Ahí
estábamos, por fin... apretados en el estrecho espacio de la gruta, rodeados de
niños inquietos, oyendo las explicaciones rutinarias de la guía, sabiendo que
todo era solo una réplica de la cueva y las pinturas auténticas.
Y sin
embargo algo inesperado ocurrió: un contacto con algo misterioso y ajeno, a la
vez que extrañamente familiar y reconfortante...
En ese
espacio oscuro que se abría bajo la tierra me sentí acogido, protegido y
conectado, como si hubiera regresado al útero primigenio común de nuestra
especie. Y comprendí lo que estaba pasando.
En sus
paredes vi con ojos limpios la magnificencia de la vida animal del planeta y también
la magnificencia de la humanidad que tuvo el don de captarla y el impulso de
comunicarla así, sin palabras, con una presencia rotunda, inapelable. De esos
trazos y colores manaban a borbotones el asombro y la celebración de nuestra
profunda hermandad con todos los seres, en la vida y en la muerte aparentes.
Quienquiera
que hiciera esas representaciones me prestó también sus ojos, sus manos y su
corazón para apreciarlas como él o ellos las sintieron. Vi la vida con los mismos
ojos que Adán y Eva, antes de la expulsión del Jardín del Edén, y vibré con
ella. Ese es también el milagro de Lascaux, para quien pueda y quiera abrirse a
él.
Salí de
la cueva rebautizado en el Dharma natural, sintiendo que ser humano es algo sublime,
en camino de vuelta a una “civilización” que parece empeñada en demostrarnos lo
contrario día sí, día también.
Pero
Lascaux sigue resonando dentro de mí. No conozco mayor templo budista que ese.