domingo, 24 de octubre de 2010

Las tres Ces: Curiosidad, Creatividad y... mucho Curro

Leo en prensa una entrevista con Konstantin Novoselov, reciente Premio Nobel de Física, y encuentro multitud de consideraciones que me valen igualmente para la práctica del Dharma con mente abierta y flexible. Realmente escribo esto para mí mismo, pues me llega en un momento muy oportuno; pero quizá otros también encuentren aquí un punto extra de motivación para perseverar en el camino.

Lo primero que me ha atraído es la normalidad del personaje y de su estilo de vida, alejado de la pompa y ceremonia del mundo académico, del “glamour” de los premios y de la atención aduladora de los medios de comunicación. Esperemos que la fama y celebridad que va a atraer este galardón-engorro sobre Novoselov no sean como el toque de Midas, que convierte todo en oro frío y estéril:

Ante la solemne ceremonia de entrega del galardón (el 10 de diciembre en Estocolmo), lo que más le incomoda es tener que ir de compras y hacerse con la indumentaria apropiada. “Espero que de esto se ocupe mi esposa, ir de compras es algo que odio”, dice Novoselov. “La verdad es que no tengo un traje...”, afirma, y apunta con extrañeza algunos comentarios que le han hecho sobre su aspecto desaliñado, con camiseta y vaqueros, en las fotos que dieron la vuelta al mundo al anunciarse el galardón. “Es que yo vengo a trabajar así”, dice. Y efectivamente hoy va con camiseta y vaqueros.

La normalidad para este físico de estado sólido es su despacho y las horas que pasa en su laboratorio, al otro lado del pasillo, donde hace seis años, haciendo experimentos con Geim, obtuvieron por primera vez el grafeno, material con unas propiedades fascinantes y unas aplicaciones potenciales tan atractivas (en pantallas táctiles o en paneles solares) que se ha convertido ya en el material de moda.

Es muy interesante la forma inesperada en la que surgió su hallazgo, aunque favorecido sin duda por una rutina sólidamente establecida y por un ambiente despreocupado y abierto a las sorpresas (es decir, también a los posibles errores), sin los frenos de las expectativas ni la ambición de conseguir un resultado específico:

El hallazgo surgió en lo que estos dos científicos rusos que trabajan en Reino Unido llaman los experimentos de los viernes, cuando, una vez que dejan atrás las actividades normales de la semana, se meten en el laboratorio a jugar con la ciencia, a ensayar ideas y ponerlas en práctica con sus propias manos y los medios que tienen a su alrededor, “para probar cosas locas y divertirnos un poco en el laboratorio antes de ir a tomar unas cervezas”, cuenta Novoselov.

Serio, seguramente tímido, concentrado en su trabajo, con determinación y seguridad en sí mismo, piensa unos instantes las respuestas, cortas y concisas. (...) “¿Es usted un genio?” La respuesta es inmediata: “No, en absoluto. La ciencia me divierte, eso es lo esencial”.

En esas condiciones, simplemente trastear con los materiales a mano dio origen al descubrimiento, aunque con el enorme beneficio del efecto multiplicador que aporta un colega y compañero de aventuras:

El método por el que obtuvieron el grafeno parecía casi una broma en el comunicado de la Fundación Nobel que describía el trabajo de Geim y Novoselov, si uno cree que la ciencia actual exige grandes y avanzadísimas instalaciones para lograr resultados que merezcan la pena. “La idea de intentar algo con el grafeno fue de André y la forma de lograrlo fue mía”, explica Novoselov.

Esa forma de lograrlo era tan simple como ir sacando láminas del grafito del que están hechas las minas de los lapiceros, mediante una cinta adhesiva corriente. Eso sí, jugó el factor suerte en esos experimentos de los viernes, cuando eligieron como soporte de la lámina bidimensional de carbono un trozo de silicio con el espesor de óxido que resultó ser apropiado. Ese material estaba por allí, pero no hubiera servido cualquier soporte. Eso sí, que nadie se engañe, en ciencia uno tiene que saber dónde está, saber lo que busca, entender lo que ha descubierto y, en resumen, como dice Novoselov, “trabajar mucho”. Aunque, añade, “es muy divertido”.

Parece claro que el espíritu de curiosidad, creatividad y juego (aparte de la suerte, que también cuenta) fue algo esencial para que saltara la chispa:

En los últimos años, Novoselov y Geim andan muy ocupados y los experimentos de los viernes han quedado un poco relegados; solo recientemente los han podido retomar con asiduidad. “Es el placer de experimentar en nuestro laboratorio. A lo largo de los años hemos hecho muchas cosas, unas funcionan y otras no”, dice. Tampoco rige para estos dos físicos la supuesta diferencia entre ciencia básica y aplicada. “No tiene mucho sentido, hacemos la investigación que nos parece estimulante y a veces son cosas muy prácticas, mientras que otras son de física básica”.

Naturalmente, no todo han sido éxitos, pero ahora parece como si incluso los resultados aparentemente más ridículos e inservibles se pudieran aceptar con espíritu deportivo y una sonrisa:

En uno de esos experimentos hecho con plena libertad y guiado por la inspiración y la curiosidad, Geim logró hacer levitar ranas en un campo electromagnético, mereciendo por ello el IgNobel, el premio Nobel alternativo y humorístico. Fue en los años noventa y Novoselov aún no trabajaba con él, pero afirma que no le importaría en absoluto, al contrario, recibir ese otro galardón.

Y tampoco es que su éxito fuese irrevocable desde el principio; al contrario, también tuvieron sus derrotas y contrariedades:

Hace seis años, cuando estos dos rusos afincados en Reino Unido dieron con el grafeno, la idea de esa forma del carbono estaba en el ambiente científico y varios grupos en el mundo perseguían su obtención. El anuncio del éxito fue tan poco corriente como los dos descubridores. Geim y Novoselov escribieron un artículo científico, como hace cualquier investigador que descubre algo, y lo enviaron a una de las más prestigiosas revistas especializadas: Nature. Sin embargo, se lo rechazaron. “Pusieron pegas sobre unas medidas de los experimentos que en realidad todavía ahora no se han completado, pero lo cierto es que no lo aceptaron”, recuerda Novoselov. “Lo arreglamos un poco y lo enviamos a Science [la publicación competidora de Nature] y nos dijeron que sí... Con estas revistas siempre te puedes esperar cosas así”, dice.

Novoselov no pasa por alto en absoluto que la ciencia es un entorno muy competitivo. “La competencia es buena porque te ayuda y te orienta para hacer las cosas mejor y más rápido, lo que es estúpido es hacer tu trabajo para publicar los resultados y no por la ciencia en sí”.

Lo que más me resuena de las palabras de Novoselov es la impresión de que, aunque no les hubiesen dado el premio, él y su colega habrían seguido disfrutando con sus experimentos con independencia de los resultados y de la aclamación popular. En cuanto al ingrediente básico de su éxito, está bien claro: unas 12 horas de trabajo al día.

La jornada de Novoselov arranca muy temprano. “Despierto a las niñas, Sofia y Victoria, les doy el desayuno, las preparo y las llevo a la guardería; llego a la universidad sobre las 9.30 y salgo hacia las 9.30 de la noche. Es que si quieres lograr algo no basta con ser suficientemente inteligente, también tienes que trabajar mucho”.

Una última pregunta: ¿cómo explicaría el placer de investigar y descubrir a alguien no familiarizado con la ciencia? Lo piensa unos segundos y una leve sonrisa indica que ha dado con la respuesta satisfactoria: “Imagine que está recorriendo el Gran Cañón de Colorado o un sitio así de bonito en España, o en Canadá... El paisaje que se le va apareciendo ante los ojos es grandioso y uno sigue avanzando convencido de que un poco más allá habrá otro panorama más estupendo aún. Tienes que trabajar duro para avanzar, pero lo haces porque esperas encontrar algo magnífico, interesante. Esta es la mejor comparación con la investigación”.

Bien, tras leer esta entrevista creo que tengo la mirada más limpia para apreciar el paisaje que se va abriendo ante mí en este camino de Dao y Chan.

Y ahora, a currar. El laboratorio lo llevo en mi propia mente, donde paso más de doce horas al día, y el “colega” que me acompaña en la experimentación es el maestro. Está todo a mano.

Lo único que está por ver es lo de las cervezas… 

jueves, 21 de octubre de 2010

Transformación previa demolición

Sócrates, el filósofo griego, dijo una vez que la vida que no se examina no merece la pena vivirse. Es una frase que ha tenido gran fortuna y, de hecho, aún se emplea como consigna para justificar la continuidad de disciplinas como la filosofía académica.

Es un buen principio, aunque a mí me parece que se queda un poco corto. Uno puede examinar su vida, tal como recomendaba Sócrates; pero si no tiene grandes dosis de perspicacia, honradez y coraje –o a alguien más sabio, compasivo y experimentado que le sirva como apoyo– es bastante probable que concluya que tampoco está tan mal, o al menos no lo suficientemente mal como para remangarse e intentar cambiar de rumbo. No somos los mejores jueces de nosotros mismos; al contrario, parece como si los humanos estuviéramos especialmente dotados para el autoengaño (véanse, por ejemplo, unas importantes enseñanzas sobre la disonancia cognitiva en http://sites.google.com/site/mahabodhisunyatasite/home/dharma-y-disonancia-cognitiva).

Buda fue más allá. Sin usar las mismas palabras que Sócrates, su enseñanza muestra que es la vida en manos de las identidades la que no merece la pena vivirse; de poco vale examinarla si no nos damos cuenta de este gran problema de partida que compartimos los seres humanos –la influencia subliminal y nefasta de lo que otras tradiciones espirituales llaman el ego, con sus distintos matices. Cuando uno llega a la convicción de que no quiere seguir bajo su dominio, es momento de echar a andar por el camino del Dharma.

Rumi, el poeta místico sufí, pertenecía a otra tradición, pero veía las cosas de la misma manera que Buda. Tampoco es algo que nos deba sorprender, porque ambos hablan de la condición humana, que básicamente es la misma en la India del siglo V a.C., en Turquía del siglo XIII y hoy día:

Comentario sobre “yo era un tesoro escondido
y quería que se me conociera”.

Derriba esta casa.
Se pueden construir cien mil casas nuevas
con la cornalina amarilla transparente
enterrada bajo ella, y la única manera de llegar a ella
es hacer el trabajo de demolición,
y luego excavar bajo los cimientos.

Con ese valor en la mano, toda la nueva obra
se hará sin esfuerzo. Y, de todas formas, antes o después,
la casa se vendrá abajo por sí sola.

El tesoro de piedra preciosa quedará al descubierto,
pero entonces no será tuyo.
La riqueza escondida es tu paga
por hacer la demolición,
el trabajo de pico y pala.

Si esperas y dejas que ocurra sin más
te morderás la mano y dirás,
“No actué como sabía que debía”.
Esta casa es alquilada.
No eres dueño de las escrituras.

Tienes un contrato, y has montado una tienducha,
donde a duras penas sales adelante
poniendo parches en prendas rotas.

Pero sólo unos pocos pies por debajo
hay dos vetas, de cornalina roja pura y dorada brillante.

¡Rápido! Coge el pico y haz palanca en los cimientos.
Tienes que dejar este trabajo de costurera.

“¿Qué significa este trabajo de coser parches?”, preguntas.
Comer y beber. El pesado manto del cuerpo
siempre se está desgarrando.

Lo parcheas con comida
y otras agitadas satisfacciones del ego.

Arranca un tablón de suelo de la tienda y mira
al sótano. Quizá veas dos destellos en la tierra.

(Versión basada en la traducción inglesa de Coleman Banks).

viernes, 15 de octubre de 2010

Sin principio ni fin

Hablando el otro día con una persona que venía de hacer un retiro de vipassana, me di cuenta de lo difícil que resulta explicar a otros el alcance del Dharma como lo practicamos en Mahabodhi Sunyata.

Esa persona me hablaba de que ahora, después de hacer algunos cambios en su vida, está dispuesta a apostar por un proyecto personal de búsqueda de la felicidad. En términos sociales suena impecable, hasta digno de elogio y emulación. Entonces, ¿cómo hacerle ver, sin hundirle en la miseria o espantarlo sin remedio, que poco proyecto así cabe en el Dharma, donde a fin de cuentas no hay persona, ni búsqueda, ni felicidad? Porque una manera de entender el camino budista es que poco a poco vas dejando de ser “alguien” (una identidad) y te vas convirtiendo en “nadie” –y que eso es lo mejor que te podría pasar, porque entonces se acaban la búsqueda, el sufrimiento y, claro, también esa escurridiza y siempre precaria felicidad que parece ser la solución a todos nuestros males.

Una afirmación así puede asustar fácilmente. Nuestra mente está tan acostumbrada a pensar de manera dual, y nuestra identidad es tan susceptible, que si nos llevan la contraria inmediatamente saltamos como un resorte al extremo opuesto para desacreditarlo: “¿Ah, que en el Dharma no hay búsqueda personal de la felicidad? Entonces, ¿qué hay, una pasividad impersonal que nos condena a la infelicidad?” Pero esa reacción está a años-luz de distancia del camino del medio que enseñó Buda, formulado precisamente como superación de las alternativas esquemáticas de la mente cognitiva que se cree en posesión de la verdad.

En el mundo occidental el individuo es la base de todo y la búsqueda de la felicidad individual se ha convertido en el gran motor de la sociedad de consumo. A ese individuo podríamos representarlo con un 1 –una línea estrecha con un principio y un final claros– y decir que así es la trayectoria de la vida de cada individuo: nacer, crecer, estudiar, encontrar un trabajo, formar una pareja, tener hijos, etc., todo ello aderezado con las habituales luces y sombras, hasta la muerte. Parece que lo más a lo que podemos aspirar es a ser un buen 1 en todos los frentes. Nuestra sociedad entera es una colección de unos, y aunque nos digan que la suma de unos produce otros números (parejas, familias, empresas, partidos políticos) no podemos negar que por lo general son una conjunción pasajera de elementos dispares, sin unidad real. Como cantaba Aimée Mann, “1 is the loneliest number that you’ll ever do”, o, en traducción libre, “el 1 está más solo que Adán en el Día de la Madre”.

En el budismo, por el contrario, parece como si la base de todo fuese el 0; no hay nadie que hace el camino ni nada que se alcanza. Al contrario que el 1, tan lineal y definido, el 0 no tiene principio ni fin. La base del Dharma no es el individuo ni ninguna cosa aislada; todo lo más, se podría decir que es la fuerza de la vida que hay en todo ser viviente, sin identidad ni separación; por eso el 0, que también representa la vida infinita que se alimenta de sí misma, le sienta tan bien. Parece como si entre ceros no pudiera haber problema (sí hay conflictos naturales, claro, pero si no hay identidades por medio se resuelven sin sufrimiento).

Aunque esto pueda sonar descorazonador, para mí es todo lo contrario. Ese “0” no quiere decir que haya una ausencia absoluta de cualquier cosa; sólo es una manera de indicar algo que está más allá del alcance de la mente cognitiva (a la mente cognitiva le da rabia pensar que puede haber cosas que se le escapan, pero es así). Lo único que puedes hacer con ese algo es experimentarlo; entonces los miedos y las dudas se aquietan y en su lugar brota una sonrisa.

Además, puedo afirmar que en los casos que conozco de primera mano de gente que ha llevado a cabo una transformación espiritual, el resultado paradójicamente les hace parecer más “ellos mismos” en vez de menos; es como si cuanto más se vaciara uno de sí mismo, más se llenara de otra cosa que le hace parecer más “persona”, único e irrepetible.

Sin duda es un camino lleno de paradojas este Dharma de Buda. Hace falta una mente abierta y flexible para acercarse a él.

martes, 5 de octubre de 2010

Una polémica tan antigua como el mundo mismo

Hay una cosa que se nos da muy bien a los humanos cuando las cosas no funcionan como nos gustaría: buscar culpables. Curiosamente, los culpables siempre suelen ser los demás, y nos encanta señalarlos con el dedo. Pero… a eso mismo se refería un antiguo sabio que entendía bastante de estos asuntos cuando habló de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

El problema es que, aunque a nosotros nos parezca lo contrario, denunciar las pajas en el ojo ajeno no nos quita la viga del nuestro. Al contrario, es un caso evidente de the pot calling the kettle black, como dicen en inglés (en el equivalente español más cercano, la sartén le dice al cazo “Apártate, que me tiznas”). El mundo está lleno de gente con ojos ciegos que va acusando a otros de estar tuertos. Es un círculo vicioso, que se perpetúa a menos que cada uno decidamos firmemente dejar de alimentarlo con nuestra propia contribución.

Al final, la cuestión clave es cómo emplear nuestra energía, que es limitada, en este mundo. Por suerte, las enseñanzas del Dharma nos ofrecen una nueva perspectiva cuando nos enfrentamos a la catástrofe que estamos organizando en todo el planeta:

Podemos dedicarnos a acusar a los demás sin pararnos a reflexionar sobre nosotros mismos, sin examinar honradamente si estamos contribuyendo en algo a la misma situación que denunciamos y sin cambiar nuestra conducta. Es lo más habitual y, a juzgar por los resultados, está claro que no soluciona nada porque no es más que una válvula de escape: fácil, gratificante y… estéril.

O podemos dedicarnos a trabajar para liberar nuestra propia naturaleza, en cuyo caso, si realmente estamos comprometidos, no hay demasiado tiempo para preocuparse por lo que hacen los demás ni tampoco por los grandes juegos de poder de esta sociedad enferma.

Entre medias hay muchas otras posibilidades, claro, y una de ellas es dedicarnos a investigar con una mente libre y crítica cuantas teorías oficiales o alternativas nos interesen. Hacerlo bien exige una mínima competencia técnica, además de mucha paciencia, trabajo, persistencia y honradez intelectual para desentrañar embrollos que suelen ser bastante peliagudos (aquí es donde es útil el racionalismo crítico para refinar nuestro enfoque lo más posible siguiendo criterios imparciales). Pero ese esfuerzo, incluso si produce resultados socialmente valiosos, es ajeno al trabajo del Dharma trascendental y puede robarle mucho tiempo –un tiempo que es necesario si es que de verdad estamos dedicados a ese camino.

A cada uno le corresponde decidir dónde va a poner su empeño. Al final todos volvemos al polvo de la tierra del que surgimos; ¿de qué vale ser el más cargado de razones del cementerio?

Creo sinceramente que nuestra propia transformación en verdaderos seres humanos es el mejor regalo que le podemos hacer al mundo.

Ése es el camino que se enseña en Mahabodhi Sunyata. Y, como decía un maestro indio recientemente fallecido, a nadie se le invita y todos son bienvenidos.