viernes, 26 de septiembre de 2014

¡Viva la vida!




Si a alguien le interesa la biología y las mil formas y maneras que tiene la Fuerza de la Vida de perpetuarse en nuestro planeta, aquí tiene un enlace para ver unos documentales excepcionales que se están emitiendo los jueves en La 2 de Televisión Española:
A veces parecen imágenes y relatos de ciencia-ficción, pero no, son tan reales como la vida misma que coexiste con nosotros por tierra, mar y aire mientras nosotros, por lo general, andamos enfrascados en nuestras cosas sin prestar atención o siquiera interesarnos por estas maravillas. Asomarse a este gran teatro de la vida en la Tierra, aunque sea por televisión, es verdaderamente increíble y hay que agradecérselo al equipo que ha creado estas joyas. 
Personalmente, más allá de los innumerables detalles sorprendentes, a veces alucinantes, sobre el comportamiento de especies concretas, encuentro lecciones del Dharma natural, sumamente budistas por tanto, en estos documentales.

Primero, que no hace falta una conciencia de sí mismo, ni mucho menos una identidad, para manejarse con inteligencia en el medio natural.

Desde pequeños nos han acostumbrado a pensar que los animales y las plantas solo tienen “instinto”, como si eso fuese algo inferior y mecánico que explica todas sus actividades. Sin embargo, estos programas muestran la asombrosa variedad de recursos que los seres vivos son capaces de desarrollar para superar retos y adaptarse a un medio siempre cambiante, incierto y peligroso. Lejos de ser algo mecánico y fijo, hay algo en ese instinto que reconoce las características del medio ambiente e inventa nuevas soluciones ante nuevos desafíos para aumentar las probabilidades de supervivencia: la consecuencia es la biodiversidad.

¿Qué fuerza late detrás de ese instinto de adaptación continua? No se puede negar que hay inteligencia ahí, aparte de una enorme y gozosa creatividad, libre de trabas mentales. Aunque la duración de una vida humana sea demasiado breve para observarlo directamente, el instinto lleva bailando un paso a dos con las cambiantes condiciones del planeta desde hace millones de años. El resultado, entre otros muchos, somos nosotros, los humanos.

Por otra parte, también se ve en estos documentales cómo la naturaleza es tan generosa con la vida como generosa es con la muerte, que dispensa con igual liberalidad. ¿Puede haber refutación más inapelable de la importancia del individuo (y la identidad), que tanto hemos encumbrado en nuestras sociedades “avanzadas”, en el esquema general de las cosas?  

En la vida natural, cualquier aparente ejemplar es sacrificable como individuo, pero a la vez es necesario, irremplazable y casi diría que sagrado (en sentido no religioso) precisamente por lo que tiene de ser vivo, nacido de esa Fuerza y destinado de una manera u otra a realimentar esa Fuerza. Curiosamente, lo que nos hace “únicos” y nos da valor es precisamente lo que tenemos en común, no lo que nos diferencia. Y nosotros nos pasamos la vida tratando de distiguirnos de los demás, buscando en la exaltación del “yo” la plenitud que somos pero que dejamos atrás por un plato de lentejas... 

Intuyo algo grandioso en ese ciclo de vida y muerte que no sé expresar, pero lo que está claro es que las ideas convencionales sobre la vida y la muerte no valen. Hay algo más allá, y no es nada lúgubre ni resignado. Es natural y lo llevamos dentro como parte de nuestra herencia, que es la sabiduría de nuestro Buda interior. Solo hace falta tocarla y despertarla y entonces entenderemos.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Arquímedes y la originación dependiente




Hace siglos, un sabio dijo: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Se refería al mundo físico, pero, sin darnos cuenta, todos aplicamos su principio en la vida diaria, sobre todo en nuestras relaciones con los demás: siempre estamos cortando la aparente realidad en partes separadas fácilmente manejables y luego buscando un punto sólido para basar en él nuestros deseos, quejas y reclamaciones –en otras palabras, para mover el mundo a nuestro antojo.

Pero lo cierto es que la realidad es continua, no discreta –no lo es “ahí fuera”, como ya sabemos gracias a la ciencia del siglo pasado, y mucho menos en la maraña de las relaciones humanas. No hay puntos de apoyo unívocos; todo es una red inconcebiblemente vasta y compleja de ciclos de causa y efecto entrelazados, que se perpetúa sin inicio ni final a la vista. Y aunque manejarse así puede resultar práctico a corto plazo, no responde a cómo son las cosas en el fondo. Buscamos una tierra firme que no existe; naturalmente, cualquier pretensión que edifiquemos sobre arenas movedizas está condenada al desequilibrio, con todas sus consecuencias –normalmente, el inicio de nuevos círculos malsanos de causa y efecto.

Mira cualquier conflicto entre personas y verás cómo cada uno busca un punto absoluto en el que fijar su reclamación de manera incontestable –lo mismo si son hostilidades atávicas como la de israelíes y palestinos que si es una simple discusión de pareja. ¿Quién tiró la primera piedra? La culpa siempre es del otro, que fue quien ofendió primero; pero, para cualquier agravio que alegue una parte, la otra es capaz de remontarse más atrás para sentirse injustamente agraviada en una etapa anterior, y así se van encadenando las reclamaciones. Es una carrera de argumentos sin fin.

Fiel a esa manera de parcelar la experiencia en busca de referencias sólidas, la misma religión judeocristiana nos ofrece la ilusión de que todo tuvo un principio: una Creación del universo (a manos de un Dios personal, como nosotros); un inicio del mal (el Jardín del Edén); un primer crimen (Caín y Abel), etc.; y también hay un final, claro, en forma de Juicio universal. Es la misma visión limitada, que crea tantos problemas como resuelve, o más.

En el Dharma hablamos de la originación dependiente, que explica el ciclo incesante por el que se perpetúa el sufrimiento con nuestra colaboración inconsciente. Como buen ciclo, no tiene principio ni fin. Según cómo se explique, puede parecer algo abstracto y académico, sin vínculo posible con nuestra experiencia, pero el genio de Buda lo convierte en algo práctico y sumamente relevante a nuestra vida diaria:

“Me insultaron; me hicieron daño; me derrotaron; me engañaron”. El odio nunca cesará en quienes albergan esos pensamientos. “Me insultaron; me hicieron daño; me derrotaron; me engañaron”. El odio cesará en quienes no albergan esos pensamientos. Porque el odio nunca se conquista mediante el odio; el odio se conquista mediante el amor. Esta es una ley eterna. Muchos no se dan cuenta de que todos hemos de acabar nuestros días aquí; pero los que sí se dan cuenta terminan sus disputas al instante.

Estas enseñanzas se encuentran al principio del Dhammapada, que tradicionalmente se ha considerado un texto para principiantes, y sin embargo contienen la esencia de la originación dependiente, que en teoría es una enseñanza avanzada. 

Como dijo el propio Buda, “igual que en el gran océano solo hay un sabor –el sabor de la sal– así en esta doctrina y disciplina solo hay un sabor –el sabor de la liberación”. Igual que en un holograma, la totalidad del Dharma está contenida en cada una de sus partes, si sabemos verla.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Mahakaruna, la gran compasión



De Avalokiteshvara se dice que es “el señor que contempla los sonidos del mundo” –los sonidos del sufrimiento y la falsa felicidad, que se suceden en un ciclo sin fin aparente.

Después de mi viaje a Nepal y Bután, donde vi innumerables banderas de oración flameando al viento y molinos de oración que giraban impulsados por los arroyos de las montañas, llevo unos meses practicando el mantra de la gran compasión (mahakaruna), apoyándome en las instrucciones del maestro Shanjian Dashi.

La compasión de Avalokiteshvara o Chenresig es lo que unifica nuestra mente y cuerpo, separados por la ignorancia primordial. Pero eso que unifica no es mente, ni cuerpo, ni algo separado: es la energía sutil, que es unidad y movimiento. Por eso la unificación se evoca con algo que se mueve y fluye: el viento, la corriente del agua, la voz humana.

Como las banderas que flamean y las ruedas que giran, al entonar el mantra pongo en movimiento la energía de la compasión. Pero, a diferencia de las banderas y molinos, lo que se pone en marcha es algo vivo, la propia energía vital, que se convierte en energía de compasión. Así, la compasión irradia como un sol, llega mejor a otros y hasta puede resultar contagiosa.

Cuando lo hago, uno mi aparente energía a los sonidos del mundo, una y otra vez como las banderas y las ruedas de oración, en beneficio de todo lo que existe, mientras el planeta sigue girando sobre sí mismo, dando vueltas en el inmenso silencio del universo en un viaje sin destino conocido.