sábado, 20 de diciembre de 2008

Vacuidad, impermanencia, libertad

Una vez más, unas palabras de Anagarika Govinda que resumen el camino budista. Se podrá estar más o menos de acuerdo con lo que dice, pero hay que agradecer que sea tan claro en sus premisas y conclusiones, lo que facilita una lectura crítica de sus ideas:

En beneficio de la experiencia, y con vistas a captar percepciones, el intelecto divide la experiencia, que en realidad es un flujo continuo, un proceso incesante de cambio y respuesta sin partes separadas, en “momentos”, “periodos” o “estados” psíquicos puramente convencionales. Selecciona del flujo de la realidad los fragmentos que son significativos para la vida humana, que le “interesan”, que le llaman la atención. A partir de ellos, construye un mundo mecánico en el que vive, y que parece bastante real hasta que se le somete a juicio crítico. Como dice Bergson, en un símil apropiado y muy celebrado, la mente realiza el trabajo de un cinematógrafo: toma instantáneas de algo que siempre se está moviendo, y por medio de esas representaciones estáticas sucesivas –ninguna de las cuales es real porque la Vida, el objeto fotografiado, nunca está en reposo– recrea una imagen de la vida, del movimiento. Esta película, esta representación más bien espástica de la armonía divina de la que innumerables momentos quedan excluidos, es muy útil en sentido práctico; pero no es la realidad, porque no está viva.

Este “mundo real”, por tanto, es el resultado de tu actividad selectiva y la naturaleza de tu selección está fuera de tu control en gran medida. Tu máquina cinematográfica funciona a un cierto ritmo y toma sus instantáneas a ciertos intervalos. Cualquier cosa que ocurra demasiado rápido para esos intervalos o bien no la registra o bien la funde con los momentos anteriores o posteriores para crear una imagen que pueda manejar. Así es por ejemplo como tratamos las tormentas de vibraciones que convertimos en “sonido” y “luz”. Ralentiza o acelera el tiempo, cambia su actividad rítmica, y enseguida tomarás otras series de instantáneas y tendrás como resultado otra imagen diferente del mundo. Gracias al ritmo al que está acompasado la máquina humana normal, registra lo que en nuestra simpleza llamamos “el mundo natural”. El más mínimo ataque de humildad o sentido común bastaría para enseñarnos que sería mejor llamarlo “nuestro mundo natural”.

“Supón ahora que la conciencia humana cambia o trasciende su ritmo, y cualquier otro aspecto de cualquier otro mundo podría convertirse en nuestro como resultado. De ahí la afirmación de los místicos de que en sus éxtasis alteran las condiciones de la conciencia y aprehenden una realidad más profunda que no se puede descartar como si fuera una locura” (Evelyn Underhill, Mysticism).

Cambiar y trascender el ritmo de la conciencia humana es el objetivo del entrenamiento espiritual del budismo en las etapas superiores de la meditación (absorción), que corresponden a la experiencia de planos de mundos más elevados. Aunque estas experiencias no son el fin último del camino budista, sí que muestran que nuestro mundo humano no es más que uno entre otros innumerables y que no hay que buscar los mundos de la cosmología budista entre los misterios del espacio sino entre los misterios de nuestra propia mente, en donde todos los mundos existen en forma de posibilidades de la experiencia. Una vez el ser humano ha reconocido la relatividad de su propio mundo y las facultades latentes de la conciencia, en otras palabras, si ha entendido que no está encadenado a este mundo en particular (el mundo de sus sentidos) sino que vive precisamente en el mundo que corresponde al “ritmo” de su mente, ha dado el primer paso hacia la liberación. El objetivo más elevado, sin embargo, es cambiar el ritmo de toda nuestra vida y convertirlo en esa armonía suprema que el Buda definió como la ausencia de codicia, odio e ignorancia: el nirvana.

Es evidente que el budismo representa una revolución completa de todos los puntos de vista convencionales y que el carácter negativo de sus fórmulas contribuye a las dificultades que asustan a la persona común. Para esa persona, la idea de anatta (la ausencia de un “yo” sustancial) significa la destrucción de su personalidad, y la idea de anicca (la impermanencia de las cosas), la disolución de su mundo.

Pero la idea de anicca no niega la “existencia” de las cosas, sino sólo su permanencia, de la misma manera la idea de anatta no proclama que no exista el ser. En realidad, es precisamente esta idea de anatta la que garantiza la posibilidad de desarrollo y crecimiento del individuo al demostrar que el “yo” o “ser” no es una magnitud absoluta sino una designación de la limitación relativa que el individuo mismo crea a la medida de su conocimiento. El ser humano primitivo siente que el cuerpo es su “yo”, el más desarrollado cree que son sus emociones o sus funciones mentales; pero el Buda no consideraba que el cuerpo ni la mente fueran el “yo”, pues sabía de su carácter relativo y dependiente.

En relación con esta dependencia podemos decir que es precisamente el elemento que contiene el principio de la persistencia o continuidad individual relativa. Los materiales de construcción mentales o corporales pueden cambiar a la mayor velocidad, sin embargo siempre construirán (llenarán) la forma particular que corresponde (por mor de la ley de originación dependiente) al nivel de desarrollo del individuo en cuestión.

Así pues, la idea de anicca no hace que le mundo sea menos real, sino que muestra, al contrario, que el mundo consiste exclusivamente de acción. En ningún lado hay estancamiento, en ningún lado hay limitación. Nada existe para sí mismo ni separado por sí mismo. No hay nada constante; en vez de un mundo lleno de cosas muertas, hay un cosmos vivo que encuentra su contraparte en la conciencia de cada individuo y su foco en cada átomo, al igual que, desde el punto de vista de la divisibilidad infinitesimal, cada momento contiene la infinitud del tiempo. Así encontramos presentes dentro de nosotros la eternidad y abundancia que se nos niegan en tanto en cuanto los busquemos en la fantasmagoría de un mundo eterno o de un pequeño ego separado.

Quien quiera seguir el camino del Buda debe deponer toda idea de “yo” y “mío”. Pero esa renuncia no nos hace más pobres; de hecho nos hace más ricos, porque lo que soltamos y destruimos son los muros que nos mantenían prisioneros; y lo que ganamos es esa suprema libertad–que no hay que entender como una fusión con la totalidad o un sentimiento de identidad con los demás– sino como la experiencia de una relación infinita, según la cual todo individuo está conectado esencialmente con todo lo que existe, y así abraza a todos los seres vivos en su mente, tomando parte en su experiencia más profunda, y compartiendo su pesar y su gozo.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Govinda, Rilke y los ciervos


Cuando leo pasajes como los anteriores, escritos hace ya casi medio siglo, antes de la gran explosión del budismo en Occidente, no puedo evitar pensar en cómo ha pasado el tiempo -la impermanencia de las cosas (anicca). Qué pena que casi no queden voces tan originales, lúcidas y sobrias como la de este lama, versado en modelos tan aparentemente dispares como el Theravada y el Vajrayana... Qué pena la comercialización de este noble camino, que distorsiona la percepción de su raíz, su transcurso y sus pretendidas recompensas al premiar y promover lo que más “vende”... Qué pena que haya tan pocos supuestos maestros que hayan bebido e integrado más de una fuente del Dharma y sean capaces de reconocer la unidad inmanente del budismo, en vez de albergar la convicción ignorante de que su escuela es mejor que las de sus otros hermanos en el Dharma. Y, a la vez, tampoco puedo dejar de sentir: Qué bien que haya habido alguien capaz de reunir todas estas virtudes en su persona. Si ya ha ocurrido una vez, ¿por qué no iba a hacerlo de nuevo? Ése es sin duda el mayor aliciente de leer a estos viejos maestros, autores de obras muy superiores a los bestsellers espirituales (incluso budistas) de hoy en día, impulsados por una motivación impecable.

La siguiente viñeta, debida a un traductor de la obra de Rilke, nos ofrece un vislumbre muy cercano del mundo de Lama Govinda –cómo fue él y cómo influyó a los que le rodeaban:

“A mediados de noviembre, cuando casi había concluido esta traducción (los Sonetos a Orfeo de Rilke), me presentaron al gran erudito budista de origen alemán Lama Govinda. Durante mucho tiempo había tenido ganas de preguntarle por su extraña conexión con Novalis; y ahora, pensando en Orfeo, tenía esperanzas de llega a entender íntimamente el poder mántrico del lenguaje: su capacidad, literal y simbólica, de (con)mover a los animales, las rocas, los árboles.

“Al final, nos pasamos la mayor parte del tiempo hablando sobre Rilke. Me conmovió que alguien que había pasado gran parte de su vida en el Tíbet, inmerso en el silencio, pudiera sentir tal reverencia por las palabras de un poeta (…). Era un hombre de baja estatura, bien cumplidos los ochenta años, muy frágil y muy atento en su silla de ruedas; con su chaqueta de seda china de color amarillo brillante, su túnica tibetana de color rojo oscuro y su acento alemán, parecía la encarnación de la armonía intercultural en persona. La mayor parte de nuestra conversación se la pasó con un gran gato tumbado dormitando en su regazo, con la pata derecha extendida sobre su brazo izquierdo en un gesto de indulgencia extrema.

“Lama Govinda murió el 14 de enero y se me pidió que leyera el Soneto II, 29 en su funeral. Nunca había pensado que fuera un poema sobre la muerte. Pero también lo es. Adelantado a toda despedida. Muchos amigos y estudiantes habían acudido para decirle adiós y después de la ceremonia se nos invitó a todos a que hiciéramos una ofrenda de incienso. En el altar, junto al cuenco de incienso, descansaba una foto suya reciente, con los ojos chispeantes de humor. Parecía estar disfrutando de todo el follón.

“Mientras leía, sintiendo cómo el poema se expandía más allá del amor que le tengo hacia la oscuridad de la sala de meditación –primero con la música densa y sutilmente hermosa de Rilke, luego con los ritmos más sueltos y las rimas asonantes de mi inglés americano– percibí una atención inusualmente profunda entre el público. Después, Vicki Chang y yo nos quedamos un rato en el aparcamiento de la granja del centro Zen. Había un cielo despejado y lleno de estrellas y el viento soplaba por entre los eucaliptos. Le pregunté cuál había sido la calidad de esa atención. Ella contestó: 'Estaban escuchando como ciervos en el bosque. Como si sus vidas dependieran de ello'”.

Lama Anagarika Govinda II


Otro extracto del mismo libro de Anagarika Govinda. Aunque no comparto del todo sus palabras –pues creo que basta decir, tal como hizo el propio Buda, que el budismo es una balsa; es decir, un vehículo, un método para llegar de un punto a otro– me parece que en este caso mi reticencia a etiquetas como “religión”, “filosofía” o “moral” debe ceder paso a las ideas de fondo que se exponen, que sí son sanas y nutritivas más allá de las expresiones concretas que se emplean para ello.

“Una pregunta que se ha planteado a menudo es si el budismo es una religión, una filosofía, un sistema psicológico o una doctrina puramente ética. La respuesta se podría formular de la siguiente manera: como experiencia y método práctico de realización, el budismo es una religión; como formulación intelectual de esa experiencia, es una filosofía; como resultado de la auto-observación sistemática, es una psicología; como norma de conducta resultante de una convicción interna o actitud basada en las propiedades antes mencionadas, es una ética; y como principio de conducta externa, es una moralidad.

“De ello se desprende que la moralidad no es el punto de partida sino el resultado de una convicción o experiencia religiosa, o bien de una concepción particular del mundo. Por tanto, el noble óctuple sendero del Buda no empieza con la “recta habla, recta acción y recto modo de ganarse la vida”, sino con un estado de conocimiento o conciencia correcta que produce la “recta perspectiva” (sammâ dithi). Lo que eso implica no es la aceptación de un dogma establecido o de un artículo de fe, sino una visión imparcial y sin prejuicios que penetra en la naturaleza de las cosas y los hechos de la vida, de acuerdo con la realidad (yathâ-bhûtam). Por tanto la palabra sammâ tiene un sentido más profundo que la palabra “recto”, tal como se suele traducir, lo cual tiende a introducir en la formulación del óctuple sendero un regusto a dogmatismo moral bastante alejado del pensamiento budista. Conceptos como “correcto” e “incorrecto” no son más que cuestión de puntos de vista o niveles de conciencia. Lo que es correcto para un individuo puede ser incorrecto para otro. En realidad, sammâ significa mucho más que eso: la cualidad de ser completo, en contraposición a lo que es parcial, unilateral, incompleto, descompensado y desequilibrado.

“El sentido primordial de sammâ queda reflejado en el término Sammâ-Sambuddha, que significa alguien “completa-” o “perfectamente despertado”, no alguien “correctamente despertado”. Cuando se aplica a las distintas etapas del óctuple sendero, incluso se podría traducir como “perfecto”, siempre que tengamos presente que en ese caso no se usaría “perfecto” en sentido final, estático o absoluto, sino como señal de la plenitud de acciones y de actitud mental que se puede establecer en cada fase de la vida, en cada nivel de nuestro desarrollo espiritual. Ése es el motivo por el que cada uno de los ocho pasos del sendero se designa con la palabra sammâ.

“Así pues, sammâ ditthi es algo más que el acuerdo con ciertas enseñanzas religiosas o ideas morales establecidas de antemano. Significa no sólo ver las cosas desde el lado correcto (y en especial no sólo desde nuestra propia perspectiva, condicionada por el ego), sino desde todos los lados, es decir, completa y plenamente. En vez de cerrar los ojos a todo lo que es desagradable y doloroso, deberíamos enfrentarnos con coraje al hecho del sufrimiento. Al hacerlo, descubriríamos que su causa radica dentro de nosotros y que por tanto, también está en nuestra mano superarla. Así obtenemos el conocimiento de la noble meta de la liberación y del sendero que lleva a su realización. Sammâ ditthi, por tanto, es sinónimo de la experiencia –no sólo mediante el reconocimiento intelectual– de las cuatro nobles verdades del Buda. Sólo de esta actitud puede surgir la aspiración perfecta (sammâ samkappa), esto es, una aspiración que atañe al ser entero del individuo y exige devoción completa en pensamiento, palabra y acción, y conduce a través de la atención perfecta (sammâ sati) y la integración espiritual (sammâ samâdhi) al despertar perfecto (sammâ sambodhi).

“Así pues, el cimiento auténtico del budismo es el conocimiento, un hecho que ha llevado a muchos observadores occidentales a concebir equivocadamente al budismo como una mera doctrina racional, que se puede definir y comprender de forma exhaustiva por medio de principios puramente intelectuales y epistemológicos. Muy al contrario, el conocimiento en el budismo es producto de la experiencia directa (que empieza con la experiencia del sufrimiento, como axioma de validez universal), porque sólo lo que se ha experimentado y no sólo “desentrañado” con la mente posee el valor de lo real. Aquí se pone de manifiesto una vez más que el budismo es una religión genuina, aunque sea más que una profesión de fe. Es asimismo algo más que una filosofía, porque no obtiene su conocimiento por deducción lógica –aunque tampoco desprecia la razón ni el pensamiento lógico, sino que emplea ambos dentro del ámbito de la expresión verbal. Es más que un sistema psicológico, porque no se limita al análisis y clasificación de fuerzas y fenómenos psíquicos existentes, sino que enseña cómo transformarlos y trascenderlos. En consecuencia, el budismo no se puede encerrar en un código moral fijo e inalterable ni reducirse a un camino de rectitud y buenas obras, sino que debe penetrar más allá del reino del bien y del mal, más allá de todo concepto dualista, hacia una forma de ser basada en el conocimiento profundo y la visión interior.

“Los sistemas filosóficos y de psicología científica nunca han sido capaces de ejercer una influencia dominante sobre la vida de la humanidad –no porque haya algo erróneo en ellos como sistemas, ni porque carezcan de verdad, sino porque la verdad que contienen es de valor teórico nada más, engendrada por el cerebro y no por el corazón, diseñada por el intelecto y no llevada a la práctica en la vida.

“Por lo que parece, la verdad por sí sola no se basta para ejercer una influencia duradera sobre la humanidad; para lograrlo, debe combinarse con la cualidad vital. La verdad abstracta es como la comida enlatada, sin vitaminas. Satisface nuestro apetito y mantiene el cuerpo durante un tiempo, pero no podemos sobrevivir a base de ella a largo plazo. Para nuestra mente, es el impulso religioso que impele y guía al ser humano hacia la realización el que provee esta cualidad vital. No hay duda –y la historia del budismo así lo demuestra– de que esta cualidad está presente en el budismo con tanta fuerza como sus cualidades filosóficas”.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Lama Anagarika Govinda

Recupero para el blog unas palabras de Lama Anagarika Govinda, tomadas del prólogo a The Psychological Attitude of Early Buddhist Philosophy (1961), por desgracia aún sin traducción española, que yo sepa:


“El Buda insistió en que su doctrina no se debía aceptar sólo en virtud de la fe ciega sino después de una investigación apropiada en la que la razón y la experiencia desempeñaban el mismo papel. Que este equilibrio no siempre se mantuvo en épocas posteriores queda ilustrado por el hecho de que, cuando la razón se impuso a la experiencia, degeneró en una escolástica seca, y cuando la experiencia se divorció de la razón, dio pie a interpretaciones incorrectas y superstición. Aunque la razón no es el juez último de la realidad, ni la lógica el único medio de acercarnos a la verdad, sin embargo, en tanto vivamos en el reino de las percepciones sensoriales y el pensamiento conceptual, debemos hacer uso de esas facultades como herramientas necesarias en nuestro intento de profundizar en la comprensión del mundo en que vivimos y de nuestra posición en él. Dado que nuestra conciencia y nuestras facultades de pensar y reflexionar –que caracterizan y diferencian al ser humano de todas las formas inferiores de vida– han evolucionado a partir de la matriz universal, debemos concluir que las leyes que gobiernan estas facultades deben reflejar en algún grado y ajustarse a las leyes del universo –una conclusión que parece confirmarse por la capacidad de la mente humana para formular leyes que predicen correctamente los movimientos de los cuerpos celestes, la reacción de los elementos químicos o el comportamiento de protones y electrones en compuestos nucleares sobre la base de principios matemáticos puros. En otras palabras: aunque la realidad va más allá de la razón humana, no tiene por qué contradecirla necesariamente.


“(…) Cuanto más veamos el budismo como un movimiento hacia una conciencia cada vez más plena de nuestro verdadero ser y lugar en el mundo, más nos acercaremos a la actitud primera del Buda, que no exhortó a las gentes a aceptar sus palabras como si fueran una verdad revelada sino que simplemente dijo: “¡Venid y ved!”. Ver, no obstante, significa más que la mera aceptación intelectual sobre la base de un raciocinio igualmente intelectual –significa experiencia individual, a través de la cual el conocimiento se convierte en parte viva de nuestro propio ser, es decir, en sabiduría genuina”.

martes, 5 de agosto de 2008

Fayan Wenyi: la vía Chan del no saber

Una enseñanza de Shan-jiàn sobre Fa-yen Wen-i (Fayan Wenyi en pinyin), un maestro de la edad de oro del Chan fundador del modelo del mismo nombre, caracterizado por su afinidad al espíritu del Dao –amable, socarrón y cercano a la naturaleza.

Fa-yen, 法眼 (885-958), alcanzó su despertar cuando se encontró con su maestro Lo-han Kuei-ch´in (867-928). Fa-yen estaba de peregrinación con varios compañeros cuando se tuvieron que detener debido al mal tiempo y se cobijaron en el templo de Ti Ts´ang, donde por aquel entonces se alojaba el maestro Kuei Ch´in. Kuei Ch´in les preguntó a dónde se dirigían; la respuesta fue que iban a seguir su peregrinación a pie. Algunos creen que esto es un tipo sutil de hsing chiao (una suerte de viaje iniciático), pues siempre hay quienes buscan sentidos ocultos profundos que encajen con sus esquemas mentales preconcebidos.

El maestro preguntó por qué y Fa-yen replicó que no había ningún motivo en especial y que en realidad no sabía por qué.

Kuei Ch´in contestó: “No saber es lo más íntimo”.

Algunos interpretan que esta respuesta significa “Tu no-saber es la vastedad de tu propia naturaleza profunda que da origen a las galaxias dispersas, a las fomas oscuras de los árboles del patio, al contorno del universo y a los latidos de tu propio corazón”.

Fa-yen experimentó entonces su despertar.

Pero hay que entender esa respuesta, “No saber es lo más íntimo”, de forma más sencilla pero más significativa. El carácter , qīn, se puede traducir como “padre-madre” o “parentesco cercano”. Si ahora entendemos la respuesta como “No saber es estar emparentado de cerca” o “No saber es ser como un padre-madre”, el sentido espiritual se vuelve mucho más conmovedor. No saber es en realidad el padre de todas las cosas. Específicamente en el Dao, la madre es la forma que, unida al nombre, se transforma en las diez mil cosas, mientras que el padre que aporta la semilla es la no-forma. Así pues, tenemos en realidad la sabia afirmación de que “No saber es la vacuidad”; un estímulo suficiente, en efecto, para el despertar de cualquiera que esté preparado. “No saber” se convierte así en el estandarte de guerra para los que sean capaces de transformar la “confusión” en un sano “no saber” y puedan así llegar al estado de parentesco íntimo. Pero ese no-saber se aprecia mejor si uno entiende la vacuidad y la cualidad del Dao en la naturaleza.

Fa-yen fue a su maestro Na Han y le dijo: “He venido a despedirme, maestro. A partir de ahora voy a vivir la vida libre de impedimentos, así que mañana le dejaré”.

El maestro contestó: “De acuerdo, si crees que estás listo”.

Fa-yen dijo: “Ah, sí, por supuesto que estoy listo”.

“Bien”, dijo el maestro, “deja que te ponga a prueba, sólo para asegurarme. A menudo dices que el universo entero lo crea la mente sola. Mira allá fuera, al jardín. ¿Ves esas grandes rocas? Ahora dime: ¿están dentro de tu mente o fuera?”

Sin titubear lo más mínimo, Fa-yen replicó: “No hay verdad fuera de la mente; todas las cosas están dentro de ella”.

El maestro se rió para sus adentros y dijo: “Mejor que te vayas a dormir a pierna suelta. Va a ser un viaje muy duro mañana, con todas esas rocas en tu mente”.

Fa-yen se puso colorado de vergüenza y confusión, y clavó la mirada en el suelo.

Tras unos momentos, el maestro dijo: “Cuando intentas comprender, eres como un hombre que sueña que puede ver. La verdad está directamente enfrente de ti. Está viva y es infinitamente grande. ¿Cómo pueden contenerla las palabras humanas?”

Dándose cuenta de su error, Fa-yen se inclinó y dijo: “Por favor, maestro, enséñeme”.

El maestro dijo, “Bien, escucha. Ahora no sabes lo que es la verdad. Este no- saber es la tierra, el sol, las estrellas y el universo entero”.

En cuanto Fa-yen oyó estas palabras, su mente se abrió de golpe.

¿Veis que el no-saber de Fa-yen era la tierra, el sol, las estrellas y el universo entero? Vemos que este modelo, con objeto de acercarse al despertar, se desprende del concepto en sí y “contempla” los sonidos, movimientos y los innumerables aspectos no materiales de la existencia aparente. Se deshace de lo visible y contempla la vacuidad en orden a alcanzar aquello que en último término es real y grande de verdad.

En sus quehaceres diarios, el practicante aplica la atención plena eliminando toda tentación de caer en el pensamiento conceptual. Al estar cerca del padre-madre, está cerca del Dao y así es capaz de entender la ausencia de diferencias fundamentales entre lo que genera la mente y lo que es real. Así, se siente como en casa mientras camina por el samsara sin ser víctima de la delusión, pero es capaz de usar las ilusiones con atención plena sin dejar que la mente controle su ser.


viernes, 18 de julio de 2008

El Dharma de Sarpedón

Uno de los primeros pasajes de la Iliada de Homero que me cautivó, no tanto por su tono heroico sino por la confesión que encierra, fue la escena en la que el héroe Sarpedón le anima a su compañero de armas Glauco a entrar en combate junto a los troyanos con una arenga breve pero eficaz, apoyada por un argumento bastante más sutil y convincente que la socorrida apelación a los atributos viriles:

“¡Glauco! ¿Por qué nos honran en Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como dioses, y poseemos campos grandes y magníficos, con viñas y sembrados a orillas del Janto? Ahora tenemos que mantenernos en la vanguardia y lanzarnos al ardiente combate, para que los licios, armados de fuertes corazas, puedan decir:

Con justicia imperan nuestros reyes en Licia; y si comen pingües ovejas y beben buen vino, dulce como la miel, también son valerosos, pues combaten al frente de los licios.

¡Oh amigo! Si huyendo de esta guerra nos libráramos de la vejez y de la muerte, ni yo me batiría en primera fila ni te llevaría a la batalla donde los hombres adquieren gloria; pero como son muchas las muertes que penden sobre los mortales, sin que podamos huir de ellas ni evitarlas, vayamos y démosle gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros”.

Ése es el Dharma o camino del guerrero Sarpedón, hijo de Zeus. Sus palabras lo retratan como todo un macho-alfa, el líder de la manada que acapara y administra los mejores recursos disponibles; pero, en contrapartida, también muestran cierta nobleza en la medida en que reconoce una relación de reciprocidad que le atañe y obliga hacia sus súbditos: en virtud del contrato social en vigor en su país, los nobles disfrutan de los mayores privilegios en tiempos de paz a cambio de arrostrar los mayores peligros en tiempos de guerra. Sus palabras a Glauco no son más que la exigencia de que cumpla con su parte del contrato a la vista de todos, igual que él, ahora que las circunstancias se lo exigen.

Una noción similar de reciprocidad, en este caso entre la sangha budista y la sociedad laica, sigue estando muy presente hoy día en países del sudeste asiático donde el budismo funciona como religión mayoritaria. Los monjes de la escuela Theravada, la más fiel a los modos y maneras del budismo primitivo, mantienen una vida de estricta pobreza que les obliga a salir cada día a pedir comida a los lugareños, allá donde se encuentren; por otra parte, también es cierto que, además de su cometido principal de transmitir las enseñanzas del Dharma, los monjes pueden movilizarse en ayuda de las poblaciones circundantes, como ha ocurrido recientemente en las inundaciones de Myanmar o en regiones remotas donde son los primeros en acudir cuando hay incendios u otras desgracias. Según cada caso, es una relación que se puede considerar simbiótica o parásita en función de muchas variables, pero es evidente que los monjes dependen de la sociedad civil en gran medida para su subsistencia y eso debe generar, al menos entre los más conscientes, un sentido de gratitud, aprecio y responsabilidad de devolver lo que reciben. Se me ocurre que, si hubiera sido monje budista, igual Sarpedón lo habría puesto en estas palabras:

¡Hermano! ¿Por qué nos honran en sociedad con asientos preferentes, comida y donativos, todos nos respetan como autoridades espirituales y poseemos tierras y monasterios que son santuarios para el Dharma? Ahora tenemos que mantenernos firmes y profundizar en la práctica, para que los laicos, en pugna constante con el sufrimiento, puedan decir:

Con justicia se abstienen nuestros monjes de involucrarse en el mundo; y si comen y beben y se visten gracias a nuestra generosidad, dulce como la miel, también son valiosos, pues nos ofrecen ayuda física y guía espiritual en tiempos de necesidad.

Recurro a continuación a los sutras budistas y encuentro un pasaje en el que el propio Buda se enfrenta a una situación parecida. Como tan a menudo, la versión original es mejor que cualquier interpretación que yo pueda ofrecer:

Una mañana temprano, mientras hacía su ronda pidiendo comida, el Buda se acercó a los campos que se araban en primavera al tiempo que Bharadvaja, el brahmán, estaba repartiendo comida a sus trabajadores. Cuando Bharadvaja vio que el Buda venía a pedir comida le dijo. “Yo, monje, aro y siembro y, una vez he arado y sembrado, entonces como. ¿Tú también aras y siembras y, una vez has arado y sembrado, comes?”

El Buda contestó: “Yo también, brahmán, aro y siembro y, una vez he arado y sembrado, como”.

Entonces Bharadvaja dijo, “¿Dices que eres un arador? ¡No veo ningún arado! Dime, campesino, ¿a qué clase de arado te dedicas?”

El Buda respondió, “La confianza es la semilla y la compostura, la lluvia. La claridad es mi arado y mi yugo, la conciencia mi guía, y la mente es mi arnés. La vigilancia es la hoja de mi arado y mi fusta. Circunspecto en actos y palabras, moderado al comer, empleo la verdad para quitar las malas hierbas y cultivar la liberación. El esfuerzo verdadero es mi buey, que arrastra el arado con paso firme hacia el Nirvana, la liberación incomparable. Así es como aro, y el fruto de ello es lo inmortal. Quienquiera que are de esta manera quedará libre de todo sufrimiento y tensión”.

Entonces Bharadvaja exclamó: “¡Dejad que el venerable monje coma! Eres sin duda un arador y tu labor produce el fruto de la libertad”.

Por desgracia o por fortuna, semejante simbiosis entre laicos y sangha budista es desconocida y, por ahora, poco viable en Occidente. Entre nosotros, un camino como el budista se considera más bien asunto privado y no abunda la noción de que quienes se dedican a él tengan algo que ofrecer al resto de la comunidad ni se muevan por otro interés que no sea el suyo propio. Aun así, por falsa que sea esa percepción y por escaso que resulte no ya el aprecio, sino el simple reconocimiento de la labor que desarrolla un maestro auténtico, quien se dedica al Dharma de verdad nunca debe desistir de su extremo de la reciprocidad, so pena de desvirtuar el camino entero. No me refiero aquí a la benevolencia social o mundana, sino a algo más sutil y trascendental. Un sabio indio lo expresó así:

Transformarse uno mismo es transformar el mundo entero. El sol brilla, sin más. No le transforma a nadie. Como brilla, el mundo entero está lleno de luz. Transformarse uno mismo es una manera de dar luz al mundo entero.

Para luego concluir:

Tu propia transformación es el mayor servicio que le puedes hacer al mundo.



domingo, 6 de julio de 2008

Daodejing 8: el Yang dinámico

Vuelvo al capítulo octavo del Daodejing, una vez se han apartado por sí solas las hojas de los árboles (las palabras) que antes no me dejaban ver el bosque silencioso del Dao.

“Be water, my friend”; nunca pensé que le acabaría haciendo caso al histriónico Bruce Lee del anuncio de BMW, pero así es, aunque afortunadamente en otro sentido: ¿de qué otra forma podría entrar en el espíritu de lo que dice Laozi en este capítulo?

La perfección suprema es como el agua.
La perfección del agua beneficia a diez mil cosas y carece de disputa.

Reside en lugares que muchos desprecian, con lo que se compara con el Dao.

En el residir, la perfección es la tierra, en la mente la perfección es lo profundo, en el dar la perfección es la benevolencia,

En las palabras la perfección es la verdad, en el gobierno la perfección es aprovechar la fuerza,

En los asuntos la perfección es la capacidad, en la actividad la perfección es la oportunidad.

Sólo un maestro sin disputa es un ejemplo libre de error.


El carácter 水, shuǐ, “agua”, evoca la imagen de unas olas (según los caracteres antiguos, parecen olas de río más que marinas) y eso da una primera clave. Hay agua que fluye y agua estancada, arroyos cantarines y vastos lagos silenciosos. El agua es ante todo dúctil: inestable y huidiza pero también calma y remansada, según las circunstancias; de ahí que este capítulo se llame tradicionalmente “cambiar la naturaleza”, porque el agua demuestra una capacidad de transformación insólita, tanto de su entorno como de sí misma. Si se embalsa, mantiene bajo su apariencia tranquila una enorme energía potencial que sólo espera una apertura para precipitarse al vacío en un chorro poderoso; si se despeña, su impacto destroza maleza y quiebra peñascos, levantando nubes de vapor entre un estruendo fragoroso; si se le obliga a fluir encajonada entre paredes, es capaz de horadar poco a poco las rocas de aspecto más compacto. Pero además es en sí misma el elemento más mudable: si se congela, se solidifica y flota; si se evapora, desaparece de la vista o forma nubes en el cielo. Si se pone en un vaso y se le echa azúcar, se vuelve dulce; si se le echa sal, se pone salada; si se le echa mierda, acaba siendo mierdera; pero nunca espera, protesta, exige ni se lamenta por nada. Tiene todas las aplicaciones del mundo y todo lo acepta con ecuanimidad absoluta.

Por eso, porque no discrimina entre “bueno” y “malo”, “me gusta” y “no me gusta”, el agua beneficia a todas las cosas sin distinción, hasta el punto de ser el sustento y fundamento mismo de la vida tal como la conocemos en nuestro planeta azul. No compite con nadie ni sigue otro camino que el de su propia naturaleza; parece humilde cuando en realidad sólo está siendo natural, y cumple todas las perfecciones que enumera Laozi sin preocuparse ni ser siquiera consciente de ello. Reside lo más cerca del centro que puede, siguiendo siempre a ese imán profundo que es el núcleo de la Tierra, cuya atracción provee la fuerza para sus actividades; da a todos sin discriminar; es transparente en sus relaciones con las cosas; aporta un impulso que se puede aprovechar para realizar acciones rectas en este mundo de ilusión; tiene una ingente capacidad de actuar sobre el mundo en beneficio de la Fuerza de la Vida y está siempre dispuesta a responder y manifestarse de mil maneras oportunas según vayan cambiando las condiciones. Por todo ello es un modelo perfecto para el sabio del Dao en su interacción con el mundo.

En el fondo, el agua no tiene identidad ni tampoco preferencias más que una sola querencia natural: acercarse todo lo que pueda al núcleo de la Tierra –en sentido físico, pero también en otro daoísta: como principio masculino unido al principio femenino que le permite su expresión. Por eso busca siempre la profundidad con propósito singular e invariable; cualquier que sea el espacio vacío que se abra por debajo de donde está, se lanza a rellenarlo –no por horror al vacío, sino por amor al centro. Es un ejemplo de atracción total por la profundidad de la Tierra: llega todo lo profundo y todo lo cerca que ella le permite, y siempre está dispuesta a ir más al fondo si hay el más mínimo resquicio. Esa atracción mutua es una buena imagen de la interacción entre Yin y Yang que da lugar al gran Taiji del que habla el Huahujing:

Si sales en búsqueda del Gran Creador, volverás con las manos vacías. El origen del universo es en última instancia incognoscible, un gran río invisible que fluye eternamente a través de un fértil valle. Silencioso y no creado, crea todas las cosas. Todas las cosas nacen del reino sutil al mundo manifestado mediante la relación mística del Yin y el Yang. El dinámico río Yang empuja hacia delante, el tranquilo valle Yin es receptivo, y mediante su integración nacen las cosas a la existencia. A esto se lo conoce como el Gran Taiji.

El Taiji es la verdad integral del universo. Todo es un Taiji: tu cuerpo, el cuerpo cósmico, la forma, la apariencia, la sabiduría, la energía, las uniones de las personas, la dispersión del tiempo y de los lugares. Todo ello nace mediante la integración del Yin y el Yang, se mantiene y se dispersa sin la dirección de ningún creador. Tu creación, tu auto-transformación, la acumulación de energía y sabiduría, la disminución y el fin de tu cuerpo: todas estas cosas tienen su lugar por sí mismas sin la acción sutil del universo. Por ello, no hace falta ningún esfuerzo agitado. Simplemente sé consciente del Gran Taiji.

Un sabio indio decía que debemos desear la liberación igual que alguien que se ahoga con la cabeza bajo el agua busca salir a la superficie para tomar aire. El Daodejing es menos dramático, pero viene a sugerir lo mismo. Ahora, cuando contemplo el agua, siento que me invita a aplicarme al camino del Dao y Dharma con la misma intensidad y constancia con la que ella busca el corazón profundo de la Tierra porque, como afirma Laozi, en la mente la perfección es lo profundo, 心善淵, xīn shàn yuān, y en el Dharma del ser humano lo profundo no es otra cosa que esa mente-corazón (心, xīn) de Sengcan, la mente pura a la que llamamos nuestra naturaleza budista.

sábado, 28 de junio de 2008

Un camino, dos corazones IV

La otra cara de la relajación terminológica y filosófica que refleja Kornfield es el ecumenismo generalizado de su camino con corazón –algo muy en línea con estos tiempos en los que el “mestizaje” y la “fusión” se han convertido en valores incontestables desde la música a la cocina. Liberado de casi toda atadura doctrinal, Kornfield echa sus redes pelágicas en el océano de la espiritualidad pero, como ocurre cuando se pesca tan indiscriminadamente, al levantarlas encontramos en ellas algunos peces vivos comestibles entre un batiburrillo de peces muertos, bolsas de plástico, delfines, latas, tortugas y otras especies protegidas –incluso zapatos y lavadoras:

Hay muchas maneras de subir a la montaña y cada uno de nosotros debe escoger una práctica que le parezca verdadera a nuestro corazón. No hace falta que evalúes las prácticas que han escogido los demás. Recuerda, las prácticas en sí son sólo vehículos para que desarrolles la conciencia, el amor benevolente y la compasión de camino a la liberación. Eso es todo.

Como tantas veces en este libro, hay verdades e “infraverdades” sutilmente entremezcladas en esta proposición de tolerancia aparentemente irreprochable. Comparto plenamente la llamada a evaluar cualquier práctica según el criterio de nuestra propia experiencia, así como a no juzgar los caminos de otros si no los conocemos de primera mano –porque sí creo que se puede tener una opinión sobre cualquier camino que se conozca bien sin que eso implique juzgar a las personas que lo siguen. Ahora bien, mis reticencias ante este universalismo de Kornfield tienen un sentido más técnico, por decirlo de alguna manera. Primero, las prácticas (al menos las budistas) no son vehículos para desarrollar nada de camino a la liberación: son en sí mismas vehículos a la liberación. Todo lo bueno que venga por añadidura según se avanza en esa dirección serán efectos secundarios que pueden confirmar el rumbo del avance, pero nunca convertirse en sus objetivos. La divisa de Kornfield trastoca ese orden de prioridades, y su aparente tolerancia camufla en realidad la postergación de la liberación de la mente como meta real, relegada a un segundo plano ante la importancia primordial que cobran de nuevo las virtudes mundanas de toda la vida, sólo que promocionadas ahora con ropajes y nombres budistas.

En segundo lugar, una objeción de más calado: no estoy tan seguro de que todas las prácticas intenten subir a la misma montaña, o al menos no a la misma parte de la montaña. Es así porque, de todos los caminos que conozco, sólo el Dharma y el Dao son abiertamente ateos. En todos los caminos teístas hay una dualidad inherente (Dios y no-Dios), sutil pero, al menos para el Dharma, suficiente para impedir el salto final a la liberación definitiva. Eso no quiere decir que sean malos caminos, ni mucho menos que quienes los siguen no puedan llevar una vida sumamente noble abrazándolos; sólo significa que no llevan a la “liberación irrevocable del corazón” que es el distintivo del Dharma. Por eso me sorprende tanto esa insistencia por privarle a la enseñanza de Buda de sus rasgos diferenciales y colocarla al mismo nivel que las demás –una jugada conveniente desde el punto de vista político en tiempos posmodernos de pensamiento débil y liderazgo de perfil bajo, sin duda, pero a costa de ignorar su carácter único:

Monjes, os enseñaré la totalidad de la vida. Escuchad, atended con cuidado y os la diré.

¿Qué es la totalidad, monjes? No es más que el ojo con los objetos de la visión, el oído con los objetos del oído, la nariz con los objetos del olfato, el cuerpo con los objetos del tacto, la boca con los objetos del gusto, y la mente con los objetos mentales. A esto, monjes, se le llama totalidad.

Ahora, si alguien fuese a decir: “Aparte de esta explicación de la totalidad, voy a predicar otra totalidad”, esa persona estaría diciendo palabras vacías, y al interrogarle no sería capaz de responder. ¿Por qué? Porque esa persona estaría hablando de algo que está más allá del conocimiento posible.

En su afán democrático, por llamarlo de alguna manera, Kornfield llega a confundir las cosas seriamente al subsumirlas de forma indiscriminada en un igualitarismo bienintencionado:

La afirmación de que sólo un pequeño grupo de personas despertará o se liberará en esta Tierra nunca es verdad. El despertar es un derecho inherente de todo ser humano, de toda criatura. No hay un único camino válido.

Esta afirmación suena tan bien que muchos la suscribirían de bote pronto; pero en realidad no significa gran cosa cuando se examina de cerca. Nadie en su sano juicio afirmaría lo mismo respecto de correr los 100 metros en menos de 10 segundos o de encontrarle una aplicación viable a la fisión del átomo; por mucho que nos guste imaginar lo contrario, eso sólo está al alcance de unos pocos. Claro que, si queremos, podemos decretar que son derechos inalienables de todo ser humano: “Todo ser humano tiene derecho a correr los 100 metros en menos de 10 segundos”; ¿qué habremos conseguido con ello, aparte de sentirnos mejor al proclamar a los cuatro vientos nuestras buenas intenciones? La frase de Kornfield sólo tiene sentido si le quitamos al “despertar” su sentido específico para convertirlo en una metáfora genérica del crecimiento espiritual; es decir, si desandamos precisamente el camino que recorrió Buda.

El Buda recordaba una y otra vez que sus enseñanzas no eran fáciles ni superficiales. Cuesta sostener esto hoy día sin atraer acusaciones de elitismo y soberbia, pero es lo que hay; al Buda no le interesaba caer simpático ni convocar a masas de estudiantes no preparados. De hecho, su primer impulso tras despertar fue no enseñar lo que había descubierto, pero no por mezquindad o pereza, sino porque no creía que hubiera nadie capaz de entenderlo:

Este Dharma que he alcanzado es profundo, difícil de ver, difícil de caer en la cuenta, apacible, refinado, más allá del alcance de la conjetura, sutil, que sólo pueden experimentar los sabios.

Y está claro que, una vez empezó a enseñarlo, tampoco hablaba en los mismos términos a un Subhuti o un Sariputra –dos de sus discípulos más capaces– que a los desconocidos que lo iban a visitar espontáneamente o a las congregaciones de monjes. A su juicio, ese Dharma sutil y profundo no era algo que estuviera al alcance de todos. Así lo dijo en el Dhammapada:

Pocos cruzan el río.
La mayoría está perdida a este lado.
Arriba y abajo corren por la orilla.

Estas palabras de Buda no deberían desanimar a nadie de antemano. Lo cierto es que el camino espiritual sí está abierto a todo ser humano; ése sí es un derecho inherente a todos, aunque sólo una minoría lo ejercite, porque muestra el camino de vuelta a casa. Luego, sólo la práctica real y la dedicación de cada uno determinarán hasta dónde se sube esa montaña; pero, según las enseñanzas tradicionales, todos estamos invitados a probarlo.

También es verdad que en el Dharma hay cabida para el trabajo de desbroce y desescombro de los residuos psicológicos acumulados en nuestra vida –ese “yoga externo” al que Kornfield otorga una importancia capital. Pero eso no quiere decir que el camino se acabe ahí; algunos se darán por satisfechos con eso y otros, en cambio, acometerán el “yoga interno”, que ya no se ocupa de los impedimentos personales sino de los genéticos, heredados por la evolución de la especie, que amordazan la expresión de nuestra propia naturaleza. En principio, sólo ellos pueden cruzar a la otra orilla, alcanzar la cima, o como se quiera describir esa “emancipación perpetua” que Buda designó con el término de “despertar”.

En el fondo, entonces, ¿qué es este corazón del que habla Kornfield? La conclusión para mí está clara: si bien hay un solo camino del Dharma, los corazones de que hablan Kornfield y el Buda son distintos y corresponden a dos fases diferentes de ese camino. El corazón de Kornfield es el del sentido popular: la esfera privada de los sentimientos, a los que se presta para reconfortar, animar y ofrecer consuelo con su orientación terapéutica; como dice en su libro, todo el mundo quiere amar y ser amado. Pero el corazón budista no tiene nada que ver con los sentimientos o emociones, porque es el hridaya del Sutra del corazón o el xīn () del Poema de la confianza en la mente pura (Xin Xin Ming) de Sengcan; y esa mente pura es la propia naturaleza. El corazón sentimental probablemente se pueda cultivar en cualquier grupo espiritual digno, sea budista, cristiano o sufí, así como en diversas terapias; el segundo es, a mi entender, exclusivo del Dharma de Buda y el Dao. Ambas vías son perfectamente válidas y respetables; pero, si creemos en las palabras de los maestros (a las que yo recurro, aceptándolas como hipótesis de trabajo hasta que las confirma o desmienta por experiencia propia), no llevan al mismo sitio.

Bien, suficiente por ahora para el pobre Kornfield; me queda el consuelo de saber que probablemente nunca se enterará de este pequeño “auto de fe” que le he montado. Y tampoco pretendo extender certificados budistas ni convencer a nadie; al contrario, mejor que quienes se interesen por el libro lo lean ellos mismos y saquen sus propias conclusiones. Para mí, esto ha sido más bien un ejercicio de introspección movido por la curiosidad de ver dónde estaba antes y dónde estoy ahora. Como decía Eduardo Chillida, el escultor vasco cuya obra ilustra esta entrada, “Todos los días me mido, no para ver cómo soy de alto, sino para saber si he crecido”; una buena práctica, sólo que en este caso, si hay algún crecimiento, espero que no sea "mío" sino del mismo Dharma-Dao que alienta en todos. Quién sabe si dentro de unos años no miraré estas palabras y se me pondrán los pelos como escarpias ante su ceguera o fatuidad; hasta entonces, feliz crecimiento a tod@s.

viernes, 27 de junio de 2008

Un camino, dos corazones III

Al principio de Camino con corazón, Jack Kornfield describe el revuelo que provocó cuando, recién llegado de Tailandia como monje rasurado y vestido con su túnica azafrán, fue a buscar a su hermana a un salón de belleza de Nueva York y se puso a meditar ante la incredulidad de unas clientas, similar aunque inconscientemente estrafalarias con sus toallas anudadas en la cabeza y las caras embadurnadas con mascarillas cosméticas: una estupefacción mutua que probablemente ilustra las dificultades a las que tuvo que enfrentarse a la hora de importar las enseñanzas del Dharma aprendidas en los bosques de Asia e integrarlas en la sociedad norteamericana del s. XX.

Me imagino que Kornfield empezaría a enseñar lleno de idealismo, pero en el transcurso de los años vería que su público simplemente no estaba preparado o dispuesto a aceptar lo que tenía que ofrecerles. Cuando eso ocurre, uno puede marchar adelante con el rugido del león, “y que me siga quien pueda” (hay casos, aunque probablemente pocos), o puede buscar una solución de compromiso, como parece que ocurrió aquí; en ese caso, ¿qué se ajusta a qué, el estilo de vida al Dharma o el Dharma al estilo de vida? La confesión citada en la entrada anterior (“la espiritualidad ha pasado a ocuparse más de quiénes somos que de cuál es el ideal que perseguimos”) ya deja entrever cuál de los dos polos prevaleció en ese conflicto. Es un caso claro de disonancia cognitiva: en aquellos casos en que las creencias de uno no encajan con sus acciones, al contrario de lo que nos gusta pensar, los humanos cambiamos antes de creencias que de acciones; tenemos una tendencia inveterada a justificarnos, simplemente porque somos nosotros y no podemos equivocarnos. Si enseño el Dharma y mi público no responde, sigo enseñando y cambio el Dharma, en vez de mantener el Dharma intacto y enviar a ese público a tomar aire. Pero toda solución de compromiso conlleva un sacrificio; en este caso, ¿cuánto del Dharma se ha sacrificado para que encaje con un estilo de vida predeterminado?

De ser eso cierto, me pregunto si esa escena cómica en la peluquería no ilustra sin querer una coincidencia nada casual: que el mismo recorrido de ida y vuelta, fundado en el desencanto ante el camino espiritual, que Kornfield le atribuye a su generación –y que podríamos esquematizar como fascinación inicial > inmersión en la práctica > choque con la realidad social del “American way of life” > ajuste a la baja de dianas y expectativas– es el que ha inspirado su particular versión del “Dharma americano”. Desde luego que hay cosas dignas de elogio en esa doble trayectoria: el joven Kornfield tuvo el mérito en su búsqueda de no andarse por las nubes sino basarse en la experiencia propia sin perderse en las junglas de la erudición intelectual ni de la obediencia ciega a ritos, dogmas y ceremonias; y su integración tiene la honradez de reconocer las dificultades y proponer una vía modesta y asequible, con los pies en la tierra, pegada a la realidad del aquí y ahora, donde la autoridad final es la experiencia de cada uno. Hasta ahí, nada que objetar.

Pero, si mi impresión es correcta, Kornfield realiza un quiebro ilegítimo al hacer las paces con la escasa predisposición de su público hacia el camino budista –algo cuyas causas y posibles soluciones nunca examina en profundidad. Se entiende perfectamente que ahora, en la síntesis de enseñanzas que ha elaborado en respuesta a esa contrariedad, les quiera ahorrar a sus estudiantes algunos de los tropiezos que él tuvo de joven y que por eso les quite importancia a los aspectos trascendentales del camino, tan propicios para inspirar fantasías místicas, y recalque en cambio sus dificultades inherentes para luego centrarse en desactivar el pesado equipaje psicológico que casi todos acarreamos. El problema –y para mí es un problemón– surge cuando pasa por alto la raíz de esa dificultad en las aparentes carencias de su público y la atribuye en cambio a la supuesta ineficacia del camino en sí. En la medida en que lo desvirtúa desde dentro, un voto de desconfianza de esta magnitud hacia el camino budista es una amenaza mucho más insidiosa y dañina que cualquier confabulación de talibanes que dinamiten las estatuas de Bamiyán o pretendan obliterar las enseñanzas de los infieles de la faz de la tierra.

En esa línea, uno de los rasgos desconcertantes de este libro es la ambigüedad sostenida de Kornfield sobre lo que enseña: ¿qué es: budismo tradicional, una espiritualidad genérica de validez universal o una nueva versión del Dharma que ha de reemplazar a las enseñanzas del Buda Sakyamuni? Aunque las raíces del autor son claramente budistas, esa pregunta nunca se contesta, por mucho que algunas afirmaciones del libro la planteen inevitablemente:

Hay dos tareas paralelas en la vida espiritual. Una es descubrir la ausencia de ego, la otra desarrollar un sano sentido del ego. Ambas facetas de esa aparente paradoja se tienen que cumplir para que despertemos.

La verdad, suena bonito pero lo encuentro sumamente cuestionable. Para empezar, ¿cómo sabe que es así? ¿Acaso ha despertado él y lo puede confirmar con su testimonio personal? Lo pregunto porque uno de los pilares del Dharma es lo que Buda llamó anatta: la inexistencia en último término de cualquier cosa que podamos considerar un “yo” o ego sustancial. Esa es una de las tres características de la existencia que identificó Buda, quien, por cierto, sí afirmó inequívocamente que había despertado, cosa que no hace Kornfield. ¿A quién le otorgamos más confianza? En mi caso, la respuesta es clara. ¿Qué sentido tiene entonces recomponer ese ego que el budismo descompone en sus elementos constituyentes, igual que la física del s. XX descubrió la discontinuidad de la materia? Quizá pueda parecer justificado en ocasiones desde un punto de vista mundano; pero ese no es el Dharma de Buda, que marcha en sentido diametralmente opuesto; si se altera esa enseñanza atendiendo a necesidades del momento, habría que reconocerlo y anunciarlo con sirenas y banderas, igual que se anuncian los desvíos por obras en las carreteras. Pretender recuperar así la idea del ego y restaurar su valía en el seno de un camino que está diseñado para experimentar su irrealidad me parece una contradicción insalvable, además de una empresa absurda; como si, en medio de una pesadilla, quisiéramos a la vez que se nos hiciese más llevadera y también despertar de ella, o como pisar el freno y el acelerador al mismo tiempo.

La (¿calculada?) ambigüedad de Kornfield sobre su grado de adhesión a las enseñanzas del Dharma en general se traduce en algunas licencias conceptuales concretas que le otorgan mucho espacio libre para arrimar el ascua a su sardina con casi total impunidad; tal es el caso, por ejemplo, de su recuperación del corazón como parte del camino, paso previo a su elevación a la categoría de piedra de toque y máxima autoridad para cada uno. Lo sorprendente, por lo que puedo ver, es que esa propuesta está basada en una interpretación incorrecta de una enseñanza absolutamente fundamental en el budismo:

Buda habló de cultivar la conciencia de cuatro aspectos fundamentales de la vida que llamó “los cuatro fundamentos de la atención”. Estas áreas de atención son: la conciencia del cuerpo y los sentidos, la conciencia del corazón y los sentimientos, la conciencia de la mente y los pensamientos, y la conciencia de los principios que gobiernan la vida.

El texto budista que trata de estos cuatro fundamentos es el conocido como Sutta Mahasatipatthana, pero en ningún momento habla del “corazón y los sentimientos” ni de los “principios que gobiernan la vida”; su contenido concierne más bien a lo que la psicología budista llama los skandhas y la psicología occidental, el proceso aferente –un asunto bastante técnico, relacionado con las respuestas fisiológicas y psicológicas del organismo ante los estímulos, que Kornfield desdibuja y difumina importando conceptos ajenos para crear un cuádruple esquema cuerpo-corazón-mente-espíritu muy del gusto de la psicología popular, pero sin base en el Dharma de Buda.

Esa asimilación subrepticia pero constante del budismo a la terapia y/o la espiritualidad genérica tiene dos consecuencias lamentables, más allá de su distorsión ilegítima de ciertos postulados básicos del Dharma. Primero, al reivindicar el corazón y los sentimientos, otorgándoles un nivel parejo a la autoridad de la experiencia o al argumento racional, Kornfield abre una caja de Pandora. Es cierto que hay una cara del sentimiento relacionada con los valores y emociones más nobles, como expone Don Juan; pero también existe la variante ñoña, que invoca la esfera privada como sacrosanta y es inasequible a razones. Para ella, el sentimiento es algo íntimo, de valor incuestionable precisamente porque es privado; como decía el héroe de una novela romántica, “lo que yo pienso, cualquiera puede pensarlo; sólo mi corazón es mío”. Ese individualismo sentimental le deja un enorme resquicio abierto al narcisismo, que es el mayor enemigo de la transformación que implica todo camino espiritual de verdad. Sabemos que la mente nos engaña (ver enlace al final); sabemos también que la verdad a veces duele, y que los engaños de la mente a menudo tienden a evitarnos el dolor de reconocer la verdad; pero la mente disfrazada de corazón y sentimientos (que no responden ante nada ni nadie más que sí mismos) posee una capacidad de engaño absolutamente devastadora.

Aparte de eso, la rebaja de una vía que busca una verdad íntima pero empírica y contrastable a la esfera de los sentimientos privados altera el sentido y desactiva el potencial esencial del camino budista, que es de transformación, no de reconciliación con lo mundano. Más allá de cualquier cuestión de rigor o propiedad intelectual, si una práctica budista se establece sobre estas bases tan equívocas, lo más probable es que pierda toda posibilidad de alcanzar el despertar tal como lo enseñó Buda –lo cual, claro está, reforzaría indirectamente la premisa de Kornfield, en el sentido de que ese despertar es algo lleno de grados y matices, en el fondo casi más metafórico que real, por lo cual es mejor no obsesionarse con él y seguir con su combinación de enseñanzas tradicionales y terapéuticas ajustadas al estándar indiscutible e indiscutido de nuestra vida particular, quod erat demonstrandum.

http://www.nytimes.com/2008/06/27/opinion/27aamodt.
html? em&ex=1214712000&en =07a0cd373fc51d40&ei=5087%0A

viernes, 20 de junio de 2008

Un camino, dos corazones II

A veces pienso quién me manda meterme en esta camisa de once varas para hacer de policía del Dharma. ¿Qué pretendo conseguir con ello? Aquí estoy, criticando abiertamente a un maestro bien considerado y muy influyente, que cuenta con una larga trayectoria y méritos abundantes, y del que incluso conozco alguna anécdota simpática. Pero, aunque no lo parezca, la mía no es una crítica de la persona, sino de algunas de sus ideas. Toda persona es respetable; las ideas, no todas: uno puede decir una idiotez o una genialidad sin convertirse por ello automáticamente en un idiota o un genio. Aclarado eso, es la impresión de que en este libro se escamotea la verdad, dando gato psicoterapéutico por liebre natural del Dharma, la que agrede a mi sentido de la justicia y me subleva. Sé que es una batalla desigual, una causa perdida, una quimera incluso... Da igual: no lo puedo remediar. Así que me encomiendo al espíritu del Caballero de la Triste Figura y acometo contra nuevos molinos de viento, sabiendo que no son los gigantes que pretenden ser: ¡Arre, caballo, arre!

En la inclinación terapéutica de cierto budismo norteamericano confluyen al menos tres circunstancias. En primer lugar, en Occidente se suelen acercar al budismo no pocos buscadores que han visto la cara menos amable de la vida. El principio budista de que todo es sufrimiento (dukkha), aunque más sutil en realidad de lo que parece, les resuena y atrae entre otros a quienes han tenido o tienen que afrontar dificultades serias. Eso, en términos sociológicos, hace que en la composición de algunas sanghas budistas occidentales abunden comparativamente las personas que no han sido muy bien tratadas por la vida o que no han encontrado un encaje satisfactorio en la sociedad –algo que tampoco hay que tomar como un defecto, especialmente habida cuenta de la insalubridad de las sociedades modernas, pero que crea un sesgo en la demanda a favor de enseñanzas más atentas a las urgencias del momento. El propio Kornfield expone así su experiencia como maestro de meditación y apunta ya la respuesta:

Hemos visto cuán a menudo los estudiantes de Occidente se topan con las heridas profundas que resultan de la ruptura del sistema familiar occidental, los traumas de la infancia y la confusión de la sociedad moderna. La psicoterapia se ocupa mediante técnicas específicas y potentes de la necesidad de curarse, de la recuperación o creación de un sentido sano del ego, de la disolución de los miedos y compartimentos, y de la búsqueda de una manera de vivir en el mundo que sea creativa, amorosa y plena.

En segundo lugar, la difusión de la espiritualidad oriental en Occidente ha hecho proliferar un modelo de enseñanza generalista, condensada en formatos breves aptos para cursillos intensivos, a menudo impartidos por maestros que viajan asiduamente de un país a otro y tienen miles de seguidores, lo que deja poco espacio en su agenda para conocer a sus estudiantes con cierta profundidad y menos aún para prestar atención a sus problemas individuales o ayudarles a manifestar todo su potencial. Y, por último, no se pueden dejar de mencionar los escándalos que sacudieron en su día a algunas comunidades espirituales norteamericanas, en ocasiones con reputados maestros asiáticos como protagonistas, y causaron una enorme decepción y daño, puesto que la duda y desconfianza generadas por el sentimiento de traición personal en una experiencia concreta acabaron por extenderse y afectar a la viabilidad del Dharma en sí como proyecto vital.

Si combinamos todos estos factores, se entiende por qué a menudo las propuestas de este budismo popular se mantienen en un nivel genérico y poco profundo en el que la búsqueda del bienestar mediante la reconciliación con uno mismo y su historia personal prima sobre el camino de la liberación, que tanto conocimiento y confianza mutua exige por parte de discípulo y maestro. No niego que, en algunos casos especiales, sea sensato y sano darle prioridad al remedio de los males mundanos frente a la posibilidad de liberar la mente; lo que ya no parece tan correcto es que el enfoque terapéutico desplace al camino de la liberación hasta relegarlo al desván de los trastos viejos que ya no sirven. Naturalmente, eso es algo que nunca se proclama explícitamente, pero se percibe entre líneas en este libro, en sus silencios y, sobre todo, en la dilución de los rasgos distintivos del camino trascendental en una neblina conceptual gracias a la cual todos pueden acceder, en grados variables en función de su buen rollo, ni más ni menos que al despertar y a la iluminación. Kornfield completa así sus consideraciones citadas más arriba:

¿Qué es lo que hace la psicoterapia occidental que la práctica espiritual tradicional y la meditación no hacen? (...) Hemos reconocido que estas cuestiones no se pueden separar de la vida espiritual. No es como si pusiéramos en orden nuestra casa espiritual y luego nos lanzáramos a la conquista del nirvana. A medida que nuestro cuerpo, corazón, mente y espíritu se abren, cada nueva capa que encontramos revela tanto mayor libertad y compasión como capas más profundas y sutiles de delusión subyacente. Nuestro trabajo personal en profundidad y nuestro trabajo de meditación deben avanzar juntos necesariamente. Lo que la práctica en los Estados Unidos ha llegado a reconocer es que muchos de los asuntos profundos que descubrimos en la práctica profunda no se pueden curar sólo con meditación.

Quizá sea así; en todo caso –y esto será una afirmación polémica, seguro– lo que ni esa “práctica americana” ni el propio Kornfield han llegado a reconocer es que el Dharma de Buda no tiene nada que ver con ningún “trabajo personal en profundidad” sobre la historia psicológica de cada uno; al contrario, es algo que le saca al buscador del círculo de su propio relato sobre sí mismo, mostrándole que todo (incluido él mismo) es una invención de la mente, y lo proyecta más allá, al encuentro de una realidad que no está mediada por esa mente. Naturalmente, no hay garantías de que esa experiencia se vaya a alcanzar, pero las bases del trabajo son completamente distintas en uno y otro enfoque; en manos de un maestro competente, el Dharma es una intervención mucho más profunda de lo que refleja el autor, una enmienda a la totalidad que trasciende esos aspectos psicológicos y biográficos que la práctica terapéutica pretende ajustar. Bajo la pretensión de ayudar al budismo contribuyendo a su aclimatación a los modos y maneras imperantes en la sociedad de consumo moderna, la visión parcial de Kornfield va en sentido contrario y de hecho mina los cimientos mismos sobre los que debería descansar una comprensión sobria y realista del verdadero alcance y potencial del camino del Dharma.

Como apoyo para sus tesis, Kornfield menciona las transformaciones por las que el budismo ha pasado históricamente al combinarse con distintas culturas según iba irradiando desde la India; así, los antecedentes del Chan/Zen de China y Japón y del Vajrayana del Tíbet le sirven para aventurar que la influencia de la psicoterapia occidental sobre el budismo acabará por crear una nueva versión americana del Dharma comparable a esas escuelas. Personalmente, vistas sus alegaciones, lo dudo mucho; para quien tenga curiosidad por ver una opinión más radical sobre lo que supone este “Dharma americano”, incluyo el enlace con la cáustica reseña (en inglés) de otro libro posterior del mismo autor titulada “Una llamada a la mediocridad”, publicada en el ominoso monográfico ¿Podrá el budismo sobrevivir a los Estados Unidos? de la revista What Is Enlightenment:

http://www.wie.org/j18/bookreview1.asp


martes, 17 de junio de 2008

Un camino, dos corazones I

Vuelvo a leer, unos cuantos años después de haberlo hecho por primera vez, el libro de Jack Kornfield llamado Camino con corazón. El título procede de un pasaje de Las enseñanzas de don Juan, ese relato que mezcla en proporciones desconocidas el estudio antropológico y la ficción: “Examina cada camino de cerca y con deliberación. Pruébalo todas las veces que te parezca necesario. Entonces hazte a ti mismo, y sólo a ti mismo, una pregunta. Esta es una pregunta que sólo un hombre muy viejo se hace. Mi benefactor me habló de ella una vez cuando yo era joven y mi sangre era demasiado vigorosa para que lo entendiera. Ahora la entiendo. Te diré lo que es: ¿Tiene corazón este camino? Si lo tiene, el camino es bueno. Si no, no sirve de nada.”

Recuerdo que la propuesta de budismo amable del Camino con corazón me agradó en su momento, y tenía curiosidad por contrastar esa impresión a la luz del paso del tiempo y del camino que yo mismo he emprendido desde entonces. Para empezar, se podrían decir muchas cosas buenas de este libro, pues aborda cuestiones importantes y alerta de riesgos comunes en una prosa de fácil lectura, todo ello sin ser dogmático y manteniendo los pies en la tierra con una sensatez muy bienvenida en estas cuestiones, donde no suele imperar el sentido común. Si a eso le añadimos que sus ideas están fundamentadas en la experiencia de primera mano de alguien que se ha tomado la molestia de acudir a las fuentes para aprender y practicar el budismo (en su caso, Tailandia) y que luego ha trabajado largos años para importarlo e integrarlo en su comunidad, haciéndolo accesible a miles de personas, debería merecer una aprobación entusiasta.

Y, sin embargo... A medida que avanzo en la lectura no puedo evitar sentir cierta desazón. A veces es un pasaje algo almibarado que me hace preguntarme, casi con vergüenza, cómo me pudo gustar eso (o por lo menos cómo no me disgustó lo suficiente como para acordarme de ello); pero más a menudo lo que me hace detenerme y releer con incredulidad son afirmaciones aparentemente inofensivas, envueltas en un estilo muy suave y considerado, que a mi entender van sutil pero directamente en contra de lo que el mismo Buda Sakyamuni proclamó en su día. No soy nada partidario de la adoración ciega a las palabras de los maestros, pero si tengo que escoger entre Kornfield y Buda... no hay color.

Así sigo hasta que encuentro, muy bien escondida (en la página 310 de un texto de 339), la “confesión” que aclara nítidamente algo que yo mismo no acertaba a definir del todo: tiene que ver con el ambiente en el que el autor inició su búsqueda, lo que explica tanto la deriva del budismo en los EE.UU. como la solución que el propio Kornfield ha adoptado como maestro en activo. En vista de que tantas cosas que surgen al otro lado del charco acaban llegando aquí, aunque sea con retraso (justificado en este caso por la llegada más tardía del Dharma a Europa), quizá haya quien pueda extraer algunas lecciones válidas del caso para adelantarse a los acontecimientos o prevenir sus consecuencias indeseables por estos pagos, si es que no han ocurrido ya. El pasaje en cuestión dice así:

Cuando la espiritualidad oriental empezó a ser popular en los Estados Unidos en los años ´60 y ´70, al principio su práctica era idealista y romántica. La gente intentaba usar la espiritualidad para “colocarse” y experimentar estados de conciencia extraordinarios. Había una creencia generalizada de que existían gurús perfectos y enseñanzas completas y maravillosas que, en caso de seguirse, nos llevarían a la plena iluminación y cambiarían el mundo. Esas eran las cualidades imitativas y egocéntricas a las que Chogyam Trungpa llamó “materialismo espiritual”. Al cumplir con los rituales, los hábitos y la filosofía de las tradiciones espirituales, la gente intentaba escapar de su vida normal y convertirse en seres más espirituales.

Después de unos pocos años a la mayoría de la gente nos quedó claro que estar “colocado” no iba a durar para siempre y que la espiritualidad no tenía que ver con abandonar nuestra vida para encontrar otra existencia en un plano exaltado y lleno de luz. Descubrimos que la transformación de la conciencia requiere mucha más práctica y disciplina de la que pensábamos al principio. Empezamos a ver que el camino espiritual requería de nosotros más de lo que parecía ofrecernos. La gente empezó a despertarse de sus visiones románticas de la práctica y a tomar conciencia de que la espiritualidad exige afrontar de manera franca y valiente las situaciones de nuestra vida real, nuestra familia y nuestros orígenes, nuestro lugar en la sociedad circundante. Tanto individual como colectivamente, empezamos a abandonar, gracias a nuestra mayor conciencia y a la decepción de la experiencia, la noción idealista de la vida y la comunidad espiritual como forma de escapar del mundo para salvarnos nosotros mismos.

Para muchos de nosotros, esa transición se ha convertido en el cimiento de una labor espiritual integrada más a fondo y más sabia, una labor que incluye las relaciones rectas, la recta manera de ganarse la vida, el habla recta y las dimensiones éticas de la vida espiritual. Este trabajo ha exigido que dejáramos de dividir la realidad en compartimentos y comprendiéramos que, sea lo que sea lo que intentamos mantener oculto o evitar, antes o después hay que incluirlo en nuestro trabajo espiritual; nada se puede dejar atrás. La espiritualidad ha pasado a ocuparse más de quiénes somos que de cuál es el ideal que perseguimos. La espiritualidad ha pasado de ir a la India, el Tíbet o el Machu Picchu a volver a casa. (310)

Es, desde luego, una confesión impecable por su claridad y honradez, que refleja el entusiasmo pero también la tremenda ingenuidad de muchos jóvenes de la época. Dejo de lado ahora cómo puede Kornfield considerar que fuese idealista y romántico “usar la espiritualidad para colocarse”, tal como él mismo lo describe, para centrarme en el meollo de su argumento, que tiene varias facetas: la motivación errónea de una búsqueda espiritual como diversión y huida, el fracaso del proyecto escapista al chocar con la realidad del entorno social, y la aceptación e integración de las realidades y responsabilidades personales que se pretendieron evadir en su día.

Tal es, a grandes rasgos, su proyecto; pero tengo para mí que se trata de un proyecto circular, que en el fondo no ha salido de la esfera del ego ni ha logrado despegar de su órbita. Que la búsqueda espiritual de estos hijos de los ´60 estuviera viciada en su inicio por una motivación errónea no invalida en absoluto el destino del viaje; en realidad, es completamente irrelevante respecto de su mérito intrínseco. En esas circunstancias, una vez tomada conciencia de los errores del pasado, lo lógico habría sido cambiar el combustible por uno más natural y correcto y entonces emprender ese viaje de nuevo desde el principio. Y aquí me parece que está la trampa: que Kornfield desiste tácitamente del destino del camino budista –que se aleja del ego y lo personal– y lo sustituye por un ajuste a la realidad social entroncado con la “resaca” de los años hippies y con las numerosas decepciones respecto de la práctica espiritual que la ingenuidad prístina de su generación hizo casi inevitables.

No veo problema alguno con el enfoque amable y gradual de Kornfield, que tanto atiende a las vicisitudes y dificultades personales de cada cual. También en el Dharma hay sitio para eso; ¿cómo no iba a haberlo, si trata del ser humano? El problema está en que en ningún momento reconoce que el camino que describe, que podríamos llamar paliativo, es sólo uno de los posibles; no mencionar que hay una alternativa de curación total empobrece el Dharma y lo acaba por desvirtuar a ojos de sus lectores. El hecho de que sea un supuesto maestro budista quien lo pasa por alto no es precisamente una circunstancia atenuante.