martes, 5 de noviembre de 2019

Los preceptos en el Dharma

En el budismo tradicional, hay cinco preceptos que se ofrecen como guía para los estudiantes que quieran adoptarlos voluntariamente como parte de su entrenamiento. Son estos:
  • Abstenerse de matar
  • Abstenerse de tomar lo que no se nos ha dado
  • Abstenerse de mentir (y de chismorrear y usar palabras vanas o ásperas)
  • Abstenerse de tomar sustancias que nublen la mente
  • Abstenerse de tener relaciones sexuales inapropiadas
El sentido básico de no hacer daño a otros ni a nosotros mismos está claro. Pero es común tomarlos en sentido literal y además asimilarlos a la tradición cristiana que nos resulta familiar, con lo cual tienden a convertirse en mandamientos, con todo lo que eso implica: el premio por cumplirlos, el castigo por incumplirlos, y el juicio de algo o alguien externo a nosotros sobre nuestra culpa o mérito. Menuda empanada.

Pero los preceptos no son mandamientos, sino consejos. En esa línea, es mejor entenderlos como una sugerencia de refrenar ciertos comportamientos que como una máxima que se deba seguir a rajatabla, obedeciendo a la mente como si fuese un sargento implacable y con pocas luces. Y es que los preceptos, cuando se entienden bien, van más allá de la mente cotidiana. No se trata solo de qué es lo que hacemos; tienen que ver con desde dónde lo hacemos –la actitud y la intención que preceden a cualquier acción. Entonces, uno puede seguir en apariencia todos los preceptos externamente pero incumplirlos sistemáticamente por dentro, ya sea por negligencia o por falta de comprensión. Lo que más importa es lo que ocurre en nuestro fuero interno.

En el Dharma antiguo, se habla de “los tres venenos” o “las tres raíces malsanas”: la confusión (a veces llamada ignorancia), la codicia y la aversión u hostilidad. Shanjian las llamaba las tres identidades, y esa etiqueta certera apunta a que las llevamos dentro y están íntimamente ligadas a nuestro concepto (manchado) de quiénes somos. Una vez entendemos y aceptamos esa idea, si casa con nuestra experiencia, ya no vale echar balones fuera…

Ahora, mira qué interesante es lo que ocurre cuando enlazas el concepto de la “identidad” con los preceptos. Entonces,  “Abstenerse de matar, robar, mentir, etc.,” pasa a ser “Refrenar todo impulso de matar, robar, mentir, etc., con, por y para la identidad”. Eso ya es muy diferente, ¿no? Es el interés propio y antinatural de estas identidades el que mancha las acciones, no el acto en sí el que es pecaminoso (en sentido cristiano).

Pero hay más, porque estas identidades actúan en contra del interés natural de la Fuerza de la Vida, que es nuestra naturaleza budista. Entonces, si miramos un poco más profundo, vemos que, efectivamente, estas identidades están dañando a nuestra propia naturaleza: son como un quintacolumnista infiltrado en el sistema que está usurpando nuestra fuerza vital en beneficio propio.

Así es. Nuestras identidades están violando salvajemente todos los preceptos, uno por uno: tomando lo que no se les ha dado (la energía de la Fuerza de la Vida); mintiendo con disonancia cognitiva (ofreciendo todo tipo de excusas y justificaciones para comportarse a su gusto); nublando la mente con su confusión, codicia y aversión; y reproduciéndose continuamente mediante la Originación Dependiente. En suma, matando poco a poco a nuestra propia naturaleza.

¿No es algo tremendo cuando se ve así?

¿No es asombroso cómo el Dharma multiplica su profundidad en cuanto rascamos bajo la superficie de las palabras?

martes, 22 de octubre de 2019

Volver a casa


Una reflexión de Hanshan, el poeta ermitaño que fue ejemplo vivo del Dao y el Chan:

Echa a un pez a la tierra y se acordará del océano hasta que muera. Mete a un pájaro en una jaula y no se olvidará del cielo. Uno y otro conservan la nostalgia de su verdadero hogar, el lugar en el que su naturaleza ha decretado que deberían estar.

El ser humano nace en un estado de inocencia. Su naturaleza original es amor y gracia y pureza. Y sin embargo emigra tan a la ligera, sin ni siquiera dedicarle un pensamiento a su antiguo hogar. ¿No es esto más triste que los peces y los pájaros?

 


jueves, 17 de octubre de 2019

Una buena base de vacuidad



Una de las enseñanzas que más echo en falta entre los que pretenden enseñar budismo y meditación hoy día es la idea, absolutamente central en el Dharma, de que todo es ilusión. Quítale eso, y el Dharma empieza a deslizarse por una resbaladiza pendiente que fácilmente lo lleva a convertirse en simplemente otra religión domesticada, limitada a promulgar los buenos sentimientos y una cierta serenidad. Su gran aportación, el potencial intrínseco que lo diferencia de otras vías, se queda reducido entonces a algo casi meramente estético.

Pero Buda no fue un predicador moralista. Su camino, y el descubrimiento al que llegó como consecuencia, tuvieron siempre un marcado sabor de investigación libre y analítica. La compasión y la benevolencia son santo y seña de los verdaderos maestros del Dharma de Buda, pero ambas se sustentan en una base firme de sabiduría empírica sobre cómo funciona la mente humana –en el sentido más amplio, más allá de la dimensión cognitiva.

En el llamado “Sermón del fuego” (Sutta Adittapariyaya, SN 35.28), Buda se dirigió a un grupo de adoradores del fuego en estos términos:

Monjes, todo está ardiendo. ¿Qué significa que todo está ardiendo?

El ojo está ardiendo, las formas están ardiendo, la conciencia del ojo está ardiendo, el contacto del ojo está ardiendo; también toda sensación placentera o penosa, y la que no es ni placentera ni penosa que depende del ojo como su condición indispensable, está ardiendo. ¿Ardiendo con qué? Ardiendo con el fuego de la codicia, con el fuego de la animadversión, con el fuego de la falsa ilusión; ardiendo con el nacimiento,  la vejez y la muerte; con las penas, lamentaciones, dolores, con la angustia y desesperación.

El oído está ardiendo..., la nariz está ardiendo…, la lengua está ardiendo..., el cuerpo está ardiendo..., la mente está ardiendo, las ideas están ardiendo, la conciencia de la mente está ardiendo, el contacto de la mente está ardiendo; también toda sensación placentera o penosa, y la que no es ni placentera ni penosa que depende de la mente como su condición indispensable, está ardiendo. ¿Ardiendo con qué? Ardiendo con el fuego de la codicia, con el fuego de la animadversión, con el fuego de la falsa ilusión; ardiendo con el nacimiento,  la vejez y la muerte; con las penas, lamentaciones, dolores, con la angustia y desesperación.

¿Qué dice Buda aquí? Dos cosas fundamentales. La primera es que nuestra percepción de eso que llamamos “realidad” no es inmediata y fiel, sino que ocurre a través de una serie de pasos, que la psicología moderna llama el proceso aferente: el órgano sensorial (el ojo, el oído, la nariz…), la impresión recibida en el órgano (el contacto), la respuesta inicial del sistema (el placer o no placer), la percepción de las formas… hasta llegar a la conciencia. La segunda es que en cada uno de esos pasos hay una interferencia (el fuego), que según Buda surge debido a ciertas influencias inconscientes (la codicia, la animadversión, la falsa ilusión). Y el resultado de esas interferencias es el sufrimiento.

Este descubrimiento es la base absoluta del Dharma de Buda.

Es curioso que ninguna otra de las vías religiosas tradicionales a las que el budismo moderno occidental se está asimilando como sin darse cuenta incluye enseñanza alguna remotamente parecida a esta. ¿A qué precio estamos dispuestos a pasarla por alto o tirarla por la borda?

En cambio, la ciencia occidental sí descubrió algo muy similar allá por el siglo XIX. He aquí un extracto de la reseña “A Theorist of (Not Quite) Everything” de Steve Shapin (NYRB, 10 octubre 2019) sobre el libro Helmholtz: A Life in Science de David Cahan:

Para los fisiólogos, la expansión de las ciencias naturales hacia dominios antes en posesión de la filosofía conllevaba involucrarse, en primer lugar, con la estructura y funcionamiento del sistema nervioso; en segundo, con la relación entre las sensaciones humanas y el mundo exterior; y, por último, con la percepción de cosas que provocaban una respuesta estética, en especial el arte y la música. Una posición científica que Helmholtz heredó de su profesor Müller –de cuya enorme trascendencia dijo que “se inclinaba a compararla con el descubrimiento de la ley de gravedad”– fue la “ley de las energías nerviosas específicas”; cada tipo de sistema sensorial responde según su modalidad única, con independencia de la naturaleza del estímulo que le afecta. Así, por ejemplo, ves estrellas si te frotas los ojos con fuerza y también si se estimula eléctricamente el nervio óptico, y cada uno de los demás sistemas sensoriales tiene su propio modo particular de respuesta a la estimulación.

Esa es una afirmación científica, pero también tiene efectos sobre cuestiones filosóficas. Según la ley de las energías nerviosas específicas, las sensaciones solo pueden constituir un testimonio indirecto de la realidad exterior: los distintos tipos de nervios sensoriales tienen su propia gramática diferenciada, y cada tipo habla con su vocabulario especial. La realidad que vemos no se divide innatamente en “bits” visuales, “bits” acústicos, “bits” táctiles, etc. Más bien, es el cuerpo el que canaliza y distribuye activamente la realidad hacia estos modos diferentes. Los filósofos habían debatido largo tiempo la relación entre la realidad y lo que los sentidos llevan a la mente, pero quienes abrazaban las variantes de la doctrina de las energías nerviosas específicas poseían ahora pruebas experimentales que les permitían sustituir las disputas filosóficas por certeza científica si así lo deseaban.

En lo que Helmholtz se apartó de Müller fue en su importante afirmación de que la correspondencia entre nuestras sensaciones y los objetos percibidos ocurre no mediante las propiedades innatas de los nervios sino mediante la acumulación de comportamientos aprendidos, un proceso al que denominó “inferencia inconsciente”. Los órganos de los sentidos, escribe Cahan, son “educados”; la relación entre las sensaciones y los objetos externos es una de signo o símbolo, no de imagen; y las percepciones que la mente construye a partir de las sensaciones no reflejan simplemente el mundo sino que lo interpretan activamente, recurriendo al conocimiento acumulado, a expectativas aprendidas y a las costumbres de las culturas históricamente específicas que habitan los seres humanos. Así pues, hay una doble disyunción entre la realidad externa y nuestras percepciones –la primera, debida al funcionamiento de las energías nerviosas específicas, ocurre entre las sensaciones y sus causas físicas; la segunda, debida al efecto de la inferencia inconsciente, ocurre a medida que la mente crea percepciones a partir de las sensaciones.

La sorprendente medición por parte de Helmholtz de la velocidad de conducción nerviosa, identificada recientemente como impulso eléctrico, mostraba de manera similar una disyunción entre hecho y experiencia. Creemos que experimentamos las cosas “en tiempo real”, por así decir, pero Helmholtz estableció que la velocidad de conducción estaba en torno a los 24-38 metros por segundo, de forma que quedó científicamente determinado que el “tiempo real” conlleva un retraso.

Ahí se ven tres filtros que se interponen entre la “realidad ahí fuera” y nuestra experiencia de ella, que tomamos por inmediata y fiel, “dentro” de nosotros (básicamente en el cerebro): la codificación de los estímulos externos traducidos al lenguaje particular de cada sentido; la interpretación individual y social que le añadimos a ese conglomerado mediante la educación que recibimos desde niños (que realmente tiene mucho de “formateado”, como antiguamente hacíamos con los floppy disks del PC); y el retraso mínimo pero real que le impone la velocidad de transmisión de los impulsos nerviosos, que nos hace vivir siempre una fracción de segundo por detrás de lo que creemos que estamos percibiendo.

Si a eso le añadimos el cuarto filtro de los “fuegos” de Buda, queda claro que todo es ilusión, maya

El Sutra del diamante budista ofrece este consejo:

Así habéis de considerar a todo este mundo fugaz:
Una estrella al amanecer, una burbuja en la corriente;
Un relámpago que fulgura en una nube de verano,
Una lámpara parpadeante, una quimera y un sueño.

Visto así, con el intelecto, ya es absurdo que nos permitamos sufrir. Pero cuando maya, la ilusión del samsara natural, sea una experiencia constante para nosotros, y no solo una idea, estoy seguro de que dejaremos atrás dukkha como los árboles se desprenden de las hojas en otoño.


viernes, 30 de agosto de 2019

Llueve

Después de meses sin llover ni una gota, vuelven las lluvias, ahora con relámpagos y truenos.

La temperatura ha caído diez grados en minutos y el bochorno que pesaba sobre la ciudad se ha disipado como por arte de magia.

Es como si Cielo y Tierra se hubiesen reconciliado después de un largo distanciamiento. Las plantas y árboles de los jardines reciben con alegría el regalo que los limpia, nutre y renueva.

Nada de lo que encuentro en mi vida urbana me hace sentir tan vivamente la mudita budista -la alegría por la alegría de los demás cuando es natural y correcta, en armonía y equilibrio con el entorno.

Qué maravilla es el regalo de la vida, que el agua hace posible.


lunes, 3 de junio de 2019

El enredo


En Japón se le llama jisei al poema compuesto justo antes de morir como despedida de la vida, a menudo por monjes y maestros budistas. La inmediatez de estos versos funciona a veces como una descarga saludable que nos despierta y nos quita de encima las telarañas de la mente cognitiva:

Con las manos vacías entré en el mundo,
descalzo lo abandono.
Mi llegada, mi partida –
dos simples sucesos
que se enredaron.

Más allá de su encanto literario, me pregunto: ¿qué relación guarda esto con la práctica del Dharma? Es cierto que el poema sugiere vaciarse de la propia identidad hasta quedar libre y ligero, pero eso no acaba de dar en el clavo. Hay una conexión más sutil.

Hablando de enredos, el Visuddhimagga, el tratado de meditación de Buddhaghosa, comienza comentando un pasaje de un antiguo sutra:

“El enredo interno y el enredo externo –
Esta generación está enmarañada en un enredo.
Por eso le pregunto a Gotama:
¿quién logra desenredar el enredo?”.

Gautama Buda y Kozan Ichikyo: dos personas de países diferentes, con siglos de distancia entre medias... y un mismo embrollo. ¿Cómo salir de él?

Lo que dice Kozan sobre el enredo me recuerda a la descripción de los efectos de la vipassana que enseñaba Shanjian. Tal como él la explicaba, esta práctica es lo contrario de los antiguos pasatiempos de algunos periódicos en los que había que “conectar los puntos” para que apareciera una imagen.

En la vipassana, se trata más bien de desconectar los puntos (“mi llegada, mi partida –dos simples sucesos”) que hayamos conectado (“se enredaron”) en nuestra propensión a fabular sobre nuestras aparentes existencias. La vipassana permite que los puntos aparezcan tal como son, en toda su sencillez, sin añadidos ni cuentos que establezcan falsas conexiones de identidad entre ellos. Entonces, como decía Shanjian en su idioma particular, solo “hay que hay”. Por eso Buda contestó así en el sutra a quien le preguntaba:

 “Un hombre sabio, bien asentado en la virtud,
que desarrolla el discernimiento y la comprensión,
un monje ardoroso y sagaz:
él puede desenredar el enredo”.

No sé si Kozan, que era un maestro Zen, practicaba vipassana pero sus versos destilan su esencia. En cuatro líneas, su biografía queda reducida a un enredo artificial entre dos hechos (“mi llegada, mi partida”) que ni siquiera guardan una relación necesaria entre sí, porque no hay “yo” y la aparente persona que nace no es la misma que la aparente persona que muere. Todo es ilusión. Kozan se va de este mundo tal como entró: sin nada –ni siquiera una historia personal a la que agarrarse (“descalzo”).

El sutra de Buda, el jisei de Kozan, la vipassana de Shanjian tres simples apoyos que nos pueden ayudar a desenredarnos.




lunes, 22 de abril de 2019

Regreso al Edén




Un reproche que a menudo se le hace al Dharma en Occidente es que, según dicen, solo se ocupa de la mente y la “salvación” individual, sin ningún compromiso para aliviar el sufrimiento colectivo. Eso es injusto y equivocado.

En general, usar la propia vara de medir para evaluar dimensiones ajenas da pie a todo tipo de errores y malentendidos. Cada fenómeno o cultura debe valorarse buscando su propia coherencia interna, porque así podemos sacar a la luz la estructura profunda, y casi siempre oculta, que la mantiene en pie. (Me viene a la mente la catedral de Nôtre Dame, ahora en peligro de colapso porque ha perdido la techumbre que, aparte de proveer una cubierta muy bella, también ejercía una función sorda de atirantar los muros, impidiendo su desplome).

Entonces, se me ocurre esta manera de explicar mediante una analogía el Buda-Dharma a un cristiano o a un judío, para que entiendan en sus propios términos (puesto que ambos comparten el Antiguo Testamento como libro sagrado) cuál es su naturaleza y sentido profundos.

El capítulo 3 del Génesis narra así la expulsión de Adán y Eva del paraíso después del pecado original:

3:22 Y dijo Jehová Dios: “He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre”.
3:23 Y lo sacó Jehová del huerto del Edén, para que labrase la tierra de que fue tomado.
3:24 Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida.

Llama la atención la motivación tan defensiva, incluso mezquina, de ese Dios patriarcal que se resiste a compartir sus privilegios. Pero esa es la tradición aceptada, y de hecho refleja la experiencia de tantísima gente para la que el mundo está lejos de ser un paraíso: sufrimos un exilio forzoso, desterrados a un mundo hostil sin más ayuda que nuestros propios recursos, a menudo insuficientes. De ahí que parte de la tradición cristiana haya asumido la tarea de reducir el sufrimiento mundano implicándose directamente mediante las obras de caridad. Es algo que encaja bien con nuestra tendencia como occidentales a la actividad y el “realismo”.

Se trata de una noble aspiración, sin duda, compartida por muchas personas y tradiciones no cristianas, incluidas algunas budistas. Es más, hay budistas occidentales que han creado una nueva corriente que llaman “budismo comprometido” para darle salida a esa inquietud por el activismo social, aunque a mí me cuesta ver qué hay de específicamente budista en esa escuela.

Volviendo a la analogía del jardín del Edén, el Dharma tal como yo lo he aprendido también habla de algo parecido al “pecado original” que provocó la expulsión del paraíso: se les llama los “tres venenos” o las “tres raíces malsanas” y son la confusión, la codicia y la aversión. Aunque puedan parecer nociones arbitrarias, designan operaciones concretas y directamente relacionadas a nivel fisiológico con el proceso aferente, mediante el cual el organismo humano recibe los estímulos del exterior. Cada persona tiene los tres venenos, aunque hay uno que predomina y marca su temperamento. Al igual que el pecado original cristiano, estos venenos también se transmiten de padres a hijos.

La gran diferencia entre budismo y catolicismo, a mi entender, es que en el Dharma ofrece una vía de regreso a ese paraíso de armonía y equilibrio con todos los seres vivos, representado por el jardín del Edén para cristianos y judíos. Eso, a grandes rasgos, es el Despertar o nirvana. ¿Será casualidad que el Buda (literalmente, “el Despertado”) a menudo describiera ese estado supremo como la superación de la muerte? Casi parece una alusión directa al árbol de la vida que Dios guardaba tan celosamente... Pero ese Edén es un estado interno potencial con un correlato externo, no una utopía social o política que se deba conseguir interviniendo en las cosas del César, por citar a otra fuente judeocristiana. 

Este Despertar no se trata de una infantilización narcisista, como alegan algunos detractores; requiere un trabajo arduo, que se tiene que realizar individualmente pero en beneficio de todos los seres. El “regreso a casa” del nirvana tampoco es una retirada egoísta a un paraíso privado; está más cerca de la idea cristiana (S. Lucas 21:17) de que el Reino de Dios está dentro de cada uno, aunque nadie lo ve. Eso sí, para recuperarlo a veces hace falta retirarse un tiempo, pero el viaje solo se completa si uno vuelve para enseñar el camino a otros que lo quieran conocer, sin presión en ningún sentido.

Entonces, podemos ver a Buda como alguien que llegó hasta el “oriente del huerto de Edén” y expulsó de la entrada a la espada encendida y a los querubines que impedían el paso. Porque la “buena nueva” del Dharma es precisamente que el regreso al Edén está disponible para cada uno mediante su experiencia directa, sin intermediarios, aunque con la guía de las enseñanzas. Así lo dijo Buda tras su Despertar cuando, tras algunas dudas iniciales por la sutileza y profundidad de su reciente descubrimiento, se decidió por fin a mostrar el camino a otros: “Abiertas están las puertas a lo imperecedero para los que tengan oídos”. El árbol de la vida está a nuestro alcance. Podemos acabar con el sufrimiento, primero en nosotros mismos, y luego en otros. Eso incluye el sufrimiento de la muerte. Eso es la vuelta al paraíso.

Si llevamos un poco más allá la analogía, incluso podríamos decir que cualquier religión que haya entrado en pactos con el poder político, asegurándose una relación de apoyo y protección mutua a cambio de renunciar a su potencial trascendental, está en peligro de convertirse precisamente en esa espada encendida y esos querubines que impiden el regreso a nuestra verdadera naturaleza... Qué ironía, qué paradoja... Naturalmente, eso vale tanto para el cristianismo como para el budismo que se practica como religión oficial en varios países de Asia.

Por eso, visto desde esta perspectiva panorámica, es tan importante que el Dharma sobreviva con su potencial intacto: estamos hablando nada más y nada menos que de la posibilidad de borrar el pecado original –algo que va mucho más allá de la suerte de este o aquel individuo. Si el Dharma se pierde, si un día no queda nadie que lo pueda enseñar tras haberlo recorrido del todo, llegando él o ella misma al Despertar, la puerta del Edén se volverá a cerrar para todos. Entonces todos estaremos condenados sin remedio al exilio del paraíso, ayudándonos mutuamente con caridad cristiana en el mejor de los casos, pero sufriendo la pérdida del “paraíso interior” que es nuestra verdadera naturaleza... a menos que aparezca otro Despertado. Es algo de una escala que podríamos llamar cósmica, porque atañe al destino mismo de la especie humana. Ese es, por así decirlo, el terreno de juego propio del Dharma de Buda cuando se entiende y practica en toda su hondura.

Visto así, el activismo social, por bienintencionado que sea, no pasa de poner parches al sufrimiento individual o general, pero se limita al campo de la experiencia del exilio aquí y ahora, sin recuperar el Reino de Dios potencial en todos, que es la meta del Dharma verdadero. Una insistencia excesiva en las obras de caridad puede incluso acabar por consolidar la visión “realista-materialista” del mundo que perpetúa el sufrimiento del exilio, al atacar sus síntomas pero no su causa, que el Dharma identifica como una profunda distorsión en nuestra manera de experimentar eso que llamamos “realidad”.

Esa transformación de nuestra experiencia, comparable a despertar de un mal sueño, es el potencial del Dharma. Quien ha despertado no puede evitar ayudar a los demás, pero lo hace de manera muy diferente a quien lo intenta desde su propio sufrimiento, porque lo ve todo con el bienestar, el humor, la alegría, la sabiduría y la compasión propias de nuestra condición natural. Cada ayuda suya es una prueba de que ese jardín del Edén sigue existiendo y nos brinda un impulso en nuestro camino de vuelta a casa.