viernes, 4 de abril de 2008

Los Budas de pegote

Por casualidades de la vida, ayer mismo me topé, una tras otra, con dos muestras clamorosas de la vulgarización del budismo a manos de la publicidad.

De camino a ver a un amigo, pasé primero por delante de un restaurante-bar de copas que ha abierto recientemente con el anglófono nombre de “Buddha & Go!”, aprovechando como presumible caladero de clientes la nueva explanada que las obras del AVE han creado enfrente del local. No sé muy bien qué pinta el Buda ahí ni qué quiere decir esa extraña consigna, pero para que no haya duda de que no es un error los dueños han colocado en la terraza exterior un cartel con una cita del Dhammapada: “La victoria del que se ha conquistado a sí mismo ni siquiera los dioses la pueden convertir en derrota”. Bueno, pues gracias por intentar aclararlo, pero sigo sin ver la conexión; será una señal de los tiempos, pienso, que intenta seguir la estela de productos de éxito como el “Buddha Bar” parisino y otras imitaciones. Sin embargo, no deja de extrañarme el abuso de señuelos pretendidamente seductores para promocionar productos o negocios que van radicalmente en contra de lo que simbolizan sus nombres; en ese sentido, me choca tanto esta parafernalia comercial pseudo-budista como lo haría, pongamos por ejemplo, encontrarme con el matadero municipal “San Francisco de Asís”, la residencia de ancianos “Peter Pan” o el burdel “Virgen del Perpetuo Socorro”.

Luego llego a casa de mi amigo y, tras saludarnos, veo que me muestra con una sonrisa nada inocente uno de los catálogos de moda que le han dejado en el correo: “Colección XYZ primavera 2008: el glamour del Zen”. No doy crédito. Para empezar, nada más contrapuesto al glamour que el Zen de verdad, el de los antiguos maestros chinos, que tenían aproximadamente el mismo glamour que una piedra del campo cubierta de musgo. Pero es que, además, tanto el catálogo como la ropa que muestra son absolutamente ramplones, la típica promoción al por mayor de grandes superficies que tiene casi tan poco de glamour como de Zen. Es verdad que hay mucho cachondo mental suelto por ahí, capaz de las manipulaciones más inverosímiles y desvergonzadas, pero esto ya cae en lo cutre... Señores publicistas: hay que currárselo un poco más, hombre.

Es evidente que nada de esto tiene remedio y tampoco es cuestión de rasgarse las vestiduras clamando contra la corrupción del siglo; la gente seguirá poniéndose hasta las orejas de alcohol bajo la tutela de Budas publicitarios de pegote y buscando un falso encanto mediante el consumo distintivo de mercancías exóticas. Entonces, ¿qué se puede aprender de todo esto? Muy fácil: la vigencia de un truco ya muy viejo que sigue dominando las estrategias de colocación de productos apoyándose en el perro de Pavlov –el experimento que reveló cómo la mente funciona por asociación, de manera que la simple aparición de un estímulo, neutral primero y luego vinculado repetidamente a una experiencia agradable, era capaz de precipitar cambios fisiológicos en anticipación de la experiencia (en ese caso, secretar saliva).

Por burdo que parezca, desde hace tiempo se sabe que el ser humano es susceptible al mismo condicionamiento, y hay cientos de miles de personas empleadas en el sector de la publicidad con el fin de replicar en nosotros el mecanismo que se disparaba en el perro, implantando en nuestra mente asociaciones placenteras que nos lleven a realizar un gesto bien distinto, menos babeante pero más útil para engrasar la máquina de la sociedad de consumo: llevarnos la mano a la cartera y sacar los billetes con alegría. Como rezaba irónicamente la obra de una artista conceptual norteamericana, “Cuando oigo la palabra “cultura”, saco mi talonario”. Da igual que la asociación sea falaz; sólo hay que tener cuidado de que la ficción sea lo suficientemente sutil como para escapar a nuestro juicio crítico. En el caso del “glamour Zen”, vaya... creo que se han pasado; pero eso no es más que un fracaso entre una oleada de productos que nos cuelan a diario con tácticas similares. ¿Cuántos anuncios de coches, por ejemplo, los presentan con el reclamo de la libertad, avanzando solos por la carretera en simbiosis con un paisaje espectacular (“¿Te gusta conducir?”), en vez de tal cual los vamos a experimentar en la vida real: metidos en un tráfico espeso, rodeados de otros conductores impacientes, frustrados y de mal gas, que se niegan a ceder el paso o nos regalan los oídos con su melodioso cláxon? ¿Qué proporción de la vida del coche transcurre en una y otra circunstancia? En el fondo, esa “libertad” que promete el coche recuerda más bien a los trucos que usaban algunos médicos para distraerte cuando eras niño justo antes de pincharte con la jeringuilla; para cuando querías darte cuenta, ya te la habían clavado. Ambos son una forma de anestesia.

Una persona que estuvo en Haití hace años cuenta que, siendo como era un país pobrísimo, la gente comía sobre todo arroz, y poco más. En los restaurantes, los que se lo podían permitir tomaban el arroz con pescado; los pobres, arroz a palo seco. Pero había una tercera opción: por un poco más de dinero que el menú básico, primero se servía el arroz y luego un camarero pasaba por delante de la mesa con la bandeja del pescado y levantaba la tapa para que los comensales pudieran olerlo brevemente mientras daban cuenta de su humilde plato. Arroz blanco al aroma de pescado en tránsito; cruel, pero cierto.

Volviendo a lo nuestro, el budismo tan extendido como gancho comercial me causa esta misma impresión de ser un ambientador sugerente para excitar la fantasía mental y camuflar la realidad del rancho diario que exige la satisfacción de las tres identidades... a menudo, mientras quienes lo han puesto ahí te intentan ablandar y exprimir la cartera al abrigo de las cálidas brumas opiáceas de Oriente. Como siempre, cada uno es dueño y señor de hacer lo que prefiera, incluso si quiere dejar al Dharma reducido a un aroma pasajero que condimenta el arroz cotidiano lo suficiente para engañar al estómago. Lo que ya sería más lamentable sería que quienes sí quieren el menú completo, y están dispuestos a aplicarse en ello, se quedaran clavados en la sección de los que se contentan con perfumes evocadores, creyendo que no hay otra cosa o que hace falta pedir permiso a alguien para unirse al banquete en el está disponible toda la sustancia y el sabor del Dharma; porque, al contrario que las exiguas raciones de proteínas de esos merenderos antillanos, el Dharma no hay que racionarlo ni reservarlo para los pudientes. Como dijo el Buda,

Miles de velas se pueden encender a partir de una sola vela,
y aun así la vida de esa vela no se verá reducida.

La felicidad nunca disminuye al compartirla.

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