martes, 21 de junio de 2011

Palabras prestadas


Recuerdo un día de mi infancia en que, paseando por una playa del Atlántico, cogí una concha que el océano había arrojado sobre la arena. Mi padre me dijo: “Póntela sobre el oído”. Para mi asombro, oí algo inesperado: el océano entero, majestuoso en fuerza y dimensión, parecía latir ahí dentro. ¡Qué portento! Por supuesto que me llevé la caracola “maravillosa” a casa.

¿Era verdad o ilusión? En ese momento, me pareció que había encontrado un vínculo permanente con el mar, como si solo hiciera falta llevarme la concha al oído para oírle susurrar estuviera donde estuviera, recordándome que seguía ahí, siempre a mi lado aunque no lo viese con mis ojos. Solo más tarde me di cuenta de que lo único que había escuchado era el fluir rítmico de mi propia sangre, amplificado por las volutas de la concha de tal manera que recordaba las olas rompiendo en la playa.

Me acuerdo ahora porque, hace poco, una persona le escribió a Shanjian con una petición poco realista que reflejaba una actitud veladamente engreída. Al recibir una respuesta que frustraba sus esperanzas, reaccionó con un aluvión de argumentos, explicaciones no solicitadas y citas de antiguos maestros como Linji y Laozi.

Nunca deja de sorprenderme cuando la gente usa palabras de sabiduría ancestral humana como armas arrojadizas para justificar posturas miopes que tienen mucho de capricho personal. Y no deja de ser irónico que alguien que apenas está aprendiendo a balbucear en el camino de encontrar su propia naturaleza use como proyectiles las palabras elocuentes de quienes recorrieron ese camino antes que él para hacerle reproches a quien también ha cumplido con su parte y lo ha completado.

Estoy seguro de que ni Linji ni Laozi (ni seguramente cualquier maestro real) apoyaría esa táctica, pero ellos ya no están para velar por su ejemplo y en cambio sus palabras sí que quedan muy a mano, inertes e indefensas ante cualquier abuso que se quiera perpetrar con ellas. Con razón dice el refrán que uno es señor de sus silencios y esclavo de sus palabras.

Las palabras de los maestros son apoyos que nos ayudan en nuestro camino; gracias a ellas podemos tener una idea más clara de cómo es, adónde se dirige y qué obstáculos contiene. Pero no son el camino mismo ni un sustituto para nuestra propia experiencia. Alguien que las presente bien siempre será, en el mejor de los casos, como la luna, que refleja una luz prestada.

Por el contrario, la verdadera magia del Dharma es su potencial para generar una combustión interna y convertirnos así en soles que proyectan su propia luz y calor en todas direcciones, cada uno a su manera de acuerdo con su naturaleza interna. Y eso pasa por la práctica, que va más allá de las palabras, incluso las más excelsas.

¿Quién prefiere oír el eco de su propia ignorancia aumentado y devuelto por una caracola antes que el rugido tonificante del océano?

¿Quién prefiere la luz pálida y fría de la luna al regalo generoso del sol, que fomenta y nutre toda la vida del planeta?

domingo, 12 de junio de 2011

Bolongo o muerte


Cuando pienso en esta moda moderna de añadirle elementos de ganancia y promoción personal a cualquier iniciativa, incluidas las que tradicionalmente han sido más altruistas, me viene a la mente un viejo chiste de calibre bastante grueso, muy a la antigua usanza:

Van un inglés, un francés y un español de expedición por la jungla. De repente, cae sobre ellos una horda de nativos, los aprisiona y los lleva a su poblado, donde los arroja en un explanada rodeada de antorchas delante de una gran choza. De la choza sale un hombretón impresionante, les mira con severidad y proclama:

“Yo gran jefe Kabunga… este pueblo mío… esta jungla mía… ¡vosotros enemigos! Pero yo bueno… vosotros elegir… ¡bolongo o muerte!”.

Todos los nativos elevan sus brazos entonces y gritan al unísono: “¡Bolongo, bolongo!”
                                                 
El jefe señala al inglés: “Tú: ¿bolongo o muerte?”

El inglés piensa, “Joder, no sé qué es esto del bolongo, pero no quiero morir aquí”, así que responde sin mucha convicción: “Bolongo”.

Inmediatamente, decenas de hombres del poblado, incluido el jefe, saltan sobre él y lo sodomizan salvajemente entre grandes risas y celebraciones. Luego lo sacan del pueblo y lo dejan tirado, medio muerto, para que se las componga como pueda.

Entonces el jefe señala al francés y le pregunta: “Tú: ¿bolongo o muerte?”

El francés piensa, “¡Putain, qué chungo!”, pero el miedo a morir puede más que su sentido del honor y tras unos instantes de debate interno lo admite con resignación… “Bolongo”.

Inmediatamente, decenas de hombres, incluido el jefe, saltan sobre él y lo sodomizan salvajemente con igual jolgorio y entusiasmo. Al acabar, lo arrastran fuera de la empalizada y lo tiran junto al inglés.

Por último, el jefe señala al español: “Tú: ¿bolongo o muerte?”

El español, lleno de orgullo y dignidad, grita y forcejea: “¡A mí no me toca ni su puta madre! ¡¡Matadme ya, cabrones!!”

Sorprendido, el gran jefe Kabunga se queda parado un momento. “Hmm… Bien, tú morir…”, dice, visiblemente contrariado…

… “Pero antes…”, matiza, al tiempo que una sonrisa ilumina su rostro y se frota las manos, “¡un poquito de bolongo!”

Podemos estar dispuestos a hacer casi cualquier cosa honorable… dar dinero para los haitianos, por ejemplo, o renunciar a nuestro comportamiento egoísta… pero la identidad siempre salta y quiere su parte del botín primero: un poquito de bolongo... un gazpacho de cerezas con nieve de queso fresco, anchoas y albahaca... o cualquier cosa que nos haga sentir que nosotros también salimos ganando.

De eso van estos juegos sociales, también en el mundo de las ONGs. Y los que marcan las reglas del partido saben que todos llevamos a un gran jefe Kabunga dentro.

jueves, 9 de junio de 2011

Solidaridad a las finas hierbas

Hay un impulso humano básico de ayudar a nuestros semejantes que no está implantado mentalmente por el adoctrinamiento social o religioso ni responde al cálculo de intereses egoísta. Su base está en nuestra raíz tribal, que a su vez refleja el hecho de que los seres humanos somos poca cosa cuando nos enfrentamos a solas con la naturaleza, sobre todo en las condiciones primitivas en las que ha transcurrido la mayor parte de nuestra evolución como especie; nuestra fuerza y esperanza está en el grupo. Aunque prácticamente no queda ningún espacio en la vida moderna para esa solidaridad natural, aún hay vestigios aquí y allá que afloran de vez en cuando.

Es verdad que hoy en día se convocan multitud de iniciativas solidarias por varios motivos, algunos más nobles que otros. Hay quienes atienden su llamada por un sentimiento de decencia humana básica, hay quienes encuentran en ellas un lavado de cara (o de conciencia) para su estatus privilegiado, y también hay quienes trafican con esos sentimientos. La solidaridad se vende bien, incluso cuando no es muy distinta de la falsa caridad cristiana que se predicaba en tiempos y que no ataca el problema sino que parchea los síntomas. El problema es que su difusión pública la hace apta para todo tipo de motivaciones espurias.

Recuerda lo que dijo Jesús respecto de la oración: “Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie en las sinagogas y en los cantones de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa”. Algo similar se podría decir de las donaciones; solo la donación anónima es legítima, porque no hay un “yo” que done nada ni que por tanto pueda recibir ninguna compensación a cambio. De lo contrario, entramos en el cálculo y el comercio.

Además, al llamar “ayuda humanitaria” a estas iniciativas, nos colgamos una medalla que no estoy seguro de que nos merezcamos. Se trata casi siempre de una ayuda básica de subsistencia; sería más apropiado llamarla “ayuda para que no se nos caiga la cara de vergüenza”. Me parece que sería más justo considerar ayuda humanitaria la que podrían prestarnos, si vinieran como misioneros, muchas gentes del llamado tercer mundo que no tienen casi nada… más que la humanidad que nosotros parecemos haber perdido entre tanta montaña de bienes materiales.

Pero los mercaderes están por todas partes, y la solidaridad organizada y pública no es una excepción. No contentos con estas incongruencias, hay quienes se esfuerzan en rizar el rizo con nuevas locuras, como combinar la exhibición de solidaridad con un hedonismo difícil de encajar en estas emergencias. ¿Se trata del viejo anhelo de estar en misa y repicando o es que no se confía en atraer suficientes donantes (y repercusión mediática) a menos que los “solidarios” se lleven algo a cambio?

Confieso que, viendo cómo pintaban las cosas, ya me había imaginado que cualquier día a alguien se le iba a ocurrir organizar una mariscada de protesta contra el hambre en el mundo: ponernos ciegos a cigalas y centollas mientras nos sentimos virtuosos por nuestros buenos sentimientos ("¿Cómo es posible que haya dos mil millones de personas que sufren hambre en el mundo? Eso está muy mal, hombre, no puede ser... ¡Eh, pásame los langostinos, que están que se salen!").

Ese día ya ha llegado –de hecho, llegó hace meses. Era una iniciativa patrocinada por una ONG presidida por un ex-ministro del gobierno español (¿se tratará entonces de una Oex-G?) y se llamaba “Alta cocina por Haití”. La idea era hacer una donación para las víctimas del terremoto a cambio de pegarse un homenaje con recetas de un sibaritismo dignas de las crónicas de la decadencia del Imperio Romano. No quedaba claro cuánto del “donativo” era en pago por la cena, ni si a los haitianos les llegaría algo más que las sobras del Gazpacho de cerezas con nieve de queso fresco, anchoas y albahaca, el Cóctel crujiente de callos con menta deshidratada, el Solomillo txerritxaldeo-pectina errezil… o simplemente el sonoro regüeldo de satisfacción de sus benefactores.

¿Cuál será el siguiente disparate? ¿Un atasco de tráfico solidario contra el calentamiento global?

La verdadera catástrofe humanitaria ya ha golpeado… pero ha sido aquí también, entre nosotros, en el primer mundo, donde campa por sus respetos disfrazada con las máscaras de la falsa benevolencia y el falso humanitarismo, entre otras.

martes, 7 de junio de 2011

La sonrisa del Dharma

Cuando era niño y miraba a la gente, pensaba que Dios debía de ser tremendamente inteligente para inventarse tantas caras distintas sin repetirse.

Más adelante, cuando miraba a la gente mayor un poco más de cerca veía las huellas de la infelicidad en sus caras y pensaba “¡Qué raros son estos adultos!”.

Ahora, cuando la gente me conoce de primeras, a veces me dicen que tengo cara de médico o ingeniero. Debe de ser porque transmito algo de seriedad y competencia, porque ni una cosa ni otra es cierta…

Lo malo es que no me extrañaría que algún niño me mirase uno de estos días y pensara a su vez “¡Qué raro es este señor!”.

Cuando me atrajo el Dharma por primera vez, no fue por su aura de seriedad y competencia. Creo que fue más bien por su aire risueño. Veía imágenes de Budas de sonrisa serena y oía historias que afirmaban que nadie se reía igual que los auténticos maestros budistas.

Ahora me sería muy fácil instalarme en el budismo devorando datos y argumentos con gran seriedad y competencia para luego soltárselos a quien se me ponga por delante, como si el Dharma fuera eso. Parece absurdo, pero es a lo que nos lleva nuestra educación y no falta quien lo hace. Los eruditos triunfan a su manera, aunque sean tristes sus victorias.

Me da que el Dharma es mucho más parecido a un arte que a una técnica que se pueda dominar solo con la parte cognitiva de la mente. No consiste en manipular una materia externa –hierro, sonidos, arcilla, palabras, imágenes, el propio cuerpo– como en las artes conocidas, sino en descubrir la fuente de toda esa creatividad y curiosidad naturales, que es también la fuente del humor.

Por eso, quien entra en el Dharma entra en un camino parecido a convertirse en artista de su propia vida, no en sentido biográfico sino abriendo y modulando su propia energía vital como quien hace música. Así, el artista no está separado de la obra de arte ni del proceso de crearla; los tres son una misma cosa.

Creo que si avanzo aunque sea unos pasos en esa dirección, habré dado un paso de gigante hacia una mayor humanidad, que es de lo que se trata al fin y al cabo.

Y si no, a ver si para el final de mis días al menos consigo dejar atrás esta máscara tan seria y tener por fin cara de pillo –¡que al menos los niños de entonces me reconozcan como uno más!