martes, 26 de febrero de 2008

¿Qué es un bodhisattva? II

En contraste con las citas anteriores –todo lo hermosas y edificantes que se quiera, pero que sólo nos llevan al umbral de la vivencia directa– el antropólogo y mitólogo norteamericano Joseph Campbell ofrece una ilustración mucho más cruda y subyugante de esta fuerza dormida cuando relata la experiencia de alguien que, sin tener ni idea del budismo ni de las teorías de Darwin (al menos que sepamos), tuvo un encontronazo formidable con la vida y la muerte que lo colocó frente a frente con ese impulso básico e innegociable que, según el Dharma, está latente en todo ser humano precisamente en virtud de su humanidad:

Hay un ensayo magnífico de Schopenhauer en el que se pregunta cómo es posible que un ser humano participe hasta tal punto del peligro o del dolor de otro que sin pensarlo, espontáneamente, sacrifique su vida por la del otro. ¿Cómo es posible que lo que solemos tomar como la primera ley de la naturaleza y de la propia conservación se disuelva de repente?

En Hawaii, hace cuatro o cinco años, ocurrió un hecho extraordinario que ilustra este problema. Hay un lugar llamado el Pali, donde los vientos del norte entran a gran velocidad a través de un enorme cañón de montañas. A la gente le gusta subirse ahí para que el viento les acaricie el pelo o a veces para suicidarse –ya sabes, es algo como saltar desde el puente del Golden Gate de San Francisco.

Un día, dos policías subían en coche por la carretera del Pali cuando vieron, al otro lado de la barrera quitamiedos, a un chico que estaba a punto de saltar. Detuvieron el coche y el agente que no conducía salió corriendo para sujetar al chico, pero lo agarró justo cuando saltaba, y él mismo ya se estaba deslizando hacia el abismo cuando el segundo policía llegó justo a tiempo y los rescató a los dos.

¿Te das cuenta de lo que le había ocurrido a ese policía que se había entregado a la muerte con ese joven desconocido? Todas las demás cosas de su vida se habían esfumado –su deber hacia su familia, su deber hacia su trabajo, su deber hacia su propia vida– todos los deseos y esperanzas de su vida entera habían desaparecido. Estaba a punto de morir.

Tiempo después, un periodista le preguntó: “¿Por qué no lo soltó? Estuvo a punto de matarse con él”. Y la respuesta fue: “No podía soltarlo. Si hubiese soltado a ese joven, no podría haber vivido ni un día más de mi vida”. ¿Cómo es posible?

La respuesta de Schopenhauer es que una crisis psicológica de esta magnitud representa la irrupción en la conciencia de una evidencia metafísica, que es que tú y el otro sois uno, que sois dos aspectos de la vida única, y que vuestra separación aparente no es más que un efecto del modo en que experimentamos las formas bajo las condiciones del espacio y el tiempo. Nuestra verdadera realidad yace en nuestra identidad y unidad con toda la vida. Esta es una verdad metafísica que puede captarse de manera espontánea en circunstancias de crisis. Porque es, según Schopenhauer, la verdad de tu vida.

Quizá la clave de esta experiencia sea la unidad con toda la vida –una unidad tan evidente que anula todo cálculo sobre las consecuencias de la acción; es en ese sentido como el Dharma habla de experiencias más allá de la mente. Tras un encuentro de esa magnitud, probablemente nada volviera a ser como antes para ese policía y es posible incluso que su vida, tal como la tenía organizada hasta entonces, sufriera un completo revolcón; pero en medio de su confusión, sin llegar a entender quizá del todo lo que había ocurrido, ese agente tendría una noción más verdadera de la fuerza de la vida –y, desde luego, más de primera mano– que cualquiera que haya llegado a conclusiones parecidas por vías puramente analíticas. Esa unidad con toda la vida fue también una de las experiencias del Buda, a partir de las cuales formuló un método para propiciar en otros la misma vivencia directa sin necesidad de crisis dramáticas que actuaran como catalizadores.

Ahora bien, volviendo al asunto que nos concierne, si es posible sintonizar con esa fuerza y actuar según su criterio siendo un simple funcionario público, ¿quién puede garantizar sin asomo de duda que esa experiencia les está vedada a quienes siguen el camino Theravada, sólo porque en esa escuela no se contempla expresamente el ideal del bodhisattva? Uno de los pilares de las enseñanzas Theravada es lo que llaman anatta –la inexistencia del “yo”, entendido como una sustancia real y duradera en el espacio y tiempo. ¿Cómo es posible, habrá que preguntarse, que alguien que ha interiorizado ese anatta trabaje sólo por su propia liberación? Si no hay “yo”, no hay nadie que se libere. Como se ve, en cuanto se examina un poco este reproche habitual en otros grupos budistas, se cae por su propio peso. Curiosamente, es uno de los textos tardíos de la propia escuela Mahayana, el Sutra del diamante, el que, sin ser original de Buda, deja bien claro que la recusación literalista del camino Theravada carece de cualquier fundamento:

Entonces, el venerable Subhuti dijo al Buda: «Honrado por Todo el Mundo, permíteme que te pregunte una vez más: Si las hijas e hijos de buena familia quisieran dar nacimiento a la más alta y lograda mente despierta, ¿en qué se deberían apoyar y cómo deberían dominar su pensamiento?».

El Buda respondió: «Subhuti, un buen hijo o hija que quiera dar nacimiento a la más alta y cumplida mente despierta debe mantener el siguiente pensamiento: “Debo conducir a todos los seres a la orilla del despertar, sin embargo, cuando estos seres hayan sido liberados, no pensaré que un solo ser ha sido liberado en verdad”. ¿Por qué es así? Subhuti, si un bodhisattva sigue atrapado en la idea de un yo, de un ser humano, de un ser vivo o de un periodo vital, no es un auténtico bodhisattva».

(...)«Si un bodhisattva piensa que tiene que liberar a todos los seres vivos, aún no es un bodhisattva. ¿Por qué? Subhuti, no hay nadie con existencia independiente llamado bodhisattva. Por tanto, el Buda ha dicho que todos los fenómenos son sin yo,
sin ser humano, sin ser vivo y sin periodo vital. Subhuti, si un bodhisattva piensa: “Tengo que crear una tierra búdica bella y serena”, esa persona todavía no es un bodhisattva. ¿Por qué? Lo que el Tathagata llama tierra búdica bella y serena no es en realidad una tierra búdica bella y serena; por eso se le llama tierra búdica bella y serena. Subhuti, si un bodhisattva comprende profundamente que todas las cosas carecen de yo, el Tathagata dice que ese es un bodhisattva auténtico».

Lo mires por donde lo mires, ése es el mensaje fundamental del Dharma de Buda: Olvida las etiquetas y la mente que las produce. Hay algo de lo que no se puede decir nada, algo que no es algo ni no-algo, ni unidad de la vida ni no-unidad de la vida; ni siquiera se puede decir que “hay”. Si quieres, ven y te mostraré cómo vivir eso.

¿Qué es un bodhisattva? I

El Dharma está lleno de lecciones que demuestran cómo no podemos quedarnos en las etiquetas ni en la mera superficie de las cosas. Un ejemplo que viene a cuento aquí es la noción del bodhisattva. Explicado a menudo como el principal rasgo que distingue a la escuela del llamado “gran vehículo” o Mahayana de sus antecesoras (llamadas colectivamente, y con cierto matiz peyorativo, el “pequeño vehículo” o Hinayana, entre las que hoy sólo sobrevive la rama denominada Theravada), se supone que el bodhisattva es la persona que –al contrario que el ideal del arahat del Theravada, que supuestamente trabaja sólo por su propia liberación– dedica todo su esfuerzo a los demás y toma el voto de no pasar a la orilla del nirvana, aunque esté a tiro, mientras no haya ayudado a cruzar el río a todos los seres del universo antes que él. Muy bonito, ¿verdad?; incluso reconfortantemente cristiano, diríamos, por su aparente glorificación del sacrificio; pero ¿qué hay de verdad en todo ello? ¿Es el bodhisattva una especie de San Cristobalón, noble pero individual y separado, que opera a escala universal?

Para aclarar este extremo, volvamos un momento al final de la oración budista que cerraba la entrada anterior:

Igual que una madre protege con su vida
a su hijo, su único hijo, de todo daño,
así deja que crezca en ti
un amor sin límite por todas las criaturas.

¿De qué está hablando el Buda aquí? Pues, en el fondo, de nada más y nada menos que del espíritu del bodhisattva en su esencia más pura: la superación de las restricciones del aparente interés genético y el enlace con una motivación más profunda y altruista, alejada de los mecanismos que gobiernan nuestro funcionamiento diario pero más humana en el fondo: cuidar de toda la vida, por el mero hecho de estar viva. El bodhisattva es por tanto alguien que promueve y asiste al desarrollo correcto de la vida, con todo su caos y conflicto natural, sin hacer distingos en función de su interés personal.

A estas alturas ya no debería suponer ninguna sorpresa comprobar que el propio Darwin también apuntó en una dirección similar en las reflexiones morales y paliativas que ocuparon gran parte de su tiempo después del bombazo que supuso la publicación de su trabajo sobre el origen de las especies:

A medida que el ser humano avanza en su civilización, y las pequeñas tribus se unen para formar comunidades mayores, la razón más elemental le diría a cada individuo que debe extender sus instintos y simpatías sociales a todos los miembros de la misma nación, aunque no los conozca en persona. Una vez se ha llegado a este punto, no queda más que una barrera superficial como impedimento para que sus simpatías se extiendan a los hombres y mujeres de todas las naciones y razas.

Personalmente, reconozco que me hace gracia la tibieza de esta formulación tan sumamente lógica y razonable aplicada a un dilema moral de proporciones colosales –algo tan británico en su circunspección que a duras penas me resisto a caricaturizar a míster Darwin paseando con su mujer del brazo, cruzándose con un mendigo harapiento, muerto de hambre y frío, levantándose el bombín para saludar y diciendo con urbanidad exquisita “Le extiendo mis simpatías”, para después seguir su camino sin inmutarse y con una vaga satisfacción para sus adentros (aunque, en honor a la verdad, hay que reconocer que sympathy en inglés tiene un mayor contenido de empatía y afecto que su equivalente español). Sin embargo, es evidente que en este párrafo Darwin evoca un espíritu similar al que inspiró la oración del Buda, aunque sea desde otro ángulo: el naturalista aduce la autoridad de una razón casi evidente por sí misma que dicta lo que parece sensato y apela al sentido del deber que recomienda el curso de acción a todas luces más civilizado.

Ahí, pienso, están contenidas y retratadas la grandeza y miseria de la mente lógica: su potencial de desbrozar el camino a la verdad mediante la observación y el análisis inteligente, lastrado fatalmente por su incapacidad de impulsar el salto que nos ha de proyectar a esa verdad como vivencia. La proposición de Darwin no es, desde luego, un fogoso alegato que despierte entusiasmo ni encienda pasiones; sólo pone de relieve una vez más cómo, a grandes rasgos, su trayectoria intelectual lo llevó por una ruta puramente cognitiva a conclusiones morales en la misma línea que había establecido el Buda. Y tampoco es que sea el único; varios científicos y pensadores de categoría han llegado por otras vías a una comprensión similar del dilema y el reto que supone la condición humana. He aquí, por ejemplo, una formulación de la misma idea salida de la pluma de Einstein, incluida en una entrada anterior, y que, como corresponde a una visión matemática de la realidad, le atribuye a la ilusión del espacio-tiempo lo que Darwin concebía en términos de genética:

El ser humano es parte del todo que llamamos el universo, una parte limitada en el tiempo y el espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y emociones, como si fueran algo separado del resto –una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una cárcel para nosotros, que nos reduce a nuestros deseos personales y al afecto sólo para las pocas personas que nos son cercanas. Nuestra tarea debe ser la de liberarnos a nosotros mismos de esta cárcel ampliando la esfera de nuestra compasión hasta abrazar a todos los seres vivos y a la naturaleza entera en toda su belleza.

Así pues, parece que hay cierto consenso, al menos entre algunas de las mentes consideradas más avanzadas a través de los siglos, en cuanto a cuál es la gran cuestión que tiene planteada el ser humano. Otra cosa distinta, pero muy urgente, es determinar si la conveniencia vislumbrada mediante el cálculo racional, el humanitarismo común que se horroriza ante el sufrimiento del prójimo o incluso la curiosidad lúcida y llena de asombro ante ciertos fenómenos de la naturaleza constituyen un combustible suficientemente potente para efectuar esa transformación en el seno de cada aparente individuo, titánica por lo escurridiza, que el Dharma defiende como la vía suprema para convertirse en un ser auténticamente humano.

lunes, 18 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva VI: al final de la escapada















¿Qué huellas puedes seguir para alcanzarlo,
al Buda, el despertado,
libre de todo condicionamiento?
¿Cómo puedes describirlo en lenguaje humano
–al Buda, el despertado,
libre de la maraña de las ansias
y de la contaminación de las pasiones,
libre de todo condicionamiento?
En Blade Runner, la pesadilla futurista estrenada en 1982 y convertida hoy en película de culto, un grupo de replicantes (androides creados mediante ingeniería genética para hacerles el trabajo sucio a los humanos) regresa a la Tierra con una misión desesperada: encontrar al ingeniero que los diseñó y conseguir que modifique su programación para así poder vivir más allá de los cuatro míseros años que marcan inexorablemente el límite de su existencia. Aunque sazonada con los elementos de violencia, romance y efectos especiales habituales en los productos de Hollywood, la película gira subrepticiamente en torno a cuestiones de gran trascendencia: la vida y la muerte, la libertad y el destino; en suma, qué significa ser humano –algo sobre lo que el último superviviente del comando rebelde (Rutger Hauer, en la foto) le da una lección inesperada a un atribulado, maltrecho e indefenso Harrison Ford en la solitaria azotea barrida por la lluvia donde se dilucida el órdago replicante.
Traigo a colación este mito moderno del celuloide porque casi parece como si Robert Wright lo tuviera en mente cuando concibió su interpretación del efecto que tuvo sobre Darwin su encontronazo con la supervivencia de los más aptos como motor de la evolución. Para cualquiera que la haya visto en acción y haya meditado un poco sobre ello, es bastante evidente que la Naturaleza es lo menos sentimental que hay; pero esa sensación se debió multiplicar hasta el horror para Darwin –que era, no lo olvidemos, un hombre de hondas preocupaciones morales que vivía en plena época victoriana– tras comprobar cómo la selección natural pura y dura, a la par que ciega, era el mecanismo que mejor explicaba el desarrollo de las especies. Y es que esa teoría, cada vez más respaldada por los datos, venía a entronizar como criterio supremo de la vida la lucha descarnada por la supervivencia: un proceso interminable y sin sentido aparente, alimentado por la muerte constante, en magnitudes pavorosas y reiterada hasta la saciedad, de los organismos más débiles a lo largo y ancho de toda la escala biológica, cuyo sacrificio parecía no tener ninguna justificación más allá de perpetuar el juego por el que la Naturaleza, atrapada en un ciclo imparable, se devora a sí misma para luego renacer.
No es de extrañar que el propio Darwin, consternado igual que varios de sus contemporáneos ante el terremoto que esa nueva visión suponía para los fundamentos morales de la sociedad de su época, sintiera escrúpulos no disimulados ante el nuevo panorama ideológico y dedicara parte de sus esfuerzos posteriores a intentar desactivar sus implicaciones más dramáticas (en ese sentido, Darwin fue quizá el menos “darwinista”, en la acepción común del término, de todos los que siguieron sus teorías). Por todo ello, igual que el androide Roy Batty plantado cara a cara con el ingeniero que lo diseñó, Wright retrata a Darwin enfrentado virtualmente a su propio creador en uno de los momentos culminantes de su ambicioso proyecto –sólo que en el caso del naturalista ese creador no es alguien, sino un proceso impersonal e implacable que es el responsable de haber generado a todos los seres vivos del planeta:
Es sorprendente que un proceso creativo dedicado al egoísmo haya sido capaz de producir organismos que, una vez han discernido por fin a su creador, reflexionan sobre este valor central y lo rechazan. Lo que resulta aún más sorprendente es que todo esto ocurrió en tiempo de récord; el primer organismo entre todos que vio a su creador hizo exactamente eso. Los sentimientos morales de Darwin, diseñados en último término para servir al egoísmo, renunciaron a este criterio de diseño en cuanto se hizo explícito.
Cabe pensar que los valores de Darwin sacaron, irónicamente, cierta fuerza de su análisis de la selección natural. Piénsalo: billones y billones de organismos pululando de aquí para allá, cada uno de ellos bajo el embrujo hipnótico de una única verdad, todas estas verdades idénticas entre sí, y todas mutuamente incompatibles en buena lógica: “Mi material genético es el material más importante de la Tierra; su supervivencia justifica tu frustración, dolor, e incluso muerte”. Y tú eres uno de esos organismos, y vives tu vida bajo el dominio de un absurdo que atenta contra toda lógica. Es suficiente como para hacer que te sientas un poco alienado –si es que no abiertamente rebelde.
La rebelión de Darwin, tal como la interpreta Wright, consistió básicamente en intentar rescatar del naufragio valores de larga tradición moral y religiosa como el altruismo, la solidaridad y la empatía hacia los semejantes, rotos en pedazos por el tsunami del egoísmo biológico recién revelado. Una pena que Wright no hubiera leído o tenido en consideración el Dhammapada al escribir estas páginas, porque así podría haber emitido un juicio más matizado sobre esa rebelión. Quizá este alegato parezca una audacia injustificable por el aparente anacronismo que lo sustenta, pero si nos remitimos a este texto budista, y más aún a la luz de las escenas anteriores, ¿cómo pasar por alto que el Buda describió su propia trayectoria en términos sorprendentemente similares?:
He pasado por muchas rondas de nacimiento y muerte,
buscando en vano al constructor de este cuerpo.
¡Pesaroso en verdad es nacer y morir una y otra vez!
Pero ahora te he visto, constructor,
ya no construirás más esta casa.
Sus vigas se han partido, su bóveda ha quedado hecha añicos:
la contumacia del ego se ha extinguido; se ha alcanzado el nirvana.
Aquí llegamos, por fin, al corazón del camino budista; una vez instalados en este mirador, en vez de enzarzarnos en absurdas disputas sobre quién vio primero a su creador, si Darwin o Buda, lo más pertinente es aprovechar los nuevos ángulos que abren estos paralelismos para entender bien lo que está en juego en el camino del Dharma y calibrar plenamente su significado. Gracias a este largo recorrido, ahora podemos explicar la vía que desbrozó Buda de manera aséptica y asimilable para muchos que se sienten alienados por cualquier lenguaje con resabios religiosos. Pongámoslo así, entonces: la gran aportación de Siddhartha Gautama fue triple: primero, descubrir al “creador” de su condición humana como aparente individuo separado de todo lo demás (en términos budistas, el proceso de la originación dependiente, la cadena de doce eslabones responsable de generar esa identidad que es una gran farsante a la vez que el mayor impedimento para experimentar nuestra propia naturaleza); luego, enfrentarse a él, probablemente empleando, entre otros métodos, una técnica de meditación de cosecha propia llamada vipassana; y, por último, descubrir cómo acabar con esa “creación” mediante la práctica integral que llamó el óctuple sendero. Una vez cumplió con todo eso, despertó a la realidad, tal como es aquí y ahora, y se convirtió en “Buda” –el despertado.
La comparación con Darwin coloca en perspectiva la trascendencia de este descubrimiento, algo que la literatura budista suele describir, cuando no se preocupa demasiado por hacerse entender, como el camino que libera al ser humano del sufrimiento y lo lleva al nirvana. La gran ventaja que aporta la psicología evolutiva a este respecto es que revela por un lado la magnitud del enredo de pulsiones divergentes en el que está atrapado el ser humano –esa llave mitad asfixiante y mitad sedante de las tres raíces malsanas y su nefasto compañero, el sufrimiento o dukkha– a la vez que elimina la propensión a convertir la liberación del nirvana en una especie de gran orgasmo cósmico mediante el cual uno accede, aún en vida, a un paraíso budista de fantasía: una hipótesis que conviene desmitificar. La virtud principal de alguien que ha cruzado el río y ha despertado es que está libre de todo condicionamiento, es decir, que ha limpiado su mente de comandos obsoletos y desquiciados respecto del orden natural que los budistas llaman Dharma y los taoístas, Tao. Después de eso es posible que aún haya secuelas en forma de hábitos inofensivos por disolver pero, básicamente, como su propio nombre indica, la liberación es más algo que se desprende que algo que se gana. Lo que queda entonces es un sistema natural que está libre para desenvolverse en su entorno de acuerdo con las necesidades reales del momento, nada más; pero es que, en comparación, el estado anterior recuerda más bien a una marioneta sometida a los tirones y espasmos provocados por algo que podríamos describir como unas cápsulas psicológica y socialmente radioactivas de restos evolutivos malversados en nuestra evolución como especie.
Como conclusión, dejemos que sea el Buda quien conteste, con su habitual sobriedad, a la pregunta que él mismo planteaba al inicio de esta entrada, “¿Cómo puedes describirlo en lenguaje humano –al Buda, el despertado?”
El que se conquista a sí mismo es más grande
que el que vence a mil veces mil hombres en el campo de batalla.
Triunfa sobre ti mismo y no sobre los demás.
Cuando consigas la victoria sobre ti mismo,
ni siquiera los dioses lo podrán convertir en derrota.
Me he conquistado a mí mismo y vivo en la pureza.

Termina aquí esta serie de artículos sobre Dharma y psicología evolutiva, escrita con el sincero deseo de beneficiar a todos los seres.
Que todos los seres estén llenos de gozo y paz.
Que todos los seres en todas partes,
los fuertes y los débiles,
los grandes y los pequeños,
los cortos y los largos,
los sutiles y los bastos:
que todos los seres en todas partes,
vistos y no vistos,
los que viven lejos o cerca,
los que existen o esperan su nacimiento:
que todos se llenen de gozo duradero.
Que ninguno engañe a otro,
que ninguno desprecie a otro,
que ninguno, por enfado o rencor,
le desee ningún mal a otro en absoluto.
Igual que una madre protege con su vida
a su hijo, su único hijo, de todo daño,
así deja que crezca en ti
un amor sin límite por todas las criaturas.

domingo, 17 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva V: la vía de la liberación

En cierta sección de The Moral Animal, una vez completo el resumen de las principales premisas y hallazgos de la psicología evolutiva, Robert Wright cambia momentáneamente de rumbo para hacer un repaso somero de las enseñanzas de varias tradiciones espirituales, a modo de preludio para enmarcar su propia solución al dilema humano. Es en esas páginas donde, tras mencionar algunas ideas compartidas por varias corrientes religiosas, le dedica unos párrafos abiertamente elogiosos al budismo y califica con aparente aprobación el proyecto del Buda de “desafío fundamental a la naturaleza humana”. ¿Es que de repente se ha hecho budista…? No, nada de eso; de hecho, este abrazo fraternal esconde un dardo envenenado. Como budistas, no podemos aceptar este juicio en sus propios términos, por muy heroicos que suenen, sin tomar nota de su contenido polémico con el Dharma, so pena de pasar por alto un desacuerdo absolutamente esencial; porque, si bien la frase pone de relieve la enorme trascendencia de la aportación del Buda al que retrata como una especie de Prometeo enfrentado al orden superior por amor a sus semejantes, lo hace dando por sentada una noción de la naturaleza humana muy alejada de la que el Buda mismo alegaba haber descubierto por su propia experiencia, más allá de cualquier palabra o cálculo. ¿Qué o cuál es la naturaleza humana? Esa es la cuestión; ahí es donde está la discrepancia y donde se percibe la distancia insalvable que media entre dos enfoques cuyos criterios de verdad son, hoy por hoy, radicalmente distintos.

El problema principal de dicha frase es que, paradójicamente en contra de lo que supone Robert Wright, el desafío más importante del Dharma de Buda (en retrospectiva, claro está) no se dirige contra la naturaleza humana en sí, sino más bien contra la visión de esa naturaleza que propone la psicología evolutiva, tal como él la explica. Es innegable que hay mucho de reto en la vía budista si queremos ver bajo ese prisma sus constantes invitaciones a zafarnos de la tiranía de nuestros hábitos, nuestras ansias y nuestros miedos, pues no es empresa fácil; pero nada de ello se puede comparar en importancia con el desafío del Dharma a la programación que los avatares de nuestra evolución han ido sedimentando en nuestra mente, precisamente porque, al contrario que la psicología evolutiva, niega que sean parte intrínseca de la naturaleza humana y los ve como una adherencia accidental e indeseable. Antes que a la naturaleza humana, ese Dharma supone un desafío a nuestra autocomplacencia, un reto a cualquier idea de que no se puede ir más allá del condicionamiento heredado, porque se basa en la experiencia de alguien que lo consiguió –y con que un solo ser humano lo haya conseguido ya sabemos que entra dentro de las posibilidades de la especie. En consecuencia con estos principios, el Dharma se declara disponible para todos los que lo quieran probar por sí mismos, como lo han hecho tantas personas en el pasado, pues por encima de cualquier ciencia cognitiva le otorga un valor supremo a la propia experiencia –una experiencia sin la cual nada en el budismo tiene sentido. Ese, y no otro, es el gran desafío del Dharma que explica el tono insobornable de numerosas expresiones del Buda:

Mejor vivir en libertad y sabiduría un día que llevar una vida condicionada de cautividad durante cien años

de la misma manera que la ausencia de componendas y de medias tintas a la hora de animarnos a que nos desembaracemos de las cadenas que nos mantienen atados a patrones de conducta repetitivos y dañinos. Ese por lo menos es el punto de partida, un programa de máximos que está al alcance de cualquiera que tenga la convicción y firmeza para intentarlo:

Tala el bosque entero de las ansias egoístas, no sólo un árbol.
Tala el bosque entero y estarás de camino a la liberación.

Aquí, en la obediencia irreflexiva a las ansias de placer, es donde el Dharma concentra su artillería durante las primeras etapas del camino de la liberación, como ya hemos visto. Pero es importante darse cuenta de que, al contrario que en los sistemas religiosos y sociales, la receta budista no funciona a base de mandamientos, dictados por la mente y cumplidos con la mente, sino que sólo aconseja refrenar los impulsos de las identidades, con suavidad pero también con calma, determinación, constancia y paciencia –igual que uno refrenaría un caballo desbocado con firmeza pero sin dar tirones bruscos, para evitar derribarlo y rodar por tierra con él. No son órdenes perentorias procedentes de alguna autoridad superior, sino consejos que se transmiten a quien quiera ponerlos a prueba, basados en la experiencia de miles de personas que han recorrido esta senda y han descubierto que la simple represión no funciona.

Para el Buda hay por tanto un grave problema pero, al contrario que para la psicología evolutiva, también hay una solución total y definitiva a ese problema en vez de un simple acomodo negociado entre individuos y grupos con intereses divergentes. A la luz de estas precisiones cobra más sentido ahora volver a leer un pasaje del Dhammapada, citado sólo en parte en una entrada anterior, para comprobar cuál es la otra cara de esta moneda budista del freno a los placeres:

Como una araña atrapada en su propia red
es la persona espoleada por ardientes ansias.
Rompe la red y escapa de ella,
y aléjate del mundo de los placeres sensuales y el sufrimiento.
Si quieres alcanzar la otra orilla de la existencia,
deja lo que está delante, detrás, y en medio.
Libera tu mente, y ve más allá del nacimiento y la muerte.

Así es el Dhammapada: bajo la apariencia de un inocente manual para principiantes, se oculta un manifiesto subversivo lleno de urgentes llamadas a destronar a los tres reyes farsantes (las identidades) que han usurpado las funciones de la mente y, con ello, la dirección de nuestras vidas. La imagen de cruzar un río para llegar al otro lado es muy frecuente en las enseñanzas budistas, cuyo criterio pragmático queda claro en la parábola de la balsa: en el fondo, el Dharma de Buda no es más que un medio para realizar ese trayecto, después de lo cual, como método de usar y tirar que es, uno se puede olvidar del budismo y de toda su parafernalia, a menos que quiera servir de maestro a otros. Pero para ello, antes debe haber completado el trayecto que separa esta orilla, la del Samsara (la experiencia del mundo con identidades y sufrimiento), de la de más allá, donde la naturaleza humana puede por fin desplegarse libre de las trabas del condicionamiento heredado.

Si anhelas saber lo que es difícil de saber y te puedes resistir a las tentaciones del mundo, cruzarás el río de la vida.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá de lo que te gusta y lo que no te gusta y tus cadenas se te caerán.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá del mundo fragmentario, y conoce el fundamento inmortal de la vida.

Nada de esto es un llamamiento romántico a entregarse a nobles causas perdidas ni a enfangarse en batallas sin esperanza; aunque difícil, es algo que entra dentro de lo posible para el ser humano:

[El santo] ha completado su viaje; ha ido más allá del sufrimiento.
Las cadenas de la vida se le han caído y vive en plena libertad.

Una vez más, la voz que resuena en estas combativas proclamas está a años-luz de distancia de la imagen mortecina y anestesiada del Dharma que algunos difunden en su ignorancia. Nadie dice que el viaje sea fácil y quizá ningún otro método muestre una comprensión más profunda y pormenorizada de sus dificultades. En virtud de esa lucidez, Robert Wright reconoce una dosis importante de razón e incluso de sabiduría en los consejos de quienes, como Buda, recelan de los seductores encantos del placer:

En todos estos asaltos a los sentidos hay una gran sabiduría –no sólo en cuanto al carácter adictivo de los placeres sino en cuanto a lo efímeros que son. La esencia de la adicción, a fin de cuentas, es que el placer tiende a disiparse y dejar la mente agitada y con hambre de más. La idea de que sólo un euro más, un escarceo más, un escalón más en la jerarquía nos dejarán satisfechos refleja un malentendido acerca de la naturaleza humana; estamos diseñados para sentir que la próxima gran meta nos traerá la dicha consumada, y esa dicha está diseñada para evaporarse al poco tiempo de que lleguemos a ella. La selección natural tiene un sentido del humor malicioso; nos anima por el camino con una serie de promesas y luego dice una y otra vez que “Era broma”. Como afirma la Biblia, “toda la labor del hombre es para su boca, y sin embargo su apetito no se sacia”. Sorprendentemente, nos pasamos la vida entera sin llegar a captarlo del todo.

El consejo de los sabios –que nos neguemos a participar en este juego– es nada menos que una incitación a amotinarnos, a rebelarnos contra nuestro creador. Los placeres sensuales son la fusta que la selección natural emplea para controlarnos, para mantenernos bajo el embrujo de su perverso sistema de valores. Cultivar una cierta indiferencia hacia ellos es una ruta plausible hacia la liberación. Si bien pocos de nosotros podemos afirmar que hayamos recorrido grandes distancias en esta ruta, la proliferación de este consejo en las escrituras sagradas sugiere que se ha seguido hasta cierta distancia y con cierto éxito.

Al releer estos párrafos, a veces me pregunto si no suponen la convalidación del Dharma más explícita que jamás haya leído por parte de alguien que no es budista. Eso es así a pesar de que el libro en su conjunto implica que esta vía, aun teniendo cierto valor, resulta incierta en definitiva y por ende poco práctica a gran escala. El silencio de Robert Wright a la hora de recomendar semejante curso de acción es elocuente; pero eso, curiosamente, no le resta un ápice de claridad a la luz que arroja que, casi sin querer, sobre el proyecto budista. Pocas interpretaciones, ni siquiera de maestros reconocidos, tienen para mí la virtud de poner de manifiesto tan gráficamente cuál es la verdadera apuesta del Dharma: todo un aliciente para que, si queremos que estas percepciones tan nítidas alumbren además y den calor, las acompañemos de enseñanzas profundas, prácticas oportunas y una atención sostenida en el día a día para ayudar a que broten la compasión y sabiduría que son, para el Dharma, la expresión más verdadera de la naturaleza humana.

sábado, 16 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva IV: el sutra Anusota

Ahora, una pequeña pausa en la exposición que estamos desarrollando a base de comparar y contrastar el Dhammapada con el libro de Robert Wright. A continuación incluimos como material de apoyo unas palabras del Buda, procedentes de un texto distinto (el Sutra Anusota, Anguttara Nikaya IV.5), por la claridad añadida que aportan a sus enseñanzas sobre el placer, la fuerza del hábito y la vía para liberarse del condicionamiento, tal como las hemos visto hasta ahora.

En el mundo hay cuatro tipos de individuos. ¿Qué cuatro? El individuo que sigue la corriente, el individuo que va contra corriente, el individuo que se mantiene firme y el que ha cruzado, ha ido más allá y pisa terreno firme: un brahmán.

Y ¿quién es el individuo que sigue la corriente? Es el caso del individuo que se entrega a las pasiones sensuales y comete actos malvados. A ese se le llama un individuo que sigue la corriente.

Y ¿quién es el individuo que va contra corriente? Es el caso del individuo que no se entrega a las pasiones sensuales y no comete actos malvados. Aunque sea con dolor, aunque sea con pena, aunque esté llorando, con la cara bañada en lágrimas, él vive la vida santa que es perfecta y pura. A ese se le llama un individuo que va contra corriente.

Y ¿quién es el individuo que se mantiene firme? Es el caso del individuo que, tras la extinción completa del primer grupo de cinco cadenas, está listo para renacer en la pureza, para verse liberado del todo ahí y no regresar nunca de ese mundo. A ese se le llama un individuo que se mantiene firme.

Y ¿quién es el individuo que ha cruzado, ha ido más allá, y pisa en terreno firme: el brahmán? Es el caso del individuo que, mediante el final de los fermentos mentales, entra y permanece en la liberación sin fermentos de la conciencia y del discernimiento, una vez que los ha conocido y manifestado para sí mismo aquí y ahora. A ese se le llama un individuo que ha cruzado, ha ido más allá, y pisa en terreno firme: el brahmán.

Estos son los cuatro tipos de individuos que existen en el mundo.

Los que no se contienen
en las pasiones sensuales
ni carecen de pasión
y se entregan a la sensualidad:
estos vuelven al nacimiento y envejecimiento
una y otra vez –
atrapados por el ansia,
siguen la corriente.

Así el discípulo sabio,
con su atención bien desarrollada,
sin recrearse en la sensualidad y el mal,
aunque sea con dolor,
abandona la sensualidad.
A ese se le llama
uno que marcha contra corriente.

Quienquiera que,
tras abandonar las cinco impurezas,
culmina su entrenamiento
y no ha de retroceder,
diestro en conciencia,
con sus facultades en armonía:
a ese se le llama
uno que se mantiene firme.

Aquel en el que, gracias al saber,
las cualidades elevadas y bajas
se han destruido,
han llegado a su fin,
no existen:
a ese se le llama
maestro de conocimiento,
uno que ha cumplido la vida santa,
que ha ido al final del mundo, que ha ido
más allá.

viernes, 15 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva III: el caballo de Troya

En un famoso episodio de la leyenda de Troya, recogido en la Eneida de Virgilio, el sacerdote Laoconte intenta en vano convencer a sus conciudadanos –locos de alegría y alivio al ver que los sitiadores griegos por fin han deshecho el campamento, levado anclas y zarpado, a todas luces de vuelta a su país– para que no introduzcan en la ciudad el insólito armatoste de madera que sus enemigos han dejado misteriosamente tras de sí:

equo ne credite, Teucri.
quidquid id est, timeo Danaos et dona ferentes.

es decir,

No os fiéis del caballo, troyanos.
Sea lo que sea, temo a los griegos incluso cuando traen regalos.

Es una imagen sumamente pertinente para ilustrar, desde el punto de vista evolutivo, el origen del desasosiego del individuo moderno, convertido en el campo de batalla donde chocan con intensidad variable ciertos impulsos primarios heredados por vía genética con la necesidad de ajustarse a una realidad material y social muy diferente de la que dio origen a esas pulsiones.

En efecto, nuestros cuerpos y, sobre todo, nuestras mentes cognitivas están en el siglo XXI, en una sociedad en la que ya prácticamente nadie caza, recolecta o cultiva por sí mismo lo que come, en la que se ha eliminado casi por completo la amenaza de cualquier depredador (aparte de otros seres humanos), donde se ha impuesto la monogamia como solución de compromiso a las demandas asimétricas y divergentes de cada sexo, donde se ha evaporado cualquier vestigio de pertenencia a la tribu más allá de los límites de la familia inmediata y muchos vivimos en grandes núcleos de población, rodeados de completos extraños con los que no guardamos ninguna relación de parentesco, entre otros cambios. No obstante, el “software” del que disponemos para manejarnos en este panorama lo diseñó un programador ciego (o por lo menos incapaz de prever el futuro) llamado Selección Natural a base de un sistema de prueba y error mantenido durante cientos de miles de años sobre la base de una población cavernícola y/o selvícola enfrentada a diario con esas circunstancias. En pocas palabras, la diferencia de velocidades en la transformación de su entorno y de su mente le ha dejado al ser humano con el pie cambiado en un nivel muy fundamental; una parte importante de nuestra programación se ha quedado obsoleta. Y, lo que es peor, los impulsos primitivos de nuestros genes siguen igual de activos que siempre, operando como una quinta columna infiltrada dentro de la ciudadela razonable y socializada del “yo” que con tanto esfuerzo hemos edificado, y conspirando sin descanso en aras de su único propósito: pasar como sea a la siguiente generación, caiga quien caiga. El resultado, según Robert Wright, no es demasiado edificante:

Los humanos no son máquinas calculadoras; son animales, guiados hasta cierto punto por la razón consciente pero también por varias otras fuerzas. Y la felicidad a largo plazo, por muy atractiva que la encuentren, no es en realidad lo que se les ha diseñado para que maximicen. Por otra parte, los humanos han sido diseñados por una máquina calculadora, un proceso altamente racional y frío en su desapego. Y esa máquina sí que los diseña para maximizar una sola moneda –la proliferación genética total, la aptitud inclusiva. (...) Vivimos en ciudades y barrios residenciales y vemos la tele y bebemos cerveza, al tiempo que nos vemos constantemente empujados y arrastrados por sentimientos diseñados para propagar nuestros genes en una pequeña población de cazadores-recolectores. No es ninguna sorpresa que la gente a menudo no parezca estar persiguiendo ningún objetivo en particular –la felicidad, la aptitud inclusiva, lo que sea– con demasiado éxito.

Quizá suene frío y mecanicista, pero así son las cosas desde la perspectiva de una disciplina que no reconoce más creador que un proceso biológico impersonal, habla del “egoísmo” de los genes y contrapone su proyecto de supervivencia y transmisión a toda costa a los designios más socialmente aceptables que los individuos suelen tener para alcanzar lo que consideran su felicidad: un choque inevitable en el que por norma es la felicidad individual la que sale perdiendo (de ahí que Robert Wright dedique gran parte de su estudio a proponer mecanismos para conjugar los intereses aparentemente discrepantes de ambos “sujetos”).

¿Hasta qué punto comparte el Dharma esta visión? A mi juicio, bastante en el fondo y no tanto en los detalles. Sin entrar en elucubraciones sobre los orígenes de esta aparente divergencia de intereses y de impulsos, el esquema del caballo de Troya está muy presente en los textos budistas; sólo que ahí son las identidades (las “tres raíces malsanas” de la confusión, la codicia y la aversión) las que han implantado en la mente subconsciente los comandos que están en conflicto con el orden natural y correcto de las cosas. Para el Dharma, tal como explicó Buda en la famosa parábola de la flecha, no hace falta saber cómo, ni cuándo, por qué ni a manos de quién hemos llegado a esta situación; basta con saber que hay, en el seno de todo ser humano que no haya liberado su propia naturaleza pura, una tendencia a satisfacer ciertos impulsos básicos que producen placer a corto plazo pero en realidad no generan más que sufrimiento –algo que se percibe cuando se los examina más de cerca. Sólo a partir de esa comprensión se puede empezar a procurar la restauración del sistema natural puro.

A pesar de secundar en parte el diagnóstico de la psicología evolutiva sobre la condición humana, el Dharma se aleja mucho de ella en el ataque que propone para el problema y es ahí precisamente donde se percibe con mayor nitidez la distancia que separa a ambos. En vez de un programa racional para armonizar en el mayor grado posible el placer del mayor número de individuos, tal como propugna el utilitarismo que abraza Robert Wright (siguiendo al propio Darwin, entre otros), la vía de Buda pasa por emprender el mismo camino individual de purificación de la mente que él recorrió hasta verlo refrendado por una experiencia directa más allá de la mente. Y ese camino arranca con un antídoto simple y eficaz, aunque nada fácil, contra el problema: la toma de conciencia, lograda mediante la aplicación deliberada de atención a diversas fases del funcionamiento de la mente que por lo general nos están ocultas. Esa es la gran arma de Buda, el disolvente universal para las cadenas de la programación obsoleta que nos mantienen alejados de nuestra propia naturaleza: la conciencia lúcida que resulta de la atención y la energía rectas.

Los insensatos, en su ignorancia, se hunden en la negligencia;
pero el sabio guarda la vigilancia como su tesoro supremo.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva II: la tentación y los mecanismos de la adicción

¿Acaso es exagerada la precaución del Buda ante el hedonismo? En su descargo, Robert Wright viene a justificar en términos puramente científicos el lenguaje que acabamos de ver en el Dhammapada, por muy retrógrado que suene, cuando explica de esta manera un dilema inherente en la condición humana:

El concepto del “mal”, aunque menos primitivo filosóficamente que, por ejemplo, el de los “demonios”, no encaja fácilmente en una cosmovisión científica moderna. Aun así, parece que la gente lo encuentra útil y la razón es que es una metáfora apropiada. Es cierto que existe una fuerza dedicada a atraernos hacia placeres varios que actúan (o actuaron en su día) en pro de nuestro interés genético pero que no nos traen felicidad a largo plazo y que pueden traerle gran sufrimiento a otros. A esa fuerza la podríamos denominar el espectro de la selección natural. Más en concreto, podríamos decir que son nuestros genes (algunos de nuestros genes, por lo menos). Si funciona mejor usar la palabra “mal”, no hay ninguna razón para no hacerlo.

¿Qué luz arrojan estas reflexiones sobre la actitud del Buda ante el placer? Suficiente para desvelar algunas premisas implícitas en su análisis de los mecanismos inconscientes que operan en el proceso –algo que no detalló en sus enseñanzas, quizá porque lo consideró superfluo para una audiencia como la suya, educada en una cultura que había contemplado largamente estas cuestiones.

Más allá de la experiencia del placer en sí, el gran peligro que denuncia el Buda una y otra vez en el Dhammapada es la distracción negligente, debido a las consecuencias casi automáticas que comporta: los bucles fijos de estímulo-respuesta que repetimos en nuestra mente, dando origen a patrones de conducta compulsivos que nos suelen pasan inadvertidos.

Todos los seres humanos están sujetos al apego y la sed de placer. En su ansia de obtenerlo, se ven atrapados en el ciclo del nacimiento y la muerte [el ciclo de renacimiento constante en la mente de las “tres raíces malsanas” o identidades]. Impulsados por esta sed, corren de aquí para allá asustados como liebres acosadas, sufriendo más y más.

¿Cómo es eso posible? Porque a menudo hay que elegir entre dos alternativas, una de ellas con premio visible e inmediato, y la otra sin recompensa aparente; y es la seducción de ese premio, en forma de placer, la que nos inclina a menudo por el camino más fácil hasta que se convierte en un hábito. Tal es el análisis subyacente en las advertencias de Buda, en ocasiones tan comprimidas que parecen perogrulladas a menos que se haga un esfuerzo por descomprimirlas con criterio:

Las malas acciones, que le hacen daño a uno, son fáciles de hacer; las buenas acciones no son tan fáciles.

¿Cuál es el cuadro que pinta esta psicología budista? A riesgo de meternos de nuevo en terrenos cenagosos, estamos apuntando al concepto de tentación. Pero tampoco hay que tomarla en sentido religioso; “tentación” simplemente quiere decir que la experiencia humana a menudo asume la forma de una encrucijada, con una opción que promete gratificación instantánea pero resulta estéril o incluso dañina a largo plazo, y otra que es difícil y no ofrece ninguna recompensa evidente pero es correcta y sutilmente nutritiva para uno mismo y los demás. Más allá de cualquier matiz trascendental, ya estemos en un camino espiritual o no, estas situaciones conforman el tejido básico de gran parte de la experiencia humana en todas las culturas y épocas.

La dinámica psicológica en la que estamos inmersos, por tanto, es la del adicto y el gran peligro contra el que advierte Buda es vivir en la inopia y con el piloto automático conectado, porque ese piloto tiene ideas propias muy claras que rara vez promueven nuestro bienestar a la larga –y además cuenta con todo un arsenal de golosinas para irnos engatusando de camino a la perdición y luego mantenernos anestesiados en nuestro extravío. Ese piloto, que en realidad no es más que un proceso impersonal, es lo que el Dharma personifica en la figura llamada Mara; y el dominio de Mara en nuestras vidas tiene consecuencias nefastas:

Los impulsos compulsivos de los inconscientes crecen como las zarzas. Van saltando como un mono de una vida a otra, buscando fruta en la jungla. Cuando estos impulsos nos gobiernan, el sufrimiento se extiende como las malas hierbas.

Al contrario de lo que se sostiene a menudo, el problema para el Dharma no es el tanto el deseo en sí sino el ansia, por el elemento de compulsión que contiene; hay en ella algo externo que doblega y somete al ansioso a sus designios; no tolera bien que se le lleve la contraria y tampoco aguanta que se la cuestione o difiera. Más que algo constructivo, el ansia es una inercia malsana que nos arrastra hacia aquellos comportamientos que hemos reforzado mediante la práctica asidua, convirtiéndolos en surcos que se van haciendo cada vez más profundos, con lo cual es cada vez más difícil salir de ellos. Ya queramos llamarla “Mara” como los budistas o “el espectro de la selección natural” como los darwinistas, es un ejemplo típico del círculo vicioso en el que cada mal paso incrementa las probabilidades de que el siguiente paso también sea incorrecto:

El hombre agitado por pensamientos [sensuales], cuyas pasiones son fuertes, y que sigue viendo las cosas como placenteras en sí, incrementa su ansia cada vez más y hace más riguroso su cautiverio.

Como una araña atrapada en su propia red es la persona espoleada por ardientes ansias.

Así es que esto es lo que advierte el Buda, en resumidas cuentas y dicho en lenguaje actual: cuidado con la programación subconsciente que te impulsa a buscar el placer, porque en el fondo no defiende tus intereses sino otros que son ajenos a ti, perjudiciales para tu bienestar, y además inválidos en el esquema general de las cosas.

¿Resulta más aceptable dicho así? En realidad, la ventaja del enfoque evolutivo es que hace innecesario recurrir a giros moralizantes; basta con explicar la tentación como un conjunto de instrucciones reforzadas en la mente humana mediante la repetición (es decir, condicionadas) a lo largo de muchísimos milenios, pero ajustadas a unas circunstancias enormemente diferentes de las que tenemos hoy en día. Esa es, en gran medida, la tragedia del ser humano moderno: que las condiciones materiales y sociales en las que vivimos han dejado obsoleta nuestra programación genética pero que, a pesar de todo, ese programa sigue vigente. He ahí una fuente de fricción y sufrimiento inagotable para hombres y mujeres, ancianos y niños, ricos y pobres; en una palabra, para todo humano, por el mero hecho de serlo.

lunes, 11 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva I

A veces los comentarios más sugerentes a la enseñanza del Buda no salen de la boca o la pluma de budistas reconocidos, sino de fuentes indirectas que no guardan relación alguna con el budismo institucional. Tal es el caso de la psicología evolutiva, una disciplina relativamente reciente que interpreta los mecanismos de la mente humana a la luz de la evolución de la especie, cuyo desarrollo durante cientos de miles de años en condiciones primitivas dejó en ella una tenaz impronta. Los paralelismos y el contraste entre ambas perspectivas resultan especialmente reveladores gracias a la visión de conjunto que ofrece Robert Wright en su estudio The Moral Animal. Why We Are The Way We Are (“El animal moral. Por qué somos como somos”), aún sin traducir al español, que yo sepa.

Es evidente que las coincidencias del Dharma con la psicología evolutiva, aunque conspicuas, son limitadas y que los posibles avales que obtenga de ella carecen de valor como prueba definitiva. Después de todo, la psicología evolutiva es una ciencia “blanda” que extrae sus conclusiones sobre la naturaleza humana mediante el análisis y la inducción aplicados a conductas y valores atestiguados en números significativos, mientras que el Buda basó su comprensión de la naturaleza humana en una experiencia directa más allá de la mente –algo de enorme trascendencia, sí, pero estadísticamente insignificante y sólo verificable a su vez por experiencia propia. En consecuencia, la visión de una y otro sobre la naturaleza humana no puede por menos que ser diferente. Aun así, para entender el Dharma es muy aconsejable mantener la ciencia como piedra de toque porque, por mucho que sus enseñanzas no sigan el método científico, sí tienen que ser compatibles con las verdades que ese método vaya desvelando y confirmando con el paso del tiempo. En este caso, las teorías de la psicología evolutiva son doblemente útiles, pues vienen a reforzar indirectamente ciertas premisas de las enseñanzas a la vez que aportan una explicación histórica de cómo y por qué las cosas llegaron a ser así –algo que el budismo no toca específicamente. Para calibrar en toda su dimensión hasta qué punto esta joven ciencia reivindica o cuestiona la vigencia del Dharma, quizá nada sea más ilustrativo que el análisis de los mecanismos y las consecuencias del placer, el área donde ambos enfoques muestran una mayor confluencia.

Y hay que empezar diciendo que ese acuerdo se da en forma de una reticencia compartida. Bien es sabido que tal actitud es una de las señas de identidad del budismo, donde la llamada a la moderación se acompaña de advertencias constantes sobre los riesgos que comporta la búsqueda del placer por el placer. Sin ir más lejos, el Dhammapada, un antiguo manual budista para principiantes, abunda en este tipo de exhortaciones:

No os recreéis en la negligencia. No intiméis con los placeres sensuales.

Al hombre que pone su mente en cosas placenteras, sin control sobre sus sentidos ni moderación en el comer, perezoso e indolente, Mara lo derriba igual que un viento de tormenta arranca de raíz un árbol enclenque.

Al hombre que recoge tan sólo las flores [de los placeres sensuales] y cuya mente se distrae, la muerte le arrastra igual que una enorme inundación arrasa un pueblo entero mientras duerme.

Al hombre que recoge tan sólo las flores y cuya mente se distrae, insaciable en sus deseos, el Destructor lo pone bajo su dominio.

Debido a nuestra herencia religiosa, afirmaciones como estas pueden sorprender y llevar a error. ¿Acaso también en el Dharma hay un hueco para las visiones del infierno y los condenados, acosados por el tridente del demonio entre llamas y nubes de azufre? No, en absoluto; sin embargo, es innegable que este lenguaje despide cierto tufillo a sacristía si no se entiende bien de dónde viene ni adónde apunta. Por suerte, es precisamente ahí donde la perspectiva evolutiva puede ayudar a poner de relieve la verdadera dimensión del camino budista, que no tiene nada que ver con la imposición de mandamientos de carácter moral. Así que la cuestión es: ¿por qué tanta insistencia sobre los peligros latentes en los placeres sensuales?

En primer lugar, no son desde luego simples ganas de aguar la fiesta por parte de alguien inexperto o resentido por su carencia. Según los relatos tradicionales, Buda conocía bien estos placeres, pues como hijo de un rey empeñado en demostrarle aparatosamente a su primogénito las ventajas de seguir sus pasos y heredar la corona, había conocido en grado extremo los encantos del poder, el dinero, el sexo y la juerga y antes de renunciar al trono y emprender su arduo camino al despertar. En segundo lugar, tampoco es que formulara estas ideas como instrumento de control social con vistas a reforzar la privilegiada posición de la casta sacerdotal dominante, puesto que las encontró mediante su propia experiencia individual y pionera, al margen de los grupos establecidos y tras una búsqueda que había emprendido como un desafío implícito a los brahmanes de su época. Y, por último, tampoco es creíble que quisiera arrebatarles su posición dominante a los sacerdotes hinduistas para traspasársela a sus seguidores instaurando nuevos y revolucionarios códigos de conducta: tales consejos no suponían ningún reto para el credo hinduista, del que formaban parte hacía tiempo, y por otra parte la comunidad budista primigenia fue durante muchos años poco más que una tribu invertebrada de nómadas sin asomo de ambiciones mundanas.

Lo único que sabemos por ahora es que, si estos consejos están en línea con las demás enseñanzas del Buda, deben ser relevantes a la experiencia de cada uno aquí y ahora. Por eso, ante todo hay que examinar qué sentido tienen tales afirmaciones bajo ese prisma y así comprobar si son consistentes con el resto del Dharma. Parece poca cosa, pero si eliminamos la posibilidad de que la reserva del Buda ante los placeres sensuales tenga que ver con motivos personales, maniobras políticas u otros factores externos, estaremos tanto más cerca de ver cuál es la esfera de actividad que le concierne: el fuero interno del ser humano y, más en concreto, la correcta aplicación de su mente. Y eso ya es mucho.

lunes, 4 de febrero de 2008

Drugpa Kunley

A continuación, unas palabras de otro maestro rugiente en la mejor tradición del Dharma: Drugpa Kunley, el naljorpa o loco divino, un “radical libre” de efectos rejuvenecedores que afirmaba seguir el Mahamudra en la línea de Milarepa y que, según los relatos que nos han llegado de él, provocó rechazo y admiración casi a partes iguales en sus andanzas como maestro del Dharma por los Himalayas del siglo XV.

Si me volviera un Lama sería el esclavo de mis discípulos y acompañantes, y perdería mi libertad de acción. Si me hiciese un monje ordenado me obligarían a guardar la disciplina, y ¿quién puede guardar sus votos inquebrantablemente? Si me volviera un sabio debería comprometerme con el descubrimiento de la naturaleza de la mente –¡como si eso no fuera evidente de por sí! Que yo sea o no un mal ejemplo para alguien depende totalmente de la inteligencia del individuo en cuestión. Además, si un hombre está destinado a pasarse su tiempo en el infierno e imita a Buda, no se salvará; y si un hombre está destinado a la budeidad, el tipo de ropa que use es irrelevante y su actividad es natural y espontáneamente pura. Al desear una casa permanente, o al marcarse cualquier objetivo materialista, uno se desvía del camino porque fortalece la idea de “yo” y “mío”. En la medida en que se les rinde veneración a los monjes, su potencial para el apego emocional es tanto mayor que el del hombre común. Habitualmente es cierto que la motivación inicial para fundar un monasterio es el deseo de establecer un lugar donde los aspirantes puedan meditar. Eso es digno de elogio, pero cuando la necesidad de protección comunal da lugar a disputas en su seno y polémicas con su entorno, lo que en principio era un compañerismo sagrado se vuelve un cubil de ladrones porque todos sucumben a las motivaciones egoístas.

Es fácil celebrar y asumir como propias las palabras y acciones de este iconoclasta provocador y escandaloso por el ataque que suponen contra varias formas de rito, costumbre y creencia sancionadas por convención social y por la práctica budista; y es igual de fácil condenarlas y rechazarlas como episodios vergonzosos protagonizados por un gañán rijoso y sin escrúpulos. Pero, aparte del espíritu gozosamente libre que testimonian, es importante darse cuenta de que hay en ellas algo más que una provocación gratuita: una llamada a mirar más allá de superficie de las cosas, más allá de toda forma fosilizada por la rutina y la desidia, para recuperar la raíz viva que produjo esas formas en su día y cuya restauración actual puede exigir que se cuestionen y descarten aquellas que ya no sirvan, por muy venerables que parezcan.

Como de costumbre, los rugidos de estos maestros son llamadas a mantenernos bien despiertos y atentos a lo que hacemos –algo siempre saludable y especialmente bienvenido en tradiciones milenarias como el budismo, que ha desembarcado en Occidente hace relativamente poco, pero con una importante parafernalia acumulada a lo largo de siglos en culturas muy diferentes a la nuestra, lo cual nos exige en consecuencia un doble esfuerzo para entender bien cuál es la función y el propósito de cada ritual, cada ceremonia y cada práctica que propone.

Si no captas el espíritu de los Budas,
¿de qué sirve seguir las escrituras del Dharma?
Sin un aprendizaje con un maestro competente,
¿de qué sirven el gran talento y la inteligencia?
Si eres incapaz de amar a todos los seres como si fueran hijos tuyos,
¿de qué sirven la oración solemne y el ritual?
Si ignoras el único propósito de los Tres Votos,
¿qué ganas quebrantándolos uno a uno?
Si no comprendes que el Buda está dentro de uno mismo,
¿Qué realidad se puede encontrar fuera?
Si eres incapaz de fluir naturalmente en la meditación,
¿Qué se puede ganar luchando con el pensamiento?
Si eres incapaz de regular tu vida según las estaciones y el tiempo,
¿Quién eres sino un loco aturullado?
Si no se capta intuitivamente una perspectiva iluminada,
¿Qué puede ganarse mediante la búsqueda sistemática?
Si pierdes tiempo y energía, malgastando tu vida,
¿Quién reembolsará tus deudas en el futuro?
Aunque lleve ropa tosca y escasa, soportando grandes penalidades,
¿Qué gana el asceta con sufrir los infiernos en esta vida?
El aspirante que se esfuerza sin instrucción específica
no logra nada, igual que una hormiga que trepa por un montón de arena.
Recibir instrucción pero ignorar la meditación sobre la naturaleza de la mente
es como pasar hambre cuando la despensa está llena.
El sabio que se niega a enseñar o escribir
Es tan inútil como la joya de la cabeza del Rey Serpiente.
El loco que no sabe más que parlotear constantemente
No hace más que proclamar su ignorancia a todos.
Si entiendes la esencia de la Enseñanza, ¡ponla en práctica!

Así es. Entender es lo que cuenta, y luego practicar; pero primero hay que entender la esencia –que no es un resumen, sino el corazón– del Dharma. Una vez hayamos entendido esa esencia y la hayamos comprobado y llevado a su plena realización mediante la práctica, entonces sí seremos libres para hacer cualquier cosa, según las inclinaciones de nuestra propia naturaleza liberada –lo cual puede incluir aparentes atrocidades a los ojos píos de quienes siguen aprisionados por las formas, como en el caso de Drugpa Kunley. Pero antes hay que entender y practicar.

Así que si entiendes la esencia de la enseñanza, ponla en práctica; pero si no la entiendes todavía, ¡ponte a ello!

viernes, 1 de febrero de 2008

Rilke: Buda en la gloria


Aquí tenéis dos imágenes del Buda, como contrapunto a la tensión y el esfuerzo que transmite el pensador de Rodin (véase la entrada anterior). Y, de propina, añado un poema de Rilke, titulado Buda en la gloria, que, como suele ocurrir, pierde mucho cuando se traduce, sobre todo si uno es un aficionado.

Por cierto, no me consta que Rilke fuera budista o que tuviera algo más que un interés pasajero en el Dharma. Parece más bien como si su poema se hubiera inspirado simplemente en la visión de imágenes como las que acompañan a estas líneas.

Centro de todos los centros, núcleo de núcleos,
almendra que sobre sí misma se vierte y endulza,
todo esto, hasta las estrellas mismas,
es carne de tu fruto: ¡Salve!

Mira, ya sientes cómo nada se aferra a ti;
tu cáscara es el infinito,
donde el denso jugo brota y fluye.
Y desde fuera la irradiación le ayuda,

pues arriba, a gran distancia, tus soles
pasan girando, plenos e incandescentes.
Pero en ti ya se ha iniciado
lo que a todos los soles sobrevive.

Rodin: el pensador



Dos perspectivas desde ángulos distintos de la escultura de Rodin llamada El pensador, mencionada en la entrada anterior (La liberación de la mente) como ilustración del pensamiento laborioso de la mente cognitiva.

Probablemente, un buen cliente en potencia
para masajistas y quiroprácticos...