domingo, 30 de diciembre de 2007

Mantenerse en contacto con la raíz

Un intercambio entre maestro y discípulo a propósito de dos capítulos del Daodejing (Tao Te Ching):

Tener abundancia es estar perplejo.
Por tanto, el sabio abraza al Único
Y llega a ser el modelo del mundo.

Wangbi (un importante comentarista del Daodejing) menciona que el Tao es como un árbol... Cuanto más crece, más se encuentra en un estado de plenitud. Los nuevos brotes crecen arriba y arriba, y más alejados de las raíces... Siendo eso así, tienen menos contacto con la potencia de las raíces. Cuanto más crecimiento y elaboración de las cosas se da en esta vida, más distante está uno de la verdadera esencia de las raíces, de manera que hay una tendencia a estar perplejo. Ahora mira la línea anterior, y puedes ver que si tú, como el tronco del árbol, te encuentras más cerca de las raíces, no hay tanta abundancia pero entonces tienes más contacto con las raíces, que son las raíces de Tao. Por tanto, esto es un eco de la línea previa, que dice: Tener poco es poseer. Este contacto con el Tao permite que el sabio abrace la unidad de todo, y como consecuencia se convierte en un modelo para el mundo.

La naturaleza dice pocas palabras.
Por la misma razón, un torbellino no dura toda una mañana.
Tampoco un aguacero dura un día entero.

La naturaleza es la naturaleza del Tao... Y la naturaleza del Tao, como dice la lección anterior, es como las raíces de un árbol, de modo que el sabio está cerca de las raíces y no de las puntas de las ramas. Claramente, cuanto más cerca esté uno de las raíces, el Tao, más naturales serán todas sus intenciones y acciones. Por tanto, no hay necesidad de movimientos de la mente, pensamientos, ni tampoco palabras. Está claro que un sabio que se abstiene de usar palabras es una persona obediente a la espontaneidad de su naturaleza. Si intentas escuchar o tocar esta naturaleza no puedes escuchar nada, porque es inaudible; y no puedes tocar nada porque es intocable.

La imagen del árbol, con sus raíces, tronco, ramas, hojas y frutos, sugiere por lo menos dos cosas opuestas y paradójicas: que la salud del árbol se traduce en un crecimiento que aleja a sus productos finales (los frutos, que contienen las semillas mediante las cuales ese árbol puede reproducirse y así perpetuar la fuerza de la vida) de su origen (las raíces que se hunden en la misma tierra de donde brotó el árbol en su día), de donde obtienen nutrición. Es decir, el esplendor visible del árbol puede ocultar una cierta debilidad en su capacidad de sobrevivir como aparente individuo y, por extensión, como especie. Esta contraposición me recuerda un poco a las frutas y verduras del mercado, que a menudo son más sabrosas cuanto más pequeñas son y peor aspecto tienen.

Se me ocurren tres paralelos a esta imagen de Wangbi:

Para enlazar con la imagen del viento y la lluvia de este último capítulo 23, los huracanes se forman sobre el mar por evaporación de la humedad y ahí generan y acumulan su fuerza colosal; pero a medida que se alejan de sus fuentes marinas para adentrarse en tierra firme, van perdiendo fuerza porque ya no cuentan con un suministro de vapor de agua que alimente sus remolinos.

En otro sentido, este mismo patrón de crecimiento espectacular que lo aleja a uno de sus raíces y sustento se podría aplicar a gran parte del budismo moderno (y probablemente también al taoísmo), que ha pasado de ser un camino sobrio, centrado en lo esencial, al margen de consideraciones sociales, y muy exigente en cuanto a la capacidad y dedicación de los que lo seguían a convertirse en un fenómeno de moda atento a las leyes del mercado, que ofrece unas enseñanzas sin comprensión profunda en las que el dogma y el ritual han desplazado a la búsqueda analítica y reflexiva de la verdad, y en el que todos son bienvenidos con tal de que traigan el dinero para pagar sus iniciaciones. Por eso algunos apreciamos tanto la pureza del Dharma que enseña Shan-jiàn y por eso estaremos abocados (no sé si por suerte o por desgracia, pero creo que inevitablemente) a ser siempre una opción minoritaria.

Yendo más a lo esencial que nos trae aquí, creo que este mismo esquema también se puede aplicar al crecimiento y desarrollo del ser humano, de todo ser humano: es cierto que, como dice el chiste, llegamos al mundo desnudos, fríos y llorando –y luego las cosas empeoran; pero en ese momento tenemos el mayor grado de contacto con la Fuerza de la Vida en su toda pureza que tendremos hasta el Despertar, ya que sólo está obstaculizada por las identidades genéticas que hemos heredado de nuestros padres, sin ninguna aportación nuestra ni del entorno en el que hemos nacido y vamos a desarrollarnos. En ese sentido, el crecimiento del ser humano también lo va alejando paulatinamente de ese estado casi prístino que, paradójicamente, se asemeja al del bodhisattva; nos vamos cargando de aprendizajes sociales, conocimientos de todo tipo, experiencias manchadas, expectativas, responsabilidades, miedos, neuras... hasta que en algún momento decimos “Basta” y nos ponemos a buscar el camino que nos lleva de vuelta a las raíces, de vuelta a casa. Ojalá que todos lo encontremos, consigamos unificar la inocencia de nuestro origen bodhisáttvico con la sabiduría y compasión de la naturaleza humana madura, y podamos reunirnos algún día en nuestra gran casa común donde raíces y frutos van de la mano.

viernes, 28 de diciembre de 2007

No a la guerra... y No a la paz

Una de las cosas que saltan a la vista al reflexionar sobre los textos de Buda o Laozi es que ambos profesaban exponer una ley o camino de carácter universal –la misma, llámese Dharma o Tao– que gobierna la realidad que percibimos en toda su amplitud, por mucho que ambos se concentrasen casi exclusivamente en aquellos aspectos que atañen directamente a la vida humana. No hay en sus enseñanzas ninguna división entre la naturaleza y los humanos al estilo de la que ha ido cristalizando en Occidente durante siglos de cultura judeocristiana sedimentada sobre el legado grecolatino. Al contrario, para estos maestros somos una manifestación del Tao entre infinitas otras, y nuestra mayor virtud, a la vez que nuestro mayor interés, estriba en reorientarnos para vivir en armonía con sus principios.

Ahora bien, a la hora de enseñar cuáles eran esos principios, tanto Buda como sobre todo Laozi lo hicieron contraponiéndolos sin ambages a las leyes y costumbres vigentes entre sus contemporáneos, que rechazaban y a veces denunciaban abiertamente por juzgar que estaban fuera de quicio respecto del orden natural. Ni uno ni otro recomendó buscar algún tipo de acomodo entre ambos planos –llamémoslos el natural y el social– pues los consideraban poco compatibles cuando no abiertamente opuestos, y ambos (suponiendo que la leyenda de Laozi represente a un personaje histórico) optaron llegado el momento por una ruptura decidida con el orden establecido. Si Buda rechazó el sistema de castas hinduista, negando que alguien pueda ser noble por simple nacimiento en vez de mediante el mérito de sus acciones, Laozi expresó una visión más crítica aún de la sociedad china, dirigida sobre todo contra los formalismos tradicionales y huecos del sistema confuciano prevalente en sus tiempos:

Cuando decayó el gran Tao

Surgió la doctrina de la humanidad y la rectitud.

Cuando aparecieron el conocimiento y la sabiduría

Emergió la gran hipocresía.

Es cierto que, en parte, las actitudes de ambos tienen que ver con las vicisitudes particulares de su época y condición; pero, como en todo lo que se ha convertido en clásico, hay mucho también en ellas que es intemporal y de aplicación válida aun hoy en día.

Algunos considerarán que su postura es demasiado radical o argumentarán que aquellos eran otros tiempos, pero cuanto más lo pienso más claro me parece que Buda, Laozi, y tantos maestros del pasado cuyos nombres se usan hoy para dar lustre a las jerarquías del budismo y el taoísmo institucionales fueron auténticos objetores de conciencia avant la lettre, quizá entre los primeros de los que tenemos noticia en la historia. Cuidado: no es, desde luego, que analizaran intelectualmente las cosas y luego decidieran; “Ah, pues me voy a hacer objetor”, sino que sus trayectorias, adoptadas en respuesta al dictado de su propia naturaleza, les apartaron de las sendas transitadas por la mayoría, llevándoles a una vida en la periferia de la sociedad. Desde el punto de vista de los brahmines o mandarines bien-pensantes que ocupaban los puestos de privilegio de sus respectivas épocas y culturas, ambos eran claramente seres inconformistas y marginales.

Pero, más allá de su novedad, lo significativo y sorprendente de todo ello es que esta “objeción de conciencia” no se dirigía contra la guerra, sino contra el funcionamiento de la sociedad que tomamos por normal –contra eso que ahora llamamos “paz”. Por supuesto que estaban contra toda forma de violencia, opresión y destrucción gratuitas; pero no se quedaron en las meras apariencias. Sí, por extraño que suene, ambos objetaban contra la paz –en la medida en que veían en ella una falta de armonía y equilibrio con la ley natural del Tao o Dharma que equivalía a una guerra, no declarada e incruenta pero igualmente letal, contra la naturaleza pura que hay en cada ser humano y en todos los demás seres sintientes.

Por supuesto, esa elección no les llevó a Buda ni a Laozi a realizar llamamientos para practicar la resistencia violenta. Ambos rechazaron expresamente la violencia y, en el caso de Buda, cualquier acto gratuito que infligiera daño de mente o cuerpo a un ser vivo. Si las circunstancias los convirtieron en marginales, no fue elección propia; ellos simplemente siguieron la senda que creían correcta y aceptaron las consecuencias con ecuanimidad, probablemente la misma que habrían mantenido de haber tenido un éxito fulgurante. Lo que sí implicaban sus enseñanzas (y, a mi juicio, siguen implicando hoy) era una invitación para apartarse de las conductas socialmente aceptadas pero incorrectas a la luz del Dharma y aprender una manera más sana de vivir de acuerdo con los principios más nobles de la naturaleza humana, tal como los intentaban transmitir tras haber sondeado sus profundidades. Más que vociferar contra la oscuridad, el camino invitaba (e invita) a cada uno a encender su propia luz. Para ellos, la paz verdadera y sin nombre sólo podía venir de la mano de una transformación realizada desde dentro en cada uno.

Es muy evidente, hoy y siempre, que hay mucha más gente que prefiere hacer mil otras cosas antes que encender su propia luz. Pero hay un momento en que uno simplemente deja de mirar a los lados a ver qué están haciendo los demás y apuesta por seguir el camino que cree correcto. Es difícil negar que, en términos puramente estadísticos, es una opción minoritaria y, a escala mundial, casi con certeza una causa perdida; pero cuando te das cuenta de que es la causa más noble los cálculos dejan de tener importancia. Cada uno somos un segmento de la humanidad; a día de hoy aproximadamente una seis-mil-quinientos-millonésima parte. No es mucho, pero tampoco es poco. En esa exigua pero inmensa parcela de humanidad cada uno puede ser soberano y con plena responsabilidad de lo que ocurra en ella mientras vive y trabaja con el beneficio de la totalidad en mente. Ya pueden extenderse las sombras y el griterío por doquier; uno siempre puede encender su luz. En ese sentido, la elección de cada uno es universal; por lo que a él o ella respecta, la humanidad entera, comprendida en la porción que le compete, emprende unánimemente el mismo camino que elija. Está por tanto en manos de cada uno que algún día todos decidamos encender la luz.

lunes, 24 de diciembre de 2007

El rugido del Dharma

Hay una tradición en el Dharma de maestros fuertes, duros, y hasta brutales según los criterios del momento. Es la liga de maestros tántricos indios como Padmasambhava, Tilopa y Naropa, de los tibetanos Marpa y Milarepa, y de una larga lista de maestros Chan como Bodhidharma, Linji y Yunmen, que le imprimieron el poderoso sello de su temperamento a sus respectivas escuelas. Por desgracia, ese estilo les resulta muy atractivo a ciertos aspirantes a maestro y en ocasiones se ha convertido en un fin en sí mismo; pero cuando eso ocurre, es fácil que degenere y se fosilice en una estética severa, estirada y hueca si no se entiende cuál es su propósito ni se domina la flexibilidad con la que hay que aplicarlo. Imitar las formas externas de estos viejos tigres sin tener como base ese mismo carácter es como perseguir el fruto obviando la raíz: una impostura cuyo resultado no puede ser bueno –al menos, no para los estudiantes. Así que a cada uno le toca discernir quién ruge de verdad y quién sólo maúlla en voz alta; que no te den gato por tigre.

En una época como la nuestra, en que la enorme producción de cursos, libros y talleres infla y promociona los aspectos más amables y seductores de la espiritualidad, resulta cuando menos chocante encontrarse con el rugido de estos viejos maestros; pero, bien visto, tiene algo de refrescante también comprobar que a alguien, en algún momento, no le interesó lo más mínimo captar cuota de mercado budista. Las vías que ofrecían estos tigres eran claramente opciones minoritarias y su idea era “que me siga quien pueda”; pero con esta manera de separar el grano de la paja se aseguraban de que quienes se mantenían a su lado realmente lo hacían impulsados por algo más que la mera curiosidad.

Tampoco es que estos caminos exigentes sean intrínsecamente mejores que otras vías; son simplemente apropiados para ciertos temperamentos que no encajan en enfoques más amables o contemporizadores. La diferencia entre ambos está muy clara en las formas. Mira, por ejemplo, una de las recomendaciones procedentes del decálogo compuesto por un venerable y dulce lama tibetano ya fallecido, pero muy activo en Occidente durante el último cuarto del siglo pasado, diseñado para, en sus propias palabras, contribuir a la paz y a la felicidad del mundo”:

Practica la simpatía y adquiere el hábito del contento a través de todas las circunstancias. Decídete a realizar el leve esfuerzo de prescindir de los pequeños defectos. Lucha con todas tus fuerzas contra la depresión, contra la tristeza, contra el tedio, contra el mal humor. Combate los métodos dominantes de acritud y grosería e imponte la condición de ser siempre y con todo el mundo amable.

Y ahora compárala con el exabrupto de Yunmen, uno de los maestros legendarios de la edad de oro del Chan en China –y recuerda que era un maestro budista, no un fanático talibán empeñado en obliterar las tradiciones de los infieles:

Como comentario a la leyenda del nacimiento de Buda, Yunmen dijo: “Inmediatamente después de nacer, el Buda señaló con una mano al cielo y con la otra a la tierra, dio siete pasos en círculo, miró a los cuatro puntos cardinales, y afirmó, “Sobre la tierra y bajo el cielo, sólo yo soy el Honrado por el mundo”.”

Yunmen prosiguió, declarando que “¡Si yo hubiese estado ahí, lo habría matado de un golpe y lo habría echado como comida a los perros para traer paz a la tierra!”

¿Es una provocación gratuita? En absoluto. Es la expresión genuina del temperamento fuerte de un maestro que, a pesar de haberse liberado de sus impedimentos, mantenía el estilo seco de su carácter y era capaz de emplearlo eficazmente para la instrucción de sus estudiantes en este caso, para liberarlos de cualquier apego bobalicón a los mitos fundacionales a base de martillear sobre sus conciencias. No por nada es el mismo maestro que, cuando le preguntaron en una ocasión qué era el Buda, contestó: Mierda seca en un palo. Puede que lo encuentres insensible e hiriente; pero desde luego no le puedes acusar de andarse con medias tintas para seducir a la gente.

Ahora bien, con todo lo evidente que resulta, esta discrepancia formal no es la diferencia esencial entre ambas vías, sino que es una expresión externa de sus métodos respectivos: gradual y con muchos apoyos en un caso, directo y a palo seco en el otro. Cada una está diseñada para un tipo de mente distinta que requiere su propio acercamiento al Dharma; lo único que importa es que funcionen. Esa es la belleza del budismo, bien entendido más allá de las formas: que ambos enfoques, el dulce y el descarnado, tienen cabida y son igualmente válidos si se usan apropiadamente. A algunos el primer estilo les parecerá sublime y el segundo atroz; otros en cambio encuentran el primero empalagoso pero celebran la brutal franqueza del segundo. Tras leerlos, probablemente a ti también te resuene más uno que el otro, pero ambos son expresión de un mismo Dharma; la clave está en encontrar el estilo que le resulta natural a cada estudiante (para su naturaleza profunda, no para sus fantasías o apetencias). Por eso, y no por un interés folclórico, existe la gran panoplia de caminos aparentemente distintos dentro del Dharma. El “café para todos” no vale en el budismo; el criterio correcto es a cada cual, según sus necesidades.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Una visita inesperada

A veces un acontecimiento fortuito encierra enseñanzas más fecundas, si se saben ver, que cientos de volúmenes escritos por las plumas más ilustradas.

Juéshān: No te vas a creer lo que me acaba de ocurrir. Recién llegado de un largo paseo, me pareció que la silla que tenemos bajo el olivo me invitaba a una sesión de contemplación al aire libre.

Me senté y estaba empezando a disfrutar del placer de simplemente sentir, la mera experiencia de los canales abiertos y disponibles sin contenido alguno, cuando oí unas pisadas ligeras detrás de mí y a la derecha, que se acercaban a mí y luego se detenían.

Abro los ojos y ¿qué veo?

A nuestro amigo el zorro, plantado como a metro y medio de distancia y mirándome.

Así que le devolví la mirada.

No llevaba las gafas puestas, y no me las quería poner para no asustarlo, así que lo miré a través de la neblina de mi miopía.

Nos miramos el uno al otro unos segundos, y el tiempo se detuvo.

Todo tenía un aire tan natural que casi parecía como si fuera un viejo amigo que de repente aparece para hacer una visita y comprobar que todo marcha bien. O quizá se estuviera preguntando si yo sería un buen almuerzo.

Entonces echó a andar hacia nuestra huerta de escarolas, y me pareció que ya podía mover el brazo y ponerme las gafas.

En ese momento el zorro vio algo en el camino que baja a la derecha, y salió corriendo elegantemente hacia la masía vieja, arrastrando con gracia su oronda cola tras de sí hasta que lo perdí de vista.

¡Brindo por muchos años de vida y salud para ti, hermano zorro!

Shānjiàn: Mira a toda la naturaleza con los mismos ojos... Es la misma alegría y asombro... sólo que hay otros seres naturales que no salen corriendo.

Los vemos tan a menudo que olvidamos tratar a cada momento como si fuera el primero, y ése es nuestro problema. Ahora ve y contempla una brizna de hierba, un árbol, las nubes, con ojos primerizos... Ahí es donde está el Dharma, y el Tao.