martes, 22 de octubre de 2019

Volver a casa


Una reflexión de Hanshan, el poeta ermitaño que fue ejemplo vivo del Dao y el Chan:

Echa a un pez a la tierra y se acordará del océano hasta que muera. Mete a un pájaro en una jaula y no se olvidará del cielo. Uno y otro conservan la nostalgia de su verdadero hogar, el lugar en el que su naturaleza ha decretado que deberían estar.

El ser humano nace en un estado de inocencia. Su naturaleza original es amor y gracia y pureza. Y sin embargo emigra tan a la ligera, sin ni siquiera dedicarle un pensamiento a su antiguo hogar. ¿No es esto más triste que los peces y los pájaros?

 


jueves, 17 de octubre de 2019

Una buena base de vacuidad



Una de las enseñanzas que más echo en falta entre los que pretenden enseñar budismo y meditación hoy día es la idea, absolutamente central en el Dharma, de que todo es ilusión. Quítale eso, y el Dharma empieza a deslizarse por una resbaladiza pendiente que fácilmente lo lleva a convertirse en simplemente otra religión domesticada, limitada a promulgar los buenos sentimientos y una cierta serenidad. Su gran aportación, el potencial intrínseco que lo diferencia de otras vías, se queda reducido entonces a algo casi meramente estético.

Pero Buda no fue un predicador moralista. Su camino, y el descubrimiento al que llegó como consecuencia, tuvieron siempre un marcado sabor de investigación libre y analítica. La compasión y la benevolencia son santo y seña de los verdaderos maestros del Dharma de Buda, pero ambas se sustentan en una base firme de sabiduría empírica sobre cómo funciona la mente humana –en el sentido más amplio, más allá de la dimensión cognitiva.

En el llamado “Sermón del fuego” (Sutta Adittapariyaya, SN 35.28), Buda se dirigió a un grupo de adoradores del fuego en estos términos:

Monjes, todo está ardiendo. ¿Qué significa que todo está ardiendo?

El ojo está ardiendo, las formas están ardiendo, la conciencia del ojo está ardiendo, el contacto del ojo está ardiendo; también toda sensación placentera o penosa, y la que no es ni placentera ni penosa que depende del ojo como su condición indispensable, está ardiendo. ¿Ardiendo con qué? Ardiendo con el fuego de la codicia, con el fuego de la animadversión, con el fuego de la falsa ilusión; ardiendo con el nacimiento,  la vejez y la muerte; con las penas, lamentaciones, dolores, con la angustia y desesperación.

El oído está ardiendo..., la nariz está ardiendo…, la lengua está ardiendo..., el cuerpo está ardiendo..., la mente está ardiendo, las ideas están ardiendo, la conciencia de la mente está ardiendo, el contacto de la mente está ardiendo; también toda sensación placentera o penosa, y la que no es ni placentera ni penosa que depende de la mente como su condición indispensable, está ardiendo. ¿Ardiendo con qué? Ardiendo con el fuego de la codicia, con el fuego de la animadversión, con el fuego de la falsa ilusión; ardiendo con el nacimiento,  la vejez y la muerte; con las penas, lamentaciones, dolores, con la angustia y desesperación.

¿Qué dice Buda aquí? Dos cosas fundamentales. La primera es que nuestra percepción de eso que llamamos “realidad” no es inmediata y fiel, sino que ocurre a través de una serie de pasos, que la psicología moderna llama el proceso aferente: el órgano sensorial (el ojo, el oído, la nariz…), la impresión recibida en el órgano (el contacto), la respuesta inicial del sistema (el placer o no placer), la percepción de las formas… hasta llegar a la conciencia. La segunda es que en cada uno de esos pasos hay una interferencia (el fuego), que según Buda surge debido a ciertas influencias inconscientes (la codicia, la animadversión, la falsa ilusión). Y el resultado de esas interferencias es el sufrimiento.

Este descubrimiento es la base absoluta del Dharma de Buda.

Es curioso que ninguna otra de las vías religiosas tradicionales a las que el budismo moderno occidental se está asimilando como sin darse cuenta incluye enseñanza alguna remotamente parecida a esta. ¿A qué precio estamos dispuestos a pasarla por alto o tirarla por la borda?

En cambio, la ciencia occidental sí descubrió algo muy similar allá por el siglo XIX. He aquí un extracto de la reseña “A Theorist of (Not Quite) Everything” de Steve Shapin (NYRB, 10 octubre 2019) sobre el libro Helmholtz: A Life in Science de David Cahan:

Para los fisiólogos, la expansión de las ciencias naturales hacia dominios antes en posesión de la filosofía conllevaba involucrarse, en primer lugar, con la estructura y funcionamiento del sistema nervioso; en segundo, con la relación entre las sensaciones humanas y el mundo exterior; y, por último, con la percepción de cosas que provocaban una respuesta estética, en especial el arte y la música. Una posición científica que Helmholtz heredó de su profesor Müller –de cuya enorme trascendencia dijo que “se inclinaba a compararla con el descubrimiento de la ley de gravedad”– fue la “ley de las energías nerviosas específicas”; cada tipo de sistema sensorial responde según su modalidad única, con independencia de la naturaleza del estímulo que le afecta. Así, por ejemplo, ves estrellas si te frotas los ojos con fuerza y también si se estimula eléctricamente el nervio óptico, y cada uno de los demás sistemas sensoriales tiene su propio modo particular de respuesta a la estimulación.

Esa es una afirmación científica, pero también tiene efectos sobre cuestiones filosóficas. Según la ley de las energías nerviosas específicas, las sensaciones solo pueden constituir un testimonio indirecto de la realidad exterior: los distintos tipos de nervios sensoriales tienen su propia gramática diferenciada, y cada tipo habla con su vocabulario especial. La realidad que vemos no se divide innatamente en “bits” visuales, “bits” acústicos, “bits” táctiles, etc. Más bien, es el cuerpo el que canaliza y distribuye activamente la realidad hacia estos modos diferentes. Los filósofos habían debatido largo tiempo la relación entre la realidad y lo que los sentidos llevan a la mente, pero quienes abrazaban las variantes de la doctrina de las energías nerviosas específicas poseían ahora pruebas experimentales que les permitían sustituir las disputas filosóficas por certeza científica si así lo deseaban.

En lo que Helmholtz se apartó de Müller fue en su importante afirmación de que la correspondencia entre nuestras sensaciones y los objetos percibidos ocurre no mediante las propiedades innatas de los nervios sino mediante la acumulación de comportamientos aprendidos, un proceso al que denominó “inferencia inconsciente”. Los órganos de los sentidos, escribe Cahan, son “educados”; la relación entre las sensaciones y los objetos externos es una de signo o símbolo, no de imagen; y las percepciones que la mente construye a partir de las sensaciones no reflejan simplemente el mundo sino que lo interpretan activamente, recurriendo al conocimiento acumulado, a expectativas aprendidas y a las costumbres de las culturas históricamente específicas que habitan los seres humanos. Así pues, hay una doble disyunción entre la realidad externa y nuestras percepciones –la primera, debida al funcionamiento de las energías nerviosas específicas, ocurre entre las sensaciones y sus causas físicas; la segunda, debida al efecto de la inferencia inconsciente, ocurre a medida que la mente crea percepciones a partir de las sensaciones.

La sorprendente medición por parte de Helmholtz de la velocidad de conducción nerviosa, identificada recientemente como impulso eléctrico, mostraba de manera similar una disyunción entre hecho y experiencia. Creemos que experimentamos las cosas “en tiempo real”, por así decir, pero Helmholtz estableció que la velocidad de conducción estaba en torno a los 24-38 metros por segundo, de forma que quedó científicamente determinado que el “tiempo real” conlleva un retraso.

Ahí se ven tres filtros que se interponen entre la “realidad ahí fuera” y nuestra experiencia de ella, que tomamos por inmediata y fiel, “dentro” de nosotros (básicamente en el cerebro): la codificación de los estímulos externos traducidos al lenguaje particular de cada sentido; la interpretación individual y social que le añadimos a ese conglomerado mediante la educación que recibimos desde niños (que realmente tiene mucho de “formateado”, como antiguamente hacíamos con los floppy disks del PC); y el retraso mínimo pero real que le impone la velocidad de transmisión de los impulsos nerviosos, que nos hace vivir siempre una fracción de segundo por detrás de lo que creemos que estamos percibiendo.

Si a eso le añadimos el cuarto filtro de los “fuegos” de Buda, queda claro que todo es ilusión, maya

El Sutra del diamante budista ofrece este consejo:

Así habéis de considerar a todo este mundo fugaz:
Una estrella al amanecer, una burbuja en la corriente;
Un relámpago que fulgura en una nube de verano,
Una lámpara parpadeante, una quimera y un sueño.

Visto así, con el intelecto, ya es absurdo que nos permitamos sufrir. Pero cuando maya, la ilusión del samsara natural, sea una experiencia constante para nosotros, y no solo una idea, estoy seguro de que dejaremos atrás dukkha como los árboles se desprenden de las hojas en otoño.