domingo, 30 de diciembre de 2007

Mantenerse en contacto con la raíz

Un intercambio entre maestro y discípulo a propósito de dos capítulos del Daodejing (Tao Te Ching):

Tener abundancia es estar perplejo.
Por tanto, el sabio abraza al Único
Y llega a ser el modelo del mundo.

Wangbi (un importante comentarista del Daodejing) menciona que el Tao es como un árbol... Cuanto más crece, más se encuentra en un estado de plenitud. Los nuevos brotes crecen arriba y arriba, y más alejados de las raíces... Siendo eso así, tienen menos contacto con la potencia de las raíces. Cuanto más crecimiento y elaboración de las cosas se da en esta vida, más distante está uno de la verdadera esencia de las raíces, de manera que hay una tendencia a estar perplejo. Ahora mira la línea anterior, y puedes ver que si tú, como el tronco del árbol, te encuentras más cerca de las raíces, no hay tanta abundancia pero entonces tienes más contacto con las raíces, que son las raíces de Tao. Por tanto, esto es un eco de la línea previa, que dice: Tener poco es poseer. Este contacto con el Tao permite que el sabio abrace la unidad de todo, y como consecuencia se convierte en un modelo para el mundo.

La naturaleza dice pocas palabras.
Por la misma razón, un torbellino no dura toda una mañana.
Tampoco un aguacero dura un día entero.

La naturaleza es la naturaleza del Tao... Y la naturaleza del Tao, como dice la lección anterior, es como las raíces de un árbol, de modo que el sabio está cerca de las raíces y no de las puntas de las ramas. Claramente, cuanto más cerca esté uno de las raíces, el Tao, más naturales serán todas sus intenciones y acciones. Por tanto, no hay necesidad de movimientos de la mente, pensamientos, ni tampoco palabras. Está claro que un sabio que se abstiene de usar palabras es una persona obediente a la espontaneidad de su naturaleza. Si intentas escuchar o tocar esta naturaleza no puedes escuchar nada, porque es inaudible; y no puedes tocar nada porque es intocable.

La imagen del árbol, con sus raíces, tronco, ramas, hojas y frutos, sugiere por lo menos dos cosas opuestas y paradójicas: que la salud del árbol se traduce en un crecimiento que aleja a sus productos finales (los frutos, que contienen las semillas mediante las cuales ese árbol puede reproducirse y así perpetuar la fuerza de la vida) de su origen (las raíces que se hunden en la misma tierra de donde brotó el árbol en su día), de donde obtienen nutrición. Es decir, el esplendor visible del árbol puede ocultar una cierta debilidad en su capacidad de sobrevivir como aparente individuo y, por extensión, como especie. Esta contraposición me recuerda un poco a las frutas y verduras del mercado, que a menudo son más sabrosas cuanto más pequeñas son y peor aspecto tienen.

Se me ocurren tres paralelos a esta imagen de Wangbi:

Para enlazar con la imagen del viento y la lluvia de este último capítulo 23, los huracanes se forman sobre el mar por evaporación de la humedad y ahí generan y acumulan su fuerza colosal; pero a medida que se alejan de sus fuentes marinas para adentrarse en tierra firme, van perdiendo fuerza porque ya no cuentan con un suministro de vapor de agua que alimente sus remolinos.

En otro sentido, este mismo patrón de crecimiento espectacular que lo aleja a uno de sus raíces y sustento se podría aplicar a gran parte del budismo moderno (y probablemente también al taoísmo), que ha pasado de ser un camino sobrio, centrado en lo esencial, al margen de consideraciones sociales, y muy exigente en cuanto a la capacidad y dedicación de los que lo seguían a convertirse en un fenómeno de moda atento a las leyes del mercado, que ofrece unas enseñanzas sin comprensión profunda en las que el dogma y el ritual han desplazado a la búsqueda analítica y reflexiva de la verdad, y en el que todos son bienvenidos con tal de que traigan el dinero para pagar sus iniciaciones. Por eso algunos apreciamos tanto la pureza del Dharma que enseña Shan-jiàn y por eso estaremos abocados (no sé si por suerte o por desgracia, pero creo que inevitablemente) a ser siempre una opción minoritaria.

Yendo más a lo esencial que nos trae aquí, creo que este mismo esquema también se puede aplicar al crecimiento y desarrollo del ser humano, de todo ser humano: es cierto que, como dice el chiste, llegamos al mundo desnudos, fríos y llorando –y luego las cosas empeoran; pero en ese momento tenemos el mayor grado de contacto con la Fuerza de la Vida en su toda pureza que tendremos hasta el Despertar, ya que sólo está obstaculizada por las identidades genéticas que hemos heredado de nuestros padres, sin ninguna aportación nuestra ni del entorno en el que hemos nacido y vamos a desarrollarnos. En ese sentido, el crecimiento del ser humano también lo va alejando paulatinamente de ese estado casi prístino que, paradójicamente, se asemeja al del bodhisattva; nos vamos cargando de aprendizajes sociales, conocimientos de todo tipo, experiencias manchadas, expectativas, responsabilidades, miedos, neuras... hasta que en algún momento decimos “Basta” y nos ponemos a buscar el camino que nos lleva de vuelta a las raíces, de vuelta a casa. Ojalá que todos lo encontremos, consigamos unificar la inocencia de nuestro origen bodhisáttvico con la sabiduría y compasión de la naturaleza humana madura, y podamos reunirnos algún día en nuestra gran casa común donde raíces y frutos van de la mano.

viernes, 28 de diciembre de 2007

No a la guerra... y No a la paz

Una de las cosas que saltan a la vista al reflexionar sobre los textos de Buda o Laozi es que ambos profesaban exponer una ley o camino de carácter universal –la misma, llámese Dharma o Tao– que gobierna la realidad que percibimos en toda su amplitud, por mucho que ambos se concentrasen casi exclusivamente en aquellos aspectos que atañen directamente a la vida humana. No hay en sus enseñanzas ninguna división entre la naturaleza y los humanos al estilo de la que ha ido cristalizando en Occidente durante siglos de cultura judeocristiana sedimentada sobre el legado grecolatino. Al contrario, para estos maestros somos una manifestación del Tao entre infinitas otras, y nuestra mayor virtud, a la vez que nuestro mayor interés, estriba en reorientarnos para vivir en armonía con sus principios.

Ahora bien, a la hora de enseñar cuáles eran esos principios, tanto Buda como sobre todo Laozi lo hicieron contraponiéndolos sin ambages a las leyes y costumbres vigentes entre sus contemporáneos, que rechazaban y a veces denunciaban abiertamente por juzgar que estaban fuera de quicio respecto del orden natural. Ni uno ni otro recomendó buscar algún tipo de acomodo entre ambos planos –llamémoslos el natural y el social– pues los consideraban poco compatibles cuando no abiertamente opuestos, y ambos (suponiendo que la leyenda de Laozi represente a un personaje histórico) optaron llegado el momento por una ruptura decidida con el orden establecido. Si Buda rechazó el sistema de castas hinduista, negando que alguien pueda ser noble por simple nacimiento en vez de mediante el mérito de sus acciones, Laozi expresó una visión más crítica aún de la sociedad china, dirigida sobre todo contra los formalismos tradicionales y huecos del sistema confuciano prevalente en sus tiempos:

Cuando decayó el gran Tao

Surgió la doctrina de la humanidad y la rectitud.

Cuando aparecieron el conocimiento y la sabiduría

Emergió la gran hipocresía.

Es cierto que, en parte, las actitudes de ambos tienen que ver con las vicisitudes particulares de su época y condición; pero, como en todo lo que se ha convertido en clásico, hay mucho también en ellas que es intemporal y de aplicación válida aun hoy en día.

Algunos considerarán que su postura es demasiado radical o argumentarán que aquellos eran otros tiempos, pero cuanto más lo pienso más claro me parece que Buda, Laozi, y tantos maestros del pasado cuyos nombres se usan hoy para dar lustre a las jerarquías del budismo y el taoísmo institucionales fueron auténticos objetores de conciencia avant la lettre, quizá entre los primeros de los que tenemos noticia en la historia. Cuidado: no es, desde luego, que analizaran intelectualmente las cosas y luego decidieran; “Ah, pues me voy a hacer objetor”, sino que sus trayectorias, adoptadas en respuesta al dictado de su propia naturaleza, les apartaron de las sendas transitadas por la mayoría, llevándoles a una vida en la periferia de la sociedad. Desde el punto de vista de los brahmines o mandarines bien-pensantes que ocupaban los puestos de privilegio de sus respectivas épocas y culturas, ambos eran claramente seres inconformistas y marginales.

Pero, más allá de su novedad, lo significativo y sorprendente de todo ello es que esta “objeción de conciencia” no se dirigía contra la guerra, sino contra el funcionamiento de la sociedad que tomamos por normal –contra eso que ahora llamamos “paz”. Por supuesto que estaban contra toda forma de violencia, opresión y destrucción gratuitas; pero no se quedaron en las meras apariencias. Sí, por extraño que suene, ambos objetaban contra la paz –en la medida en que veían en ella una falta de armonía y equilibrio con la ley natural del Tao o Dharma que equivalía a una guerra, no declarada e incruenta pero igualmente letal, contra la naturaleza pura que hay en cada ser humano y en todos los demás seres sintientes.

Por supuesto, esa elección no les llevó a Buda ni a Laozi a realizar llamamientos para practicar la resistencia violenta. Ambos rechazaron expresamente la violencia y, en el caso de Buda, cualquier acto gratuito que infligiera daño de mente o cuerpo a un ser vivo. Si las circunstancias los convirtieron en marginales, no fue elección propia; ellos simplemente siguieron la senda que creían correcta y aceptaron las consecuencias con ecuanimidad, probablemente la misma que habrían mantenido de haber tenido un éxito fulgurante. Lo que sí implicaban sus enseñanzas (y, a mi juicio, siguen implicando hoy) era una invitación para apartarse de las conductas socialmente aceptadas pero incorrectas a la luz del Dharma y aprender una manera más sana de vivir de acuerdo con los principios más nobles de la naturaleza humana, tal como los intentaban transmitir tras haber sondeado sus profundidades. Más que vociferar contra la oscuridad, el camino invitaba (e invita) a cada uno a encender su propia luz. Para ellos, la paz verdadera y sin nombre sólo podía venir de la mano de una transformación realizada desde dentro en cada uno.

Es muy evidente, hoy y siempre, que hay mucha más gente que prefiere hacer mil otras cosas antes que encender su propia luz. Pero hay un momento en que uno simplemente deja de mirar a los lados a ver qué están haciendo los demás y apuesta por seguir el camino que cree correcto. Es difícil negar que, en términos puramente estadísticos, es una opción minoritaria y, a escala mundial, casi con certeza una causa perdida; pero cuando te das cuenta de que es la causa más noble los cálculos dejan de tener importancia. Cada uno somos un segmento de la humanidad; a día de hoy aproximadamente una seis-mil-quinientos-millonésima parte. No es mucho, pero tampoco es poco. En esa exigua pero inmensa parcela de humanidad cada uno puede ser soberano y con plena responsabilidad de lo que ocurra en ella mientras vive y trabaja con el beneficio de la totalidad en mente. Ya pueden extenderse las sombras y el griterío por doquier; uno siempre puede encender su luz. En ese sentido, la elección de cada uno es universal; por lo que a él o ella respecta, la humanidad entera, comprendida en la porción que le compete, emprende unánimemente el mismo camino que elija. Está por tanto en manos de cada uno que algún día todos decidamos encender la luz.

lunes, 24 de diciembre de 2007

El rugido del Dharma

Hay una tradición en el Dharma de maestros fuertes, duros, y hasta brutales según los criterios del momento. Es la liga de maestros tántricos indios como Padmasambhava, Tilopa y Naropa, de los tibetanos Marpa y Milarepa, y de una larga lista de maestros Chan como Bodhidharma, Linji y Yunmen, que le imprimieron el poderoso sello de su temperamento a sus respectivas escuelas. Por desgracia, ese estilo les resulta muy atractivo a ciertos aspirantes a maestro y en ocasiones se ha convertido en un fin en sí mismo; pero cuando eso ocurre, es fácil que degenere y se fosilice en una estética severa, estirada y hueca si no se entiende cuál es su propósito ni se domina la flexibilidad con la que hay que aplicarlo. Imitar las formas externas de estos viejos tigres sin tener como base ese mismo carácter es como perseguir el fruto obviando la raíz: una impostura cuyo resultado no puede ser bueno –al menos, no para los estudiantes. Así que a cada uno le toca discernir quién ruge de verdad y quién sólo maúlla en voz alta; que no te den gato por tigre.

En una época como la nuestra, en que la enorme producción de cursos, libros y talleres infla y promociona los aspectos más amables y seductores de la espiritualidad, resulta cuando menos chocante encontrarse con el rugido de estos viejos maestros; pero, bien visto, tiene algo de refrescante también comprobar que a alguien, en algún momento, no le interesó lo más mínimo captar cuota de mercado budista. Las vías que ofrecían estos tigres eran claramente opciones minoritarias y su idea era “que me siga quien pueda”; pero con esta manera de separar el grano de la paja se aseguraban de que quienes se mantenían a su lado realmente lo hacían impulsados por algo más que la mera curiosidad.

Tampoco es que estos caminos exigentes sean intrínsecamente mejores que otras vías; son simplemente apropiados para ciertos temperamentos que no encajan en enfoques más amables o contemporizadores. La diferencia entre ambos está muy clara en las formas. Mira, por ejemplo, una de las recomendaciones procedentes del decálogo compuesto por un venerable y dulce lama tibetano ya fallecido, pero muy activo en Occidente durante el último cuarto del siglo pasado, diseñado para, en sus propias palabras, contribuir a la paz y a la felicidad del mundo”:

Practica la simpatía y adquiere el hábito del contento a través de todas las circunstancias. Decídete a realizar el leve esfuerzo de prescindir de los pequeños defectos. Lucha con todas tus fuerzas contra la depresión, contra la tristeza, contra el tedio, contra el mal humor. Combate los métodos dominantes de acritud y grosería e imponte la condición de ser siempre y con todo el mundo amable.

Y ahora compárala con el exabrupto de Yunmen, uno de los maestros legendarios de la edad de oro del Chan en China –y recuerda que era un maestro budista, no un fanático talibán empeñado en obliterar las tradiciones de los infieles:

Como comentario a la leyenda del nacimiento de Buda, Yunmen dijo: “Inmediatamente después de nacer, el Buda señaló con una mano al cielo y con la otra a la tierra, dio siete pasos en círculo, miró a los cuatro puntos cardinales, y afirmó, “Sobre la tierra y bajo el cielo, sólo yo soy el Honrado por el mundo”.”

Yunmen prosiguió, declarando que “¡Si yo hubiese estado ahí, lo habría matado de un golpe y lo habría echado como comida a los perros para traer paz a la tierra!”

¿Es una provocación gratuita? En absoluto. Es la expresión genuina del temperamento fuerte de un maestro que, a pesar de haberse liberado de sus impedimentos, mantenía el estilo seco de su carácter y era capaz de emplearlo eficazmente para la instrucción de sus estudiantes en este caso, para liberarlos de cualquier apego bobalicón a los mitos fundacionales a base de martillear sobre sus conciencias. No por nada es el mismo maestro que, cuando le preguntaron en una ocasión qué era el Buda, contestó: Mierda seca en un palo. Puede que lo encuentres insensible e hiriente; pero desde luego no le puedes acusar de andarse con medias tintas para seducir a la gente.

Ahora bien, con todo lo evidente que resulta, esta discrepancia formal no es la diferencia esencial entre ambas vías, sino que es una expresión externa de sus métodos respectivos: gradual y con muchos apoyos en un caso, directo y a palo seco en el otro. Cada una está diseñada para un tipo de mente distinta que requiere su propio acercamiento al Dharma; lo único que importa es que funcionen. Esa es la belleza del budismo, bien entendido más allá de las formas: que ambos enfoques, el dulce y el descarnado, tienen cabida y son igualmente válidos si se usan apropiadamente. A algunos el primer estilo les parecerá sublime y el segundo atroz; otros en cambio encuentran el primero empalagoso pero celebran la brutal franqueza del segundo. Tras leerlos, probablemente a ti también te resuene más uno que el otro, pero ambos son expresión de un mismo Dharma; la clave está en encontrar el estilo que le resulta natural a cada estudiante (para su naturaleza profunda, no para sus fantasías o apetencias). Por eso, y no por un interés folclórico, existe la gran panoplia de caminos aparentemente distintos dentro del Dharma. El “café para todos” no vale en el budismo; el criterio correcto es a cada cual, según sus necesidades.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Una visita inesperada

A veces un acontecimiento fortuito encierra enseñanzas más fecundas, si se saben ver, que cientos de volúmenes escritos por las plumas más ilustradas.

Juéshān: No te vas a creer lo que me acaba de ocurrir. Recién llegado de un largo paseo, me pareció que la silla que tenemos bajo el olivo me invitaba a una sesión de contemplación al aire libre.

Me senté y estaba empezando a disfrutar del placer de simplemente sentir, la mera experiencia de los canales abiertos y disponibles sin contenido alguno, cuando oí unas pisadas ligeras detrás de mí y a la derecha, que se acercaban a mí y luego se detenían.

Abro los ojos y ¿qué veo?

A nuestro amigo el zorro, plantado como a metro y medio de distancia y mirándome.

Así que le devolví la mirada.

No llevaba las gafas puestas, y no me las quería poner para no asustarlo, así que lo miré a través de la neblina de mi miopía.

Nos miramos el uno al otro unos segundos, y el tiempo se detuvo.

Todo tenía un aire tan natural que casi parecía como si fuera un viejo amigo que de repente aparece para hacer una visita y comprobar que todo marcha bien. O quizá se estuviera preguntando si yo sería un buen almuerzo.

Entonces echó a andar hacia nuestra huerta de escarolas, y me pareció que ya podía mover el brazo y ponerme las gafas.

En ese momento el zorro vio algo en el camino que baja a la derecha, y salió corriendo elegantemente hacia la masía vieja, arrastrando con gracia su oronda cola tras de sí hasta que lo perdí de vista.

¡Brindo por muchos años de vida y salud para ti, hermano zorro!

Shānjiàn: Mira a toda la naturaleza con los mismos ojos... Es la misma alegría y asombro... sólo que hay otros seres naturales que no salen corriendo.

Los vemos tan a menudo que olvidamos tratar a cada momento como si fuera el primero, y ése es nuestro problema. Ahora ve y contempla una brizna de hierba, un árbol, las nubes, con ojos primerizos... Ahí es donde está el Dharma, y el Tao.

viernes, 23 de noviembre de 2007

ta-ta-ta- ¡Chan!

Hay quien afirma que la mejor manera de reconocer a un maestro del Dharma es por su forma de reírse. En ese caso, pocas corrientes más jocosas que el Chan (Zen chino) y pocos maestros más ejemplares que Hanshan y Shide, los "locos del Tao", dos monjes budistas-taoístas de una época en que las relaciones entre ambos caminos en China eran abiertamente promiscuas. El siguiente intercambio entre un practicante que empieza a ver la vacuidad intrínseca de su práctica y un maestro contemporáneo recupera un poco del sentido del humor de esta pareja legendaria:

Leí con atención sus consejos sobre las ofrendas y los he puesto en práctica. Ahora, al hacer las ofrendas, dedico no sólo las flores, luces, incienso, etc., sino también la hoja del árbol del Bodhi que me regaló, las enseñanzas de Buda, e incluso lo que más valoro: mi propia identidad. Es como si fuera una gran hoguera en la que echo todo aquello que más aprecio, todo lo que pueda suponer motivo de satisfacción u orgullo, porque intuyo que en el fondo no vale gran cosa.

Ayer fue una noche especial. Me reuní con amigos para hacer música y tuve un gran éxito con la pieza que toqué. Fue algo especial porque sentí que les había emocionado de verdad; fue como si a través de mí pasara algo más grande que yo (quizá es algo parecido, en otro nivel, a lo que se siente al transmitir el Dharma y ver que “llega”). Esta mañana me he despertado dispuesto a ofrecer también esto a mi propia naturaleza, y de repente me he dado cuenta de una cosa: mi propia naturaleza, ese vacío luminoso que dicen que es sunyata, TAMPOCO VALE NADA. Recién despertado, me ha parecido cómico lo de las ofrendas: el sacrificar algo que no vale nada a otra cosa que tampoco vale nada (!!!). Entonces me he dado cuenta de lo seria, intensa y deliberada que era mi actitud anterior. No me malinterprete: creo que las ofrendas, si se hacen con sinceridad y entrega, pueden ser por sí solas un camino directo al despertar. Lo que pasa es que ahora veo lo gracioso que es ofrecer la nada a la nada. Es como si fuera un chiste privado entre mi propia naturaleza y yo; y creo que ahora entiendo un poco mejor por qué sonríen así los Budas...

No sé si todo esto es un disparate, pero ahora me surge otra duda. Cada vez más, me parece que todo lo que sea ganancia o pérdida, provecho o desperdicio, bueno o malo, no tiene que ver con la propia naturaleza (que es magnífica, pero no vale para nada) sino con la identidad. Sé que cuando hacemos las prácticas en beneficio de todos los seres en realidad no existen tales seres individuales; ¡lo que pasa es que ahora creo que tampoco existe el beneficio! Como usted dice, en el budismo siempre hay algo más allá de las palabras, y espero que las suyas me aclaren esto con su habitual sabiduría, compasión y humor.

A lo que el maestro responde:

Ahora empiezas a ver la falsedad de las palabras. Como ves, cuando tu propia naturaleza funciona correctamente, todo es de risa. Quizás ahora puedas entender por qué los dos locos siempre se estaban riendo. Está claro que no hay seres y no hay beneficios, pero hay seres aparentes y beneficios aparentes. Entonces, ¿qué hay? Tu propia naturaleza, que opera perfectamente con el programa interno fantástico de compasión, amor benevolente, alegría, ecuanimidad, humor (del tipo que has mencionado arriba), curiosidad, creatividad y algunas otras cosas –sabiendo que todo eso no son más que palabras que permiten un entendimiento de tu propia naturaleza que nunca puedes tocar realmente; pero eso no importa si tu sistema funciona correctamente en tu propio beneficio y en el de todos los seres.

Ahora te puedes reír y disfrutar con bienestar sabiendo que todo esto también son sólo palabras. ¡Qué divertido es el budismo!

jueves, 22 de noviembre de 2007

A pleno corazón

Si hay algo que merezca la pena hacer, hazlo con todo tu corazón.

Ese es el consejo del Buda, referido en principio al camino espiritual, pero aplicable a tantas y tantas facetas de la vida. No te quedes a medio camino; no juegues a estar medio embarazado, imitando los gestos externos pero desenganchado por dentro. Cuando decidas que algo vale la pena, entrégate; de lo contrario, mejor dedícate a otra cosa o acabarás con un mero sucedáneo.

Uno lee tantas veces en los libros (malos) que el budismo milita contra el deseo y busca la aniquilación del nirvana que es fácil hacerse la impresión de que el Dharma persigue una cierta anestesia vital cobarde y sumamente egoísta mediante la negación y anulación de las funciones naturales del ser humano. Nada más lejos de la realidad.

Para empezar, uno tiene más que leer los textos originales y penetrar más allá de su superficie para encontrar por doquier testimonios que desmienten esa visión; pero tiene que leerlos con una mente inquisitiva, abierta y flexible a nuevos conceptos que igual no había contemplado con anterioridad y que quizá contradigan sus suposiciones iniciales. Hay joyas escondidas en el canon budista, pero hay que trabajar para encontrarlas y desvelarlas. Igual que las ascuas de un fuego antiguo que se puede revivir si soplas sobre ellas, los textos también se pueden encender de nuevo si los insuflas con el mismo aliento que te da la vida.

Lo mismo ocurre si uno contempla fotos de maestros antiguos e intentar captar su espíritu más allá de los rasgos inmediatamente evidentes. Varios de ellos eran verdaderos tigres, fuertes y duros pero también llenos de benevolencia. ¿Es posible que llegaran a ser así a base de mutilar sistemáticamente su humanidad? Hay algo que no encaja en esa interpretación del budismo. En varios de ellos -como el de la foto, Dilgo Khyentse Rinpoché- se adivina una profunda humanidad y un bienestar que nada tiene que ver con una negación de la vida ni un escape de sus problemas. Y seguramente para nadie fue un camino de rosas; todos tuvieron que echarle corazón para alcanzar ese estado.

Ahora bien, si estas cenizas y ascuas de fuegos pasados son capaces de generar en ti la chispa que inicie tu propio fuego, ¿cuánto más no lo será el fuego vivo de alguien que ya ha completado su transformación y está dispuesto a prestarte la luz de su sabiduría y el calor de su compasión? No hay prueba más concluyente de la calidad de un camino que la presencia y los actos de quien lo ha recorrido en su integridad; y, creedme, no hay nada de enclenque, pusilánime ni mortecino en estas personas, sino una afirmación esplendorosa de la belleza de la vida una vez liberada de las tonterías del ego. Uno de los seguidores del maestro Zen Shunryu Suzuki describe así la impresión que causa una persona de este calibre:

Un roshi (en chino, da-shi) es alguien que ha realizado esa libertad perfecta que es el potencial de todos los seres humanos. Existe libremente en la plenitud de su ser total. El flujo de su conciencia no se compone de los patrones fijos y repetitivos de nuestra conciencia habitual, centrada en uno mismo, sino que surge espontánea y naturalmente a partir de las circunstancias reales del presente. Los resultados de ello en términos de la calidad de su vida son extraordinarios: boyantez, vigor, sinceridad, sencillez, humildad, seguridad, gozo, una misteriosa perspicacia y una compasión insondable. Su ser entero da testimonio de lo que significa vivir en la realidad del presente. Sin que haga falta decir ni hacer nada, el simple impacto de conocer (y reconocer) a una personalidad tan desarrollada puede ser suficiente para cambiarle la vida a uno. Pero a fin de cuentas no es lo que el maestro tiene de extraordinario lo que le deja perplejo, intriga y hace más profundo al discípulo; es lo que tiene de completamente corriente.

Así pues, si crees que este puede ser tu camino, no te dediques sólo a coleccionar cenizas y carbones de fogatas ajenas, como si fueras un mendigo: enciende tu propio fuego. Nada te puede ayudar más a ti y a los demás. Como dice el Buda:

Un acto hecho sin cuidado, un voto no cumplido, un código de castidad observado poco escrupulosamente: tales cosas traen escasa recompensa. Si hay algo que merezca la pena hacer, hazlo con todo tu corazón. El asceta que se entrega a medias sólo se cubre con más y más ceniza.

Échale valor. Enciende tu propio fuego.

martes, 23 de octubre de 2007

Mi reino sí es de este mundo

El pasado día 17 de octubre, el Congreso de los EE UU le impuso al Dalai Lama su Medalla de Oro –la misma que José María Aznar se quedó en ciernes de obtener después de un considerable desembolso de fondos en pro de su concesión. Vaya por delante, ya que nos internamos aquí en un campo plagado de minas, que no soy un agente chino encubierto ni le tengo ninguna antipatía al Dalai Lama en el plano personal ni político. Al contrario, si todos los políticos profesionales abogaran como él por emplear medios pacíficos como método para la resolución de conflictos, probablemente habría menos violencia declarada en el mundo. Quizá la habría de otro tipo, pero esa ya es otra cuestión.

Hablo del Dalai Lama porque en Occidente mucha gente lo vincula irreflexivamente con el budismo de manera paralela a como asocian al Papa con el catolicismo, y eso es una distorsión muy poco afortunada. Dejando fuera la espinosa cuestión de la relación entre el budismo actual y el Dharma original de Buda, esto por lo menos debe quedar claro: el Dalai Lama no sólo no es el representante universal de todos los budistas; es que ni siquiera lo es de todos los budistas tibetanos. Es el líder espiritual de la escuela Guelugpa, una de las cuatro principales de la tradición tibetana, y, como tal, ejerce también como líder político del gobierno tibetano, establecido desde 1959 en el exilio indio de Dharamsala. No hay un “Papa” budista.

Gran parte de la actividad pública del Dalai Lama tiene objetivos políticos y mediáticos para promover la causa del Tíbet en la escena internacional y, sobre todo, en Occidente, que es donde hoy se concentra el dinero y el poder. Por eso es lamentable que tantas personas encuentren su primer contacto con el budismo a través de su figura, porque su estilo de presentación –así como su interpretación del budismo– responde en alto grado a esos intereses estratégicos. En efecto, no es raro verle arropado por personajes famosos en cada país que visita, dando conferencias a las que sólo se accede previo pago y a veces de cantidades más que generosas, mediante el formato de “cena benéfica” con el cubierto por las nubes (hasta 750 dólares), en las que no obstante se repiten mensajes sobre la tolerancia y la compasión de una inanidad sorprendente. Este Dalai Lama se ha convertido en una marca –una búsqueda de sus libros en la base de datos del ISBN español arroja un total de… ¡96 títulos!– y se ha lanzado de lleno al circuito comercial como máximo exponente del budismo para occidentales; pero todo parece indicar que, con vistas a llegar a una audiencia lo más amplia posible y recabar cuantos más apoyos para su causa, ha optado por diluir en proporciones homeopáticas el contenido de sus enseñanzas. No sé cuánto bien le puede hacer eso al gobierno tibetano o a la escuela Guelugpa, pero desde luego al budismo le hace un flaco favor –y no digamos ya al Dharma.

Resumiendo: igual que el Dalai Lama no es el representante único de los budistas, ni siquiera de los tibetanos, tampoco sus enseñanzas representan más que una adaptación para el público general de ciertos conceptos básicos del budismo, seleccionados entre los que recuerdan más a los sermones que sus oyentes occidentales podrían escuchar –probablemente sin gran interés o entusiasmo– cualquier domingo en sus parroquias más cercanas.

¿Es legítimo hacer eso? En cierta medida sí, claro, siempre que hablemos exclusivamente de la causa política; al fin y al cabo, no sé de nadie al que le hayan puesto una pistola en la sien para asistir a esos encuentros ni tampoco para recaudar su contribución. Ahora bien, desde el punto de vista de las enseñanzas, ya no estoy tan seguro de que sea legítimo rebajarlas sin complejos hasta hacerlas irreconocibles por insípidas y facilonas: ¿cuánta agua se le puede echar a un vino de Rioja antes de que deje de ser un vino de Rioja? Hay mucho margen en el Dharma para que cada maestro enseñe a su manera, aprovechando sus experiencias y habilidades personales, pero siempre que sea sin desvirtuar las enseñanzas. En boca del Dalai Lama, sin embargo, a veces parece como si el rugido del león del Buda y los grandes maestros del pasado se convirtiera en el maullido de un gatito que pide que lo cojas en brazos y lo acaricies.

En cuanto a la causa política del “Tíbet libre”, qué duda cabe que es un eslogan magnético que suscita adhesiones sinceras y bienintencionadas, aunque no todos los que lo abrazan tengan una idea clara de cuál es la historia del conflicto en esa parte del planeta, cargada de tensiones entre la India y China, las dos grandes potencias de la región. “Libertad” es una palabra hermosa en cualquier idioma y todo lema que la incorpore es eficaz ipso facto. Pero la libertad siempre es libertad de algo. ¿Tíbet libre? Claro, hombre, ¡faltaría más!; pero... ¿de qué? ¿Sólo de los chinos? Bien pensado, a este lema se le podría dar la vuelta y aplicar con igual razón no contra la ocupación china sino contra el sistema retrógado y corrupto del lamaísmo que ha imperado en la región durante siglos de miseria y subdesarrollo. Es más que posible que la ocupación china esté llevando a cabo un genocidio cultural, como se denuncia a menudo; pero no lo es menos que el régimen anterior operara como una teocracia feudal y oscurantista más preocupada por eternizarse en el poder que por el bienestar de sus súbditos. ¿No debería aplicarse ese “Tíbet libre” a ambas lacras por igual? ¿Qué garantías daría una hipotética reinstauración del Dalai Lama como máximo líder político de un Tíbet independiente de que ciertos derechos humanos no volverían al nivel medieval del que disfrutaban anteriormente?

Para quien crea que el Tíbet antes de la ocupación china era el paraíso terrenal de Shangri-La, recomiendo la lectura atenta del libro de Tashi Tsering, Autobiogafía de un tibetano (Ed. Amaranto). He aquí un retrato cándido de un muchacho inquieto y con ganas de conocer mundo durante su infancia en una aldea y en la capital Lhasa, pasando por su exilio en la India y los EE UU y su viaje y cautividad en China, hasta su regreso desengañado, ya como adulto, a su patria. Es un buen antídoto para visiones sesgadas y arrebatos idealistas sobre la cuestión tibetana, porque presenta un cuadro lleno de luces y sombras sobre cómo era el Tíbet antes y durante los primeros años de la intervención china –y hay que reseñar que es imparcial en la medida en que nadie sale bien parado de la narración: ni los lamas, ni las autoridades chinas, ni siquiera el propio autor, víctima de una ingenuidad que le acaba saliendo muy cara. Es una sana advertencia contra los peligros del entusiasmo apresurado y falto de espíritu crítico del que se nutren algunos lobos con piel de cordero.

Y, para concluir en positivo, hay buenas noticias para quienes ya se hayan aficionado al budismo que divulga el Dalai Lama: más adelante en el camino las cosas se vuelven mucho mejores. No son enseñanzas evidentes en el gran mercado, pero existen, y su calidad es tan superior al budismo popular como lo es un vino noble de gran reserva respecto de las mezclas dulzonas de vino de batalla rebajado con gaseosa con que los padres iniciaban a sus hijos en el consumo de alcohol hace años.

martes, 16 de octubre de 2007

¿Son iguales todos los caminos?

Uno de los aspectos que más llaman la atención cuando se leen los antiguos sutras budistas es la cantidad de ocasiones en que personas de diversa índole, muchos de ellos ajenos a su comunidad (la sangha), visitan al Buda para debatir, cuestionar, refutar o pedir aclaraciones sobre algún extremo de sus enseñanzas. Lo relevante al caso no es cuántos se convencen y acaban “convirtiéndose” al Dharma (algo siempre sospechoso de manejos partidistas), sino la impresión de fondo que se desprende de esas escenas repetidas.

Ahí intuimos entre líneas una cultura donde un rico fermento de ideas espirituales alimentaba a un hervidero de maestros y buscadores sinceros de la verdad, que no sólo que estaban dispuestos a peregrinar para encontrarla sino también a tomarse el trabajo de entenderla, analizarla, contrastarla y ponerla en práctica para comprobar sus efectos. A esa verdad que supuestamente transmitían los maestros se le atribuía un carácter objetivo y, en consecuencia, también competitivo: cuál de las diversas “verdades”, a menudo incompatibles entre sí, presentadas por unos y otros era la más verdadera constituía algo que había que comprobar mediante el diálogo, el debate y la experimentación. Uno no suscribía los postulados de un maestro igual que hoy es hincha de los colores de su equipo, “manque pierda”. Eran más bien como hipótesis de trabajo; si se demostraba que había otra alternativa mejor, se las abandonaba sin miramientos. No es diferente en la ciencia occidental desde hace siglos.

Lo que sí parece distinto, y bastante menos inquisitivo, es el ambiente que nos rodea hoy en día. A estas alturas, cuando la conversación gira hacia cuestiones espirituales, es común oír en cuanto empiezan a surgir las primeras disensiones la frase apaciguadora de que “en el fondo todos los caminos son iguales”. Indudablemente es algo que se dice para restaurar un ambiente de tolerancia y buenas maneras entre todos, en el que nadie se sienta juzgado ni menoscabado en sus convicciones íntimas, y como tal hay que entenderlo. Pero la consecuencia desgraciada es que a menudo se mata con ello el más leve aliento de debate que pueda enriquecer las perspectivas de unos y otros. Así, se firma una paz apresurada y superficial –que en realidad es más bien un pacto de no-agresión, ya que la paz sólo puede ser sincera a base de explorar y resolver las diferencias– a cambio de la posibilidad de romper moldes demasiado cómodos y abrir nuevas vías que no se habían contemplado antes, incluso si eso puede soliviantar a los más susceptibles.

¿Valen lo mismo todos los caminos? Sin entrar en valoraciones morales ni erigirme en juez de nadie, yo no me creo que todos los caminos que se emprenden sean válidos ni tampoco que lleven al mismo sitio. Para empezar, es evidente, en cuanto lo piensas un poco, que no puede ser lo mismo un camino que teóricamente lleva a la unión con Dios, como por ejemplo el misticismo cristiano, que el de Laozi o Buda, que llevan a una realidad última más allá de Dios en la que supuestamente se ve que ese Dios no es más que una creación de la mente humana –la más noble si quieres, pero una ficción al fin y al cabo. Y también me parece obvio que no todas las motivaciones para echarse a ese camino supuestamente único son igual de legítimas, y que tampoco todo el que lo emprende lo sigue con igual grado de integridad. ¿Quiere eso decir que son malas personas? En absoluto; pero no hay que confundir el hecho de que todas las personas son intrínsecamente igual de respetables con la idea de que, por eso mismo, las opiniones y acciones de todos merezcan indistintamente la misma valoración, sean las que sean.

Al contrario de lo que puede sugerir la variada oferta actual, un camino espiritual no es algo que hagas para sentirte bien; es posible incluso que a ratos te lo haga pasar regular, porque es algo que te saca de tu cómodo caparazón de sensaciones, emociones e ideas habituales y te lleva a una verdad ajena a tu mundo acostumbrado aunque, si hemos de creer a los sabios, infinitamente superior. En ese sentido, el enfoque subjetivo es incompatible con el objetivo, filosófico, científico, o como prefieras llamarlo, porque hablan de cosas totalmente diferentes. A modo de analogía, es innegable que pasar las vacaciones en Almería no es intrínsecamente mejor ni peor que pasarlas en Finisterre. Ahora bien, si hablamos de cosas más serias, como un cáncer por ejemplo, no es lo mismo aconsejarle a alguien que se lo trate con cristales de cuarzo que recomendarle que vaya al oncólogo. Esos caminos sí que no son iguales.

En parte esta confusión surge de un error conceptual muy extendido, como es la asimilación del camino espiritual a una terapia para encontrar mejor acomodo en el mundo. En el fondo –y así lo proclaman los que lo han recorrido– el camino es algo que te saca de ti mismo y de tu estrecho mundo privado para lanzarte en busca de una realidad más plena, solo y a la intemperie, sí, pero con la compañía de las huellas de todas las personas que lo han enriquecido con sus aportaciones y descubrimientos. No es una aventura de bucear en tu pasado y redecorar tu mundo subjetivo, sino un esfuerzo en el que uno se proyecta, por así decirlo, a la escala de la especie. La cuestión entonces ya no es cómo yo mismo puedo estar mejor, sufrir menos, o “iluminarme”, sino qué significa ser un ser humano –cuál es nuestro lugar en el mundo, por qué hay tanto sufrimiento a nuestro alrededor y en nosotros mismos, y qué hay más allá (si es que hay algo) de los valores y modelos de vida convencionales de nuestra sociedad. Como dijo un famoso científico sin filiación religiosa conocida:

El ser humano es parte del todo que llamamos el universo, una parte limitada en el tiempo y el espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y emociones, como si fueran algo separado del resto –una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una cárcel para nosotros, que nos reduce a nuestros deseos personales y al afecto sólo para las pocas personas que nos son cercanas. Nuestra tarea debe ser la de liberarnos a nosotros mismos de esta cárcel ampliando la esfera de nuestra compasión hasta abrazar a todos los seres vivos y a la naturaleza entera en toda su belleza.

Bien visto, sí se puede afirmar sólo hay un camino: el de convertirse en un verdadero ser humano, con todas las de la ley. En ese sentido sí es verdad que todos los caminos son uno; más allá de sus diversas formas posibles, no importan las etiquetas que le queramos aplicar siempre que la persona lo haga con honradez e integridad. Hay gente que jamás ha oído hablar del misticismo, la meditación, o la iluminación y sin embargo les podrían dar sopas con honda a otros que se saben la jerigonza de rigor y presumen de tener maestros de gran renombre o de alcanzar habitualmente elevados estados espirituales. Por eso mismo no hay camino –reconocidamente espiritual o no– que sea tan modesto que, si se hace con sabiduría y compasión, no le pueda llevar al caminante a la nobleza de ser más genuinamente humano. Pero no por ello es menos cierto que, si confiamos en los maestros del Dharma y el Tao, sólo hay uno que lleva a la plena comprensión mediante la experiencia directa que está más allá de “ser humano”.

lunes, 1 de octubre de 2007

A vueltas con el esfuerzo

Uno de los mitos más comunes en ciertos círculos, basado en una comprensión incompleta de doctrinas hinduistas de popularidad creciente en Occidente, advierte sobre las supuestas contraindicaciones del esfuerzo para la búsqueda espiritual. En cierto sentido no es motivo de asombro, sino un reflejo de estos tiempos en los que el péndulo de los valores ha oscilado a favor de ideas como la espontaneidad y la creatividad a expensas del esfuerzo y la memoria, a los que ahora se les atribuye un tinte casi fascista. A pesar de que parece más natural en este ambiente, sigue siendo sorprendente lo fácil y provechoso que resulta tergiversar las enseñanzas tradicionales a base de extraer de ellas sólo lo que nos interesa e ignorar todo lo demás, y lo rápidamente que estas medias verdades, siempre que estén bien empaquetadas y promocionadas, se extienden entre un coro de voces que las ensalzan, vitorean y devoran como si fueran una nueva fórmula para la paz interior, la felicidad y la iluminación personal.
Es muy evidente que el camino espiritual está lleno de aparentes contradicciones que hacen de él algo sumamente paradójico. Y es cierto también que ante la cuestión del esfuerzo –como ante tantas otras– hay que hilar muy fino: si todo el camino espiritual culmina en la conciencia de que no hay individuos y que nuestra separación aparente es una ilusión, ¿quién es el que hace el esfuerzo, y quién el que llega a esa conciencia? Por eso, por ejemplo, el Dharma a menudo se describe a sí mismo como un camino sobre el que se camina, pero sin que en realidad haya nadie que esté caminando. Como en tantos otros casos, la enseñanza sobre el esfuerzo individual también es una moneda de dos caras; falseamos la realidad si no las incluimos ambas en la receta. A la hora de ilustrar esa paradoja no conozco nada más pertinente que el dicho sufí que trata de la iluminación: “Esta cosa de la que hablamos no se puede encontrar mediante la búsqueda, pero sólo los buscadores la encuentran”. Muchos proclaman lo primero y olvidan lo segundo, pero esa verdad a medias es más engañosa que un embuste con todas las de la ley.
Es algo que harían bien en recordar quienes abrazan esta filosofía del no-esfuerzo, tan seductora en su versión comercial para nuestro estilo de vida apresurado, interesado siempre en la gratificación inmediata de deseos y apetencias a cambio de la mínima inversión posible. Si todo está bien tal como es y nunca hay que hacer ningún esfuerzo porque el esfuerzo mismo es lo que nos impide experimentar esa pretendida perfección de la realidad, ¿qué mejor licencia para continuar con nuestras vidas como hasta ahora sin preocuparnos de cambiar ni hacer nada que pueda importunarnos (o que pueda ayudar a los demás)? En el fondo, en el camino espiritual todos queremos apuntarnos al salto con pértiga que nos catapulte desde donde estamos ahora directamente a la iluminación, sin pasar por el arduo y exigente proceso de limpiar y desactivar el equipaje que hemos ido acumulando a lo largo de los años.
Ah... pero hay un problema con el planazo este de la perfección infusa. El problema es que, por mucho que lo afirmen las voces más reputadas de Oriente y Occidente, y por muchos libros que leamos o charlas que escuchemos, las cosas rara vez son así de perfectas en nuestra experiencia: una mirada despejada a nuestro alrededor o a nosotros mismos pasada la euforia inicial nos lo dejará bien claro si es que teníamos dudas. Y, si somos sinceros, reconoceremos que no hay palabras suficientes en el mundo para convertir esa idea de la supuesta perfección de la realidad en experiencia directa propia, de primera mano, sin sombra de duda. Por suerte o por desgracia, la mera información no transforma nuestra manera de experimentar la vida. Es algo parecido a dejar un hábito adictivo como fumar: es verdad que los libros y los talleres te pueden ayudar hasta cierto punto, pero en algún momento del proceso hace falta que intervenga algo más que pertenece a un orden inaccesible a la mente cognitiva. La mente se aplica para generar unas condiciones en las que se puede producir ese encaje de lucidez, convicción y firmeza; pero, en grado variable según las circunstancias de cada cual, ese encaje es algo que nunca se puede forzar deliberadamente ni controlar del todo.
Volviendo al esfuerzo, quizá sea útil leer las palabras de otro sabio indio sobre este asunto, en las que traza un boceto de Siddhartha Gautama de camino a convertirse en el Buda, “el despertado”. Es algo más florido que los relatos tradicionales, desde luego, aunque se trata de una licencia tolerable en la medida en que describe perfectamente unos mecanismos sólo adumbrados en el terso dicho sufí, pero que resultan tan comunes y extensibles a cualquier empresa humana que prácticamente tienen validez universal:
“El camino de la meditación es arduo y muy contradictorio. No hay nada que puedas encontrar más contradictorio que la meditación. Es contradictoria porque tiene que comenzar como esfuerzo y debe terminar como ausencia de esfuerzo. Pero así es como es. Quizá no seas capaz de captar con la lógica cómo ocurre, pero en la práctica sucede. Llega un día en el que simplemente te hartas de tu esfuerzo y éste se desprende.
“Así le ocurrió a Buda. Durante seis años realizó todos los esfuerzos posibles. Ningún ser humano ha tenido una obsesión semejante por llegar a la iluminación. Hacía todo lo que podía. Iba de un maestro a otro, y todo lo que se le enseñaba, lo hacía perfectamente. Ése era el problema, porque ningún maestro podía decirle, “No lo estás haciendo bien, y por eso no obtienes resultados”. Eso era imposible. Practicaba mejor que cualquier maestro, así que los maestros tenían que confesar, “Esto es todo lo que tenemos que enseñar. No sabemos nada más que esto. Busca en otro sitio”.
“Era un discípulo peligroso, y sólo los discípulos peligrosos tienen éxito. Estudiaba todo lo que podía. Cualquier cosa que se le dijera, la hacía, exactamente tal como se lo habían dicho. Luego iba al maestro y le decía, “Lo he hecho, pero no ha ocurrido nada. Y ahora, ¿qué?”
“Los maestros le decían, “Hay un maestro en los Himalayas, ve ahí”. O, “Hay un maestro en tal bosque, ve ahí. No sabemos nada más que esto.”
“Durante seis años dio vueltas y más vueltas. Hizo todo lo factible, todo lo humanamente posible, y entonces se hartó. La empresa entera parecía inútil, estéril, sin sentido. Una noche relajó todos sus esfuerzos. Estaba sentado bajo el árbol del bodhi y dijo, “Ahora todo se ha acabado. No tengo nada que hacer en el mundo. Todo se ha acabado. No sólo en este mundo, sino en el siguiente también”.
“De repente, todos los esfuerzos se desprendieron. Estaba vacío, porque cuando no hay nada que hacer, la mente no puede moverse. La mente se mueve sólo porque hay algo que hacer, alguna motivación, alguna meta. La mente se mueve porque algo es posible, hay algo que se puede conseguir, si no hoy, entonces mañana. Si existe la posibilidad de conseguir algo, la mente se mueve.
“Esa noche Buda llegó a un punto muerto. En realidad, murió en ese preciso instante porque no había futuro. No había nada que conseguir, ni nada que pudiera conseguirse. “Lo he hecho todo. El mundo entero es inútil y toda esta existencia es una pesadilla”. No sólo se le antojó fútil el mundo material, sino el espiritual también. Se relajó. No es que hiciera nada para relajarse. Esta es la cuestión que hay que entender: no había nada que le provocara tensión, por tanto se relajó. No hubo esfuerzo alguno por su parte para relajarse.
“No es que intentara relajarse bajo el árbol del bodhi. No había nada que hacer, nada por lo cual estar tenso, nada que desear, ningún futuro, ninguna esperanza. Esa noche su desesperanza era total. La relajación ocurrió. No puedes relajarte si queda algo que conseguir que sigue dando vueltas en tu mente. Le das vueltas y vueltas y más vueltas. Pero esa noche, las vueltas pararon de repente, la rueda se paró. Buda se relajó y se durmió. Cuando se despertó por la mañana, la última estrella se estaba poniendo. Vio cómo desaparecía la última estrella, y con esa estrella él desapareció por completo, se convirtió en un ser iluminado.
“Entonces la gente empezó a preguntarle, “¿Cómo lo has conseguido? ¿Cuál ha sido tu método?” Podéis comprender la dificultad de Buda. Si decía que lo había logrado usando algún método, sería un error, porque lo logró sólo cuando no había método. Si decía que lo había logrado a través del esfuerzo, sería un error, porque lo logró sólo cuando no había esfuerzo. Pero si decía, “No hagáis esfuerzo alguno y lo lograréis”, también sería un error, porque esos seis años de esfuerzo eran el telón de fondo de su ausencia de esfuerzo. Sin esos seis años de intenso esfuerzo, no se podría haber logrado este estado de no-esfuerzo. Sólo a causa de ese denodado esfuerzo llegó a la cumbre. Luego, cuando ya no tenía adonde ir, se relajó y cayó al valle.
“Hay que recordar esto por varias razones. El esfuerzo espiritual es el más contradictorio de los fenómenos. Hay que hacer el esfuerzo, con plena conciencia de que nada puede lograrse a través del esfuerzo. Hay que realizar el esfuerzo únicamente para alcanzar el no-esfuerzo, porque si te relajas, nunca llegarás a la relajación que le vino a Buda. Sigues haciendo todos los esfuerzos, hasta que de forma automática llega un momento en el que a base de puro esfuerzo llegas a un punto en el que te ocurre la relajación.”
Como dijo otro sabio: quien tenga oídos, que oiga.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Parole, parole, parole

Laozi afirmó en el Daodejing (Tao Te Ching): “El Tao que se puede nombrar no es el Tao eterno”. Prácticamente todos los que han alcanzado la experiencia más allá de la mente han insistido una y otra vez en que no se puede poner en palabras. Y, sin embargo, sólo sabemos de ellos porque en algún momento recurrieron a las palabras para darnos alguna pista sobre esta experiencia. Tiempo atrás, el poeta Bai Juyi (Po Chu-i) ya señaló esta contradicción aparentemente irresoluble:

“Los que hablan no saben nada;
los que saben se mantienen en silencio.”

Me dicen que estas palabras
las pronunció Laozi.
Si hemos de creer que Laozi
era él mismo alguien que sabía,
¿cómo es posible que escribiera un libro
de cinco mil palabras?

A veces, cuando hablan los sabios, lo mejor que puede hacer uno es callarse y escuchar sin arrojarse precipitadamente a sacar conclusiones sin llegar a ver qué puede haber detrás de la literalidad de lo que nos están diciendo.

Alguien le preguntó una vez al sabio indio Sri Ranjit Maharaj: “Si todo es ilusión, ¿es usted mismo una ilusión?”

A lo que él contestó: “¡Oh, sí! ¡Yo soy la mayor ilusión! ¡Todo lo que digo de todo corazón y tan francamente es todo falso! Pero lo falso que el maestro le dice puede hacer que usted alcance ese punto…

“De la misma manera, todas las escrituras y los libros mitológicos sólo están ahí para indicar ese punto, y cuando usted lo alcanza, se convierten en inexistentes, vacíos. Las palabras son falsas, sólo el significado que transmiten es verdadero. Son ilusión, pero dan un significado.

“Por consiguiente, todo es ilusión, pero para comprender la ilusión se necesita la ilusión. Por ejemplo, para quitarse una espina del dedo usted usa otra espina. Después, tira las dos. Pero si se queda con la segunda espina que usó para sacar la primera, seguramente se pinchará de nuevo. Para quitar la ignorancia, es necesario el conocimiento, pero, finalmente, los dos deben disolverse en la realidad. Su propio Ser es sin ignorancia, sin conocimiento. Por consiguiente, el maestro y el buscador son ilusión, porque son «Uno».

“Lo falso sólo puede ser eliminado por lo falso. Si se queda con la segunda espina, es decir, con el conocimiento, incluso si es una espina de oro, se pinchará. El ego es la única ilusión, y el ego es conocimiento. Se dice que, para atrapar a un ladrón, uno debe convertirse en ladrón. Entonces puede decirle: «Cuidado, estoy aquí y sé que eres un ladrón, de manera que no te atrevas a robarme». Pero usted no puede atrapar al ladrón, porque él tiene cuatro ojos y usted sólo tiene dos. Con una sola mirada, el ladrón repara en los objetos de valor y, si usted no está alerta, le despluma. La ilusión es como el ladrón, de manera que usted debe ser más fuerte que el ladrón. Su mente debe aceptar que todo es ilusión, sólo ilusión. Entonces será el «más grande entre los grandes».”

viernes, 28 de septiembre de 2007

El linaje (1/2): separar el grano de la paja

¿Qué es el linaje? El budismo institucional, especialmente el Zen, lo describe como la secuencia de maestros que, como eslabones de una larga cadena, enlazan con la figura del Buda Shakyamuni y con su despertar bajo el árbol del bodhi. Como tantas veces, hay algo de verdad y también de trampa en esa proposición. A lo largo de los siglos, las diversas corrientes budistas han presentado linajes varios para conectarse con esa experiencia seminal; pero en más de un caso la nefasta competencia por granjearse el patronazgo del poder político o el favor del público ha dado pie a burdas tergiversaciones, convirtiéndolo en un arma para ensalzar la propia escuela, a menudo deslegitimando a las demás. Digámoslo alto y claro: algunas de esas genealogías son un mito, pura invención, y resultan tan sorprendentes por las licencias que se toman con la realidad histórica como por su popularidad, intacta aún a pesar de haber quedado refutadas hace decenios por la investigación académica. Si un seguidor del Zen, por ejemplo, se jacta de que su linaje desciende directamente de Buda a través de Bodhidharma y Huineng, tendrás toda la razón del mundo para recomendarle –con una brusquedad que será exactamente proporcional a su orgullo– que primero vaya a hacer los deberes y luego habláis.

¿Por qué parece ser tan importante el linaje? Es indudable que la existencia de una tradición viva en cualquier campo le imprime un sello a sus seguidores y favorece la aparición de nuevos representantes que la continúen y expandan; eso es así tanto si hablamos de budismo como de la pirotecnia valenciana o del flamenco de Jerez. Está también el prestigio de formar parte de genealogías longevas, como en esas empresas familiares que proclaman con orgullo fechas de fundación centenarias. Pero para muchos budistas el linaje es algo más que eso: es el canal por el que fluye la transmisión –esa supuesta comunicación directa y carismática con la experiencia del fundador; en virtud de eso, en el Zen se afirma que un maestro que haya recibido la transmisión está investido de la mente misma de Buda. ¿Qué hay de cierto en ello? ¿Se pueden comunicar experiencias de esa manera? No lo puedo desmentir categóricamente, pero me temo que aquí bordeamos el pantanoso terreno del pensamiento mágico y la propaganda oficial. Uno simplemente no puede abdicar de su juicio crítico; si lo hace, ya sabe a qué atenerse.

Bien, en casos de duda como éste es sensato acudir a las fuentes. ¿Qué dijo Buda al respecto? En el sutra que narra los últimos días de su vida, el Buda se refirió específicamente a esta cuestión:

Entonces el Buda le habló al venerable Ananda y le dijo: “Es posible, Ananda, que a alguno entre vosotros le venga el pensamiento: `Se acabó la palabra del maestro; nos hemos quedado sin maestro´. Pero no es así, Ananda, como hay que verlo. Pues eso que he proclamado y he dado a conocer como el Dharma y la disciplina, eso será vuestro maestro cuando yo me haya ido”.

Parece claro que, por los motivos que fueran, Buda no nombró un sucesor. Lo que sí ocurrió fue que Kassapa, uno de los monjes de mayor antigüedad en la sangha, convocó un concilio para recopilar ese Dharma, preservado hasta entonces sólo en la memoria de los que habían sido sus testigos; uno de los protagonistas de ese esfuerzo de recitación y fijación fue Ananda, el primo y “ayudante de cámara” del Buda. Así, con el Dharma recopilado y puesto a salvo del olvido, se garantizaba la disponibilidad casi universal del maestro que Buda designó para su ausencia. Pero ¿qué ocurrió después? Que, por una inveterada tendencia a cosificar lo inasible, los relatos oficiales empezaron a presentar como sucesor a Kassapa, y luego Ananda, y luego a otro... y así hasta fabricar una lista de 28 patriarcas del budismo en India y llegar a Bodhidharma, el pretendido vigésimonoveno patriarca indio y primer patriarca chino. Curioso, ¿no? Parece como si nadie se hubiera dedicado más concienzudamente a contravenir las recomendaciones expresas de Buda que los que se llaman a sí mismos budistas...

A pesar de ello, ¿existe el linaje? Sí, aunque no de la manera lineal y ordenada en que lo presenta la ortodoxia. ¿Existe la transmisión? También, con las mismas salvedades. Todos hemos tenido experiencias de aprendizaje desde niños y sabemos qué cursos tan misteriosos e irregulares pueden seguir; a menudo pueden pasar años hasta que reconocemos de quién aprendimos algo o quién nos impulsó en un determinado camino; en ese momento, no antes, esa persona se convierte en nuestro maestro. Si alguien quiere tener una visión sobria, realista y cercana a nuestra cultura de cómo funciona la transmisión, que lea el primer libro de las Meditaciones de Marco Aurelio, el emperador-filósofo de Roma, que arranca con una larga exposición de todos los aprendizajes, recibidos de diversas fuentes a lo largo de su vida, que contribuyeron a hacer de él lo que fue.

En el fondo, linaje y transmisión no son más que una mala representación mental y cuadriculada de cómo se transmite la verdad del Dharma. Esa verdad no se puede analizar en un laboratorio, pero sí se puede experimentar personalmente; quienes han tenido esa experiencia se reconocen entre sí igual que dos ladrones se huelen el uno al otro en una habitación llena de gente. Pero esa experiencia, que está más allá de la mente, no se puede constreñir en un árbol genealógico ni limitar a un solo patriarca por generación; brota libre e inopinadamente donde quiere, sin atender a razones de jerarquía, linajes ni demás apariencias. Ese es el corazón del Dharma verdadero, que florece cada vez que alguien despierta a la verdad descubierta por Buda; pero mientras no haya una comprensión de esa verdad más allá de las palabras, alardear de linajes equivale a ondear como si fueran banderas lo que no son sino mariposas ensartadas en un alfiler.

El linaje (2/2): solo ante el peligro

¿Alguien se ha preguntado alguna vez cuál fue el linaje de Buda? ¿Por qué no habló nunca de ello –al menos, que sepamos? Porque lo cierto es que sí tuvo maestros (de hecho, dos) de los que aprendió ciertas técnicas de meditación que en último término le parecieron insuficientes –una insatisfacción que lo llevó a probar el camino del ascetismo extremo en primer lugar para luego rechazarlo asimismo, encontrar finalmente el despertar por su cuenta y formular los pilares del Dharma: las Cuatro Nobles Verdades y la vía media del Óctuple Sendero.

No parece que el linaje sea tan relevante como lo pintan, entonces. Pero, si no era ésta, ¿cuál era la fuente de autoridad para el Buda? Siempre fiel a su estilo sobrio y franco, lo que el Buda les recomendaba a los demás era lo mismo en lo que él había confiado hasta su despertar –y, afortunadamente, es algo que tanto tú como yo traemos de serie en nuestra equipación de homo sapiens sapiens:

“No os guiéis, Kalamas, por lo que oís ni por la tradición, ni por lo que se dice ni por la autoridad de los textos, ni por el simple razonamiento ni la sola inferencia ni la mera reflexión sobre las causas, ni por la aceptación sumisa de una teoría ni por su apariencia convincente, ni por pensar que quien la expone es vuestro maestro. Cuando vosotros, Kalamas, lleguéis por vuestros propios medios a reconocer que ciertas cosas son malas, criticables, censuradas por los que saben, y que esas cosas, si se realizan y llevan a cabo, redundan en mal y en sufrimiento, entonces, Kalamas, haréis bien en rechazarlas. (...) Cuando vosotros, Kalamas, lleguéis por vuestros propios medios a reconocer que ciertas cosas son buenas, no son criticables, merecen la aprobación de los que saben, y que estas cosas, al realizarlas y llevarlas a cabo, redundan en bien y en felicidad, entonces, Kalamas, haréis bien en vivir adhiriéndoos a ellas.”

Vaya... qué sorpresa: se diría que estas palabras socavan cualquier pretensión de que el linaje sea fuente última de autoridad, ¿no? Pero profundicemos un poco más; nunca hay que quedarse en la literalidad de las palabras del Dharma, porque siempre hay algo más allá. ¿Es la propia experiencia el criterio definitivo, como parece afirmarse aquí? Como tantas veces en budismo, la respuesta es Sí y No. ¿Por qué sí? Porque experimentar uno mismo es más memorable que aprender de segunda mano; ninguna lección se nos queda tan marcada como la que aprendemos en carne propia. En ese sentido, la vivencia personal es superior a cualquier dogma; es la manera que tenemos de establecer certezas o salir de dudas de manera definitiva. ¿Por qué no? Porque, con ser fundamental, la propia experiencia no siempre es suficiente ni nos lleva a conclusiones correctas y beneficiosas a corto plazo –y puede pasar mucho tiempo hasta que nos demos cuenta de nuestro extravío. Después de todo, ¿no nos dice nuestra experiencia que la Tierra es plana y que el sol sale y se pone por sus bordes? Y también es cierto que –ya sea por ignorancia, parcialidad o ineptitud– uno rara vez es el mejor juez acerca de qué es bueno para uno mismo por muy inmediata que sea su experiencia: ¿cuántas explicaciones aparentemente racionales es capaz de generar un ex-fumador en un nanosegundo por las que “total, por una caladita tampoco pasa nada”?

En ese sentido, la experiencia por sí sola no basta, sino que hay que contrastarla con otras fuentes: según el Buda, el propio juicio crítico (para calibrar el valor intrínseco de las cosas), el juicio de los que reconocemos como más expertos que nosotros (para beneficiarnos de la experiencia y sabiduría acumulada de la especie), y las consecuencias previsibles que nuestros actos y omisiones tendrán sobre nosotros y sobre los demás (para filtrar nuestras conclusiones por el tamiz de la visión de conjunto a largo plazo y prevenir el egoísmo de la satisfacción inmediata). ¿Cuál, si no éste, fue el camino del Buda Shakyamuni? Ése es el verdadero linaje del Dharma, y está en tu mano aquí y ahora. Es lo mismo que recalca una y otra vez con refrescante crudeza el Zen chino:

Un monje le rogó a Zhaozhou que le revelara el principio más importante del Chan. El maestro se excusó diciendo: “Tengo que ir a mear. Fíjate, incluso una tontería como ésta la tengo que hacer yo en persona.”

La conclusión parece clara: si ni siquiera podemos delegar en otros para las pequeñas servidumbres del día a día, ¿cómo vamos a hacerlo para las grandes cuestiones de la vida? Ni Buda, ni Huineng, ni Milarepa, ni ninguno de sus pretendidos depositarios nos van a sacar las castañas del fuego. Estamos solos, sí. Pero la nuestra es una gloriosa soledad, más aparente que real, en virtud de la cual estamos unidos de verdad con todos los demás miembros de nuestra especie –pasados, presentes y futuros– y con todos los seres sintientes del universo.

La importancia de entender

Hace algún tiempo cayó en mis manos una hoja que anunciaba la conferencia de un maestro de visita en Madrid desde otro país. En una cara figuraba una ilustración de la rueda de la vida, una imagen tradicional budista en cuyo centro tres animales –un cerdo, una serpiente y una paloma (otras veces es un gallo)– parecen perseguirse uno al otro en una noria interminable; en la otra, un texto explicaba la ilustración afirmando que cada uno de esos animales representaba uno de los llamados tres venenos o impedimentos –las tendencias atávicas y subliminales que determinan, sin que lo sepamos, nuestra visión del mundo y con ello nuestra conducta. Pero luego, en un alarde de penetración psicológica, el texto venía a decir que el cerdo representa la ignorancia porque en realidad los cerdos no saben gran cosa, la serpiente la ira porque reacciona con enojo, y la paloma la codicia porque muestra gran codicia en sus acciones; de esta manera, cerraba con sorprendente complacencia un razonamiento que en realidad era exactamente igual de circular que la rueda de la vida que pretendía explicar.

Chanzas aparte, ¿cuál es el problema en todo ello? Hay dos muy claros. El primero, que se le priva al público de entender de verdad qué es lo que se representa en la ilustración. Los tres animales no están ahí como ejemplos de conducta censurable, sino porque representan las tres maneras posibles de reaccionar ante una amenaza en potencia: huir (la paloma), atacar (la serpiente) o quedarse quieto esperando pasar desapercibido o para obtener más información antes de actuar (el cerdo, que en realidad es más bien un jabalí). Son las tres respuestas que son comunes a todo el reino animal y, por tanto, también al ser humano (la conocida fórmula de la triple "f" en inglés: fight, flight, or freeze). Si hacéis memoria, seguramente podréis encontrar ejemplos de las tres reacciones entre vuestras experiencias; pero son algo que concierne estrictamente al campo de la fisiología y la psicología, si bien es cierto que son la base a partir de la cual se generan en el ser humano la aversión, la codicia y la confusión motivadas por la presencia de la identidad –la impresión subconsciente de que uno mismo es algo separado e independiente de todo lo demás.

El segundo problema es que, si nos conformamos con esta explicación superficial, es fácil deslizarnos a una visión simplista de las cosas en la que compensamos nuestra falta de comprensión profunda (de la que por desgracia no solemos andar sobrados) con una carga moral reprobatoria (que, por influencia de nuestro condicionamiento cultural, a menudo asociamos inconscientemente con los asuntos "espirituales"): "Ah, no hay que enfadarse cuando nos amenazan para no parecernos a la vil serpiente, ni tampoco está bien ser codiciosos como las palomas, que siempre dan los picotazos de dos en dos en vez de conformarse con uno solo…"; y así, podemos seguir en línea recta y sin que nadie nos frene hasta el desastre. La imagen habla de fisiología y nosotros la malinterpretamos y acabamos en la moralina. ¿Se aprecia lo fácil que es desvirtuar una enseñanza incluso con las mejores intenciones? Claro, si ahora miráis una imagen completa de la rueda de la vida con toda su complejidad, os podréis imaginar hasta dónde se puede multiplicar el despropósito si se parte de una interpretación tan equivocada como base.

Por eso no se puede hacer demasiado énfasis en la conveniencia de preguntar cuando no se entiende. Tener acceso a un maestro es una rara oportunidad; no hay muchos, y entre ellos son menos aún los que de verdad merecen ese nombre. Si tienes uno a mano y hay algo que no ves claro, pregunta, pregunta y pregunta... una y otra vez, todo lo que haga falta, aunque parezcas tonto y pesado, hasta el aburrimiento si es necesario; mientras no entiendas, pregunta. Recuerda que en el camino del Dharma es esencial la investigación libre y crítica. Que no te dé miedo ni vergüenza parecer corto de entendederas; cada uno tiene su ritmo de aprendizaje y no hay demérito en ir despacio pero seguro; pero que tampoco te dé miedo ni vergüenza ponerle en un aprieto al supuesto maestro. Si ese maestro te contesta con evasivas, mala cosa; si te responde con explicaciones aún más enrevesadas, es posible que o bien él mismo no entienda la verdad o bien por algún motivo no te la quiera contar; si se niega de plano a contestarte, mejor que cojas tu petate y te busques otro maestro. No hay ningún problema en ello; Buda mismo tuvo dos maestros con los que estudió hasta que comprobó que seguía insatisfecho a pesar de haber entendido y practicado a fondo sus enseñanzas. Cuando el primero le anunció que no tenía nada más que enseñarle, lo dejó y encontró al segundo; cuando el segundo le confesó lo mismo, se puso en marcha y siguió su camino en solitario hasta encontrar el despertar. Como dejó dicho en el Dhammapada:

Si encuentras un amigo que sea bueno, sabio y benévolo,
recorre el camino entero con él y supera todos los peligros.
Pero si no eres capaz de encontrar un amigo que sea bueno, sabio y benévolo,
camina solo, como un rey que ha renunciado a su reino
o un elefante que deambula a su antojo por la jungla.

Pero cuidado: capta bien cómo ocurrieron las cosas. Es fácil fijarse sólo en la parte de ir por libre pasando por alto el hecho de que el propio Buda tuvo dos maestros; de ahí, no hay más que un pasito a pensar que uno es como un rey o un elefante (¡por supuesto!), que no necesita ayuda de nadie porque es suficientemente listo como para valerse por sí mismo (¿cómo iba a ser de otra manera?), y acabar caminando en círculos como un rey por la jungla o arrasando el ajuar real mientras trota despreocupadamente por las estancias del palacio y recurre a trompa, patas y colmillos para manejar la preciosa vajilla de la corte.