viernes, 6 de octubre de 2023

No resistirse y no rendirse

 


Hay un episodio en La Odisea que viene a cuento de nuestra práctica de meditación, sobre todo en las modalidades de anapanasati y satipatthana que seguimos en el Círculo de Meditación Sierra de Madrid. Es la escena en la que Menelao le cuenta a Telémaco sus dificultades para regresar a Esparta después de la guerra de Troya—un destino penoso que compartió con Ulises, aunque no le llevó tantos años. El pasaje relevante está al final. La cita es larga pero creo que merece la pena:

»Los dioses me habían detenido en Egipto, a pesar de mi anhelo de volver acá, por no haberles sacrificado hecatombes perfectas, pues las deidades quieren que no se nos vayan de la memoria sus mandamientos. Hay en el alborotado mar una isla, enfrente de Egipto, que llaman Faro, y se halla tan lejos de él cuanto puede andar en todo el día una cóncava embarcación si la empuja el sonoro viento. Tiene la isla un puerto magnífico desde el cual echan al mar las bien proporcionadas naves, después de hacer aguada en un manantial profundo. Allí me tuvieron los dioses veinte días, sin que se alzaran los vientos favorables que soplan en el mar y conducen los navíos por su ancho dorso. Ya todas las provisiones se me iban agotando y también menguaba el ánimo de los hombres, pero me salvó una diosa que tuvo piedad de mí: Idotea, hija del fuerte Proteo, el anciano de los mares, la cual, sintiendo que se le conmovía el corazón, se topó conmigo mientras vagaba solo y apartado de mis hombres, que andaban continuamente por la isla pescando con corvos anzuelos, pues el hambre les atormentaba el vientre.

»Se detuvo Idotea y me dijo estas palabras: «¡Forastero! ¿Eres así, tan simple e inadvertido? ¿O te abandonas voluntariamente y te huelgas de pasar dolores, puesto que, detenido en la isla, desde largo tiempo, no hallas medio de poner fin a semejante situación a pesar de que ya desfallece el ánimo de tus amigos?».

»Así habló, y le respondí de este modo: «Te diré, seas cual fueres de las diosas, que no estoy detenido por mi voluntad, sino que debo de haber pecado contra los inmortales que habitan el anchuroso cielo. Mas revélame—ya que los dioses lo saben todo—cuál de los inmortales me detiene y me cierra el camino, y cómo podré llegar a la patria, atravesando el mar abundante en peces».

»Así le hablé. Me contestó en el acto la divina entre las diosas: «¡Oh, forastero! Voy a informarte con gran sinceridad. Frecuenta este sitio el veraz anciano de los mares, el inmortal Proteo egipcio, que conoce las honduras de todo el mar y es servidor de Poseidón. Dicen que es mi padre, que fue él quien me engendró. Si, poniéndote en asechanza, lograras agarrarlo de cualquier manera, te diría el camino que has de seguir, cuál será su duración y cómo podrás volver a tu patria, atravesando el mar en peces abundoso. Y también te relataría, oh, alumno de Zeus, si desearas saberlo, lo malo o lo bueno que haya ocurrido en tu casa desde que te ausentaste para hacer este viaje largo y difícil».

»Tales fueron sus palabras; y le contesté diciendo: «Enséñame tú la asechanza que he de tender al divino anciano: no sea que me descubra antes de tiempo o llegue a conocer mi propósito y se escape, pues es muy difícil para un hombre mortal sujetar a un dios».

»Así le dije, y me respondió la divina entre las diosas: «¡Oh, forastero! Voy a instruirte con gran sinceridad. Cuando el sol, siguiendo su curso, llega al centro del cielo, el veraz anciano de los mares, oculto por negras y encrespadas olas, salta en tierra al soplo del Céfiro. En seguida se acuesta en honda gruta y a su alrededor se ponen a dormir, todas juntas, las focas de nadadores pies, hijas de la hermosa Halosidne, que salen del espumoso mar exhalando el áspero olor del mar profundísimo. Allí he de llevarte, al romper el día, a fin de que te pongas acostado y contigo los tuyos por el debido orden; que para ello escogerás tres compañeros, los mejores que tengas en las naves de muchos bancos. Voy a decirte todas las astucias del anciano. Primero contará las focas, paseándose por entre ellas; y, después de contarlas de cinco en cinco y de mirarlas todas, se acostará en el centro como un pastor en medio del ganado. Tan pronto como le vierais dormido, cuidad de tener fuerza y valor y sujetadle allí mismo aunque desee e intente escaparse. Entonces probará a convertirse en todos los seres que se arrastran por la tierra, y en agua, y en ardentísimo fuego; pero vosotros tenedle con firmeza y apretadle más. Y cuando te interrogue con palabras, mostrándose tal como lo visteis dormido, abstente de emplear la violencia: deja libre al anciano, oh, héroe, y pregúntale cuál de las deidades se te opone y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar en peces abundoso».

 Odisea IV, 351-425

 

Quien haya practicado en el Círculo sabe bien, por experiencia propia, qué jaula de grillos solemos descubrir en nuestro interior en cuanto volvemos la mirada hacia dentro. En la literatura budista se compara la mente descontrolada con una catarata o con una banda de monos que va saltando de rama en rama por la jungla.

Por eso estas prácticas “a palo seco”, en silencio y sin guía externa, son tan saludables, a pesar de su mayor dificultad inicial: nos confrontan con la realidad de lo que ocurre de puertas para adentro cuando miramos ahí y con el sinfín de distracciones que pugnan por atraer nuestra atención con trucos constantes e inagotables. La figura de Proteo ilustra cómo reacciona la mente no cultivada cuando empezamos a indagar en ella: protesta, se revuelve y recurre a todo tipo de tretas para zafarse de nuestro abrazo; el Dhammapada incluso la compara con un pez que han pescado y se debate en agonía sobre la arena. Al igual que el anciano de los mares, la mente intenta escapar, y puede aprovechar todos los estímulos que aparecen en ella (sensaciones físicas, emociones, pensamientos, recuerdos, planes, etc.) como distracciones para escabullirse de la atención a lo que hay aquí y ahora, que es lo que queremos practicar.

Por eso nuestra tarea consiste en mantener la mente quieta, sin reprimir nada a la fuerza, dejando que surjan las posibles distracciones—igual que Proteo se transforma en toda suerte de reptiles, en agua o en fuego—pero regresando siempre al momento presente, una y mil veces, ya sea con la atención concentrada en el tacto del aire al pasar por las fosas nasales o con la contemplación abierta a todos los fenómenos físicos, emocionales y mentales que aparecen, transcurren y desaparecen por sí solos, sin esfuerzo por nuestra parte.

Nosotros, claro, no somos héroes homéricos, y por eso nuestro recurso no es la fuerza de sujetar y apretar. Al contrario: es la recta energía, que es la energía mínima imprescindible para realizar cualquier tarea, unida a la recta atención que prestamos al objeto de la meditación. Como me dijo una vez una gran maestra del piano, “no se conquista por medio de la fuerza; se conquista por medio de la relajación”.

La meditación es un arte sutil. Aquí no vale el ceño fruncido ni apretar los dientes; meditamos con una actitud tranquila y relajada, con un toque de ligereza y, si es posible, hasta de curiosidad y diversión. La mente-Proteo no dejará de intentar seducirnos con todo tipo de propuestas e incitaciones para librarse del foco incómodo que le hemos puesto encima. Nosotros nos mantenemos firmes, y nuestra postura física, en la que buscamos la mayor estabilidad, refuerza nuestra actitud interna, que se siente capaz de afrontar cualquier cosa que la mente-Proteo nos eche, sea lo que sea, sin apartar la mirada. Ese es otro beneficio de la práctica: que nos devuelve el poder que una mente distraída y descontrolada pierde a chorros, como agua que se escapa por un colador.

Sencillez, sobriedad y realismo son rasgos propios de estos estilos de meditación, que, por así decir, no tienen ni un gramo de grasa. Sus consecuencias incluyen una mayor autonomía, conocimiento y madurez personales, así como confianza en nuestras propias fuerzas.

Una vez la mente se calma y se serena es capaz de dar respuesta a nuestras preguntas más ardientes, igual que Proteo cuando recobra su aspecto original; a la larga, incluso puede mostrarnos el camino de vuelta a casa, que no es el palacio de Menelao sino nuestra verdadera naturaleza. Ahí ya entran en juego otras prácticas más avanzadas del Dharma, que apuntan más allá de la experiencia inmediata de nuestros sentidos (es decir, son trascendentales) y requieren un maestro que haya recorrido ese camino y sepa guiarnos.

Ya queramos seguir esa senda o no, las prácticas de anapanasati y satipatthana constituyen una base sólida para entender cualquier tipo de meditación que practiquemos en el futuro y por sí solas traen beneficios importantes para nuestro bienestar y equilibrio en la vida diaria.

Así es esta práctica del Dharma: sana, sencilla (aunque no fácil) y natural, pues ¿qué hay más natural que respirar y reposar en atención relajada?