martes, 26 de marzo de 2013

Más allá de las palabras



El maestro Shanjian Dashi siempre nos recordaba que hay que mirar más allá de las palabras. “En el Dharma no puedes entender nada si no miras más allá de las palabras”, nos decía, o “las palabras son la primera de las diez puertas del Dharma”, etc.

El otro día, mi sobrina me trajo un regalo del colegio que había hecho especialmente para mí: una bola de barro seco envuelta en un kleenex arrugado.

Hace unos años, es posible que no me hubiera hecho ninguna ilusión recibir algo tan vulgar y aparentemente inútil.

Afortunadamente, la ocasión me pilló preparado para ver lo que me estaba regalando, más allá del barro y del kleenex. Y por si tuviera alguna duda, la sonrisa que me dedicó mientras me entregaba su regalo despejó cualquier posibilidad de malinterpretarlo.

Ella, una niña de seis años sin noción alguna del budismo, me volvió a enseñar una de las lecciones más importantes que me había inculcado un maestro realizado.

En cualquier hogar de los considerados “decentes”, ese regalo habría acabado con toda probabilidad en la papelera. Pero ahora, en vez de ir a la basura, esta humilde bola de barro forma parte de mi altar, como recordatorio elocuente de todo lo que se puede transmitir cuando uno no se queda en las formas ni en las etiquetas.

Una niña de seis años lo sabe…  

¿Y nosotros… con todo nuestro bagaje de adultos… lo sabemos también?

lunes, 18 de marzo de 2013

Los juegos de la memoria



Pocas facultades de la mente son tan importantes como la memoria a la hora de sentir que somos alguien individual y único. Solemos pensar que la memoria es una caja fuerte inviolable donde se guardan las piezas con las que hemos construido nuestra identidad –todas las experiencias y aprendizajes acumulados durante nuestra vida. De ahí que la perspectiva de perder nuestros recuerdos ante el embate de enfermedades como el Alzheimer resulte tan aterradora para muchos. No es solo el miedo a que un ladrón nos desvalije y nos prive de nuestras posesiones más queridas; es que supone la negación misma y disolución de lo que más valoramos, el propio “yo”. 

Sin embargo, parece que la memoria tiene unas fronteras mucho más porosas de lo que nos imaginamos, ya que alberga recuerdos propios junto con otros que simplemente nos hemos apropiado, muchas veces inconscientemente aunque casi siempre en beneficio propio. Eso al menos es lo que argumenta el neurólogo inglés Oliver Sacks, que ha publicado recientemente un artículo (“Speak, Memory”, NYRB, 21 febrero 2013) en el que describe algunas añagazas de la memoria y desmonta la idea de que los recuerdos sean siempre dignos de confianza, incluso cuando los evocamos vívidamente con la mejor de las voluntades y con tanta convicción que podríamos superar la prueba del polígrafo. 

Lo que está claro en todos estos casos –ya sean malos tratos imaginarios o reales en la infancia, recuerdos genuinos o implantados como experimento, testigos engañados o prisioneros sometidos a lavado de cerebro, plagios inconscientes o los falsos recuerdos que probablemente todos tenemos basados en atribuciones erróneas o en confusión sobre las fuentes– es que, a falta de confirmación externa, no hay manera fácil de distinguir entre un recuerdo o inspiración genuinos, que se sientan como tal, y los que se han tomado prestados o responden a la sugestión, entre lo que el psicoanalista Donald Spence llama la “verdad histórica” y la “verdad narrativa”.

Incluso si se pone al descubierto el mecanismo subyacente de un recuerdo falso, como yo fui capaz de hacer con ayuda de mi hermano en el incidente de la bomba incendiaria (…), es posible que esto no altere la sensación de experiencia auténtica o de realidad que tienen esos recuerdos. Y, ya puestos, tampoco las contradicciones o el absurdo obvios de algunos recuerdos alteran la sensación de convicción o creencia. En su mayoría, la gente que afirma que los alienígenas les han abducido no están mintiendo cuando cuentan cómo les llevaron a sus naves espaciales, ni son conscientes de que se han inventado una historia –algunos de verdad creen que eso es lo que ocurrió.

Una vez se elabora una historia o un recuerdo, acompañado de vívidas ilustraciones sensoriales y fuertes emociones, puede que no haya ninguna manera interna, psicológica de distinguir lo verdadero de lo falso –ni ninguna manera externa, neurológica. Los correlatos fisiológicos de esos recuerdos se pueden examinar empleando estudios de imágenes del cerebro (brain imaging), y esas imágenes muestran que los recuerdos vívidos producen una amplia activación en el cerebro que involucra las áreas sensoriales, emocionales (límbicas) y ejecutivas (lóbulo frontal) –un patrón que es virtualmente idéntico tanto si el “recuerdo” está basado en la experiencia como si no.

Si nuestra memoria es como el nido de una urraca, que combina elementos propios y ajenos, ¿es sabio identificarnos tanto con sus contenidos? ¿Quiénes somos, en realidad? Porque lo que parece claro es que lo que normalmente llamamos “memoria” no es un mero almacén inerte, sino un proceso que bebe de varias fuentes y además altera los elementos que absorbe, orientándolos en sentidos específicos según las circunstancias del momento, sin que seamos conscientes de ello. En resumen, nuestra memoria es muy capaz de jugárnosla. No deberíamos creernos a pies juntillas que somos quienes creemos que somos.

Un antiguo poeta griego lo puso así hace miles de años: “¿Qué es uno? ¿Qué no es? El humano es el sueño de una sombra”. Sueño porque es una ilusión, construida sobre bases imaginarias, y sombra porque es pasajero, como el vuelo de un cuervo bajo el sol. Además, hay algo más allá de la mente consciente que contribuye a esa “verdad narrativa” y sesga el relato de acuerdo con sus propios intereses, por mucho que habitualmente nos pase desapercibido. ¿Quién es ese “editor” que nos suministra su propia versión de lo que hemos vivido?

El Dharma ataca este embrollo con la meditación conocida como vipassana, que es mucho más profunda que la mera atención sin objeto que se suele enseñar bajo ese nombre hoy día. Al ir depurando los contenidos de la memoria, la vipassana disuelve las incrustaciones espurias que les hemos añadido y los deja expuestos en su desnudez; el resultado es que la identidad ficticia que hemos construido sobre ellos también se va depurando, de modo que se abre y esponja y deja menos resquicios para que el sufrimiento (dukkha) anide en ella. Es, en cierto sentido, una disolución de la “verdad narrativa”, de los relatos que nos contamos a nosotros mismos para reforzar nuestra sensación de ser Fulano o Mengana. 

¿Qué queda entonces? Nuestra mente dual impone que debe ser un vacío, ya que funciona por opuestos: si no hay identidad, ¿qué otra cosa podría haber excepto un gran cero? Y ante el miedo al vacío, solemos aferrarnos precisamente a aquello que nos hace sufrir, porque al menos eso preserva nuestra identidad: mejor ser “alguien” y sufrir que lo otro, sea lo que sea. Es muy lista la mente dual, que siempre nos conduce de vuelta al sufrimiento… 

Pero los que practican vipassana saben que hay “algo” (por decirlo de alguna manera comprensible en sentido convencional) que no desaparece con la identidad y, es más, que se fortalece y sana con esta práctica de desescombro mental, algo que sabe a alivio y liberación… aunque para probarlo hay que tener el valor de dejar la seguridad de la orilla y adentrarse en aguas desconocidas.