domingo, 14 de julio de 2013

El gran camino



Somos un relato. Quien creemos y sentimos que somos es básicamente un cuento chino que hemos ido elaborando y refinando desde que tenemos conciencia, condicionado y refrendado infinitas veces por nuestra familia, amigos y entorno. Y ese cuento, como todos los que hemos oído o leído desde pequeños, debe tener un sentido también, ¿no? Porque si no... ¿cuál sería el propósito del cuento?

También hemos crecido en una sociedad donde la noción de “persona” es fundamental, desde los derechos humanos hasta la libertad del consumidor y del votante soberano. Por todas partes se nos refuerza la impresión de que hay que ser “alguien” en la vida, un individuo fuerte, capaz y autónomo, dotado de autoestima, que triunfe y deje huella. Y así seguimos añadiendo capítulos al relato, diseñando su nudo argumental, sus complicaciones y su desenlace, esperando que la vida confirme y corrobore nuestra gloriosa narración.

Luego algunos encontramos el budismo y la meditación, y aunque las enseñanzas del Dharma nos invitan constantemente a experimentar lo insustancial y pasajero que es eso que llamamos “yo”, afirmando que así es la verdadera naturaleza de las cosas, nos aferramos a nuestro sentido como si nos fuera la vida en ello –y en cierto modo así es: no la vida en sí, sino solo la identidad que nos hemos inventado, que valoramos como nuestra posesión más preciada. Queremos la liberación del sufrimiento, pero no a cualquier precio.

El Wumenguan, la colección clásica china de koans, empieza con este preámbulo:

大道無門
千差有路
透得此關
乾坤獨歩
“El gran camino (Dào) no tiene verja,
mil senderos llevan a él;
una vez franqueas esa frontera,
deambulas sin trabas por el universo”.

Ese puesto de control o paso fronterizo (, guān) que hay que atravesar tiene mucho que ver con soltar y dejar atrás los pesados fardos que tomamos por nuestro “yo”. No es un trance fácil ni seguro; al contrario, es un umbral que despierta temores atávicos y gran resistencia por parte de nuestra identidad, que recula ante la posibilidad de desaparecer por miedo al vacío: si pierdo mi identidad, ¿qué será de mí? ¿Me convertiré en un cascarón hueco e inerte, como un zombi? ¿Caeré en un espacio sin fin, sin referencias ni asideros? Pero esa es la voz del miedo, no de nuestra naturaleza más profunda, que anhela deambular sin trabas por el mundo.

He tenido la suerte de conocer a dos personas que han cruzado ese umbral, y desde luego eran cualquier cosa menos zombis. Al contrario, en su presencia éramos los demás los que parecíamos zombis, o al menos humanos incompletos; en comparación, ellos eran como flores abiertas. Esas vivencias me han quitado para siempre la duda sobre si el budismo puede ser una mera especulación intelectual sin base real ni aplicación posible y son para mí un recordatorio permanente del magnífico potencial que llevamos dentro, esperando a brotar.

El gran camino no tiene más verjas que las trabas ilusorias que le ponemos con nuestra propia mente. Ahí está el intríngulis, porque no hay obstáculo más ilusorio ni tampoco más escurridizo. La mente es el auténtico poder en la sombra. Este koan Chan nos desnuda de toda excusa y nos deja en la encrucijada, a la intemperie de nuestra propia mente, flotando entre la vida y la muerte. 

¿Qué será?