miércoles, 12 de marzo de 2008

Una de indios

La brevedad de la vida es uno de los temas clásicos de toda literatura, sobre todo la que se adentra en meditaciones religiosas o filosóficas. Así, una de las obras más profundas e influyentes del budismo Mahayana, el Sutra del diamante, concluye con la siguiente exhortación, de un vuelo poético poco habitual en los textos del propio Buda:

Así habéis de pensar de este mundo fugitivo:
una estrella al amanecer, una burbuja en la corriente;
un relámpago en una nube de verano;
una lámpara titubeante, una aparición, un sueño.

En las imágenes tan concretas que forman esa secuencia crecientemente efímera y precaria entrevemos la brevedad etérea de la vida, desde luego, pero sin asomo de lamento ni conexión alguna con el valle de lágrimas que presenta la tradición judeocristiana. Es el mismo espíritu de lucidez serena y valiente que evocó siglos más tarde Pie de Cuervo, un jefe guerrero de la tribu llamada Pies Negros, usando naturalmente imágenes propias del entorno en que vivía su pueblo, a caballo entre Canadá y los Estados Unidos:

¿Qué es la vida?
Es el destello de una luciérnaga en la noche.
Es el aliento de un búfalo en invierno.
Es la pequeña sombra que corre por la hierba
y se pierde en el ocaso.

A veces pienso que en esta simple imagen del búfalo en invierno hay más poesía que en volúmenes enteros que se publican hoy con aspiraciones líricas. ¿Por qué? Porque ahí se ha captado algo de la verdad desnuda del mundo, sin afeites ni aderezos del ego. Quien pone eso en palabras ha mirado a su alrededor con lucidez y ha visto, y lo que ha visto es algo que va más allá del frío ambiente, del búfalo que resopla o de las nubes que su aliento forma en el aire; como un testigo imparcial, lo ha presenciado y luego ha soltado lo que ha visto sin manosearlo con las sucias manazas de la cognición, para que pueda hablar por sí mismo limpiamente, de tú a tú.

A lo que apunta esta imagen de la nube no es sólo a lo breve y pasajera que es la vida, sino a lo inasible que resulta a fin de cuentas. ¿Qué es, en realidad, tu vida? Mira delante y detrás de ti, a ver si puedes atraparla; imposible, se te escapa como agua entre los dedos. Ni el pasado ni el futuro existen en sí; estamos rodeados de fantasmas. Vuélvete al presente; aquí y ahora, ¿qué es tu vida? En el fondo, algo tan etéreo y huidizo como esas fugaces presencias que nos señala Pie de Cuervo; y, sin embargo, no hay nada más valioso en este mundo que ese misterio inaprensible, efímero y precioso. No lo puedes explicar, medir o clasificar; pero sí lo puedes experimentar en toda su belleza si eres capaz de quitarte de enmedio para dejar que aflore.

En el fondo, lo que emerge de estas percepciones tan puras no es sólo una imagen nítida de los objetos del mundo; es un atisbo de la relación profunda que nos une a la tierra, de nuestra hermandad no sólo con los animales y plantas sino con todos los fenómenos de este vasto y misterioso planeta, incluida la nube de vapor que brota y se esfuma en un instante. Como todos ellos, nosotros también aparecemos y desaparecemos, sin saber de dónde venimos ni adónde vamos (y, a decir verdad, sin que importe demasiado tampoco). Quizá nuestras vidas nos parezcan largas comparadas con la de una luciérnaga, por ejemplo, pero todo es cuestión de perspectiva y los humanos, al menos los occidentales, tenemos una tendencia inveterada a exagerar nuestra propia importancia. ¿Qué son sesenta, ochenta o cien años en el conjunto del universo, comparados con las edades geológicas o con el surgimiento y la extinción de especies enteras? Estamos unidos con todo lo que experimentamos en virtud de nuestra insustancialidad común. Con ellos compartimos escena un instante nada más –pero qué grande puede ser eso cuando se vive en plenitud...

Es algo en lo que tenemos mucho que aprender, porque si de verdad sintiéramos hasta el tuétano lo insignificantes que somos como individuos a escala cósmica se abriría enseguida la puerta a darnos cuenta de lo grandioso que es tomar parte en esta gran ilusión, aunque sea sólo por un tiempo. Como dijo otro que también alcanzó a ver:

¿Por qué, si es posible pasar el intervalo de la existencia
como un laurel, un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en el borde
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos –y, evitando el
destino, anhelar destino?...

Ah, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...

Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer
nos necesita todo lo de aquí,
lo fugaz, que de manera extraña
nos interpela. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, parece irrevocable.

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