miércoles, 15 de octubre de 2014

Un voto sonriente






Cuando explico el budismo a otras personas, uno de los retos más peliagudos es cómo afirmar lo que siento como cierto de toda certeza sin caer en el dogmatismo.

Parte de la dificultad viene de que vivimos en una cultura muy distinta de la antigua India, donde Gautama proclamó el Dharma por primera vez. Ahora, al menos en Occidente, nos movemos en un ambiente de democracia y relativismo, donde se da por sentado que cada cual tiene su opinión y que todas son igualmente respetables. Excepto en ciencia y tecnología, la noción de verdad objetiva ha cedido terreno frente a la tolerancia, la libertad personal y el rechazo de la ortodoxia religiosa.

El resto de la dificultad estriba en que en el budismo sí que hay un criterio de verdad, que es simple y llanamente la propia experiencia.

Ah, pero la propia experiencia... ¿no es por definición subjetiva? ¡He ahí el problema! ¿Cómo puede algo que se experimenta subjetivamente servir como criterio universal y válido para todos?

Nosotros, hijos involuntarios del Romanticismo, creemos que nada hay más personal, único e intransferible que la propia experiencia, que es lo que nos distingue de los demás. Todos sentimos que somos especiales de alguna manera u otra.

Para Buda, en cambio, y para muchos otros que siguieron sus pasos, hay experiencias que pueden ser comunes y compartidas; lo propio no tiene por qué ser exclusivo. Cada uno las vivirá a su manera, pero si realmente son importantes y dejan huella, dos personas que las hayan tenido podrán reconocerse entre sí igual que dos carteristas se reconocen al instante en una habitación llena de gente (me suena que Rumi usa esta imagen en algún poema –lo agradeceré si alguien me lo confirma).

La experiencia que sirve de piedra de toque en el Dharma se llama el Despertar (bodhi) y es la esencia del camino: el sol que no vemos directamente pero que proyecta las sombras que sí percibimos como la forma externa del budismo: las prácticas y enseñanzas.

Pero hay muchos budismos, se me dirá; tantos como culturas que lo albergan, escuelas que lo practican o incluso personas que lo profesan.

En cierto sentido, se puede ver así. Pero en otro más importante, solo hay un budismo: el que ha convalidado la sucesión de aparentes individuos que siguieron los pasos de Siddhartha Gautama y llegaron, como él, a la otra orilla, al Despertar.

En realidad, el término “budismo” equivale a “despertismo”, no a la adoración del personaje histórico llamado Buda. ¿Qué sentido tiene si no hay despertar? Más o menos el mismo que tendría un montañismo sin montañas.

El antiguo Chan está lleno de historias pintorescas de maestros siempre atentos para examinar a sus estudiantes, a veces con la intensidad de un duelo de esgrima, en busca de esto mismo: comprobar si de verdad habían despertado, cada uno a su manera pero más allá de la mente, con la certeza total de quien siente en carne propia la luz y el calor de ese sol que alumbra tras las enseñanzas y prácticas.

Por eso el Dharma budista es como un árbol milagroso que se extiende a través de los siglos entre la oscuridad y el bullicio de multitudes y de vez en cuando, muy de vez en cuando, da flores; no hay dos iguales en su forma, aroma o color, pero con un poco de sensibilidad se puede apreciar que todas son de la misma familia, porque hay una suerte de consistencia interna que las une a todas como hermanos que comparten rasgos comunes.

Una de las paradojas que me encuentro mientras sigo en el camino con sinceridad, pero sin haber llegado aún a la otra orilla, es que me siento mucho más capaz de intuir qué flores no son de la familia budista, por mucho que se presenten como tales, que de demostrar mi pertenencia a esa familia con el florecimiento de mi propia sabiduría y compasión. Ambas cosas parecen avanzar a distinta velocidad.

Pero mi propia certeza a la hora de descartar no significa, por supuesto, que otros tengan que aceptar mis intuiciones. En inglés hay un proverbio que dice the proof of the pudding is in the eating –en otras palabras, que no se sabe si algo es bueno hasta que se prueba. También hay un refrán español que dice: “Arrieros somos y en el camino nos encontraremos”. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio.

Así pues, hago votos por que un día todos los seres nos encontremos en la otra orilla, que no es un lugar, y podamos sonreír ante los esfuerzos que hicimos, cada uno a su manera, por llegar ahí.

Y, ya puestos, yo al menos también espero reírme abiertamente de mis errores y tropiezos por el camino, y por qué no, de la falsa importancia y la seriedad mal entendida con que me lo tomé a veces.

Como decía Shanjian más de una vez, “No te preocupes; todo es un gran chiste”.

¡Que así sea!

viernes, 10 de octubre de 2014

¿Iguales o diferentes?


Vuelve mi polémica en torno al psicoanálisis, sus semejanzas y diferencias con el Dharma de Buda. Realmente la culpa es mía, porque si hubiese recorrido de cabo a rabo el camino budista, ¡no habría lugar para estas discusiones!

Nietzsche se mofaba de la farsa que es la historia humana cuando se ve en perspectiva:

En algún remoto rincón del universo, derramado y reluciente en sus innumerables sistemas solares, hubo una vez una estrella en la que unos animales ingeniosos inventaron el conocimiento. Ese fue el minuto más arrogante y más falso de la “historia universal” –pero no fue más que un minuto. Después de que la naturaleza respirara unas cuantas veces la estrella se enfrió, y los animales ingeniosos tuvieron que morir.
Tengo para mí que Lacan y otros –de hecho, la mayoría de nosotros– no somos más que animales ingeniosos. Pero también creo que, entre todos estos animales, algunos pocos logran elevarse por encima de sus circunstancias y llegan a volverse plenamente humanos: Siddhartha Gautama fue uno de ellos y, a mi juicio, Shanjian Dashi ha sido otro. Seguro que entre medias, y a ambos lados también, hay muchos más, algunos que conozco por sus escritos y otros de los que no tengo la más remota idea ni conoceré nunca. Bien visto, tampoco hace falta. Solo conocer a uno ya es una experiencia imborrable, y suficiente para demostrar que ese salto es posible.
En cambio, por lo que sé de él, a mí Lacan no me parece más que otro animal ingenioso –un mono especialmente astuto, quizá, pero poco más. Aunque lo vistan con las sedas de la transformación interna, aunque poseyera muchos más conocimientos y fuese infinitamente más brillante que yo, para mí sigue siendo nada más que un simio hábil que no ha tocado ni de lejos el corazón del ser humano.

Muéstrame alguien que habiendo seguido su método proyecte algo parecido a la compasión y sabiduría que irradiaba Shanjian Dashi y entonces a lo mejor cambiaré de opinión –en el fondo no es más que una opinión, aún no respaldada por la experiencia del despertar, que es la verdadera esencia del budismo.

Y sin embargo, a pesar de todas mis carencias y traspiés, la pregunta que no puedo evitar hacerme es: ¿cómo quiero pasar el tiempo que me quede en esta estrella aún caliente: en compañía de unos monos ingeniosos o siguiendo el camino de “los pocos sabios que en el mundo han sido” –lleve adonde lleve?

Mejor dejar que mi propia vida responda a esta pregunta antes que enzarzarme en discusiones que dan vueltas sobre sí mismas sin ir a ninguna parte.

miércoles, 8 de octubre de 2014

En la muerte de un conocido



Ayer me anunciaron que había muerto en accidente en el mar una persona que conocía. Nunca llegué a conocerlo bien, la verdad, pero parecía un tipo muy majo a pesar de que la primera vez que hablamos, en una cena en casa de un amigo común, discrepamos sobre la caza. Si eso ya tuvo poca importancia entonces, imaginaos ahora. Es un buen recordatorio para no quedarse enganchado en las nimias irritaciones de la vida diaria, sino soltarlas y estar a lo que cuenta de verdad.

Noticias como ésta nos arrojan abruptamente a la intemperie, donde nuestras creencias y valores, actos y planes quedan expuestos a la luz inclemente de saber que nuestro tiempo es limitado. Pero la intemperie también es buen lugar para aprovechar la vista panorámica y reorientarnos para vivir mejor los momentos que nos queden sobre esta tierra, tan llena de vida como de muerte.

El maestro Shanjian siempre solía decir que “si entiendes, no hay nada que perdonar”; si comprendemos de verdad, desde dentro, no hay espacio para la amargura o el reproche –no importa si es a otra persona o al universo entero, que tan injusto parece a veces. En cambio, si no entendemos, vamos dando tumbos sumidos en la confusión y el pesar, como decía Laozi. Comprender de corazón no es fácil y requiere esfuerzo, pero siempre podemos hacer nuestro ese camino.

En China llevan viviendo y muriendo tanto tiempo como en Occidente, y sin embargo hay indicios que apuntan a que algunos sabios lo hacían mejor que nosotros:

Si buscas una imagen de la vida y la muerte
El hielo y el agua son la verdadera ilustración.
El agua se congela y se vuelve hielo;
El hielo se derrite y de nuevo se vuelve agua.
Lo que ha muerto ciertamente nacerá otra vez,
Lo que ha nacido debe morir.
El hielo y el agua no se dañan el uno al otro;
Tanto la vida como la muerte están bien.

       *    *    *
Vacía la mente de todo pensamiento.
Permite que el corazón esté en paz.
Observa el tumulto de los seres
Pero contempla su regreso.

Cada ser separado del universo
Regresa a la fuente común.
Regresar a la fuente es serenidad.

Si no eres consciente de la fuente,
Vas dando tumbos sumido en la confusión y el pesar.
Cuando te das cuenta de dónde vienes,
Naturalmente te vuelves tolerante,
Desinteresado, divertido,
Amable como una abuela,
Digno como un rey.
Inmerso en el asombro del Dao
Puedes lidiar con cuanto la vida te traiga,
Y cuando llega la muerte, estás preparado.

Espero que todos sepamos aprovechar ocasiones como esta para ahondar en nuestra comprensión de la muerte y de la vida, a pesar del dolor que conllevan.