domingo, 29 de diciembre de 2013

Alpinbudismo

Esta entrevista al montañero italiano Simone Moro, publicada hoy en un diario español, contiene reflexiones que arrojan una luz sorprendente sobre el camino en el que estamos: casi lo único que hace falta es cambiar alpin- por bud-”, montaña por camino del Dharma, etc. No somos tan distintos de los demás como a veces podemos llegar a creer. 

Aquí sigue una selección de preguntas y respuestas:



Pregunta. ¿Qué significa la palabra aventura para usted?
Respuesta. Algo que no está relacionado con los récords, los resultados o el éxito. Para mí, la aventura es algo que implica dos elementos básicos: la exposición y lo desconocido o misterioso. La aventura está íntimamente unida a lo que denominamos exploración. Una exploración tiene lugar tanto si es exitosa como si no, ya que explorar algo implica intentar alcanzar una región (física y mentalmente) que hasta entonces estaba inexplorada, por lo que cada paso que se da es ya un éxito.
P. ¿Qué conclusión personal ha extraído tras la experiencia en el Everest?
R. He confirmado una vez más que el mayor peligro de este planeta está personificado en al figura de los seres humanos, en la gente… Mucho más peligrosos que las avalanchas, las tormentas, los terremotos… El ser humano es el mayor peligro para el propio ser humano. En todas partes encontrarás buena gente y mala gente, incluso a ocho mil metros de altura, e incluso entre los sherpas
P. Dice Ueli Steck que para ser un gran alpinista no se puede tener familia. ¿Está de acuerdo?
R. Para ser un gran alpinista, tanto como para ser un gran hombre, no debes nunca sacrificar tu naturaleza interna, tu esencia. Es simplemente un tema de capacidad, organización, alma… Así que entiendo perfectamente si alguien necesita estar solo o sin familia para alcanzar sus objetivos. Pero otros posiblemente también lo puedan hacer teniendo una vida normal esperándoles. Es un asunto de libre elección, y no algo necesariamente obligatorio.
P. ¿Qué significa fracasar en la montaña?
R. No existe el fracaso en la montaña. Es una palabra inventada y usada por periodistas y algún que otro colega montañero estúpido o celoso. Cualquier paso, por pequeño que sea, adentrándote en un terreno natural con el que has soñado es ya en sí un éxito. Si esos pequeños pasos te llevan hasta la cima y a alcanzar tus sueños, entonces todo ello supone un logro aún mayor.
P. El mundo de la montaña vende compañerismo, amistad, trabajo en equipo, autenticidad… pero sabemos que esto no es siempre cierto, ¿verdad?
R. Cada vez es peor… La sociedad cambia, y con ella los alpinistas. Se enfrentan por patrocinadores, popularidad, visibilidad, fama… En porcentaje, en el mundo del alpinismo hay exactamente el mismo porcentaje de idiotas que en la sociedad en la que vivimos. Así, pese a que tengo buenos amigos en el mundo del alpinismo, intento refugiarme y alejarme de todo cuando estoy en casa. No soy el típico tipo extrovertido que busca compartir momentos con la comunidad montañera. Siempre tienen algo sobre lo que discutir, y ya estoy cansado de escuchar a la gente quejarse o acusar a otros. Prefiero aprovechar mi tiempo libre saliendo a correr, escalando, o simplemente pasando tiempo con mi familia.
P. ¿Le desvelan los amigos perdidos en la montaña?
R. Sí, claro que sí. Soy una persona muy sensible. He perdido docenas de amigos en la montaña. Anatoli Boukreev o Iñaki Ochoa, dos de mis mejores amigos. Pero en lugar de quedarme en casa llorando su pérdida, prefiero vivir mi vida en su honor.
P. Después de tantos años relacionado con la montaña, ¿cómo hace para mantener intacta la ilusión?
R. La pasión y la fuerza de mi sueño. El deseo de seguir explorando a grandes alturas. Todo esto ha sido fundamental, y ahora también mi nueva carrera como piloto de helicópteros que me permite permanecer en la montaña, en primera línea, explorando otros límites de una forma paralela, y en cierto modo también más útil que cuando simplemente escalo en solitario para mí. Así que puedo afirmar que estoy muy feliz por lo que tengo ahora, y por lo que haré en el futuro en las montañas.

¿Cómo sería nuestra vida si la viviéramos con ese mismo espíritu aventurero y explorador, lleno de la pasión y fuerza de nuestros sueños y en honor de los que nos han abierto el camino hacia nuestra propia naturaleza?

lunes, 23 de diciembre de 2013

Otro Espíritu de las Navidades Pasadas



Se acerca la Navidad y con ella, otra oportunidad de sentirse ajeno a una gran ilusión compartida por la inmensa mayoría, al menos en su conducta. ¡Qué suerte!

No es por ser aguafiestas, pero se puede encarar como un buen entrenamiento para el despertar budista, donde nos liberamos del espejismo colectivo que nos tiene hipnotizados, dando vueltas a una noria inventada que construimos entre todos, huyendo del sufrimiento en pos de una falsa felicidad. Así aprendemos a ir contracorriente, haciendo caso a la voz interna y no a los cantos de sirena que llegan de fuera. Como los salmones, nuestra meta está río arriba.

Es curioso que, hablando con la gente, cuesta encontrar a un adulto que realmente celebre la llegada de esta fiesta. Más bien al contrario, aparte de la posible reunión con allegados queridos y ausentes, muchos resienten estas fechas con su sarta interminable de obligaciones y expectativas: codearse con las muchedumbres en la gran fiesta del consumo superfluo, acertar con los regalos, cocinar para un batallón, poner belenes y decorar árboles de Navidad, vivir en incómoda cercanía con la familia: estar impecablemente elegantes y ocurrentes con la propia, comprensivos y agradecidos con la política, pacientes y atentos con la chiquillería, en suma, agradables y conciliadores con todos... ¡No es de extrañar que las cifras de divorcio se disparen en enero, recién salidos del túnel navideño!

En el budismo se habla de la falsa felicidad, que depende de las cambiantes circunstancias externas, para contraponerla con la verdadera, que es parte de nuestra propia naturaleza y es incondicional. Bien, pues en estas fechas se nos incita a rizar el rizo y crear una felicidad doblemente falsa, en la que muchos escenifican de puertas afuera unos sentimientos que se les suponen pero que no sienten en absoluto. The show must go on...

¿Y los niños? Aunque parecen los grandes protagonistas, les hacemos un flaco favor. Primero, porque hemos convertido una fiesta eminentemente religiosa en una orgía de compras (al menos, ahí nos hemos quitado la careta y veneramos al verdadero dios del mundo: el consumo). Y segundo, porque en vez de educarles en la realidad de la naturaleza humana con su experiencia ilusoria del mundo, que casi nadie conoce ya ni de oídas, creamos para ellos una fantasía burda de la que inevitablemente se van a desengañar antes o después. Entonces, quizá el único escape que les quede sea recrear esa fantasía para sus propios hijos en el futuro, si los tienen... y seguir transmitiendo así los errores de generación en generación.

¿Por qué no avanzar en dirección contraria, a desenmascarar las trampas de la mente en vez de redoblarlas? Los niños no tienen defensa ante los relatos que les enseñamos en esa edad. ¿No merece su inocencia que la alimentemos con ideas más sanas y naturales? ¿De verdad queremos que sigan nuestros pasos, desengañados como estamos de las fábulas navideñas pero aún bajo el influjo de otras ilusiones más perniciosas?

Y que conste que escribo esto desde el respeto a la figura de Jesucristo y lo que significa para miles de personas sinceras, que quizá estén tan escandalizados como yo o más, viendo cómo ha cambiado el sentido de la Navidad que ellos viven como algo espiritual y auténtico.

A mar revuelto...



La naturaleza es realmente asombrosa. Este vídeo muestra a unos delfines de la especie tursiops truncatus que usan una técnica de pesca nunca vista antes. Las imágenes dan fe de una inteligencia y una creatividad naturales que muchos creerían reservadas a los humanos.

Nadando por aguas poco profundas en el Golfo de México, los delfines localizan primero un banco de peces y luego uno de ellos lo rodea al tiempo que va golpeando el fondo con su cola, levantando así suficiente arena para formar un cerco alrededor del banco. Entonces, los peces se sienten acorralados por lo que parece una red que se cierra sobre ellos, saltan del agua para escapar y... caen en las fauces de los delfines, que les esperan con la boca abierta, casi con una sonrisa –ciertamente parecen divertirse mucho con esta arte de pesca. 



Quizá sea casualidad, pero los círculos que dejan en el agua me recuerdan mucho a los círculos Zen llamados ensō, trazados con la misma naturalidad cuando están bien hechos, sin identidad que los controle.

Qué distintos estos círculos de arena de las añagazas y encerronas que nos tendemos los humanos unos a otros cuando detrás hay alguien que quiere beneficiarse y medrar. En nuestra sociedad consumista y competitiva, hemos hecho de la media verdad un arte y de la argucia un estilo de vida. Pero todo es feo, forzado, ramplón, sin vuelo –por hablar solo de estética.

La naturaleza también engaña, cierto, pero no hay un “yo” que se aproveche de ello. En cambio, mira casi cualquier engañifa humana y captarás enseguida el tufillo de la identidad que se frota las manos y sale ganando con el trato, ya sea una persona, una empresa o un partido político.

El camino espiritual tampoco es una excepción. No es que las ropas exóticas, los rituales impactantes o los ambientes evocadores sean de por sí un indicio de mala intención, pero tampoco son garantía de nada y es fácil apegarse a ellos y despistarse. Eso sí, ante alguien que se adorna mucho al hablar u ofrece explicaciones nebulosas sin fundamento aparente, cuidado: en el mejor de los casos, no tiene las ideas claras, y en el peor, hay trampa por algún lado. ¿Son herramientas necesarias o una cortina de humo que te impide ver lo que está pasando y te puede llevar a saltar adonde menos te conviene?

Para mí, ésa es la enseñanza que estos delfines tursiops truncatus ilustran con elegancia insuperable: A río revuelto, ganancia de pescadores. Y a la inversa, podríamos decir que en la claridad de la comprensión, nadamos como pez en el agua.

Entender es esencial; por suerte, la explicación más sencilla también suele ser la más correcta. Lo que cuenta es la comprensión, y lo mejor es que sea serena, clara y natural. Un camino que te exija contorsiones de cualquier tipo probablemente no sea el más indicado para ti. Eso no desmerece al camino ni tampoco te rebaja a ti; simplemente se trata de encontrar el ajuste más apropiado para cada persona, usando la investigación libre y crítica que Buda recomendó en el Sutra de los Kalamas.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Tenía que pasar...

Sus caras reflejan consternación y rechazo... ¿Cómo no entenderlo?

¿Es solo una ocurrencia de la prensa humorística o hay algo más profundo detrás del chiste?

¿Qué ser vivo participante del Dharma natural querría acabar como nosotros, con todo nuestro sufrimiento y destrucción?

miércoles, 23 de octubre de 2013

El principio de la sabiduría

A veces, el principio de la sabiduría puede llegar al final de una vida o de una larga trayectoria profesional colmada de aparentes éxitos y reconocimientos...


viernes, 18 de octubre de 2013

El cielo polifónico






Cuando releo cosas que he escrito en el pasado, veo que constantemente busco ofrecer en ellas la explicación del Dharma más palmaria y gráfica de que soy capaz, como si la simple persuasión intelectual fuese a poner en movimiento de forma imparable las ruedas de la comprensión correcta que lleva a emprender la práctica. 

Ya sé bien a las claras que casi nunca es así, que podemos oír día y noche los argumentos más convincentes sin que eso nos mueva un ápice de nuestra posición, porque hay fuerzas inconscientes que trabajan contra ello sin que nos demos cuenta; y también influye la energía con que se transmite el mensaje, claro. Aun así, no dejo de probarlo. ¿Es una obcecación estéril o un entrenamiento saludable? Quién sabe. No sé si resulta muy convincente o ni siquiera entretenido, pero yo sigo dale que te pego, como Machaquito; ¡a lo mejor al final acabo por convencerme a mí mismo y todo! En todo caso, aquí está mi último intento, recién salido del horno:

Pocas visiones hay en este mundo más evocadoras que el cielo de noche, lleno de estrellas. Cuando está despejado y no hay iluminación artificial que vele su profundidad, es de una dimensión tal que la mente se ensancha y expande al contemplarlo. A veces hasta se nos escapa un “Ah...” de asombro ante la magnitud del cosmos, que apenas intuimos.

Al mismo tiempo, esa bóveda celeste plagada de puntos luminosos es una ilustración espléndida de nuestra condición humana y sus limitaciones sensoriales, porque todo es ilusión. El cielo que vemos no existe tal como lo vemos en ninguna parte más que en nuestra mente. Lo mismo ocurre con todos los demás fenómenos, pero en este ejemplo lo sabemos a ciencia cierta gracias a la física y además es muy fácil entender por qué es así.

Los astrónomos afirman que, dada la velocidad de la luz y la enorme distancia que separa al sol de la Tierra, la luz del astro rey tarda unos ocho minutos en llegar hasta nosotros. ¿Qué significa eso? Que cuando vemos el sol (nunca mirándolo directamente, claro) no lo vemos donde está en ese mismo momento, sino donde estaba hace ocho minutos, más o menos. Sorprendente, ¿no? El sol nos alumbra con paradinha, que diría un brasileño.

Ahora aplica esa misma condición a los miles y miles de estrellas y cuerpos celestes que vemos de manera simultánea cuando miramos el cielo nocturno. Prácticamente todos, excepto algún que otro planeta, están mucho más lejos de la Tierra que el sol, y probablemente no hay dos que estén a la misma distancia. Eso quiere decir que la luz de cada uno ha viajado una distancia diferente desde su origen hasta nuestros ojos; que por tanto esas luces tienen diferentes edades; y que sus puntos de origen se habrán desplazado en grados y direcciones muy diversas desde que se emitieron. Incluso es posible que, para cuando las vemos, algunas estrellas radiantes ya se hayan apagado al agotar su combustible; su luz sería entonces una especie de rayo huérfano que ha seguido su largo viaje por el espacio hasta excitar nuestro nervio óptico.

¿Ves lo alucinante de la situación? Por usar una analogía, es como si oyéramos de una vez la emisión de miles de cadenas de radio de todas las esquinas del globo y de todas las épocas, mezcladas en un solo acorde. Impensable, ¿no?  Pues esa “ensalada” de luces procedentes de tiempos y espacios dispares es lo que vemos de una sola vez, como si fuese algo estático y homogéneo, en nuestra visión sinóptica. Pero eso que vemos no existe “ahí fuera”: no es más que la combinación de ciertas energías del universo con la limitada capacidad de nuestra equipación sensorial, más algunas pinceladas añadidas por la memoria. Nos lo inventamos, por así decir. Es una creación (o, más bien, recreación) magnífica, pero es ilusoria.

Creemos que estamos en contacto directo con la realidad, cuando en verdad todo nos llega en forma de datos crudos filtrados por nuestra mente, que luego los reconfigura a su manera. Esa mente nos acerca la realidad y a la vez nos separa de ella en cierto sentido.

Pero el invento no acaba ahí, porque tomando esa ilusión como base, los humanos hemos desarrollado la capacidad de crear nombres y formas –una herramienta útil en sí, pero que por desgracia también amplía exponencialmente nuestra capacidad de generar sufrimiento. El sufrimiento, la identidad y las palabras van de la mano como hermanas en una nefasta trinidad. 

¿Qué ha hecho nuestra especie desde la noche de los tiempos? Nombrar, parcelar y apropiarse del mundo. Y el cielo nocturno no es una excepción: piensa en la variedad de constelaciones que hemos identificado, distinguiéndolas de las demás y dándoles un nombre asociado a una forma específica (el Carro, el Cisne), a menudo con una historia mitológica detrás (Orión, Perseo, Pegaso). 

Por supuesto que esto ha sido utilísimo como recurso para orientarse en la oscuridad que imperaba en las noches terrestres durante siglos, antes de la llegada de la iluminación artificial y los aparatos de navegación; y además tiene cierto encanto poético. Pero es una trampa si perdemos de vista que todo es un invento. No hay una Osa Mayor ni una Osa Menor; nuestra percepción las ha separado artificialmente de la totalidad, y luego las ha tomado por reales. Si pudiéramos trasladarnos al lugar que parecen ocupar, veríamos que no existen como constelación: no encontraríamos ahí más que estrellas sueltas y el espacio entre ellas. Las constelaciones son vacuidad: una serie de características que la mente humana ha discernido, agrupado y nombrado. Y lo mismo pasa con todos los demás fenómenos del mundo de los sentidos, cada uno según sus condiciones particulares.

En el fondo, este trance en el que nos vemos envueltos los humanos, cautivados por una percepción engañosa de lo que creemos que está “ahí fuera”, es absurdo y sería bastante cómico si no fuese por el sufrimiento que le acompaña el espejismo interno que acompaña al espejismo externo. Aunque a nivel teórico sabemos sin sombra de duda que no es real, esta creencia sigue actuando como una especie de burbuja que llevamos puesta a modo de escafandra: nos aísla de la vida natural  y además de ficticia es tóxica porque está llena de historias inventadas, basadas en la falsa separación de uno mismo y todo lo demás. Palabras, identidad, separación: dukkha y más dukkha.

Y así vamos, creyendo que el mundo es tal cual lo percibimos y respirando el aire viciado de las milongas que nos contamos a nosotros mismos sobre quién somos, torpemente chocando unos con otros o creyendo que nos estamos tocando cuando las más veces no tocamos más que nuestro caparazón externo, la identidad, que es nuestro engaño y nuestra cárcel autoimpuesta. Enmendándole la plana al filósofo, casi diríamos que “yo soy yo y mi sufrimiento”; al menos, así es como nos comportamos.

La solución parece clara, al menos conceptualmente, ¿verdad? Hay que salir del cascarón atufante, no agobiarnos, lamentarnos o ponernos a elucubrar sobre él. Y esa salida existe: ahí está la Tercera Noble Verdad. Esa verdad es la clave del sendero budista, el único motivo por el que existe. Por eso, aunque su punto de partida puede parecer severo y antipático, el Dharma es un camino naturalmente optimista, animoso y sonriente. ¡Que nadie te convenza de lo contrario! 

En otra época y circunstancias el poeta Rumi cantó estos versos, pero cada vez que los leo yo también oigo la voz del Buda y de tantos maestros detrás de ellos:

Ven, ven, quienquiera que seas.
Nómada, devoto, amante del vivir –no importa,
la nuestra no es una caravana de desesperanza.
Ven, incluso si has roto tus votos mil veces,
Ven, ven una vez más, ven.