Somos
un relato. Quien creemos y sentimos que somos es básicamente un cuento chino
que hemos ido elaborando y refinando desde que tenemos conciencia, condicionado
y refrendado infinitas veces por nuestra familia, amigos y entorno. Y ese
cuento, como todos los que hemos oído o leído desde pequeños, debe tener un
sentido también, ¿no? Porque si no... ¿cuál sería el propósito del cuento?
También
hemos crecido en una sociedad donde la noción de “persona” es fundamental,
desde los derechos humanos hasta la libertad del consumidor y del votante
soberano. Por todas partes se nos refuerza la impresión de que hay que ser “alguien”
en la vida, un individuo fuerte, capaz y autónomo, dotado de autoestima, que
triunfe y deje huella. Y así seguimos añadiendo capítulos al relato, diseñando
su nudo argumental, sus complicaciones y su desenlace, esperando que la vida confirme
y corrobore nuestra gloriosa narración.
Luego
algunos encontramos el budismo y la meditación, y aunque las enseñanzas del
Dharma nos invitan constantemente a experimentar lo insustancial y pasajero que
es eso que llamamos “yo”, afirmando que así es la verdadera naturaleza de las
cosas, nos aferramos a nuestro sentido como si nos fuera la vida en ello –y en
cierto modo así es: no la vida en sí, sino solo la identidad que nos hemos
inventado, que valoramos como nuestra posesión más preciada. Queremos la
liberación del sufrimiento, pero no a cualquier precio.
El
Wumenguan, la colección clásica china
de koans, empieza con este preámbulo:
大道無門
千差有路
透得此關
乾坤獨歩
“El gran
camino (Dào) no tiene verja,
mil senderos
llevan a él;
una vez
franqueas esa frontera,
deambulas
sin trabas por el universo”.
Ese
puesto de control o paso fronterizo (關,
guān) que hay que atravesar tiene mucho que ver con
soltar y dejar atrás los pesados fardos que tomamos por nuestro “yo”. No es un
trance fácil ni seguro; al contrario, es un umbral que despierta temores atávicos
y gran resistencia por parte de nuestra identidad, que recula ante la
posibilidad de desaparecer por miedo al vacío: si pierdo mi identidad, ¿qué
será de mí? ¿Me convertiré en un cascarón hueco e inerte, como un zombi? ¿Caeré
en un espacio sin fin, sin referencias ni asideros? Pero esa es la voz del
miedo, no de nuestra naturaleza más profunda, que anhela deambular sin trabas
por el mundo.
He
tenido la suerte de conocer a dos personas que han cruzado ese umbral, y desde
luego eran cualquier cosa menos zombis. Al contrario, en su presencia éramos los
demás los que parecíamos zombis, o al menos humanos incompletos; en comparación,
ellos eran como flores abiertas. Esas vivencias me han quitado para siempre la
duda sobre si el budismo puede ser una mera especulación intelectual sin base
real ni aplicación posible y son para mí un recordatorio permanente del magnífico
potencial que llevamos dentro, esperando a brotar.
El
gran camino no tiene más verjas que las trabas ilusorias que le ponemos con
nuestra propia mente. Ahí está el intríngulis, porque no hay obstáculo más
ilusorio ni tampoco más escurridizo. La mente es el auténtico poder en la
sombra. Este koan Chan nos desnuda de
toda excusa y nos deja en la encrucijada, a la intemperie de nuestra propia
mente, flotando entre la vida y la muerte.
¿Qué
será?