sábado, 29 de septiembre de 2007

Parole, parole, parole

Laozi afirmó en el Daodejing (Tao Te Ching): “El Tao que se puede nombrar no es el Tao eterno”. Prácticamente todos los que han alcanzado la experiencia más allá de la mente han insistido una y otra vez en que no se puede poner en palabras. Y, sin embargo, sólo sabemos de ellos porque en algún momento recurrieron a las palabras para darnos alguna pista sobre esta experiencia. Tiempo atrás, el poeta Bai Juyi (Po Chu-i) ya señaló esta contradicción aparentemente irresoluble:

“Los que hablan no saben nada;
los que saben se mantienen en silencio.”

Me dicen que estas palabras
las pronunció Laozi.
Si hemos de creer que Laozi
era él mismo alguien que sabía,
¿cómo es posible que escribiera un libro
de cinco mil palabras?

A veces, cuando hablan los sabios, lo mejor que puede hacer uno es callarse y escuchar sin arrojarse precipitadamente a sacar conclusiones sin llegar a ver qué puede haber detrás de la literalidad de lo que nos están diciendo.

Alguien le preguntó una vez al sabio indio Sri Ranjit Maharaj: “Si todo es ilusión, ¿es usted mismo una ilusión?”

A lo que él contestó: “¡Oh, sí! ¡Yo soy la mayor ilusión! ¡Todo lo que digo de todo corazón y tan francamente es todo falso! Pero lo falso que el maestro le dice puede hacer que usted alcance ese punto…

“De la misma manera, todas las escrituras y los libros mitológicos sólo están ahí para indicar ese punto, y cuando usted lo alcanza, se convierten en inexistentes, vacíos. Las palabras son falsas, sólo el significado que transmiten es verdadero. Son ilusión, pero dan un significado.

“Por consiguiente, todo es ilusión, pero para comprender la ilusión se necesita la ilusión. Por ejemplo, para quitarse una espina del dedo usted usa otra espina. Después, tira las dos. Pero si se queda con la segunda espina que usó para sacar la primera, seguramente se pinchará de nuevo. Para quitar la ignorancia, es necesario el conocimiento, pero, finalmente, los dos deben disolverse en la realidad. Su propio Ser es sin ignorancia, sin conocimiento. Por consiguiente, el maestro y el buscador son ilusión, porque son «Uno».

“Lo falso sólo puede ser eliminado por lo falso. Si se queda con la segunda espina, es decir, con el conocimiento, incluso si es una espina de oro, se pinchará. El ego es la única ilusión, y el ego es conocimiento. Se dice que, para atrapar a un ladrón, uno debe convertirse en ladrón. Entonces puede decirle: «Cuidado, estoy aquí y sé que eres un ladrón, de manera que no te atrevas a robarme». Pero usted no puede atrapar al ladrón, porque él tiene cuatro ojos y usted sólo tiene dos. Con una sola mirada, el ladrón repara en los objetos de valor y, si usted no está alerta, le despluma. La ilusión es como el ladrón, de manera que usted debe ser más fuerte que el ladrón. Su mente debe aceptar que todo es ilusión, sólo ilusión. Entonces será el «más grande entre los grandes».”

viernes, 28 de septiembre de 2007

El linaje (1/2): separar el grano de la paja

¿Qué es el linaje? El budismo institucional, especialmente el Zen, lo describe como la secuencia de maestros que, como eslabones de una larga cadena, enlazan con la figura del Buda Shakyamuni y con su despertar bajo el árbol del bodhi. Como tantas veces, hay algo de verdad y también de trampa en esa proposición. A lo largo de los siglos, las diversas corrientes budistas han presentado linajes varios para conectarse con esa experiencia seminal; pero en más de un caso la nefasta competencia por granjearse el patronazgo del poder político o el favor del público ha dado pie a burdas tergiversaciones, convirtiéndolo en un arma para ensalzar la propia escuela, a menudo deslegitimando a las demás. Digámoslo alto y claro: algunas de esas genealogías son un mito, pura invención, y resultan tan sorprendentes por las licencias que se toman con la realidad histórica como por su popularidad, intacta aún a pesar de haber quedado refutadas hace decenios por la investigación académica. Si un seguidor del Zen, por ejemplo, se jacta de que su linaje desciende directamente de Buda a través de Bodhidharma y Huineng, tendrás toda la razón del mundo para recomendarle –con una brusquedad que será exactamente proporcional a su orgullo– que primero vaya a hacer los deberes y luego habláis.

¿Por qué parece ser tan importante el linaje? Es indudable que la existencia de una tradición viva en cualquier campo le imprime un sello a sus seguidores y favorece la aparición de nuevos representantes que la continúen y expandan; eso es así tanto si hablamos de budismo como de la pirotecnia valenciana o del flamenco de Jerez. Está también el prestigio de formar parte de genealogías longevas, como en esas empresas familiares que proclaman con orgullo fechas de fundación centenarias. Pero para muchos budistas el linaje es algo más que eso: es el canal por el que fluye la transmisión –esa supuesta comunicación directa y carismática con la experiencia del fundador; en virtud de eso, en el Zen se afirma que un maestro que haya recibido la transmisión está investido de la mente misma de Buda. ¿Qué hay de cierto en ello? ¿Se pueden comunicar experiencias de esa manera? No lo puedo desmentir categóricamente, pero me temo que aquí bordeamos el pantanoso terreno del pensamiento mágico y la propaganda oficial. Uno simplemente no puede abdicar de su juicio crítico; si lo hace, ya sabe a qué atenerse.

Bien, en casos de duda como éste es sensato acudir a las fuentes. ¿Qué dijo Buda al respecto? En el sutra que narra los últimos días de su vida, el Buda se refirió específicamente a esta cuestión:

Entonces el Buda le habló al venerable Ananda y le dijo: “Es posible, Ananda, que a alguno entre vosotros le venga el pensamiento: `Se acabó la palabra del maestro; nos hemos quedado sin maestro´. Pero no es así, Ananda, como hay que verlo. Pues eso que he proclamado y he dado a conocer como el Dharma y la disciplina, eso será vuestro maestro cuando yo me haya ido”.

Parece claro que, por los motivos que fueran, Buda no nombró un sucesor. Lo que sí ocurrió fue que Kassapa, uno de los monjes de mayor antigüedad en la sangha, convocó un concilio para recopilar ese Dharma, preservado hasta entonces sólo en la memoria de los que habían sido sus testigos; uno de los protagonistas de ese esfuerzo de recitación y fijación fue Ananda, el primo y “ayudante de cámara” del Buda. Así, con el Dharma recopilado y puesto a salvo del olvido, se garantizaba la disponibilidad casi universal del maestro que Buda designó para su ausencia. Pero ¿qué ocurrió después? Que, por una inveterada tendencia a cosificar lo inasible, los relatos oficiales empezaron a presentar como sucesor a Kassapa, y luego Ananda, y luego a otro... y así hasta fabricar una lista de 28 patriarcas del budismo en India y llegar a Bodhidharma, el pretendido vigésimonoveno patriarca indio y primer patriarca chino. Curioso, ¿no? Parece como si nadie se hubiera dedicado más concienzudamente a contravenir las recomendaciones expresas de Buda que los que se llaman a sí mismos budistas...

A pesar de ello, ¿existe el linaje? Sí, aunque no de la manera lineal y ordenada en que lo presenta la ortodoxia. ¿Existe la transmisión? También, con las mismas salvedades. Todos hemos tenido experiencias de aprendizaje desde niños y sabemos qué cursos tan misteriosos e irregulares pueden seguir; a menudo pueden pasar años hasta que reconocemos de quién aprendimos algo o quién nos impulsó en un determinado camino; en ese momento, no antes, esa persona se convierte en nuestro maestro. Si alguien quiere tener una visión sobria, realista y cercana a nuestra cultura de cómo funciona la transmisión, que lea el primer libro de las Meditaciones de Marco Aurelio, el emperador-filósofo de Roma, que arranca con una larga exposición de todos los aprendizajes, recibidos de diversas fuentes a lo largo de su vida, que contribuyeron a hacer de él lo que fue.

En el fondo, linaje y transmisión no son más que una mala representación mental y cuadriculada de cómo se transmite la verdad del Dharma. Esa verdad no se puede analizar en un laboratorio, pero sí se puede experimentar personalmente; quienes han tenido esa experiencia se reconocen entre sí igual que dos ladrones se huelen el uno al otro en una habitación llena de gente. Pero esa experiencia, que está más allá de la mente, no se puede constreñir en un árbol genealógico ni limitar a un solo patriarca por generación; brota libre e inopinadamente donde quiere, sin atender a razones de jerarquía, linajes ni demás apariencias. Ese es el corazón del Dharma verdadero, que florece cada vez que alguien despierta a la verdad descubierta por Buda; pero mientras no haya una comprensión de esa verdad más allá de las palabras, alardear de linajes equivale a ondear como si fueran banderas lo que no son sino mariposas ensartadas en un alfiler.

El linaje (2/2): solo ante el peligro

¿Alguien se ha preguntado alguna vez cuál fue el linaje de Buda? ¿Por qué no habló nunca de ello –al menos, que sepamos? Porque lo cierto es que sí tuvo maestros (de hecho, dos) de los que aprendió ciertas técnicas de meditación que en último término le parecieron insuficientes –una insatisfacción que lo llevó a probar el camino del ascetismo extremo en primer lugar para luego rechazarlo asimismo, encontrar finalmente el despertar por su cuenta y formular los pilares del Dharma: las Cuatro Nobles Verdades y la vía media del Óctuple Sendero.

No parece que el linaje sea tan relevante como lo pintan, entonces. Pero, si no era ésta, ¿cuál era la fuente de autoridad para el Buda? Siempre fiel a su estilo sobrio y franco, lo que el Buda les recomendaba a los demás era lo mismo en lo que él había confiado hasta su despertar –y, afortunadamente, es algo que tanto tú como yo traemos de serie en nuestra equipación de homo sapiens sapiens:

“No os guiéis, Kalamas, por lo que oís ni por la tradición, ni por lo que se dice ni por la autoridad de los textos, ni por el simple razonamiento ni la sola inferencia ni la mera reflexión sobre las causas, ni por la aceptación sumisa de una teoría ni por su apariencia convincente, ni por pensar que quien la expone es vuestro maestro. Cuando vosotros, Kalamas, lleguéis por vuestros propios medios a reconocer que ciertas cosas son malas, criticables, censuradas por los que saben, y que esas cosas, si se realizan y llevan a cabo, redundan en mal y en sufrimiento, entonces, Kalamas, haréis bien en rechazarlas. (...) Cuando vosotros, Kalamas, lleguéis por vuestros propios medios a reconocer que ciertas cosas son buenas, no son criticables, merecen la aprobación de los que saben, y que estas cosas, al realizarlas y llevarlas a cabo, redundan en bien y en felicidad, entonces, Kalamas, haréis bien en vivir adhiriéndoos a ellas.”

Vaya... qué sorpresa: se diría que estas palabras socavan cualquier pretensión de que el linaje sea fuente última de autoridad, ¿no? Pero profundicemos un poco más; nunca hay que quedarse en la literalidad de las palabras del Dharma, porque siempre hay algo más allá. ¿Es la propia experiencia el criterio definitivo, como parece afirmarse aquí? Como tantas veces en budismo, la respuesta es Sí y No. ¿Por qué sí? Porque experimentar uno mismo es más memorable que aprender de segunda mano; ninguna lección se nos queda tan marcada como la que aprendemos en carne propia. En ese sentido, la vivencia personal es superior a cualquier dogma; es la manera que tenemos de establecer certezas o salir de dudas de manera definitiva. ¿Por qué no? Porque, con ser fundamental, la propia experiencia no siempre es suficiente ni nos lleva a conclusiones correctas y beneficiosas a corto plazo –y puede pasar mucho tiempo hasta que nos demos cuenta de nuestro extravío. Después de todo, ¿no nos dice nuestra experiencia que la Tierra es plana y que el sol sale y se pone por sus bordes? Y también es cierto que –ya sea por ignorancia, parcialidad o ineptitud– uno rara vez es el mejor juez acerca de qué es bueno para uno mismo por muy inmediata que sea su experiencia: ¿cuántas explicaciones aparentemente racionales es capaz de generar un ex-fumador en un nanosegundo por las que “total, por una caladita tampoco pasa nada”?

En ese sentido, la experiencia por sí sola no basta, sino que hay que contrastarla con otras fuentes: según el Buda, el propio juicio crítico (para calibrar el valor intrínseco de las cosas), el juicio de los que reconocemos como más expertos que nosotros (para beneficiarnos de la experiencia y sabiduría acumulada de la especie), y las consecuencias previsibles que nuestros actos y omisiones tendrán sobre nosotros y sobre los demás (para filtrar nuestras conclusiones por el tamiz de la visión de conjunto a largo plazo y prevenir el egoísmo de la satisfacción inmediata). ¿Cuál, si no éste, fue el camino del Buda Shakyamuni? Ése es el verdadero linaje del Dharma, y está en tu mano aquí y ahora. Es lo mismo que recalca una y otra vez con refrescante crudeza el Zen chino:

Un monje le rogó a Zhaozhou que le revelara el principio más importante del Chan. El maestro se excusó diciendo: “Tengo que ir a mear. Fíjate, incluso una tontería como ésta la tengo que hacer yo en persona.”

La conclusión parece clara: si ni siquiera podemos delegar en otros para las pequeñas servidumbres del día a día, ¿cómo vamos a hacerlo para las grandes cuestiones de la vida? Ni Buda, ni Huineng, ni Milarepa, ni ninguno de sus pretendidos depositarios nos van a sacar las castañas del fuego. Estamos solos, sí. Pero la nuestra es una gloriosa soledad, más aparente que real, en virtud de la cual estamos unidos de verdad con todos los demás miembros de nuestra especie –pasados, presentes y futuros– y con todos los seres sintientes del universo.

La importancia de entender

Hace algún tiempo cayó en mis manos una hoja que anunciaba la conferencia de un maestro de visita en Madrid desde otro país. En una cara figuraba una ilustración de la rueda de la vida, una imagen tradicional budista en cuyo centro tres animales –un cerdo, una serpiente y una paloma (otras veces es un gallo)– parecen perseguirse uno al otro en una noria interminable; en la otra, un texto explicaba la ilustración afirmando que cada uno de esos animales representaba uno de los llamados tres venenos o impedimentos –las tendencias atávicas y subliminales que determinan, sin que lo sepamos, nuestra visión del mundo y con ello nuestra conducta. Pero luego, en un alarde de penetración psicológica, el texto venía a decir que el cerdo representa la ignorancia porque en realidad los cerdos no saben gran cosa, la serpiente la ira porque reacciona con enojo, y la paloma la codicia porque muestra gran codicia en sus acciones; de esta manera, cerraba con sorprendente complacencia un razonamiento que en realidad era exactamente igual de circular que la rueda de la vida que pretendía explicar.

Chanzas aparte, ¿cuál es el problema en todo ello? Hay dos muy claros. El primero, que se le priva al público de entender de verdad qué es lo que se representa en la ilustración. Los tres animales no están ahí como ejemplos de conducta censurable, sino porque representan las tres maneras posibles de reaccionar ante una amenaza en potencia: huir (la paloma), atacar (la serpiente) o quedarse quieto esperando pasar desapercibido o para obtener más información antes de actuar (el cerdo, que en realidad es más bien un jabalí). Son las tres respuestas que son comunes a todo el reino animal y, por tanto, también al ser humano (la conocida fórmula de la triple "f" en inglés: fight, flight, or freeze). Si hacéis memoria, seguramente podréis encontrar ejemplos de las tres reacciones entre vuestras experiencias; pero son algo que concierne estrictamente al campo de la fisiología y la psicología, si bien es cierto que son la base a partir de la cual se generan en el ser humano la aversión, la codicia y la confusión motivadas por la presencia de la identidad –la impresión subconsciente de que uno mismo es algo separado e independiente de todo lo demás.

El segundo problema es que, si nos conformamos con esta explicación superficial, es fácil deslizarnos a una visión simplista de las cosas en la que compensamos nuestra falta de comprensión profunda (de la que por desgracia no solemos andar sobrados) con una carga moral reprobatoria (que, por influencia de nuestro condicionamiento cultural, a menudo asociamos inconscientemente con los asuntos "espirituales"): "Ah, no hay que enfadarse cuando nos amenazan para no parecernos a la vil serpiente, ni tampoco está bien ser codiciosos como las palomas, que siempre dan los picotazos de dos en dos en vez de conformarse con uno solo…"; y así, podemos seguir en línea recta y sin que nadie nos frene hasta el desastre. La imagen habla de fisiología y nosotros la malinterpretamos y acabamos en la moralina. ¿Se aprecia lo fácil que es desvirtuar una enseñanza incluso con las mejores intenciones? Claro, si ahora miráis una imagen completa de la rueda de la vida con toda su complejidad, os podréis imaginar hasta dónde se puede multiplicar el despropósito si se parte de una interpretación tan equivocada como base.

Por eso no se puede hacer demasiado énfasis en la conveniencia de preguntar cuando no se entiende. Tener acceso a un maestro es una rara oportunidad; no hay muchos, y entre ellos son menos aún los que de verdad merecen ese nombre. Si tienes uno a mano y hay algo que no ves claro, pregunta, pregunta y pregunta... una y otra vez, todo lo que haga falta, aunque parezcas tonto y pesado, hasta el aburrimiento si es necesario; mientras no entiendas, pregunta. Recuerda que en el camino del Dharma es esencial la investigación libre y crítica. Que no te dé miedo ni vergüenza parecer corto de entendederas; cada uno tiene su ritmo de aprendizaje y no hay demérito en ir despacio pero seguro; pero que tampoco te dé miedo ni vergüenza ponerle en un aprieto al supuesto maestro. Si ese maestro te contesta con evasivas, mala cosa; si te responde con explicaciones aún más enrevesadas, es posible que o bien él mismo no entienda la verdad o bien por algún motivo no te la quiera contar; si se niega de plano a contestarte, mejor que cojas tu petate y te busques otro maestro. No hay ningún problema en ello; Buda mismo tuvo dos maestros con los que estudió hasta que comprobó que seguía insatisfecho a pesar de haber entendido y practicado a fondo sus enseñanzas. Cuando el primero le anunció que no tenía nada más que enseñarle, lo dejó y encontró al segundo; cuando el segundo le confesó lo mismo, se puso en marcha y siguió su camino en solitario hasta encontrar el despertar. Como dejó dicho en el Dhammapada:

Si encuentras un amigo que sea bueno, sabio y benévolo,
recorre el camino entero con él y supera todos los peligros.
Pero si no eres capaz de encontrar un amigo que sea bueno, sabio y benévolo,
camina solo, como un rey que ha renunciado a su reino
o un elefante que deambula a su antojo por la jungla.

Pero cuidado: capta bien cómo ocurrieron las cosas. Es fácil fijarse sólo en la parte de ir por libre pasando por alto el hecho de que el propio Buda tuvo dos maestros; de ahí, no hay más que un pasito a pensar que uno es como un rey o un elefante (¡por supuesto!), que no necesita ayuda de nadie porque es suficientemente listo como para valerse por sí mismo (¿cómo iba a ser de otra manera?), y acabar caminando en círculos como un rey por la jungla o arrasando el ajuar real mientras trota despreocupadamente por las estancias del palacio y recurre a trompa, patas y colmillos para manejar la preciosa vajilla de la corte.

Un refugio a cielo abierto

La toma de refugio en la llamada "triple joya" es la fórmula tradicional mediante la cual uno se declara budista: "Tomo refugio en el Buda, el Dharma, y la Sangha" se dice, refiriéndose por lo general al Buda histórico, a sus enseñanzas entendidas como un canon cerrado y a la comunidad de monjes y seguidores. No es algo nuevo; ya en el pasado, tomar refugio era la expresión que se repetía en los sutras cada vez que alguno de los interlocutores del Buda se mostraba convencido de la verdad del Dharma –por lo general tras debatir o deliberar con el propio Buda– y afirmaba su intención de vivir de acuerdo con ese criterio de entonces en adelante; hoy día, sigue empleándose tanto en los países asiáticos donde el budismo está implantado como en las comunidades budistas de diverso signo que han ido surgiendo en Occidente. Es, teóricamente, algo que uno sólo puede hacer por voluntad propia, siendo mayor de edad y estando en posesión de sus facultades mentales; pero es evidente que en la práctica no es así y que en varias culturas de Asia el budismo se pasa de una generación a la siguiente como si fuera una religión tradicional, o como las joyas del ajuar que pasan de madres a hijas; también parece claro que en muchos casos no se entiende bien qué significa este refugio, con lo cual pierde por completo su eficacia.

Una vez más, hay varios niveles de comprensión de este concepto y la costumbre popular puede desorientarnos si no miramos más allá de la superficie. ¿Qué es el refugio, en realidad? En pali –la lengua de los sutras más antiguos– la palabra es sárana, que algunos aventurados relacionan con los términos latinos salvus y serenus e incluso, por una asociación tan fantasiosa como las criaturas mismas, con las sirenas; por desgracia, la etimología indoeuropea no avala estas nociones tan sugerentes, sino que relaciona sárana más bien con la idea de ocultar (latín celo, griego kalypto). Parece entonces como si el refugio fuera un escondite, una escapatoria, y así parece desprenderse en principio de una de las referencias de Buda a este concepto:

Impulsados por el miedo, los hombres toman refugio en varios lugares –en los montes, las junglas, los bosques, los árboles y los santuarios.

Sin embargo, sus palabras ofrecen esta interpretación sólo para desmentirla a renglón seguido:

Estos no son de verdad un refugio seguro; estos no son el refugio supremo; no es recurriendo a tales refugios como uno se libera de todo sufrimiento.

Claro, ¿cómo podrían serlo? La escapatoria nunca es un refugio seguro para algo que llevamos dentro –en este caso, el sufrimiento; vayamos donde vayamos, siempre nos acompañará a menos que hagamos un esfuerzo decidido que nos libere de ello. En definitiva, si seguimos leyendo, vemos que no hay más remedio que descartar esta noción del refugio como escape:

El que ha tomado refugio en el Buda, el Dharma y la Sangha penetra con sabiduría trascendental las Cuatro Nobles Verdades –el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la cesación del sufrimiento y el Noble Óctuple Sendero que lleva a la cesación del sufrimiento. Éste es sin duda el refugio seguro, éste es el refugio supremo. Al dirigirse a ese refugio, uno se libera de todo sufrimiento.

¿Cuál es la idea fundamental aquí? Desde luego no es salir corriendo en busca de protección, sino "penetrar con sabiduría trascendental las Cuatro Nobles Verdades"; hay una gran diferencia. El refugio no es, por tanto, un lugar donde guarecerse. Al contrario de lo que parece sugerir su nombre, no es un escondrijo donde podamos escapar del mundo y sus problemas como quien que se cobija de la lluvia hasta que escampe; más bien, es un estado en el que uno se da cuenta de que no hay lluvia o calamidad que lo pueda dañar. Es cierto que uno aún puede preferir no mojarse, pero cualquier aprensión, ansiedad o desagrado –en breve, cualquier sufrimiento mental– habrá desaparecido de la experiencia. ¿Por qué? Tampoco es así porque Buda, Dharma y Sangha extiendan mágicamente su protección sobre uno en recompensa por su credulidad, sino por un cambio interno que ocurre en la medida en que uno mismo haya penetrado con sabiduría trascendental los fundamentos del Dharma –algo que, si se hace bien, nunca, nunca, nunca es un escape facilón. Por eso, el verdadero refugio no es algo pasivo ni que valga de una vez por todas; tampoco es un lugar donde pedir derecho de asilo ni buscar el calor reconfortante del rebaño; es más bien una referencia constante con la que contrastar todas nuestras actitudes, intenciones y acciones. Puedes concebirlo de la manera que más te inspire: como la orientación que ofrece la estrella polar o como la nota con que las orquestas sinfónicas se afinan antes de un concierto para tocar todos en sintonía; en cualquier caso, es una vara de medir que hay que consultar repetidamente, no una píldora milagrosa que nos proporcione la salvación para siempre a cambio de pronunciar unas palabras cuyo sentido se nos escapa. Pero hay más, porque en el budismo verdadero no se busca un refugio externo, sino que cada uno aprende a convertirse en su propio refugio. Así lo dejó claro el propio Buda:

"Por tanto, Ananda, sed islas para vosotros mismos, refugios para vosotros mismos, sin buscar ningún refugio externo (…) Morad en el Dharma como si fuera vuestra isla, con el Dharma como refugio, sin buscar ningún otro refugio".

Si eso es así, –y las palabras de Buda al respecto parecen inequívocas– a cualquier maestro que te explique, como es costumbre, que el refugio se hace en el Buda, el Dharma y la Sangha entendidos como el Buda histórico, su enseñanza, y la comunidad budista, habría que preguntarle por qué descartó Buda cualquier refugio que no fuera en el Dharma y cómo se puede reconciliar eso con la fórmula tradicional. Sólo hay una manera: en la medida en que cada uno lleva inscrito dentro de sí, como si fuera un código genético de conducta recta, el Dharma que es la ley natural de todas las cosas en armonía y equilibrio, sabiendo que, como parte de ese Dharma, en todo ser humano hay oculta bajo nuestras máscaras cotidianas una propia naturaleza que no es otra que el Buda en el que tomamos refugio, y con la plena conciencia además que todos los seres humanos –y no sólo los monjes o laicos que se declaran budistas– tienen el mismo Dharma y el mismo Buda dentro de sí. ¿Ves la diferencia? El refugio no es un enclave donde vaya a aparecer un ser para ofrecernos seguridad contra todo dolor y sufrimiento, o donde uno vaya a confesarse y recibir perdón; el Dharma es algo que ya tienes dentro, y el refugio consiste en abrir esa puerta interna para entrar en él. Ése es el verdadero refugio en el Dharma; si aceptas cualquier explicación inferior, sólo te estarás defraudando a ti mismo. Pero, como siempre, la elección es tuya.

El sabor del Dharma

El budismo está de moda y eso, al menos en parte, es una desgracia. Nuestro voraz mercado premia y otorga relevancia a lo que más vende sin demasiada consideración de su valor intrínseco y, a la larga, ese éxito comercial acaba oscureciendo con facilidad la esencia de las cosas. Es cierto que no todos buscan esa esencia; sin embargo, es importante que no quede sepultada del todo bajo la avalancha de aspectos más vistosos o exóticos promocionados por su gancho comercial.

¿Es posible, entonces, comunicar a título informativo y sin afán de predicar alguna impresión de cómo es el Dharma desde dentro, desde sus raíces? A tenor de los efectos de esta moda no sólo parece posible sino necesario, porque la imagen del budismo que se está imponiendo en Occidente por vicisitudes del mercado quizá sea muy útil a la hora de vender cursos, libros y retiros, pero está a años luz de su espíritu inicial –pienso sobre todo en la austeridad del Zen transformada en estética cool y minimalista pero cerebral y emocionalmente distante, o en la pompa y circunstancia folclórica de los ritos tibetanos trufados de elementos mágicos por una parte y con doctrinas veladamente asimiladas a la base cristiana de su nuevo público por otra. Bonito, interesante, incluso atractivo y moderno, sí; pero... ¿qué hay en todo ello del meollo del Dharma?

En uno de los textos del primer budismo se compara el Dharma con el océano en virtud de ocho cualidades que ambos comparten, una de las cuales es que:

Igual que el gran océano sólo tiene un sabor, el sabor de la sal, así las enseñanzas sólo tienen un sabor, el sabor de la emancipación.

Esta imagen, tan nítida y sucinta, evoca a la perfección el espíritu del verdadero budismo en su unidad fundamental: por debajo de sus mil formas externas siempre subyace la misma prioridad absoluta, que aquí se llama emancipación. Emancipación ¿de qué? De la tiranía de la mente condicionada y sufriente. Buda a menudo la llamaba “la liberación inconmovible del corazón”, aunque en un sentido distinto que en Occidente, donde se toma al corazón como sede de las emociones: se refería más bien a la liberación definitiva e irrevocable de la mente pura que cada ser humano tiene dentro de sí como parte de su herencia natural –lo que los budistas llaman la propia naturaleza– y que trae como consecuencia (sin que sea nunca un objetivo) la eliminación del sufrimiento. Hacia ahí se orienta el Dharma con una unidad de propósito invariable y todo lo que no lleve a ella se tira por la borda –y eso incluye a Dios, el alma y, según al menos una de las escuelas antiguas, cualquier idea de vida después de la muerte. Es cierto que hay discrepancias entre quienes afirman que Buda negó de plano su existencia y los que prefieren pensar que sólo negó su relevancia para el camino budista, sin pronunciarse sobre si existían o no; pero en último término eso tampoco importa tanto: no tienen cabida en el Dharma –algo que harían bien en recordar quienes insisten en considerar al budismo como una religión.

El carácter unívoco, parco y tajante del método budista es probablemente un reflejo del temperamento del propio Buda, quien desde luego no era alguien que se anduviera por las ramas, adornándose con figuras retóricas, ni que titubeara excesivamente a la hora de enseñar. Uno de los ejemplos más ilustrativos de su manera de encarar los problemas aparece en un pasaje sobre el ataque al sufrimiento y sus causas:

“Imagínate, Ananda, que hubiera un gran árbol y llegara un hombre con un gran hacha y lo cortara de raíz; que, después de cortarlo de raíz, cavara una fosa y arrancara las raíces hasta sus filamentos más finos; luego, que cortara el árbol en troncos, y luego los volviera a cortar y los convirtiera en astillas; luego que secara las astillas al viento y al sol, que las quemara, las reuniera en un montón de cenizas, y luego dispersara las cenizas al viento o las arrojara a la veloz corriente de un río. Ciertamente el gran árbol cortado de esta manera se volvería parecido a un tocón de palmera, se volvería improductivo e incapaz de brotar de nuevo en el futuro”.

Hay algo extraordinariamente metódico y exhaustivo en este enfoque, y también enormemente tenaz, casi implacable. A veces, es cierto, el Buda suena como si fuera un ingeniero alemán (aunque también es posible que el tono reiterativo de los sutras fuese un recurso mnemotécnico de quienes se encargaron de preservarlos oralmente); quizá su estilo no apele a la sensibilidad de todos, pero es eminentemente práctico y trasluce un dominio de la situación y una competencia incuestionables. Personalmente, si yo fuera, por ejemplo, un astronauta a punto de subirme a un cohete que me fuese a llevar al espacio interestelar, el Buda sería no sólo la clase de ingeniero que desearía que hubiera diseñado la nave sino también el técnico que la hubiera repasado minuciosamente para asegurarse de que todas las tuercas estaban bien apretadas y todos los circuitos, conectados y operativos. Y, bien pensado, ¿por qué iba a ser diferente para el viaje de meditación, introspección y presencia atenta que conforma una parte tan importante de la senda budista?

Así pues, si hubiera que elegir una sola palabra para calificar este camino, yo no propondría bonito, exótico, molón, alternativo ni progre sino sobrio, tanto en su sentido de austero como de lúcido. Esta sobriedad se traduce en un enfoque doble: por un lado establece la experiencia propia como criterio superior a cualquier dogma y por otro reduce el equipaje conceptual (llámese teológico o filosófico) al mínimo necesario. No es exactamente científico, pero sí es analítico. La verdad del Dharma no es algo demostrable en un laboratorio, sino cuestión de experiencia personal; sin embargo, sí que se puede y se debe contrastar y confirmar con las experiencias de otros que han recorrido el camino antes que nosotros. Por otra parte, al abrazar este principio de máxima economía (conocido como ley de Ockham y aplicado asimismo en las ciencias), compensa en cierta medida la imposibilidad de verificar los resultados como observador externo, como si en el fondo el Buda dijera: “Mira, no te puedo dar una prueba fehaciente de que lo que digo es verdad; lo tienes que comprobar por ti mismo. Pero por lo menos no te voy a hacer comulgar con ruedas de molino de camino a esa experiencia”.

En esta aventura, como en una ascensión alpina, impera por tanto una gran economía de medios: todo está perfilado para el objetivo final y no cabe nada superfluo, nada de grasa, nada que no sea funcional. No es un camino fácil; es algo que te obliga a crecer y madurar y, en cierto sentido, exige que dejes de creer en los Reyes Magos. Es indudable que cada uno tiene distintas afinidades en estos terrenos y que a cada cual le gustan las salsas más o menos espesas, con más o menos azúcar, pero, en el Dharma, el progreso a menudo implica una dieta adelgazante para irse destetando de fantasías y de antiguos gustos y apegos convertidos en falsas necesidades.

Por poco que uno lea, en las enseñanzas del Buda enseguida se detecta un constante afán por reducir lo múltiple a lo sencillo, lo lejano a lo inmediato, lo fantasioso a lo tangible y práctico, para así reconducir la mente a lo que está ante nosotros, a la gran tarea que tenemos por delante si, de acuerdo con sus convicciones, hemos de despertar a la realidad de lo que es. Por eso resulta tremendamente irónica la injusticia que se le hace al Dharma cuando se desvirtúa su esencia para vincularlo con cuestiones tan etéreas y controvertidas como la reencarnación, que en el fondo no es más que un vestigio de la antigua religión hindú (con la que el budismo guarda la misma relación que el cristianismo con el judaísmo) con un papel meramente tangencial en las enseñanzas. La distorsión es igualmente grave si lo pintamos de escape egoísta a una torre de marfil al precio de anestesiar nuestras funciones vitales: en ambos casos se genera una impresión que no encaja en absoluto con la personalidad ni con la labor de Buda, tal como emergen de una lectura de los textos originales.

Buda no diseñó un escape ni un apaño, ni tampoco un sistema de inversiones y recompensas diferidas a un futuro hipotético más allá de toda comprobación; lo que Buda hizo fue coger por los cuernos al monstruoso toro del sufrimiento y descubrir cómo acabar con él. No es exactamente una frivolidad, que digamos, sino algo de enorme trascendencia: la certeza de que hay una solución a la condición humana que llamamos sufrimiento. Por eso, igual que cualquier otro método, el camino budista tiene que mantenerse de pie o venirse abajo en función de su relevancia a esta vida, aquí y ahora. Ésa y no otra es la cuestión que hay que plantearse una y otra vez ante cualquier enseñanza y práctica que se nos presente en cualquier escuela budista, ya sean meditaciones, rezos, iniciaciones o retiros: ¿a qué sabe esto? ¿Está contribuyendo a la liberación inquebrantable del corazón o me están vendiendo humo? Si tus experiencias no te inclinan claramente a la primera respuesta ya sabes lo que puedes hacer con tales herramientas, no importa lo venerables que parezcan. No hagas el viaje con exceso de equipaje, arrastrando pesados artilugios que tiran de ti hacia abajo, sin saber para qué sirven; el camino a la cima es mucho más cuestión de ir soltando que de agarrar y acumular.

Elogio de la honradez pausada

Hace poco The Onion, un semanario satírico de los EE UU, anunciaba con sorna la publicación de una guía que refleja el espíritu de los tiempos: Cómo encontrar una religión que no interfiera con tu estilo de vida actual. ¿Tiene gracia o es para echarse a llorar? No lo sé, pero en todo caso no es una mala descripción de gran parte de lo que podríamos llamar el supermercado espiritual de Occidente. Evidentemente, el libro no existe como tal (aunque nunca se puede descartar que algún piernas vea una oportunidad de negocio en la idea y la lleve a la práctica), pero no por ello es menos certero su diagnóstico: lo primero es nuestra comodidad; luego ya vendrán cuestiones secundarias como la búsqueda de la verdad, de nuestro lugar en el universo y nuestra relación con todo lo que nos rodea –todas esas minucias a las que con suerte les dedicamos unos minutillos a la semana. El carro, delante del caballo, y todos tan contentos –por lo menos hasta que alguien grite que el rey va desnudo.

No deja de sorprenderme cómo este gran mercado que preside nuestras vidas es capaz de fagocitar, procesar y regurgitar en formato comercial prácticamente cualquier cosa que se le ponga por delante. Por lo que veo alrededor de mí, la llamada “espiritualidad oriental” está lejos de ser una excepción: por todas partes se ofrecen cursos, conferencias, talleres con promesas más o menos ambiciosas según la honradez y motivación del instructor. La relación entre maestro y discípulo, que antiguamente era una cuestión de profundo conocimiento y confianza mutuas en la que se transmitía algo de valor incalculable a costa de esfuerzo y sacrificio, se ha convertido en un juego en el que el pago de cantidades a veces abusivas le abre al estudiante incauto las puertas a sentir que está en el camino directo a la iluminación bajo la guía de “maestros” de los que sabe poco, con los que no tiene ninguna comunicación real establecida mediante el trato asiduo durante tiempo, y que a su vez saben poco de él excepto que ha pagado la cuota y, con suerte, su nombre. Y todo ello, sin privarnos de nada: como dice el refrán, queremos estar en misa y repicando. Aparte de su elevado coste, a menudo estas incursiones espirituales tienen lugar en enclaves de lujo para que practiquemos el turismo con encanto, en formato condensado apto para nuestras atareadas vidas, y a la vez con la aparente autoridad de prestigiosos linajes y con el señuelo de ofrecernos una vía privilegiada (más rápida, más directa, más exclusiva para una minoría en la que uno mismo, ¡por supuesto!, tiene la suerte de encontrarse –y que no se te ocurra preguntar por qué es así, a ver si tus dudas van a revelar que tú no eres uno de los elegidos) a la meta en la que todos nuestros problemas desaparecerán como por arte de magia. Entonces habremos realizado, a cambio de unas pocas monedas, el milagro de trasladar a escala cósmica esa misma comodidad mundana que nos llevó en principio a elegir la vía de los cursillos de fin de semana como respuesta a los grandes interrogantes de la vida. ¿Cabe mayor correspondencia entre lo que pedimos y lo que nos dan? Eso es el mercado: el encaje entre oferta y demanda. Pero, como decían los romanos, caveat emptor: que tenga cuidado el comprador, pues no todo lo que es oro reluce y mucho de lo que reluce no es ni latón.

Por supuesto que hay distintas circunstancias y necesidades, igual que hay diversas vías a disposición del buscador; no todo el mundo quiere seguir el mismo camino ni llegar siempre hasta el fondo de todo. Pero hay maneras de hacer las cosas, sean las que sean, con fundamento y otras que simplemente son un engaño. Lo esencial aquí es la honradez: en primer lugar la del maestro con sus estudiantes y, en segundo, la del estudiante consigo mismo; quien se niegue a engañarse a sí mismo y mantenga una mente crítica y alerta, a la vez que abierta y flexible, difícilmente se extraviará por la senda de las fantasías místicas de ayer y hoy. Si uno quiere viajar y visitar, por ejemplo, el Lago di Garda (una de las zonas más caras y exclusivas del próspero norte de Italia) y conocer gente joven y guapa con fines de amistad “y lo que surja”, bien; pero ¿para qué disfrazarlo como un curso condensado de Mahamudra (una de las etapas finales del camino tántrico para la que hace falta una aptitud que pocos tienen y una larga preparación) invocando la autoridad y el patrocinio de antiguos maestros como Tilopa (que era un auténtico tigre solitario que despreciaba toda convención social y que hubiera vomitado imprecaciones de fuego sobre semejante tinglado)? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién queremos engañar? ¿Cuántas personas se imaginarían capaces de convertirse, por ejemplo, en neurocirujanos o virtuosos del violín con una dedicación parcial a base de cursillos y talleres de fin de semana? Desde luego, no sé quién querría someterse a una operación a manos de un cirujano de tamaña formación ni quién pagaría de su bolsillo las entradas para asistir a un recital de ese violinista; probablemente, sólo quien hubiera pasado por las zarpas del primero estaría dispuesto a hacer lo segundo...

¿Por qué entonces creemos que en el ámbito de lo “espiritual” (palabra que uso con la máxima reserva) son posibles esos prodigios? Ahí, por una tácita colusión de intereses entre quienes enseñan (que pueden ofrecer un producto estandarizado para todos sin tener que hacer ajustes en función de la cultura, el temperamento o las circunstancias individuales de su público) y quienes estudian o practican (que están dispuestos a seguir el juego de los gurús a cambio de diversas recompensas reales o imaginarias), dejan de aplicarse ciertas verdades de puro sentido común que gobiernan los demás aspectos de la vida. ¿El resultado? Una espiritualidad a la carta, de escaso valor pero alto precio, domesticada, desprovista de cualquier espina que pueda importunar al consumidor y convenientemente empaquetada, en la que las verdades profundas y a menudo incómodas se han sacrificado en aras de facilitar su consumo masivo –algo similar a esos tomates rollizos y llenos de color que aguantan semanas en las estanterías del súper o en nuestra nevera pero no saben a nada; prácticos sí que son, sin duda, pero... ¿alguien se acuerda de cómo huele y cómo sabe un tomate recién cogido de la mata, aún tibio por los rayos del sol?

Admitámoslo: algo hay en el crecimiento y la maduración del ser humano que no admite atajos. ¡Viva, pues, la lentitud!

¿Budismo? ¡No, gracias!

Buda nunca fue budista. Es así, por sorprendente que parezca. Durante los cuarenta y cinco años que impartió sus enseñanzas no hubo imágenes ni estatuas de Buda, ni grandes templos, ni rituales y ceremonias, ni casi ninguno de esos atributos folclóricos tan seductores que se asocian con el budismo hoy día; lo que había era una verdadera tribu de personas unidas por lazos de solidaridad y compañerismo bajo su guía y comprometidos contra viento y marea en una búsqueda común de la misma verdad que él afirmaba haber encontrado. Es posible que ya en vida del maestro el núcleo primigenio de discípulos creciera tanto que su espíritu inicial se relajara y disipara; en todo caso, poco después de morir Buda surgió como mecanismo compensatorio ese invento de doble filo: el budismo. No es la única ni la primera vez en la historia que, al percibir que nos hemos alejado de la esencia, generamos ídolos a los que adorar para así aplacar la conciencia dolorosa e incluso culpable de nuestra pérdida; pero eso no vale, como advierte la sabiduría antigua: “El Tao es la fuente de todas las formas, pero en sí mismo no tiene forma. Si intentas fijar una imagen de él en tu mente, lo pierdes. Es como clavar una mariposa con un alfiler: se capta la cáscara, pero se pierde el vuelo. ¿Por qué no contentarse con experimentarlo sin más?”

Buda llamaba a sus enseñanzas “el Dharma”. ¿Qué es eso? Dharma es una palabra procedente del sánscrito, un antiguo idioma indio, que significa “ley” o “camino”. Proviene de la raíz indoeuropea *dher- (relacionada con el latín firmus), cuyo sentido básico es “sostener” o “sujetar”; de ahí el sustantivo dharma, que siginifica “aquello que mantiene todo tal como es” o “lo que hace que todo sea lo que es”; en román paladino, la verdad de las cosas, monda y lironda. En la India, a partir de este sentido básico de “principio o ley que regula el universo” se derivó una segunda acepción de “conducta individual conforme con este principio”. Así, el Dharma representaba la obligación de cada individuo, de acuerdo con el sistema hindú de castas, con respecto a las costumbres sociales y al derecho civil y religioso; uno modelaba su vida personal siguiendo el patrón de la ley universal tal como estaba expuesta en los antiguos textos sagrados de los Vedas que interpretaban los sacerdotes. Casi por ósmosis, esa misma distinción pasó al primer budismo indio: el Dharma eran tanto las enseñanzas de Buda como el deber de adoptar la conducta propugnada por Buda como camino al despertar.

Pero ¿cuál es el problema si lo entendemos de esta manera? Que el Dharma se convierte en un producto cerrado y personal, como la obra de un artista muerto, que se puede poseer y administrar como si fuera propiedad privada –algo que Buda ya les reprochó a los brahmanes que tutelaban los Vedas. La verdad del Dharma no es patrimonio exclusivo de ninguna persona o grupo. El propio Buda juzgó así su descubrimiento: “He visto la antigua senda, el viejo camino que recorrieron los brahmanes iluminados de antaño. Igual que una senda cubierta por la maleza y perdida hace mucho tiempo es lo que he vuelto a descubrir” (Samyutta Nikaya 2.106). Tras su despertar, dialogó y debatió en varias ocasiones con otros maestros que exponían ideas divergentes de las suyas; a menudo les invitaba primero a explicar cuáles eran sus dharmas, para luego demostrarles que el suyo era superior –no porque fuera una verdad revelada por un dios, sino porque era el método más eficaz y directo para experimentar de primera mano la verdad de la condición humana. En ese sentido, el Dharma es patrimonio de la humanidad, sin amo ni patrón; tiene mucho más que ver con la verdad tal como la entiende la ciencia –algo empírico, sujeto a debate y confirmación– que con cualquier dogma religioso mantenido por tradición, no importa cuán milenaria sea.

¿Por qué es preferible usar Dharma, esa palabra extraña, antes que “budismo”? Porque la verdad no admite ni requiere ningún “-ismo”; es lo que es. Buda decía que enseñaba el Dharma, y nosotros afirmamos que ese Dharma representa la verdad de la ley natural que gobierna a todos los seres; no tiene necesidad de buscar conversiones ni de oponerse a otros “-ismos”. Si insistimos en usar el término budista –lo cual, qué duda cabe, es lo más práctico para ahorrarnos explicaciones prolijas– deberíamos hacerlo con plena conciencia de las paradojas a las que eso nos lleva: por ejemplo, que el budismo es anterior a Buda y que los innumerables seres que pueblan nuestro planeta y viven y mueren de acuerdo con la ley natural también son budistas. En ese caso, cualquier caracol o elefante, cualquier líquen o ciprés es tan budista –de hecho, más– como las miles de personas que han abrazado los formalismos del camino budista sin entender de verdad de qué trata ni adónde conduce.

Así pues, deja que los demás frecuenten los grandes templos decorados con estatuas budistas, se vistan con túnicas de colores y reciten salmodias mecánicamente. Si eres capaz de captar al vuelo el misterio de una mariposa, estás más cerca del Dharma que todos ellos juntos.