miércoles, 5 de marzo de 2008

El Tao de las praderas

Pocos libros han disfrutado de mayor divulgación mundial que el Daodejing; un estudio escrito hace casi quince años afirmaba que ya entonces se publicaba más o menos una nueva traducción al mes, y no parece que el ritmo haya decrecido. Claro que, como el mismo estudio advertía, ese aparente éxito se debe en gran parte a la brevedad y a la enigmática densidad del texto, que permite a muchos traductores poco escrupulosos proyectar sobre él los significados que quieren encontrar de antemano, cuando no simplemente enmendar a su gusto las traducciones de otros sin atender a la fuente original. Por eso, este sinólogo venía a comparar muchos Daodejing occidentales con la comida rápida: fácil, poco elaborada, atractiva a la vista, diseñada para el consumo masivo y potencialmente indigesta. Tales lecturas de la obra de Laozi son el equivalente filológico de un test de Rohrsach, un buffet libre donde el chef tiene carta blanca para servir a sus incautos comensales el potaje más disparatado de ingredientes New Age sin pararse en barras y, naturalmente, sin que el pobre autor pueda venir a pedirle cuentas del destrozo. Algo parecido dijo don Diego de Torres y Villarroel, allá por nuestro siglo XVIII, sobre la astrología:
Es esto de las estrellas
el más seguro mentir,
pues nadie puede ir
a preguntárselo a ellas.
Sin embargo, no todo está perdido. Hay, por suerte, un antiguo tratado sobre la obra de Laozi (que entonces se denominaba “el Laozi”), debida a un precoz erudito, Wang Bi, quien, a pesar de morir a la tempranísima edad de veintitrés años, dejó tras de sí una obra que a la postre se convirtió en el comentario filosófico más influyente de la historia china sobre el Daodejing. Aunque no exento de sus propios problemas textuales y de interpretación, es probablemente el mejor punto de partida para explorar este texto tan misterioso. He aquí, por ejemplo, la versión de Wang Bi sobre la no-acción de Laozi:
Administra el imperio entregándote a la no-acción.
¿Cómo sé que debería ser así?
Por esto:
Cuantas más prohibiciones y tabús hay en el mundo
más pobre será la gente.
Cuantas más armas afiladas tenga la gente
más problemas para el Estado.
Cuanto más astucia y habilidad posea el hombre
más desquiciadas parecerán las cosas.
Cuanto más prominentes se hagan las leyes y las órdenes
más ladrones y delincuentes habrá.
Por tanto el sabio dice:
No realizo ninguna acción y la gente se transforma por sí sola.
Amo la calma y la gente se vuelve correcta por sí sola.
No emprendo ninguna actividad y la gente se vuelve próspera por sí sola.
No tengo deseos y la gente se vuelve sencilla por sí sola.
Muchos comentaristas toman el Daodejing como un tratado para aristócratas sobre el buen gobierno, algo así como un manual de príncipes; es decir, un anti-Maquiavelo oriental. Es una visión discutible, como casi todo en esta obra; en este caso, por una contradicción muy evidente que surge al combinar la defensa del orden natural y espontáneo que encarna el sabio (en chino, ziran) con el manejo de las complejas y rígidas estructuras de la maquinaria del Estado. El sabio del Tao es un libertario avant la lettre; ¿qué sentido tendría encomendarle la administración de las más altas magistraturas oficiales? Es esa aparente defensa del hippie asilvestrado que ejerce de mandarín en la corte imperial lo que desacredita el mensaje de Laozi, quien ya en su misma obra se hizo eco del reproche reiterado que recibían sus enseñanzas por ser “elevadas, pero poco prácticas”.
¿Poco prácticas? Quizá desde nuestra perspectiva actual también lo parezcan, pero desde luego ese no ha sido el caso para todas las culturas humanas de toda región y época. Como en tantos otros extremos (y como ocurre asimismo con el Dharma), estas enseñanzas taoístas encuentran un inesperado refrendo a varios siglos de distancia y miles de leguas de separación, en las palabras de muchos jefes de los indios de las praderas de Norteamérica. Ya nos han advertido que estos indios eran gente tramposa y poco de fiar, sobre todo cuando estaban bajo el influjo del “agua de fuego”, así que no hay que descartar que el jefe sioux Ciervo Cojo ocultara ladinamente una copia de Laozi bajo los pliegues de su ropa y la usara como inspiración para pintar un cuadro idílico de la vida tribal; pero de todas formas vale la pena escuchar, con todo el escepticismo que se quiera, lo que tiene que decir sobre el modo de vida de su pueblo –e, indirectamente, sobre nuestra “civilizada” civilización:
Antes de que nuestros hermanos blancos llegaran para convertirnos en hombres civilizados, no teníamos ningún tipo de prisión. Por ese motivo, no teníamos delincuentes. Sin prisión, no puede haber delincuentes.
No teníamos cerraduras ni llaves, y por tanto entre nosotros no había ladrones.
Cuando alguien era tan pobre que no podía permitirse un caballo, una tienda o una manta, en ese caso lo recibía todo como regalo.
Estábamos demasiado sin civilizar como para darle gran importancia a la propiedad privada.
No conocíamos ningún tipo de dinero y en consecuencia el valor de un ser humano no venía establecido por su patrimonio.
No teníamos leyes escritas, abogados, ni políticos, y por tanto no éramos capaces de engañarnos y embaucarnos los unos a los otros.
Realmente estábamos muy mal antes de que llegara el hombre blanco y no sé cómo explicar cómo nos las podíamos apañar sin estas cosas fundamentales que, por lo que nos cuentan, son tan necesarias para una sociedad civilizada.
¿Quién es, en el fondo, menos práctico?
Creo que si todos los demás seres vivos que comparten con nosotros el planeta tuviesen voz por un instante saldríamos de dudas enseguida.

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