sábado, 22 de marzo de 2008

Un buen combustible

Se cuenta que un día una dama de la alta burguesía, aficionada a la música, decidió ofrecer su casa para que un famoso pianista diera un recital para sus amigos y allegados, aprovechando el gran piano de cola que presidía el salón. Llegada la fecha de la convocatoria, el pianista vino, se sentó al teclado e interpretó varias obras de forma magistral, provocando la admiración de todos los presentes. Emocionada por el éxito que estaba teniendo la velada, a la vez que impaciente por recuperar el protagonismo que la música le había robado por unos momentos, la anfitriona se levantó en un arrebato de entusiasmo nada más apagarse las últimas notas y proclamó a la concurrencia con exquisita sensibilidad artística: “¡Ay, qué maravilla! Daría media vida por poder tocar así.”

El pianista, que probablemente tenía algo de la malicia de los antiguos maestros Chan y captó enseguida el artificio, la miró y, sin inmutarse, le espetó: “Señora, eso es exactamente lo que he hecho yo.”

No me consta cómo acabó el episodio pero entiendo que, más allá de ser borde con la anfitriona y pincharle el globo de su petulancia, el pianista quería dejar en claro algo importante que se nos puede escapar con facilidad; que a menudo la admiración proyectada sobre otros no es más que una defensa para no darnos cuenta de que lo que tanto valoramos de boquilla es algo que está al alcance de nuestra mano, si estamos dispuestos a pagar el precio. Ahí está el meollo de la cuestión, porque es muy cómodo aspirar al estatus del artista consagrado sin pasar por caja antes, en forma de cientos o miles de horas de dedicación silenciosa, anónima y a veces ingrata.

Esto mismo, los costes que puede suponer optar por la vida de artista al margen de las convenciones sociales, es algo que un poeta americano curtido en los bajos fondos se encargó de recordar en el siguiente fragmento –por cierto, parafraseando a Buda en algunas ideas, aunque cargando las tintas en su propia condición de escritor maldito y perdedor irredento al tiempo que echaba mano de un romanticismo algo tópico y narcisista en su descripción de las recompensas que trae pasearse por el lado salvaje:

Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. Si no, ni te molestes en empezar. Podría hacer que perdieras novias, esposas, parientes, trabajos, y quizá tu mente. Podría hacer que no tuvieras qué comer durante tres o cuatro días. Podría hacer que te helaras de frío durmiendo en el banco de un parque. Podría suponer que acabaras en la cárcel. Podría traerte el ridículo. Podría provocar burla y aislamiento. El aislamiento es el don. Todo lo demás son pruebas de tu aguante. De cuánto lo quieres en realidad. Y lo conseguirás, a pesar de verte rechazado y con todas las papeletas en contra. Y será mejor que cualquier otra cosa que puedas imaginar. Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. No hay otro sentimiento igual. Estarás solo con los dioses. Y tus noches bailarán en llamas. Cabalgarás sobre la vida directo a la risa perfecta. Es la única pelea buena que hay.

Hay mucho de razón en lo que dice Bukowski, arropado en una grandilocuencia de tintes heroicos; para empezar, es evidente que revela un grado de conciencia bastante mayor que nuestra amiga melómana, y está claro que él sí que pagó un cierto precio en su vida y aguantó penurias varias por seguir su propio camino. Sin embargo, para mí, el dramatismo exagerado de sus advertencias y la exaltación de sus promesas parecen delatar una cierta auto-glorificación, quizá como compensación sutil por los supuestos sacrificios que tuvo que arrostrar, sin que sepamos con certeza si fueron tales o si simplemente se dedicó a contentar a su ego rebelde sin tener que renunciar a una vida más convencional para la que simplemente no estaba hecho.

Quitando esto, mucho de lo que se afirma ahí sobre el arte también se puede aplicar al Tao o al Dharma, aunque rebajando el tono épico de la propuesta: a día de hoy, es poco probable que ni uno ni otro camino den con tus huesos en prisión, aunque es cierto que si sigues sus enseñanzas y prácticas en serio puede llegar un momento en el que te plantees soltar algunas de las facetas de tu vida habitual que ya no te resultan naturales ni satisfactorias.

Es esa misma naturalidad del Tao la que se sonríe ante las encendidas soflamas de Bukowski igual que ante sus paraísos visionarios; porque esta vía sencilla y pegada a la tierra no esconde la profundidad del compromiso que requiere, pero tampoco permite que te engañes mucho tiempo sobre lo fantástico que eres ni sobre las grandes alturas a las que eres capaz de remontarte con tus alas de Ícaro empapadas en alcohol u otras sustancias psicotrópicas. El Tao no brilla ni encandila, entre otras cosas porque no deja espacio a los que mercadean con la iluminación o se la imaginan como si se tratara de un tentador garbeo por la conciencia cósmica entre la admiración de propios y extraños; simplemente discurre con calma y serenidad hacia adelante, pero recortando una y otra vez cualquier atisbo de ilusión que puedas tener sobre tus méritos personales. A ese efecto resuenan con fuerza estas palabras del Daodejing, como una saludable manera de pinchar el globo innecesariamente hinchado de los que pretenden compensar con una sublime condición espiritual lo que dejan de obtener en el día a día mundano:

La multitud está alegre, como si estuvieran de fiesta en un día de sacrificio
o como si fueran a contemplar las vistas en primavera.
Sólo yo estoy inerte, sin mostrar ninguna señal (de deseo),
como un bebé que aún no ha sonreído.
Cansado, en verdad parece que estoy sin hogar.
Todos en la multitud poseen más que suficiente;
sólo yo parezco haberlo perdido todo.
Mi mente es la de un hombre ignorante,
Sin discernimiento y monótona.
Las gentes corrientes son brillantes, en efecto;
sólo yo parezco estar en la oscuridad.
Las gentes corrientes ven las diferencias, y las ven con claridad;
sólo yo no hago distinciones.
Parezco como si fuera a la deriva como el mar,
como el viento que sopla aquí y allá, sin destino aparente.
Toda la multitud tiene propósitos;
Sólo yo parezco terco y rústico.
Sólo yo soy diferente de los demás
y valoro tomar el sustento de la madre.

Por supuesto que hay mucha ironía en lo que describe Laozi en apoyo del sabio que se concentra en la sustancia frente a la superficie de las cosas; seguramente eran otros tiempos, cuando el marketing no se había inmiscuido en estas aventuras. Aun así, la pregunta que plantea es fundamental: si no te va a hacer más alto, guapo y distinguido, ni tampoco te va a reportar fascinantes experiencias místicas o poderes sobrenaturales, ni te va a granjear la admiración y simpatía de las masas, sino más bien todo lo contrario… bien, entonces, te preguntarás, ¿para qué c*** seguir el camino del Tao?

Y la respuesta está muy clara: Porque es lo natural, incluso si al parecer me hace perder más de lo que gano.

Ese es un buen combustible para avanzar por la senda del Tao y el Dharma.

jueves, 13 de marzo de 2008

Las deidades tántricas o yiddam

Las divinidades de meditación tántricas son uno de los aspectos más coloristas y atractivos del budismo tibetano, también llamado el “vehículo del diamante” o Vajrayana. No se sabe con certeza cuándo absorbió el budismo este sistema tántrico; parece claro que el Buda mismo nunca lo usó pero es probable que ya en una época temprana, cuando el budismo aún no se había expandido más allá de la India, algunos de sus seguidores se dedicaran a diseñarlo adaptando prácticas hinduistas al margen tanto de los grupos nómadas que predicaban el Dharma como de los monasterios que les servían como refugio durante los monzones. Como sus mismos nombres indican, estas divinidades o yiddam son de origen indio, no tibetano.

Avalokiteshvara, Tara, Vajrasattva no son seres sobrenaturales a los que se les atribuye una existencia y capacidad de intervención reales, como los ángeles y los santos del catolicismo, sino personificaciones de fuerzas inherentes en la mente humana que se nos han quedado veladas por los avatares de la existencia pero que se pueden despertar y reactivar mediante meditaciones específicas. Son unas herramientas magníficas si se sabe cómo trabajar correctamente con ellas, y un desastre si nos dejamos llevar por varios atajos seductores que acechan a diestra y siniestra en este camino.

En primer lugar, conviene desterrar desde el principio cualquier idea de que estas divinidades, a pesar de las representaciones aparentemente eróticas de algunas pinturas y estatuas, tengan nada que ver en su origen con el sexo tal como lo entendemos y practicamos en nuestra civilización de consumo. Por decirlo en pocas palabras, Vajrayoguini no es una modelo sacada de un calendario Pirelli tibetano y lo que busca el tantra auténtico es algo muy diferente de la liberación del orgasmo fisiológico; otra cosa es lo que ofrezcan sus sucedáneos occidentales.

Por otra parte, conviene tener cuidado con el orgullo que lleva a confundir el exotismo o la exclusividad de una práctica con su pretendida superioridad sobre otros métodos. Es verdad que las prácticas con yiddam pueden resultar muy tentadoras por el aura de misterio que las rodea, las cualificaciones que se presume que debe reunir el practicante y la cercanía al maestro que requieren, lo cual parece implicar una cierta confianza por su parte en la capacidad del practicante para realizarlas; pero no hay que olvidar que el camino tántrico es una vía gradual, indicada para ciertos temperamentos pero totalmente inadecuada para otros. Alguien que puede avanzar bien con estas meditaciones podría pasarlo fatal y perder el tiempo miserablemente si se le pone a trabajar con koanes y viceversa, sin que una ni otra circunstancia digan nada del mérito intrínseco de ambas vías ni del practicante, sino sólo del acierto, la honradez y el discernimiento del maestro que las recomienda. Bien visto, en último término todas las prácticas no son más que muletas. No tiene sentido alardear de que las tuyas están tuneadas en platino con diamantes engastados y alerones aerodinámicos; lo que cuenta es que te ayuden a caminar.

Dejando de lado estas tentaciones de calibre grueso, digamos, hay también un riesgo más sutil de apegarse a estas prácticas por lo gratificante que puede resultar su estética espectacular. Estas meditaciones o sadhanas han sido secretas, o por lo menos discretas, durante muchísimos años. Personalmente no creo demasiado que eso se deba a los potenciales efectos nocivos que puedan provocar si se emplean incorrectamente –tal como se suele afirmar, reforzando así su halo mágico– sino a que realmente ofrecen innumerables oportunidades para perderse por jardines varios y bastante tontorrones si uno no cuenta con la supervisión atenta de alguien que las conozca y entienda bien y pueda ahorrarnos los tropezones más habituales con sus consejos; y desde luego que el apego a las formas es uno de ellos. Ha sido sólo a partir del exilio tibetano, y del influjo de maestros Vajrayana en Occidente a partir de los años sesenta, cuando estas sadhanas se han divulgado a una escala que hace imposible la supervisión y el apoyo que requieren, aprovechando su tirón folclórico sobre un público muy susceptible a la seducción visual, como bien saben los especialistas en mercadeo. Pero el éxito numérico no implica profundidad de comprensión. Como suele ocurrir, tampoco aquí nos podemos quedar en las meras formas; hay que ir más allá o las prácticas pierden su eficacia.

Una derivada quizá inevitable de esta tendencia a divulgar las sadhanas a gran escala es el relajo correspondiente en su orientación. En previsión de posibles extravíos, al menos esto debería quedar bien claro: las meditaciones tántricas budistas no están pensadas para conseguir cosas en beneficio propio. Avalokiteshavara no nos va a ayudar a encontrar novio; Tara no está ahí para que encontremos un piso de alquiler; Vajrasattva no va a aparecer detrás de una nube cada vez que nuestro jefe intente acosarnos. Por desgracia, tampoco es que los occidentales seamos pioneros en esta insensatez: aberraciones de esta ralea sólo suponen la adaptación a nuestro entorno del uso bastardo del budismo mezclado con superstición popular en los Himalayas, donde a Tara –la deidad que promueve el desarrollo de intenciones correctas– se la invoca en ocasiones como fuerza protectora de los yaks para evitar que se pierdan cabezas de ganado. Y es que hay algunos entre nosotros que se ríen de las estampitas de santos y las devociones marianas pero pierden la cabeza cuando alguien practica exactamente lo mismo entonando salmodias guturales y ataviado con los coloristas atuendos procedentes del “techo del mundo”.

Bueno, diréis, y si no sirven para nada de lo anterior, ¿de qué valen estas deidades tan esquivas? Muy sencillo. Son herramientas para enfrentarse a las tres raíces malsanas, las tres identidades de confusión, codicia y aversión, como trabajo preliminar, indispensable antes de acometer otras fases más avanzadas de meditación. A mí me gusta pensar en estos yiddam como si fueran los TEDAX budistas, listos para aplicarse a la desactivación de explosivos que las identidades han ido plantando en la mente a lo largo de nuestra vida. Como todos los métodos, se usan y luego se dejan atrás; después, algunos podrán seguir en el camino tántrico con otras prácticas y otros podrán derivarse hacia vías paralelas. No son, por tanto, motivo para el orgullo, la fascinación o el apego, pero sí una muestra más de la variedad de recursos que emplea el Dharma y de lo absolutamente esencial que resulta para el camino el trabajo de limpieza y neutralización de los venenos acumulados en la mente. Una vez nos hayamos desembarazado de esa pesada carga, sin caer en ninguna de las trampas antes mencionadas, estaremos en condiciones de acometer la escalada de cimas más altas.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Una de indios

La brevedad de la vida es uno de los temas clásicos de toda literatura, sobre todo la que se adentra en meditaciones religiosas o filosóficas. Así, una de las obras más profundas e influyentes del budismo Mahayana, el Sutra del diamante, concluye con la siguiente exhortación, de un vuelo poético poco habitual en los textos del propio Buda:

Así habéis de pensar de este mundo fugitivo:
una estrella al amanecer, una burbuja en la corriente;
un relámpago en una nube de verano;
una lámpara titubeante, una aparición, un sueño.

En las imágenes tan concretas que forman esa secuencia crecientemente efímera y precaria entrevemos la brevedad etérea de la vida, desde luego, pero sin asomo de lamento ni conexión alguna con el valle de lágrimas que presenta la tradición judeocristiana. Es el mismo espíritu de lucidez serena y valiente que evocó siglos más tarde Pie de Cuervo, un jefe guerrero de la tribu llamada Pies Negros, usando naturalmente imágenes propias del entorno en que vivía su pueblo, a caballo entre Canadá y los Estados Unidos:

¿Qué es la vida?
Es el destello de una luciérnaga en la noche.
Es el aliento de un búfalo en invierno.
Es la pequeña sombra que corre por la hierba
y se pierde en el ocaso.

A veces pienso que en esta simple imagen del búfalo en invierno hay más poesía que en volúmenes enteros que se publican hoy con aspiraciones líricas. ¿Por qué? Porque ahí se ha captado algo de la verdad desnuda del mundo, sin afeites ni aderezos del ego. Quien pone eso en palabras ha mirado a su alrededor con lucidez y ha visto, y lo que ha visto es algo que va más allá del frío ambiente, del búfalo que resopla o de las nubes que su aliento forma en el aire; como un testigo imparcial, lo ha presenciado y luego ha soltado lo que ha visto sin manosearlo con las sucias manazas de la cognición, para que pueda hablar por sí mismo limpiamente, de tú a tú.

A lo que apunta esta imagen de la nube no es sólo a lo breve y pasajera que es la vida, sino a lo inasible que resulta a fin de cuentas. ¿Qué es, en realidad, tu vida? Mira delante y detrás de ti, a ver si puedes atraparla; imposible, se te escapa como agua entre los dedos. Ni el pasado ni el futuro existen en sí; estamos rodeados de fantasmas. Vuélvete al presente; aquí y ahora, ¿qué es tu vida? En el fondo, algo tan etéreo y huidizo como esas fugaces presencias que nos señala Pie de Cuervo; y, sin embargo, no hay nada más valioso en este mundo que ese misterio inaprensible, efímero y precioso. No lo puedes explicar, medir o clasificar; pero sí lo puedes experimentar en toda su belleza si eres capaz de quitarte de enmedio para dejar que aflore.

En el fondo, lo que emerge de estas percepciones tan puras no es sólo una imagen nítida de los objetos del mundo; es un atisbo de la relación profunda que nos une a la tierra, de nuestra hermandad no sólo con los animales y plantas sino con todos los fenómenos de este vasto y misterioso planeta, incluida la nube de vapor que brota y se esfuma en un instante. Como todos ellos, nosotros también aparecemos y desaparecemos, sin saber de dónde venimos ni adónde vamos (y, a decir verdad, sin que importe demasiado tampoco). Quizá nuestras vidas nos parezcan largas comparadas con la de una luciérnaga, por ejemplo, pero todo es cuestión de perspectiva y los humanos, al menos los occidentales, tenemos una tendencia inveterada a exagerar nuestra propia importancia. ¿Qué son sesenta, ochenta o cien años en el conjunto del universo, comparados con las edades geológicas o con el surgimiento y la extinción de especies enteras? Estamos unidos con todo lo que experimentamos en virtud de nuestra insustancialidad común. Con ellos compartimos escena un instante nada más –pero qué grande puede ser eso cuando se vive en plenitud...

Es algo en lo que tenemos mucho que aprender, porque si de verdad sintiéramos hasta el tuétano lo insignificantes que somos como individuos a escala cósmica se abriría enseguida la puerta a darnos cuenta de lo grandioso que es tomar parte en esta gran ilusión, aunque sea sólo por un tiempo. Como dijo otro que también alcanzó a ver:

¿Por qué, si es posible pasar el intervalo de la existencia
como un laurel, un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en el borde
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos –y, evitando el
destino, anhelar destino?...

Ah, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...

Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer
nos necesita todo lo de aquí,
lo fugaz, que de manera extraña
nos interpela. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, parece irrevocable.

miércoles, 5 de marzo de 2008

La trampa de las palabras

Constato con cierta preocupación que este blog sigue sumando entradas y aumentando de tamaño –aunque quién sabe si en sabiduría. Percibo además que abundan en sus artículos las frases sentenciosas, destinadas en principio a reafirmar las parcelas de certeza que voy acotando por el camino, pero a riesgo de trasladar a otros la impresión de que soy alguien que sabe. Y compruebo, no sin cierto escalofrío, que hay hasta quienes se han dirigido a mí con preguntas sinceras y de buena ley, como si yo fuera, en efecto, alguien que sabe. Ante el cariz que están tomando los acontecimientos, no me queda más remedio que acudir en mi descargo a un amigo reciente, de existencia incierta y autoría disputada pero agudo ingenio: Zhuangzi, alias Chuang Tzu.

Una trampa para peces sirve para pescar peces; una vez has pescado los peces, te puedes olvidar de la trampa. Un cepo para conejos sirve para cazar conejos; una vez has atrapado al conejo, te puedes olvidar del cepo. Las palabras sirven para captar ideas; una vez has captado la idea, te puedes olvidar de las palabras. ¿Dónde puedo encontrar a alguien que sepa olvidar las palabras para intercambiar unas palabras con él?

A veces ni yo mismo entiendo bien lo que estoy diciendo; a veces la pluma se me adelanta y se pega un paseo por jardines que mis pies aún no han pisado; otras, los oídos me imponen una música biensonante que no encaja con mi experiencia real. Y, por encima de todo eso, está la imposibilidad de comunicar verbalmente las vivencias que no se han compartido. Como dice el clásico romance del Conde Arnaldos,

¡Quién oviera tal ventura
sobre las aguas del mar
como la hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.

Las velas traía de seda,
la jarcia en un cendal,
marinero que la manda
viene diciendo un cantar

que la mar facía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo,
nel mastel los faz posar.

Allí fabló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
”Por Dios os ruego, marinero,
dígasme ora este cantar”.

Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
”Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va”.

No es cicatería ni desdén gratuito; es que hay cosas que no se pueden entender si uno no se sube al mismo barco (y aun así, tratándose de palabras, hay muchas posibilidades de malinterpretarlas).

Con esto en mente, entendiendo que lo que escribo aquí no son sino opiniones en trámite de verificación, todos los comentarios son bienvenidos.

No sé si podré calmar mares y amainar vientos, pero prometo que intentaré no llenarle a nadie la cabeza de pájaros ni el mástil de peces abisales.

El Tao de las praderas

Pocos libros han disfrutado de mayor divulgación mundial que el Daodejing; un estudio escrito hace casi quince años afirmaba que ya entonces se publicaba más o menos una nueva traducción al mes, y no parece que el ritmo haya decrecido. Claro que, como el mismo estudio advertía, ese aparente éxito se debe en gran parte a la brevedad y a la enigmática densidad del texto, que permite a muchos traductores poco escrupulosos proyectar sobre él los significados que quieren encontrar de antemano, cuando no simplemente enmendar a su gusto las traducciones de otros sin atender a la fuente original. Por eso, este sinólogo venía a comparar muchos Daodejing occidentales con la comida rápida: fácil, poco elaborada, atractiva a la vista, diseñada para el consumo masivo y potencialmente indigesta. Tales lecturas de la obra de Laozi son el equivalente filológico de un test de Rohrsach, un buffet libre donde el chef tiene carta blanca para servir a sus incautos comensales el potaje más disparatado de ingredientes New Age sin pararse en barras y, naturalmente, sin que el pobre autor pueda venir a pedirle cuentas del destrozo. Algo parecido dijo don Diego de Torres y Villarroel, allá por nuestro siglo XVIII, sobre la astrología:
Es esto de las estrellas
el más seguro mentir,
pues nadie puede ir
a preguntárselo a ellas.
Sin embargo, no todo está perdido. Hay, por suerte, un antiguo tratado sobre la obra de Laozi (que entonces se denominaba “el Laozi”), debida a un precoz erudito, Wang Bi, quien, a pesar de morir a la tempranísima edad de veintitrés años, dejó tras de sí una obra que a la postre se convirtió en el comentario filosófico más influyente de la historia china sobre el Daodejing. Aunque no exento de sus propios problemas textuales y de interpretación, es probablemente el mejor punto de partida para explorar este texto tan misterioso. He aquí, por ejemplo, la versión de Wang Bi sobre la no-acción de Laozi:
Administra el imperio entregándote a la no-acción.
¿Cómo sé que debería ser así?
Por esto:
Cuantas más prohibiciones y tabús hay en el mundo
más pobre será la gente.
Cuantas más armas afiladas tenga la gente
más problemas para el Estado.
Cuanto más astucia y habilidad posea el hombre
más desquiciadas parecerán las cosas.
Cuanto más prominentes se hagan las leyes y las órdenes
más ladrones y delincuentes habrá.
Por tanto el sabio dice:
No realizo ninguna acción y la gente se transforma por sí sola.
Amo la calma y la gente se vuelve correcta por sí sola.
No emprendo ninguna actividad y la gente se vuelve próspera por sí sola.
No tengo deseos y la gente se vuelve sencilla por sí sola.
Muchos comentaristas toman el Daodejing como un tratado para aristócratas sobre el buen gobierno, algo así como un manual de príncipes; es decir, un anti-Maquiavelo oriental. Es una visión discutible, como casi todo en esta obra; en este caso, por una contradicción muy evidente que surge al combinar la defensa del orden natural y espontáneo que encarna el sabio (en chino, ziran) con el manejo de las complejas y rígidas estructuras de la maquinaria del Estado. El sabio del Tao es un libertario avant la lettre; ¿qué sentido tendría encomendarle la administración de las más altas magistraturas oficiales? Es esa aparente defensa del hippie asilvestrado que ejerce de mandarín en la corte imperial lo que desacredita el mensaje de Laozi, quien ya en su misma obra se hizo eco del reproche reiterado que recibían sus enseñanzas por ser “elevadas, pero poco prácticas”.
¿Poco prácticas? Quizá desde nuestra perspectiva actual también lo parezcan, pero desde luego ese no ha sido el caso para todas las culturas humanas de toda región y época. Como en tantos otros extremos (y como ocurre asimismo con el Dharma), estas enseñanzas taoístas encuentran un inesperado refrendo a varios siglos de distancia y miles de leguas de separación, en las palabras de muchos jefes de los indios de las praderas de Norteamérica. Ya nos han advertido que estos indios eran gente tramposa y poco de fiar, sobre todo cuando estaban bajo el influjo del “agua de fuego”, así que no hay que descartar que el jefe sioux Ciervo Cojo ocultara ladinamente una copia de Laozi bajo los pliegues de su ropa y la usara como inspiración para pintar un cuadro idílico de la vida tribal; pero de todas formas vale la pena escuchar, con todo el escepticismo que se quiera, lo que tiene que decir sobre el modo de vida de su pueblo –e, indirectamente, sobre nuestra “civilizada” civilización:
Antes de que nuestros hermanos blancos llegaran para convertirnos en hombres civilizados, no teníamos ningún tipo de prisión. Por ese motivo, no teníamos delincuentes. Sin prisión, no puede haber delincuentes.
No teníamos cerraduras ni llaves, y por tanto entre nosotros no había ladrones.
Cuando alguien era tan pobre que no podía permitirse un caballo, una tienda o una manta, en ese caso lo recibía todo como regalo.
Estábamos demasiado sin civilizar como para darle gran importancia a la propiedad privada.
No conocíamos ningún tipo de dinero y en consecuencia el valor de un ser humano no venía establecido por su patrimonio.
No teníamos leyes escritas, abogados, ni políticos, y por tanto no éramos capaces de engañarnos y embaucarnos los unos a los otros.
Realmente estábamos muy mal antes de que llegara el hombre blanco y no sé cómo explicar cómo nos las podíamos apañar sin estas cosas fundamentales que, por lo que nos cuentan, son tan necesarias para una sociedad civilizada.
¿Quién es, en el fondo, menos práctico?
Creo que si todos los demás seres vivos que comparten con nosotros el planeta tuviesen voz por un instante saldríamos de dudas enseguida.

lunes, 3 de marzo de 2008

Wuwei: la no-acción del Tao

Uno de los conceptos centrales de la obra que nos ha llegado con el nombre de Daodejing o Tao Te Ching, atribuida a Laozi, es el llamado wuwei, que normalmente se traduce por “no-acción”.

¿Qué es eso?

La foto adjunta muestra bien a las claras qué es lo que la mayoría de la gente entiende por “no acción”: inactividad, relajación, despreocupación, indolencia... en una palabra, no hacer nada. ¿Es eso lo que está practicando nuestro amigo playero, un wuwei inconsciente?

Lo más probable es que no. El wuwei taoísta no es la otra cara de la moneda de nuestras atareadas vidas: no consiste en favorecer la desidia en lugar de la competencia ni sustituir el ajetreo por la holganza. No es una manera de compensar el desequilibrio y la falta de armonía que sentimos en el trasiego diario para luego poder volver a encajarnos, frescos y con el depósito lleno, en la gran maquinaria del mundo y aguantar un tiempo hasta que llegue la próxima vacación. Y tampoco es una simple acción irreflexiva, realizada en contra de las convenciones sociales, como si la falta de consideración fuera lo mismo que la espontaneidad natural de la que habla el Tao.

Pero el wuwei es algo en sí, no una mera negación de los extremos conocidos; lo que ocurre es que parece algo muy abstracto y escurridizo hasta que uno empieza a experimentarlo por sí mismo. Por esa razón, describirlo no vale de mucho, por muy florida que sea nuestra prosa: nadie sacia su hambre a base de leer libros de recetas y menús de restaurantes, y cualquier descripción será siempre un mapa y no el territorio. Hay que experimentarlo de primera mano y eso puede requerir tiempo y dedicación porque, paradójicamente, hay métodos para alcanzar la espontaneidad del wuwei -en realidad, más bien para desprendernos de aquello que obstaculiza su expresión. Personalmente, no veo mejor manera de adentrarse en esta no-acción que mediante las enseñanzas y prácticas budistas para eliminar a su gran enemigo, la identidad; de hecho, no veo cómo se puede alcanzar sin realizar esa labor previa.

Dicho esto, uno de los mejores consejos para entender el Tao y el Dharma es olvidarse de una vez por todas de la trampa de ver las cosas como cuestión de polos opuestos y enfrentados que no admiten una tercera opción: día y noche, izquierda y derecha, trabajo y vacaciones, acción y no-acción. El Buda mismo ya reflejó esta comprensión sutil cuando llamó a su método “el sendero del medio” –un camino que no es el equidistante de los dos extremos de la indulgencia y el ascetismo, aunque lo parezca visto desde fuera, sino que supera esa dualidad. Siglos más tarde, estas ideas recibirían una brillante elaboración e impulso a manos de Nagarjuna, que las sistematizó en una dialéctica budista de enorme influencia en las escuelas del Mahayana; es probable que con ello allanara el camino para la buena recepción del Dharma en China, donde nociones como estas no resultaban exóticas en absoluto gracias a siglos de presencia del taoísmo. Laozi lo expuso de esta manera en el Daodejing, en un capítulo dedicado específicamente al wuwei:

La práctica del saber es aumentar día tras día.
La práctica del Tao es disminuir día tras día.

Es dismimuir y seguir disminuyendo

hasta que uno llega al punto de no emprender ninguna acción.

No se hace ninguna acción, y sin embargo nada queda sin hacer.

Esta no-acción en realidad no es otra cosa que la ausencia de interferencia por parte de la mente cognitiva, lo cual permite que se restablezca y reafirme el equilibrio y armonía del Tao. Quizá suene muy alambicado y esotérico, pero no tiene ningún misterio: todos los animales lo hacen. Es así de sencillo. La hormiga que transporta laboriosamente una hoja varias veces mayor que ella está tan inmersa en el wuwei como el gato que dormita a la sombra de un olivo. Sólo los humanos tenemos el dudoso privilegio de haber perdido esta experiencia; pero por eso mismo también somos capaces de recuperarla.

A pesar de las apariencias, la no-acción de la parte cognitiva de la mente no destruye las acciones correctas que están en línea con el Tao. Esa es la gran paradoja de la no-acción: cuando no hay actividad de la mente cognitiva, entonces la acción externa que se produce en realidad no es acción en absoluto, por mucho que resulte tangible y eficaz. Podríamos hablar entonces de algo que no es ni acción ni no-acción; el hecho de que el wuwei se llame igual que uno de los polos que niega no debería nublar el hecho de que en realidad está más allá de ambos. Para ilustrar este concepto, viene a cuento aquí una historia de la antigua China:

Un monje-guerrero se embarcó con varios otros pasajeros en un velero para realizar una travesía por mar. A medio camino, a gran distancia ya de tierra firme, la nave fue abordada y tomada al asalto por unos piratas, que reunieron a los pasajeros en cubierta para robarles su posesiones y luego echarlos por la borda a lo que evidentemente era una muerte cierta. Ante esa tesitura, el monje desenvainó sin pensárselo dos veces su espada, que mantenía oculta bajo su túnica, y rápidamente dio cuenta de los asaltantes. Comprensiblemente aliviados, los demás pasajeros se deshicieron en agradecimientos y elogios hacia él, pero también le mostraron su perplejidad y consternación: “¿Cómo es posible”, le preguntaron, “que un monje viole de forma tan flagrante el precepto de no causarle la muerte a ningún ser vivo? ¡Qué enorme karma habrá acumulado por salvarnos!” La respuesta del monje fue a todas luces sorprendente: “Aquí no hay nadie que haya matado; estos hombres iban a matarnos y ahora sencillamente son ellos los que están muertos”.

¿Le estaba echando morro al asunto, por decirlo vulgarmente, o más bien estaba describiendo una acción limpia y natural (en este caso, en defensa propia) realizada sin ninguna intervención de la mente cognitiva ni de la identidad? Por muy escandaloso que parezca, la deriva de la historia apunta en el sentido de que en este caso el monje entró en una verdadera acción sin agente.

Como en tantas anécdotas de los antiguos maestros, casi parece como si a estos antiguos taoístas y budistas les encantara contravenir las expectativas y las normas establecidas; no es que fuera su objetivo, claro, pero podía convertirse en un “daño colateral” relativamente frecuente si uno se orientaba a sondear y encarnar el sentido profundo de las enseñanzas más allá de tradiciones y convenciones heredadas que anteponen la letra al espíritu de la ley, llámese Dharma o Tao. De todas formas, esta actitud no implicaba una licencia para saltarse las reglas porque sí ni una coartada para cualquier transgresión que se pudiese imaginar; poca gente ha habido más escrupulosamente fiel a la esencia del camino que estos maestros libérrimos de la antigua China. Como afirma el mismo Laozi:

(El sabio) actúa sin acción, de modo que nada no está en su sitio (todo encaja).