuerdo que la propuesta de budismo amable del Camino con corazón me agradó en su momento, y tenía curiosidad por contrastar esa impresión a la luz del paso del tiempo y del camino que yo mismo he emprendido desde entonces. Para empezar, se podrían decir muchas cosas buenas de este libro, pues aborda cuestiones importantes y alerta de riesgos comunes en una prosa de fácil lectura, todo ello sin ser dogmático y manteniendo los pies en la tierra con una sensatez muy bienvenida en estas cuestiones, donde no suele imperar el sentido común. Si a eso le añadimos que sus ideas están fundamentadas en la experiencia de primera mano de alguien que se ha tomado la molestia de acudir a las fuentes para aprender y practicar el budismo (en su caso, Tailandia) y que luego ha trabajado largos años para importarlo e integrarlo en su comunidad, haciéndolo accesible a miles de personas, debería merecer una aprobación entusiasta.

Y, sin embargo... A medida que avanzo en la lectura no puedo evitar sentir cierta desazón. A veces es un pasaje algo almibarado que me hace preguntarme, casi con vergüenza, cómo me pudo gustar eso (o por lo menos cómo no me disgustó lo suficiente como para acordarme de ello); pero más a menudo lo que me hace detenerme y releer con incredulidad son afirmaciones aparentemente inofensivas, envueltas en un estilo muy suave y considerado, que a mi entender van sutil pero directamente en contra de lo que el mismo Buda Sakyamuni proclamó en su día. No soy nada partidario de la adoración ciega a las palabras de los maestros, pero si tengo que escoger entre Kornfield y Buda... no hay color.

Así sigo hasta que encuentro, muy bien escondida (en la página 310 de un texto de 339), la “confesión” que aclara nítidamente algo que yo mismo no acertaba a definir del todo: tiene que ver con el ambiente en el que el autor inició su búsqueda, lo que explica tanto la deriva del budismo en los EE.UU. como la solución que el propio Kornfield ha adoptado como maestro en activo. En vista de que tantas cosas que surgen al otro lado del charco acaban llegando aquí, aunque sea con retraso (justificado en este caso por la llegada más tardía del Dharma a Europa), quizá haya quien pueda extraer algunas lecciones válidas del caso para adelantarse a los acontecimientos o prevenir sus consecuencias indeseables por estos pagos, si es que no han ocurrido ya. El pasaje en cuestión dice así:

Cuando la espiritualidad oriental empezó a ser popular en los Estados Unidos en los años ´60 y ´70, al principio su práctica era idealista y romántica. La gente intentaba usar la espiritualidad para “colocarse” y experimentar estados de conciencia extraordinarios. Había una creencia generalizada de que existían gurús perfectos y enseñanzas completas y maravillosas que, en caso de seguirse, nos llevarían a la plena iluminación y cambiarían el mundo. Esas eran las cualidades imitativas y egocéntricas a las que Chogyam Trungpa llamó “materialismo espiritual”. Al cumplir con los rituales, los hábitos y la filosofía de las tradiciones espirituales, la gente intentaba escapar de su vida normal y convertirse en seres más espirituales.

Después de unos pocos años a la mayoría de la gente nos quedó claro que estar “colocado” no iba a durar para siempre y que la espiritualidad no tenía que ver con abandonar nuestra vida para encontrar otra existencia en un plano exaltado y lleno de luz. Descubrimos que la transformación de la conciencia requiere mucha más práctica y disciplina de la que pensábamos al principio. Empezamos a ver que el camino espiritual requería de nosotros más de lo que parecía ofrecernos. La gente empezó a despertarse de sus visiones románticas de la práctica y a tomar conciencia de que la espiritualidad exige afrontar de manera franca y valiente las situaciones de nuestra vida real, nuestra familia y nuestros orígenes, nuestro lugar en la sociedad circundante. Tanto individual como colectivamente, empezamos a abandonar, gracias a nuestra mayor conciencia y a la decepción de la experiencia, la noción idealista de la vida y la comunidad espiritual como forma de escapar del mundo para salvarnos nosotros mismos.

Para muchos de nosotros, esa transición se ha convertido en el cimiento de una labor espiritual integrada más a fondo y más sabia, una labor que incluye las relaciones rectas, la recta manera de ganarse la vida, el habla recta y las dimensiones éticas de la vida espiritual. Este trabajo ha exigido que dejáramos de dividir la realidad en compartimentos y comprendiéramos que, sea lo que sea lo que intentamos mantener oculto o evitar, antes o después hay que incluirlo en nuestro trabajo espiritual; nada se puede dejar atrás. La espiritualidad ha pasado a ocuparse más de quiénes somos que de cuál es el ideal que perseguimos. La espiritualidad ha pasado de ir a la India, el Tíbet o el Machu Picchu a volver a casa. (310)

Es, desde luego, una confesión impecable por su claridad y honradez, que refleja el entusiasmo pero también la tremenda ingenuidad de muchos jóvenes de la época. Dejo de lado ahora cómo puede Kornfield considerar que fuese idealista y romántico “usar la espiritualidad para colocarse”, tal como él mismo lo describe, para centrarme en el meollo de su argumento, que tiene varias facetas: la motivación errónea de una búsqueda espiritual como diversión y huida, el fracaso del proyecto escapista al chocar con la realidad del entorno social, y la aceptación e integración de las realidades y responsabilidades personales que se pretendieron evadir en su día.

Tal es, a grandes rasgos, su proyecto; pero tengo para mí que se trata de un proyecto circular, que en el fondo no ha salido de la esfera del ego ni ha logrado despegar de su órbita. Que la búsqueda espiritual de estos hijos de los ´60 estuviera viciada en su inicio por una motivación errónea no invalida en absoluto el destino del viaje; en realidad, es completamente irrelevante respecto de su mérito intrínseco. En esas circunstancias, una vez tomada conciencia de los errores del pasado, lo lógico habría sido cambiar el combustible por uno más natural y correcto y entonces emprender ese viaje de nuevo desde el principio. Y aquí me parece que está la trampa: que Kornfield desiste tácitamente del destino del camino budista –que se aleja del ego y lo personal– y lo sustituye por un ajuste a la realidad social entroncado con la “resaca” de los años hippies y con las numerosas decepciones respecto de la práctica espiritual que la ingenuidad prístina de su generación hizo casi inevitables.

No veo problema alguno con el enfoque amable y gradual de Kornfield, que tanto atiende a las vicisitudes y dificultades personales de cada cual. También en el Dharma hay sitio para eso; ¿cómo no iba a haberlo, si trata del ser humano? El problema está en que en ningún momento reconoce que el camino que describe, que podríamos llamar paliativo, es sólo uno de los posibles; no mencionar que hay una alternativa de curación total empobrece el Dharma y lo acaba por desvirtuar a ojos de sus lectores. El hecho de que sea un supuesto maestro budista quien lo pasa por alto no es precisamente una circunstancia atenuante.

domingo, 15 de junio de 2008

Dharma y Dao: hermanos de sangre

Ya hemos hablado de la importancia que tuvo el Dao filosófico en la creación de un budismo tan específicamente chino como el Chan. Parte de esa influencia se debe sin duda a una afinidad íntima entre sus ideas fundamentales y las del Dharma: es decir, que hay una ley universal e impersonal que actúa como principio supremo del universo natural; que cada ser vivo de este mundo de ilusión tiene una naturaleza intrínseca que opera en armonía y equilibrio con la ley universal; que el ser humano puede acceder a esa propia naturaleza y, a través de ella, al Dao o Dharma; y, por último, que sintonizarse con esa ley suprema es lo mejor que uno puede hacer con su vida.

Siendo todo eso cierto, no lo es menos que la fusión de daoísmo y budismo quedó tan bien trabada porque el Dharma no llegó de la India en bloque ni tampoco se aclimató apresuradamente a su nuevo entorno cultural para que luego brotara de golpe el Chan; al contrario, el budismo, por lo menos en lo que respecta a sus escrituras, se fue filtrando a China casi por goteo, de forma parcial y en orden arbitrario durante un largo periodo de tiempo, lo cual favoreció una asimilación lenta pero profunda por parte de aquellos que lo recibieron con mentes abiertas y flexibles moldeadas por el Dao.

Por usar una analogía para este maridaje, los primeros budistas chinos artífices del proceso debieron de enfrentarse a su tarea como si tuvieran que montar un rompecabezas gigante partiendo de unas pocas piezas nada más: los escasos sutras que iban llegando desde la India –valiosísimos, desde luego, pero insuficientes para recomponer el puzzle entero y hacerse una idea fidedigna de cuál era la enseñanza total que representaban. En esas circunstancias, es fácil entender que la incorporación de cada de nuevo texto al cuadro general completaría su información pero también podría trastocar las composiciones de lugar que se habían hecho previamente, a falta de más datos, sobre cuáles eran las verdaderas enseñanzas de Buda. La potencia creativa de la asimilación china del Dharma se debió, una vez más, tanto al espíritu abierto, ágil e inquisitivo que favorecía esa situación de carestía como a las largas horas de reflexión y debate que debieron emplear para dilucidar cómo sería la verdadera esencia de ese misterioso Dharma, tan exótico y familiar a la vez. Y es que, al no tener más que unas pocas piezas en la mano, estos proto-budistas chinos tendrían que recurrir a la imaginación y el ingenio para sacarles el máximo partido, ver cómo encajaban entre sí e intentar vislumbrar el conjunto que iban apuntando, todo ello usando el Dao como referencia constante para comparar y contrastar ideas y prácticas. No sería de extrañar por tanto que saludaran la llegada y traducción de cada nuevo sutra o comentario que completaba un poco más el cuadro como si fuera un auténtico regalo.

Esta suma de circunstancias filosóficas e históricas propició en definitiva una larga convivencia entre daoísmo y budismo en la cual sus fronteras mutuas eran difusas y sus relaciones, tan abiertas y frecuentes como las que podía haber entre distintas corrientes del Dharma, gracias a un ambiente de expansión y fermento en el que el afán por aprender pesaba más que cualquier concepción patrimonial de la verdad. A efectos prácticos, hoy día nos puede resultar útil sostener que Laozi era daoísta mientras que, por ejemplo, Sengcan (Seng Ts´an, distinguido largo tiempo con el ficticio título de “tercer patriarca Chan”) era budista, pero no hay que tomar el mapa por el territorio. Como ya advirtió el maestro Huangbo (Huang-po):

Temiendo que ninguno de vosotros lo entendiera, [los Budas] lo llamaron el Dao, pero no debéis basar ningún concepto sobre ese nombre. Por eso se dice que “cuando se atrapa el pez, se olvida la trampa” (una cita del Zhuangzi). Cuando cuerpo y mente logran la espontaneidad, se alcanza el Dao y se puede entender la mente universal... En tiempos de antaño, los hombres eran agudos de mente. Al oír una sola frase, abandonaban el estudio y así llegaron a llamarse “los sabios que, al abandonar la erudición, descansan en la espontaneidad”. Hoy en día, la gente sólo busca hartarse de conocimiento y deducciones, al tiempo que le otorgan gran fiabilidad a las explicaciones escritas y le llaman a todo esto la práctica.

Nuestra mente cognitiva es muy aficionada a trazar distinciones sutiles entre conceptos y cosas y así crear compartimentos en los que pueda clasificar y ordenar la realidad; pero estos viejos maestros del Dao y el Dharma, impecables en su comprensión, no parecían prestarle demasiada atención en cambio a estas consideraciones de títulos, escuelas y linajes, que en el fondo son inventos posteriores para intentar introducir un poco de orden en lo que en su día debió de ser un revoltijo gloriosamente promiscuo de Dao, Tierra Pura, Chan, Tiantai, Huayen y otras corrientes.

A modo de ilustración, podemos comprobar esa fraternidad si comparamos el Daodejing de Laozi con el Xin Xin Ming de Sengcan. El primero muestra un estilo comprimido que en ocasiones puede parecer hermético; el segundo, en cambio, adopta parte del lenguaje y las ideas de Laozi para desarrollarlas en la misma dirección, ofreciendo explicaciones más extensas e instrucciones más detalladas. No obstante, ambos están hablando esencialmente de lo mismo: el peligro de creerse y obedecer irreflexivamente la parcelación de la realidad que hace la mente cognitiva.

Daodejing 2

天 下 皆 知 美 之 為 美 斯 惡 已
tiān xià jiē zhī měi zhī wéi měi sī è yǐ
Todos los seres reconocen lo atractivo y así surge lo repulsivo.

皆 知 善 之 為 善 斯 不 善 已
jiē zhī shàn zhī wéi shàn sī bù shàn yǐ
Todos reconocen lo bueno y así surge lo malo.



Xìn Xīn Míng 1-5

至道無難唯嫌揀擇
zhì dào nán wéi xián jiǎn
El camino supremo no es difícil: sólo recela de escoger y elegir.

但莫憎愛洞然明白
dàn zēng ài dòng rán míngbai
Una vez dejes de odiar y amar, se aclarará por sí mismo.

毫釐有差天地懸隔
háo yǒu chā tiāndì xuán
En cuanto hay un milímetro de distingo, cielo y tierra cuelgan cada uno por su lado.

欲得現前莫存順逆
de xiàn qián cún shùn
Si quieres que aparezca, no te pongas a favor ni en contra.

違順相爭是爲心病
wéi shùn xiāng zhēng shì wéi xīn bìng
Oponer lo que te gusta a lo que te incordia hace enfermar a la mente.

Leyendo esto, casi parece como si Sengcan hubiese sido un discípulo directo de Laozi, dedicado a glosar las escuetas palabras de su maestro, cuando, en realidad, cientos de años separan sus vidas. ¿Tiene sentido mantener que uno era daoísta y el otro budista? Sí, pero sólo mientras tengamos presente el valor relativo de esas etiquetas; después de todo, como se aprecia al mirar los caracteres chinos, ese “camino supremo” (至道, zhì dào) del que habla Sengcan al inicio de su poema no es otro que el Dao () de Laozi. En virtud de esa identidad, Linji (Lin-chi) llamaba a sus discípulos “seguidores del Dao” y describía así el camino sin nombre que lleva a convertirse en un ser humano genuino, sin rango ni distinción alguna:

El verdadero seguidor del Dao no se aferra al Buda, ni a los bodhisattvas o a los arhats, ni a las glorias supremas de los tres reinos. En su independencia trascendental y su libertad sin cortapisas no se adhiere a nada… Ahórrate el esfuerzo inútil de discriminar unas apariencias de otras y aferrarte a ellas, y en un solo instante te darás cuenta del Dao con facilidad espontánea.

A pesar de desarrollar su propia línea de conceptos y prácticas distintivas, a veces como evolución de lo que el Dao sólo apuntaba de manera embrionaria, estos viejos maestros del budismo Chan mostraban un absoluto desinterés por distinguirse o separarse de su matriz autóctona. En ese sentido, las palabras que el legendario Mazu Daoyi (Ma-tsu Tao-yi), intercambió con un monje revelan a las claras que para él Dao y Dharma realmente eran, como decía Sengcan, “no-dos”:

Un monje le preguntó por qué el maestro afirmaba que “la mente es el Buda”. El maestro replicó, “Porque quiero detener el llanto de un bebé”. El monje insistió, “Cuando se para el llanto, ¿qué es entonces?” “Ni mente, ni Buda”, fue la respuesta. “¿Cómo le enseñas a alguien que no mantenga ni uno ni otro?” “Le diría, `Ni cosas´”. El monje volvió a preguntar, “Si te encontraras con alguien libre de apego a todas las cosas, ¿qué le dirías?” El maestro contestó, “Le dejaría experimentar el Gran Dao”.

domingo, 8 de junio de 2008

El invento de Cangjie y las raíces del Chan

¿Qué es el Chan? Dicho en pocas palabras, es una vía budista que surgió en China al combinarse el Dharma procedente de la India con el taoísmo oriundo del país. Si bien durante esa polinización entre ambas culturas, ocurrida en los primeros siglos de la era cristiana, también aparecieron otras escuelas (Tiantai, Tierra Pura, Huayen), ninguna abrió caminos tan sugerentes como el Chan ni produjo igual cosecha de grandes maestros.

Es cierto que, con su cercanía a la naturaleza y sus prácticas contemplativas, el taoísmo había creado un lecho fértil y propicio para acoger ciertas semillas del budismo indio y desarrollarlas en una nueva dirección; de hecho, su influencia sobre el Chan es tan grande que hay quien considera que esta vía es un taoísmo disfrazado de budismo. Pero, etiquetas aparte, hay otro factor más general que ilustra cómo los chinos se acercaron a los textos canónicos indios para entenderlos y traducirlos: su método de escritura, que le imprimió un sesgo decisivo a esta nueva versión del Dharma, profundamente fiel a su esencia a la vez que enraizada en la experiencia concreta de los fenómenos del mundo. Examinar cómo funciona la escritura de caracteres muestra el tipo de mente que tuvieron que aplicar los antiguos chinos para entender el Dharma, que no es muy diferente de la que sigue haciendo falta hoy día si queremos captarlo más allá de una mera comprensión cognitiva.

La leyenda le atribuye a un cierto Cangjie (Ts´ang Chieh) la invención de los caracteres chinos, allá por el año 2650 a.C. Algunas versiones lo representan meditando en la orilla de un río tras haber recibido del Emperador Amarillo el encargo de diseñar un nuevo código de información; en esa tesitura, el patrón que vio en las venas de una tortuga le inspiró a contemplar la posibilidad de que hubiera una relación lógica entre ellas. Otras versiones lo presentan cazando en el monte, donde habría reparado en las huellas que dejaban varios animales en la tierra y, al darse cuenta de cuán distintivos eran sus diseños, se habría dispuesto a encontrar las características específicas que diferencian unas cosas de otras. Los detalles importan poco, porque todos coinciden en que Cangjie ideó la escritura a cielo abierto y mediante la observación de la naturaleza, empapándose de todas las cosas –las nubes, el sol, la luna, las estrellas, los lagos, las montañas, así como de toda suerte de aves y animales– antes de inventar los caracteres que recogían y representaban sus rasgos más distintivos. Sea como fuere, está claro que en sus inicios la escritura china tenía un marcado sabor orgánico y naturalista basado en la representación pictórica o simbólica de los objetos del mundo.

Para entender mejor qué implica esta opción podemos compararla con los alfabetos occidentales, que se desarrollaron de manera muy diferente desde su origen entre los fenicios. Eso es así porque, en vez de establecer una relación directa entre caracteres y los objetos del mundo, el alfabeto fenicio eligió usar formas más bien abstractas para representar cada sonido (o, mejor dicho, cada fonema) del idioma, lo cual tuvo dos consecuencias inmediatas:

Primero, que la escritura se simplificó enormemente: a partir de ese momento, con sólo conocer veintitantos signos diferentes (las letras) ya se podía leer y escribir cualquier texto –una facilidad que se mantiene hoy en la mayoría de las lenguas occidentales, como el español. Por el contrario, el umbral de la alfabetización en China se sitúa entre los 3.000 y 4.000 caracteres diferentes –una ardua tarea que se prolonga durante gran parte de la educación escolar (los chinos más cultos pueden manejar cinco o seil mil caracteres y algunos diccionarios llegan a recoger más de 50.000, pero esa indudable riqueza expresiva conlleva una enorme complejidad cuyo dominio históricamente sólo ha estado al alcance de las élites).

En segundo lugar, el alfabeto fenicio y todos sus herederos divorciaron por completo la forma visual de las palabras del aspecto físico o de la impresión subjetiva que pudieran causar los objetos que designaban: es decir, ni la forma gráfica del español árbol, ni la del inglés tree, ni la del alemán Baum tienen nada que ver con la forma de un árbol, al contrario de lo que ocurre con el chino (). Las ventajas del sistema fenicio en cuanto a la economía de la escritura son evidentes; pero eso llega a cambio de un precio. La escritura alfabética es funcional y cognitiva; la china, compleja, simbólica y muchísimo más rica en su capacidad de aludir a nuestra experiencia del mundo con sus mil matices.

Al emplear una escritura con base pictográfica, en vez de grafemas sin contenido inherente más allá de la fonética, el idioma chino operaba con ingredientes mucho más abiertos y polivalentes que, por ejemplo, el sánscrito; y he aquí una de las claves que le dieron al Chan su “sabor” particular. Cuando las escrituras budistas empezaron a llegar poco a poco a China desde la India en los primeros siglos d.C., los eruditos que se enfrentaron a su traducción (como Kumarajiva, traductor de textos fundamentales para el Chan como el Sutra del diamante y el Vimalakirti Nirdesa, entre otros) tuvieron que entrar en los textos con una profundidad mucho mayor de la que nos imaginamos, buceando primero en el original más allá de sus palabras concretas para intentar captar cuál era el meollo que intentaban transmitir y luego encontrando una forma de plasmar eso no sólo en otra lengua, sino en caracteres que implican un nivel cognitivo diferente y exigen matizar mucho más que una escritura fonética.

Como ilustración, veamos la palabra sánscrita dhyana. Un traductor español, al encontrarse con este término, acudiría al diccionario, buscaría su definición y vería “meditación”. Bien, parece todo muy fácil. En cambio, un traductor chino podría jugar con varias opciones. La idea de meditación podría ser 冥想 míng xiǎng, (oscuro / profundo / indistinto + pensar / considerar / suponer / esperar) o bien 静心 jìng xīn, (quieto / tranquilo / silencioso / pacífico + corazón / mente / conciencia / centro) o quizá 沉思 chén , (hundir / profundo / silencioso / pesado + contemplar / recordar / rememorar / anhelar). ¿Cuál de ellas es la meditación que implica dhyana: abismarse en un pensamiento abstracto, centrar la conciencia en la quietud, o bucear en la memoria (por dar equivalencias rudimentarias de lo que sugiere el chino, sin entrar en etimologías)? En el caso específico de dhyana, “meditación”, los traductores chinos no escogieron ninguna de esas opciones, sino que crearon un nuevo término: , chán, de donde viene el nombre de la escuela.

Así se fueron traduciendo los textos sánscritos y así se fue moldeando una versión del Dharma chino que conllevaba una extraordinaria apertura y flexibilidad mental; como si, en vez de apoyarse en un diccionario para buscar equivalencias entre términos, estos primeros budistas tuvieran que traducir, por ejemplo, imágenes en forma de música. Ahí no hay tablas de conversión que valgan; hay que zambullirse en la experiencia que dio origen al concepto que luego generó la palabra, impregnarse de ella, y luego salir a la superficie de la lengua de destino, mirar alrededor y ver con cuáles de sus elementos (recordemos que altamente simbólicos) se puede recrear la experiencia transmitida en la lengua de origen. Y eso requiere que se movilicen y pongan en danza aspectos de la mente que van mucho más allá de la simple comprensión lectora.

Este proceso tan creativo explica en parte la extraordinaria renovación y florecimiento del Dharma en China, incluido el nacimiento de nuevas escuelas que supieron ver en los sutras indios sentidos profundos ya presentes ahí, aunque en estado embrionario, y que desarrollaron las enseñanzas y las prácticas del despertar en direcciones antes desconocidas: un esfuerzo comunitario colosal pero sumamente fructífero, porque algunos de estos antiguos budistas chinos sí que entendieron, más allá de las palabras, de qué hablaba el Buda y fueron capaces de verificar en sus propios términos la verdad del Dharma que había enseñado siglos atrás.