viernes, 30 de octubre de 2009

¿Cuál es el papel del budismo?

Respondo aquí a uno de los comentarios enviados a la entrada "¿Café para todos?" porque plantea cuestiones de gran interés sobre el budismo:

Hola a todos. A mí sí me parecen interesantes algunas las cuestiones planteadas.

Si me permitís, yo lo que me pregunto es: ¿para ser budista es necesario el retiro, alejarse de la vida común para meditar? Si es así, no veo cómo puede ayudar más allá de uno mismo, pues para una verdadera revolución sería necesario llegar a todo el mundo, para que pudiéramos realmente transformar nuestro mundo.

De hecho, la experiencia nos dice que hay budistas y budismo desde hace muchísimos siglos y el mundo sigue igual (o peor).

Parece una pregunta jactanciosa, pero ¿en qué ayuda el budismo a la mejora de nuestro mundo?

¿Qué importancia tiene la iluminación personal si la gente sigue muriéndose de hambre?

¿La solución es hacernos todos monjes? ¿Cúal es el papel del budismo?


Son buenas preguntas. Te contesto sólo según mi opinión, basada en mi experiencia, que es de primera mano pero incompleta.

Para empezar, una corrección. Dices: “De hecho, la experiencia nos dice que hay budistas y budismo desde hace muchísimos siglos y el mundo sigue igual (o peor)”. Creo que podrías afirmar exactamente lo mismo sobre, por ejemplo, la medicina. No hay duda de que, en términos absolutos, en el mundo hay más enfermedades, mortandad y miseria hoy que nunca; pero… ¿es eso consecuencia directa de la medicina? En ambos casos, me parece un argumento falaz e insostenible.

No es imprescindible retirarse para ser budista; de hecho, la mayoría de los budistas del mundo son laicos, no monjes. Pero aquí, como en todo, la respuesta depende de qué entiendas por “ser budista”. El Buda histórico sí dejó atrás la vida mundana y así lo hicieron también la mayoría de los que abrazaron a fondo sus enseñanzas. Así que me imagino que no es 100% imposible completar el camino budista en un entorno mundano; sólo es muchísimo más difícil. De todas formas, también hay un lugar digno en el budismo para los que no quieren o no pueden recorrer el camino íntegramente. Hacerse monje no es la única opción; lo que cuenta es hacer las cosas bien y con sinceridad, tanto si eres monje como si eres laico.

La tarea del budismo, y ésta es una postura polémica, no es remediar las injusticias del mundo, provocadas por la codicia, la confusión y la aversión; es eliminar esas raíces malsanas, junto con la ignorancia (no cognitiva), primero en uno mismo y luego en aquellos que quieran seguir ese camino. Sé que en Occidente ha surgido un activismo budista orientado a la beneficencia –el llamado “budismo comprometido”– pero, a mi entender, el Dharma de Buda no se centra en los síntomas y manifestaciones del sufrimiento (dukkha), sino en sus causas. Eso, por supuesto, no impide que tú actúes personalmente para remediar las injusticias y sufrimiento que se crucen en tu camino, si ése es tu impulso noble; pero no es la batalla principal, que se libra contra lo que llamamos las identidades y la dualidad (ignorancia).

Por otra parte, es obvio que, si todas las personas abrazaran de verdad el Dharma y eliminaran de su mente los “tres venenos” de la codicia, la confusión y la aversión, el mundo se transformaría por sí solo, de dentro a fuera. En ese sentido, el budismo no es un camino personal, que uno haga sólo para sí mismo; es algo que uno hace en beneficio de todos los seres. No hay iluminación personal; lo que hay es un regreso a la armonía y equilibrio con todo lo natural.

Pero tampoco somos ingenuos sobre las perspectivas reales de que eso vaya a ocurrir a escala suficiente como para remediar los males del mundo. La senda budista (como práctica real, no como tradición religiosa) no es algo que se le pueda imponer a nadie y por tanto ha sido y sigue siendo cosa de pocos. Ahora mismo, para mí la cuestión no es si seremos capaces de cambiar el mundo, sino si podremos salvaguardar para las generaciones venideras el Dharma genuino –amenazado no sólo desde fuera por la indiferencia y hostilidad de un mundo enloquecido, sino desde dentro por personas que lo enseñan sin verdadera comprensión. Por eso, estar en el camino con sinceridad hoy supone, además de la práctica diaria digamos que “personal”, mantener viva la llama del Dharma natural para que el día de mañana esté disponible para los que quieran acercarse a él. Si esa llama –la presencia, la guía y el ejemplo de los que han despertado de verdad– se apaga, nos va a tocar volver a descubrir el fuego, exactamente igual que tuvo que hacer Siddhartha Gautama hace miles de años.

Espero que esto conteste tus preguntas.

domingo, 11 de octubre de 2009

Temporada de caza

Fin de semana largo en Can Catarí... Cielos despejados y azules, temperatura cálida para estas alturas del año, aunque las noches ya refrescan. Todo en la naturaleza está a lo suyo, siguiendo su curso como siempre hace... las mariposas aletean entre las últimas flores del verano, los olmos y acacias empiezan a mostrar colores amarillos, anaranjados y pardos en su follaje, las ardillas recolectan almendras y nuestros perros sestean apaciblemente al sol de octubre entre graznidos ocasionales de alguna rapaz...

Eso es, hasta que suenan los primeros rugidos de quads y motos que anuncian la llegada del gran depredador: el ser humano, que este fin de semana desdobla sus funciones habituales de excursionista estruendoso para hacer además de cazador. No hay nada como esta invasión rutinaria que me haga sentir más vivamente qué fuera de lugar está el hombre moderno en la naturaleza, qué violencia y agresión trae consigo, qué ignorancia y desprecio de los ritmos naturales –que, paradójicamente, son también los suyos, por olvidados que los tenga. Y entonces suenan los primeros disparos...

Nunca entendí la afición a matar por matar. Las razones comunes que suelen ofrecer los que cazan me suenan más bien a racionalizaciones descaradas (porque pocos reconocen abiertamente que les mueve el placer de quitarle la vida a otros seres):

- Que si es para comerse lo que cazan; pero ¿no sacrificamos ya suficientes animales en nuestra industria alimenticia? Si esa industria realmente crea productos animales tan insalubres como dicen, ¿no deberían hacerse vegetarianos, irse de la ciudad al campo y montar su propia granja, o cazar todos los días? ¿Son de verdad tan escrupulosos siempre con todos los productos que comen?

- Que si es para reducir las poblaciones de algunas especies que amenazan el equilibrio natural; pero qué curioso que ese noble y desinteresado gesto sólo ocurra esporádicamente y en los momentos más convenientes para la agenda del cazador (otra cosa sería que realmente se preocuparan tanto del hábitat como para renunciar a lo demás y se dedicaran regularmente a restaurar la armonía natural –y no sólo a perdigonazos– aunque fuese a costa de sacrificios personales y sociales).

- Que si lo hacen porque les encanta la naturaleza; bueno, a mí me encanta el Museo del Prado y no se me ocurre ir a visitarlo con una escopeta para descerrajarle dos tiros al primero que vea de mis cuadros favoritos... ¿O es que no se puede disfrutar de la naturaleza sin tratarla a balazos?

Lo mire por donde lo mire, al final lo que oigo en todo ello son justificaciones de quita y pon, para aducir u olvidar a conveniencia, pero con un fondo común que no se suele confesar: a fin de cuentas, matan porque les gusta matar (o no les horroriza lo suficiente).

Y ahí es donde es relevante el Dharma. Como es bien sabido, uno de los cinco preceptos básicos del budismo es abstenerse de quitar la vida a otros seres. No es un mandamiento en el sentido judeo-cristiano; es una recomendación que refleja una intimidad con la fuerza de la vida que anima a todos los seres. Y esa fuerza es una sola: la misma para el conejo entre las viñas que para el orondo y bigotudo homo sapiens que se ha equipado para darle muerte como si fuera a combatir a Afganistán.

Es verdad que todo ser vivo se alimenta de otros seres vivos, pero sólo por estricta necesidad. A ese efecto, la propia fuerza de la vida siente una repugnancia intrínseca ante el acto de matar; es algo sutil, pero muy real si te permites escucharla.

Además, aunque no sea una reacción mental, si lo piensas también es lógico que sea así para evitar matanzas indiscriminadas y arbitrarias entre animales, que podrían llegar a amenazar la supervivencia de las especies. Eso es el reverso de esa ley del mínimo esfuerzo que lleva a los depredadores a no perseguir a los ejemplares más robustos entre sus presas sino a los más débiles, con lo cual además de alimentarse hacen sin saberlo el trabajo de la selección natural y potencian la aptitud global del grupo depredado. En general, entre animales se mata lo mínimo imprescindible y lo menos boyante; así opera el sistema integral de la naturaleza. En muchas culturas humanas ancestrales, se entendía además que esta necesidad común de matar plantas y animales para sobrevivir establecía un lazo sagrado con las presas, que tienen el mismo impulso y derecho que nosotros a seguir viviendo, y se las sacrificaba con dignidad, respeto y agradecimiento por el regalo precioso que hacían.

¡Cuánto y qué lamentablemente nos hemos alejado de la unidad con nuestras raíces naturales!

viernes, 2 de octubre de 2009

Ramón y Cajal: la actitud correcta

Sigo dándole vueltas al curioso maridaje que resulta de combinar las enseñanzas de Buda con las ideas de Ramón y Cajal, al hilo de las Reglas y consejos sobre investigación científica de este último. Muchas veces hemos oído decir que el budismo es científico, como si eso lo convirtiera en más moderno, justificara su popularidad actual y lo colocara en condiciones de desbancar a otras vías que se tienen por competidoras. En apoyo de estas ideas se suelen citar pasajes como el famoso Sutra de los kalamas, que establece la experiencia propia, por encima de cualquier autoridad externa o secundaria, como juez supremo en el Dharma y señala que el criterio último de los méritos de cada camino deben ser sus consecuencias prácticas, aunque contrastadas también con la opinión de los que aceptamos como sabios:

¡Kalamas! Es propio para vosotros dudar y tener incertidumbre; la incertidumbre ha surgido en vosotros acerca de lo que es dudoso. ¡Kalamas! No os atengáis a lo que ha sido adquirido mediante lo que se escucha repetidamente; o a lo que es tradición; o a lo que es rumor; o a lo que está en escrituras; o a lo que es conjetura; o a lo que es axiomático; o a lo que es un razonamiento engañoso; o a lo que es un prejuicio con respecto a una noción en la que se ha reflexionado; o a lo que aparenta ser la habilidad de otros; o a lo que es la consideración: “Este monje es nuestro maestro”. ¡Kalamas! Cuando sepáis por vosotros mismos: “Estas cosas son malas; estas cosas son censurables; estas cosas son censuradas por los sabios; cuando se emprenden y se siguen, estas cosas conducen al daño y al infortunio”, abandonadlas. (…) Cuando sepáis por vosotros mismos: “Estas cosas son buenas, estas cosas no son censurables; estas cosas son alabadas por los sabios; cuando se emprenden y se siguen, estas cosas conducen al beneficio y la felicidad”, entrad y permaneced en ellas.

A pesar de las intenciones elogiosas con las que se suele trazar este paralelismo entre Dharma y ciencia, si somos rigurosos tenemos que admitir que no es del todo cierto. Es evidente que la enseñanza de Buda tiene un marcado sabor analítico, que sobresale especialmente cuando se compara con otras vías llamadas espirituales o religiosas. Hay sin duda amplio campo en su práctica para la observación, la formación de hipótesis que expliquen los datos observados, la experimentación (en forma de prácticas de meditación) y el análisis de las experiencias ocurridas durante la práctica; al menos, según los textos antiguos, podemos entender que ése fue el método que empleó Siddhartha Gautama en su camino al despertar. Pero, al ser una disciplina interna, cuyo laboratorio es la mente y cuerpo de cada uno, no se orienta a fenómenos “objetivos”; tampoco sus hallazgos son falsables o replicables por cualquier observador externo en condiciones similares, ni están sujetos al escrutinio de colegas de formación y cualificaciones parejas que los revisen para aprobarlos o refutarlos. Al ser sus experiencias internas, no admiten un juez desde fuera. El Dharma no es una antorcha que se pasa de mano en mano; es un fuego en el que se entra para prenderse con su llama viva. En el corazón de esa llama está la misma experiencia seminal que dio origen en su día a la enseñanza de Buda; ahí sí podremos comprobar la verdad o falacia del Dharma, si tenemos la confianza de entrar suficientemente a fondo en él, tal como han hecho varios maestros que han confirmado en sus vidas, “desde dentro”, el Dharma original.

Salvando las distancias, lo que defiende Ramón y Cajal con respecto al método que debe seguir el científico es sumamente pertinente al camino del Dharma –una actitud que, si sabemos leer entre líneas, pasando por alto el estilo algo ampuloso del insigne neurólogo y su afán por la gloria personal y patriótica, puede también aportar claves útiles sobre cómo colocarnos frente a nuestra experiencia en la vida diaria. Es, a fin de cuentas, una divisa que bien podrían abrazar en especial quienes echan a andar por la senda del Dharma de Buda; porque, aun reconociendo la distinción que hemos planteado entre el plano objetivo de la ciencia clásica y el subjetivo de la práctica espiritual, pocas actividades del espíritu humano pueden contribuir tanto a sanear y fortalecer nuestra práctica del Dharma como la investigación científica, con su búsqueda de verdades contrastables y universales por encima de los apegos egoístas y las limitaciones de entendimiento y experiencia de cada uno que inevitablemente salen a nuestro paso en la práctica espiritual como obstáculos a nuestro crecimiento y desarrollo como verdaderos seres humanos.

Imaginada la hipótesis, menester es someterla a la sanción de la experiencia, para lo cual escogeremos experimentos y observaciones precisas, completas y concluyentes. Imaginar buenos experimentos es uno de los atributos característicos del ingenio superior, el cual halla manera de resolver de una vez cuestiones que los sabios mediocres sólo logran esclarecer a fuerza de largos y fatigosos experimentos.

Si la hipótesis no se conforma con los hechos hay que rechazarla sin piedad, e imaginar otra explicación exenta de reproche. Impongámonos severa autocrítica, basada en la desconfianza de nosotros mismos. Durante el proceso de comprobación, pondremos la misma diligencia en buscar los hechos contrarios a nuestra hipótesis que los que puedan favorecerla. Evitaremos encariñamientos excesivos con las propias ideas, que deben hallar en nosotros no un abogado, sino un fiscal. El tumor, aunque propio, debe seer extirpado. Harto mejor es rectificar nosotros que sufrir la corrección de los demás. Por nuestra parte, no sentimos la menor mortificación al abandonar nuestras ideas, porque creemos que caer y levantarse sólo revela pujanza; mientras que caer y esperar una mano compasiva que nos levante, acusa debilidad.

Confesaremos, sin embargo, los propios dislates siempre que alguien nos lo demuestre, con lo cual obraremos como buenos; probando que sólo nos anima el amor a la verdad, granjearemos superior consideración y estima para nuestras opiniones.

El amor propio y la soberbia nos arrebatan el placer soberano de sentirnos escultores de nosotros mismos, la fruición incomparable de habernos corregido y superado, refinado y perfeccionado nuestra máquina cerebral, legado de la herencia. Si alguna vez es disculpable el engreimiento es cuando la voluntad nos automodela o recrea, actuando, por decirlo así, en función de demiurgo soberano.

Si nuestro orgullo opone algunos reparos, tengamos en cuenta que, mal que nos pese, todos nuestros artificios serán impotentes para retardar el triunfo de la verdad, que se consumará, por lo común, en vida nuestra, y será tanto más lamentable cuanto más enérgica haya sido la protesta del amor propio. No faltará, sin duda, algún espíritu displicente, y acaso malintencionado, que nos eche en cara nuestra inconsecuencia, despechado sin duda porque nuestra espontánea rectificación le privó de fácil victoria obtenida a costa nuestra, mas a éstos les contestaremos que el deber del hombre de ciencia no es petrificarse en el error, sino adaptarse continuamente al nuevo medio científico; que el vigor cerebral está en moverse, no en anquilosarse, y que en la vida intelectual del hombre, como en la de las especies zoológicas, lo malo no es la mudanza, sino la regresión y el atavismo. Variación supone vigor, plasticidad, juventud; fijeza es sinónimo de reposo, de pereza cerebral, de petrificación de pensamiento, en fin, de inercia mental, nuncio seguro de decrepitud y muerte. Con sinceridad simpática ha dicho un científico: “Varío porque estudio”. Todavía sería más noble y modesto declarar: “Cambio porque estudian los demás y tengo a gala renovarme”.