domingo, 27 de marzo de 2016

Lo asombroso

Albert Einstein dijo una vez que lo más incomprensible del universo es que resulta comprensible. Como muestra de que su comprensión era correcta en gran medida, su hipótesis sobre las ondas gravitacionales ha recibido una confirmación espectacular hace pocas semanas, casi cien años después de que la formulara.

Para mí, hay aspectos del Dharma que resultan igualmente asombrosos.

Uno es que el despertar, la liberación, la experiencia íntima de la naturaleza de la mente que alcanzó Gautama, se pueda replicar en la experiencia de otros. Lo que parece más subjetivo, privado o incluso "egoísta" es lo que a la postre me saca de la prisión del ego y me abre a lo que hay. Para eso no hacen falta complejos y carísimos experimentos; cada uno es su propio laboratorio.

En paralelo a eso, siento otro misterio maravilloso: que descubrir y comprobar cómo funciona la mente en sus varias fases, tanto cognitivas como no, genere en la persona una revolución "moral" (a falta de un término mejor), no solo intelectual.

El Dharma, que desde fuera podría parecer frío y cerebral, cuenta con maestros radiantes de calidez humana. Como si fuesen estrellas, llegado cierto momento empiezan a irradiar la luz de la sabiduría y el calor de la compasión -señal de que han integrado el Dharma en su propia naturaleza, con sus principios femenino y masculino.

Los homo sapiens hemos sobrevivido durante miles de años sin saber nada de la relatividad, las ondas gravitacionales o la fusión nuclear que ocurre dentro de las estrellas. Pero me pregunto si habríamos durado tanto sin la presencia esporádica pero sostenida a lo largo de todo ese tiempo de estas luminarias humanas -el testimonio de que hay algo más allá de nuestra pacata y alicorta "realidad" cotidiana y la esperanza de que algún día nosotros también podremos alcanzarla- o nos habríamos hundido hace tiempo en la barbarie y la destrucción mutua.

viernes, 25 de marzo de 2016

Enseñanza de Shanjian sobre la injusticia (y 2)



La verdad es que la mayoría de nosotros somos incapaces de soportar sentirnos comunes y corrientes; casi preferiríamos ser especiales o morir. El principal culpable de esto, por supuesto, es nuestra identidad, a la que tratamos como nuestra posesión más preciada, permitiéndole que maneje nuestras vidas.

Estamos presos de un espejismo colosal, que sin embargo tiene terribles consecuencias prácticas para nuestro entorno y para las vidas que vivimos. Nos sometemos al imperio de la ley humana, que en realidad es ajena e ignorante de la Fuerza de la Vida. Violamos nuestra conexión con la naturaleza, le damos la espalda a nuestro potencial intrínseco, y nos topamos con toda suerte de problemas y conflictos no naturales en la red enmarañada de intereses de la identidad que gobierna nuestras vidas. No es ninguna sorpresa que suframos. Es más, somos propensos a gritar “¡Qué injusticia!” ante cualquier revés, cuando de hecho somos culpables de la primera y más grave ofensa.

Pero veamos algunos ejemplos concretos un momento.

Presentas una idea brillante y otro se apunta el mérito.

Alguien mete la pata y te toca arreglar los desperfectos que ha dejado tras de sí.

Confías en alguien y traiciona tu confianza, yéndose de la lengua con un tercero.

Te pasan por alto para una promoción que te mereces en el trabajo.

Son casos cotidianos en los que muy probablemente sientes tu dignidad ofendida por una injusticia que clama al Cielo. Pero esta reacción común evita el meollo de la cuestión, que es la injusticia máxima que hemos cometido para empezar: el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos y a toda la vida al ponernos del lado de las identidades y arrojar a nuestra propia naturaleza a un ostracismo injustificado. Nuestra indignación solo refleja la mitad de la verdad.

Hay un vertido en alta mar y de repente tu televisión muestra imágenes de pelícanos cubiertos de viscoso y negro chapapote, aleteando impotentes para escapar del desastre volando.

Hay un incendio forestal porque algún individuo o empresa quiere urbanizar ese pedazo de suelo en concreto. Todo tipo de árboles, arbustos y animales, incapaces de escapar a la furia de las llamas, quedan reducidos a cenizas.

Ves un bonsai de una especie por lo demás majestuosa, encogido a tamaño pigmeo para satisfacer el engreimiento humano con todo tipo de trucos que impiden su crecimiento natural.

Lees sobre gansos a los que se ceba dolorosamente y se sacrifica para disfrute de unos pocos paladares exigentes.

Una vez más, tu sensación de agravio se enciende, esta vez en aparente defensa de la Fuerza de la Vida de los demás... pero también te quedas corto y yerras el tiro si no te incluyes a ti mismo en el cuadro. Porque nosotros también hemos cubierto nuestra propia naturaleza con el chapapote de nuestra confusión, la hemos quemado con el fuego de nuestros deseos, la hemos mutilado hasta someterla con las tijeras podadoras de nuestra aversión y hemos intentado cebarla con la comida basura de nuestra identidad.

¿No estás de acuerdo en que la mayoría de las veces este sentido de indignación por la injusticia que cometen los demás tiene un conveniente efecto narcótico sobre tu disposición a examinarte honradamente a ti mismo antes de tirar la primera piedra?

Pero volvamos a nuestra pregunta inicial. ¿Qué hacemos cuando nos cruzamos con una injusticia cometida contra nosotros o contra otros?

El primer paso, por supuesto, debe ser restaurar la justicia dentro de nosotros y hacer las paces con nuestra naturaleza distanciada. Solo entonces estaremos en posición de revisar la situación tranquilamente, con compasión, afecto benevolente y ecuanimidad, y hacernos esta pregunta: Esta aparente injusticia, ¿de verdad le está haciendo daño a la Fuerza de la Vida (es decir, a nuestro derecho o el de cualquier otro ser vivo a sobrevivir) o por el contrario le está haciendo daño a nuestra identidad o la suya?

Sabemos que las identidades no son naturales y por tanto no tienen nada que reclamar con respecto al derecho a sobrevivir de la Fuerza de la Vida; sin embargo, también sabemos qué bien imitan sus modos y maneras y usurpan sus prerrogativas. Debemos andarnos con mucho cuidado en nuestra evaluación.

Bodhidharma tenía algo interesante que decir sobre cuando sufrimos una injusticia:

Cuando los que buscan un camino se topan con una adversidad, deberían pensar para sí mismos: “En incontables edades pasadas le he dado la espalda a lo esencial para irme a lo trivial y he errado por todo tipo de existencias, a menudo airado sin causa y culpable de transgresiones sin número. Ahora, aunque no cometo mal alguno, se me castiga por mi pasado. Ni los dioses ni los hombres pueden prever cuándo dará fruto un acto malvado. Lo acepto con el corazón abierto y sin quejarme de la injusticia”. El sutra dice: “Cuando te cruzas con la adversidad no te enojes, porque tiene sentido”. Si mantienes esa comprensión, estás en armonía con la razón. Y al sufrir la injusticia entras en el camino.

Nos perdemos el mensaje esencial si interpretamos que esto se refiere a vidas pasadas o a otras fantasías de escaso valor práctico aquí y ahora. La verdad del asunto es que Bodhidharma está hablando del interminable ciclo de renacimientos de la identidad, en el que hemos estado enmarañados desde tiempos inmemoriales –esto es, desde el principio de nuestra vida, “dándole la espalda a lo esencial para irnos a lo trivial y errando por todo tipo de existencias, a menudo airados sin causa y culpables de transgresiones sin número”. Al seguir el tortuoso camino del deseo y apego de la identidad, hace tiempo que hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza de seres humanos y nos hemos conformado con una imitación de tercera categoría. Esta es en sí misma la madre de todas las injusticias contra la Fuerza de la Vida –y allá donde vayamos, llevamos a cuestas sus semillas y de vez en cuando sus amargos frutos, mientras no nos zafemos de su trampa.

Es esto, un karma que hemos acumulado nosotros y nadie más, lo que distorsiona irremisiblemente nuestra experiencia de la injusticia. Mientras no nos enfrentemos a esa realidad, nuestra visión de lo que es justo e injusto será irremediablemente defectuosa. Tenemos que aceptar nuestra responsabilidad por esta escisión que hay en nuestro interior y comprometernos a repararla.

En cuanto admitimos la injusticia primordial que llevamos dentro, damos un primer paso crucial para remediarla, recobramos una perspectiva correcta sobre la vida y recuperamos nuestro lugar en el orden general del universo.

Al hacerlo, podemos encontrarle un buen uso a las ocasiones en las que sufrimos la injusticia –de hecho, el mejor uso posible: el que disuelve nuestro sufrimiento, desactiva las trampas de nuestra indignación llena de identidad, y nos deja en posición de asegurarnos que servimos a la Fuerza de la Vida en todas las circunstancias y lo mejor que podemos.

Solo entonces seremos capaces de “aceptarlo con el corazón abierto y sin quejarnos de la injusticia” –cuando el lodo del sufrimiento de la identidad produzca la flor de loto de la comprensión y la rectitud.

jueves, 24 de marzo de 2016

Enseñanza de Shanjian sobre la injusticia (1)



El siguiente texto de Shanjian Dashi sobre la injusticia es también una exposición diáfana, sencilla y cercana de qué es el Dharma en el fondo, una vez se aparta toda la hojarasca exótica que a menudo camufla su verdadera naturaleza. Tras todos estos años con él y sin él, me sigue asombrando su capacidad para poner el dedo en la llaga como paso previo, doloroso a veces pero necesario, para curarla.

En este caso, su enseñanza me resuena especialmente por algunas imágenes que yo también había usado en mis escritos y en conversaciones con él, pero que él lleva varios pasos más allá. Me lo tomo como una amable reconvención y un recordatorio de que siempre hay que mirar más allá de las golosinas que nos presentan las identidades –también las intelectuales o literarias, ya que a fin de cuentas la mente no es más que otro sentido, con sus propios placeres sensuales.

Hay dos noticias ocurridas hace poco, cada una dramática a su manera, que relaciono con esta enseñanza porque muestran hasta qué punto buscamos razones externas para sentirnos injustamente agraviados o maltratados por la fortuna, como si eso compensara la injusticia primordial que según Shanjian llevamos dentro.

Una tiene que ver con un joven extranjero, recientemente liberado de una cárcel española tras haberse demostrado que no cometió la violación por la que ha pasado trece años entre rejas. Como parece habitual, al poco de ingresar en prisión sufrió una brutal paliza a manos de otros internos, empeñados en castigar su crimen como si eso les redimiera a ellos, que habrían cometido delitos menos repugnantes en comparación. En este triste ciclo de rechazo y humillación, los ofendidos buscan consuelo encontrando a otros más reprobables que ellos y luego tomándose la injusticia por su mano. 

El segundo caso tiene que ver con un accidente de autobús en el que hace días murieron varias estudiantes extranjeras en una carretera española. Varios padres acudieron desde sus países de origen a recoger los restos de sus hijas. Uno de ellos, con una actitud comprensible por la conmoción y el dolor del momento aunque totalmente irracional, lamentaba que había enviado a su hija a un país amigo y ahora se la devolvían muerta. Un accidente imprevisible en un lugar vecino con condiciones muy similares de tráfico, leyes y cultura se convertía así en la afrenta injustificable de un país entero, culpable colectivo de su tragedia. Es como si un dolor intolerable se hiciera más llevadero cuando se combina con la sensación de agravio.

Ambas parecen reacciones extremas, pero a pequeña escala las vemos y vivimos casi a diario. El problema siempre son los otros, y si no están a mano nos permitimos cualquier manipulación mental con tal de traerlos a escena, porque se trata de que veamos la paja en ojo ajeno antes que la viga en el propio. Este texto de Shanjian explica muy bien por qué. Es una entrada larga, pero merece la pena:

¿Cómo afrontamos la injusticia en nuestras vidas, sobre todo dado nuestro potencial inherente para la compasión y el afecto benevolente? Esto dista mucho de ser una cuestión académica, ya que la mayoría de nosotros nos hemos cruzado o nos cruzaremos con la injusticia en una forma u otra a lo largo de nuestras vidas. Quizá no nos afecte directamente si tenemos suerte, pero aún así plantea una pregunta peliaguda: ¿qué hacemos cuando nos enfrentamos a la violación de nuestro sentido de lo que está bien y lo que está mal?

En cualquier discusión sobre la injusticia, haremos bien en considerar su opuesto polar, sin el cual no podría existir. Debemos tener en cuenta los dos aspectos de la cuestión a la vez para lograr una visión equilibrada.

Así pues, ¿qué es en realidad la justicia?

Bien, si la tomamos tal cual, sería “lo que es justo”, entendido como “lo que encaja”.

Pero eso plantea la pregunta: ¿lo que encaja en qué?

Ay, ése es el problema. Hay muchos candidatos para ese criterio. De hecho, puede que haya tantas varas de medir para la justicia como personas hay en este planeta, aunque por motivos prácticos los humanos las hemos reducido al número de países que existen en el globo terráqueo, más o menos.

Sin duda hay otros criterios que aspiran a ser universales y atravesar las fronteras nacionales, pero en realidad están muy lejos de contar con un respaldo universal. Los occidentales tienen sus derechos humanos, los musulmanes tienen su shari’a, los indios andinos tienes sus códigos ancestrales... pero todos se quedan cortos a la hora de ganarse la aprobación generalizada porque parecen ser específicos de las culturas que los vieron nacer.

Sin embargo, todos ellos comparten un rasgo que los mancha por igual: están hechos por el hombre y se ajustan a una idea cognitiva de la justicia –además de reflejar a menudo circunstancias históricas obsoletas superadas hace mucho tiempo.

¿Hay alguna salida de este punto muerto de ideas irreconciliables y parciales de lo que es la justicia?

Sí que lo hay, sin duda. Hay un criterio que no está hecho por el hombre y opera a través de la naturaleza. Lo llamamos la Fuerza de la Vida. Es lo que anima a todo ser vivo y lo mantiene con vida.

¿Podríamos decir, entonces, que cualquier cosa que protege, favorece y beneficia a la Fuerza de la Vida es justo? ¿Y que cualquier cosa que degrada, daña o destruye la Fuerza de la Vida es injusto?

Parece que aquí caminamos sobre una base más sólida, ya que hemos eliminado la inevitable arbitrariedad de los sistemas de justicia humanos. La Fuerza de la Vida es inequívoca y no admite distinciones de género, raza, clase o ni siquiera especie.

Sin embargo, quizá tengamos que renunciar a un vasto repertorio de nociones y expectativas de privilegio muy queridas a cambio de esa base firme. Es así porque a la
Fuerza de la Vida solo le interesa una cosa: la SUPERVIVENCIA –nada sofisticado o lujoso, y desde luego nada “a la carta”. La supervivencia pura y dura, sin adornos. 

Más aún, esta Fuerza de la Vida es la misma en los humanos y en otros seres vivos, así que si la adoptamos como criterio debemos honrar esa condición común y reconocer el derecho inherente de cada ser vivo a seguir con vida, limitado únicamente por el derecho de otros organismos a sobrevivir también, con el potencial de conflicto natural que es inherente a la lucha por la supervivencia y el proceso de selección natural.

Esto, por cierto, se acerca mucho más a la verdadera etimología de “justicia”, que es la cualidad de ius, el derecho natural, en oposición a lex, la ley humana.

Pero date cuenta de lo siguiente: el derecho a seguir con vida de todo ser solo está limitado por su conflicto potencial natural con el derecho a seguir con vida de otros seres. Una vez más, la mera supervivencia es el único principio válido. En otras palabras, es injusto privar a cualquier ser vivo de su derecho a vivir de acuerdo con su propia naturaleza por cualquier motivo excepto nuestra propia supervivencia –no porque nos guste, no porque seamos descuidados, no porque sea conveniente o lucrativo. La vida se alimenta de vida, de manera que la muerte es inevitable; pero no deberíamos matar o dañar la integridad de cualquier ser vivo a menos que sea absolutamente necesario, y en ese caso, solo con la máxima conciencia posible del sacrificio que eso implica.

Éste es por tanto un criterio universal de justicia, aplicable a todas las formas de vida del planeta Tierra, que parece el más equitativo porque no gira en torno al equivocado sentido humano de su propia importancia y superioridad. Si lo adoptamos, es un testimonio de nuestra condición exaltada como único ser terrenal que es capaz de actuar como cuidador de toda la biosfera, asegurando así la supervivencia no de seres vivos individuales sino de la Fuerza de la Vida en su totalidad.

El problema es que nosotros los humanos tendemos a pasar por alto lo que es esencial en la vida y enamorarnos de los adornos; de hecho, parece como su la mayoría de nuestras vidas no consistiera de otra cosa que añadidos, elaboraciones y adornos que le endosamos a este impulso básico de sobrevivir, que compartimos con los animales y las plantas. A fin de cuentas, un estilo de vida que nada más se ocupara de nuestras puras necesidades físicas y mentales se nos haría insoportablemente aburrido en esta época de consumismo desbocado, entertenimiento de masas y gratificación instantánea. A esta alternativa fabricada por el hombre la llamamos “cultura” y sentimos que nos eleva por encima del humilde reino de los instintos toscos que gobiernan a otros seres terrenales. Nos hace sentirnos únicos, privilegiados y con derecho a dominarlo todo –nuestro “destino manifiesto” de explotar la abundancia de la naturaleza mientras esté ahí, al alcance de nuestras manos.

Así pues, éste es nuestro reto. ¿Estamos dispuestos a tirar por la borda el sentido de nuestra propia importancia y nuestros derechos adquiridos junto con nuestro sesgado sentido de la justicia? ¿Podemos recuperar nuestra condición de guardianes del Jardín del Edén, incluso si eso supone volvernos más comunes y corrientes a nuestro parecer?

martes, 8 de marzo de 2016

La investigación libre y crítica

An accomplished person does not by a philosophical view or by thinking become arrogant, for he is not of that sort; not by holy works, nor by tradition is he led, he is not led into any of the resting places of the mind.

For one who is free from views there are no ties, for one who is delivered by understanding there are no follies; but those who grasp after views and philosophical opinions, they wander about in the world annoying people.

La persona consumada no se vuelve arrogante debido a una perspectiva filosófica ni mediante el pensamiento, porque no es de ese tipo; no se deja llevar por las obras sagradas ni por la tradición, no se dejar llevar a ninguno de los lugares de descanso de la mente.

Para uno que está libre de puntos de vista no hay ataduras, para uno que se ha liberado mediante la comprensión no hay locuras; pero los que se aferran a puntos de vista y opiniones filosóficas, esos deambulan por el mundo irritando a la gente.

A menudo se cita el Sutra de los Kalamas cuando se quiere presentar la actitud de investigación libre y crítica que recomienda el Dharma. Pero estas palabras del Buda realmente ponen el dedo en la llaga: ¿quién no se ha dejado y se deja llevar aún a esos "lugares de descanso de la mente"?

Cada instante es nuevo y distinto y pide su propia respuesta... pero ¡qué limitado y repetitivo es nuestro repertorio! Eso también es una forma de esclavitud. El pensamiento, las filosofías, los dogmas... pueden ser útiles para avanzar en el mundo, pero son conchas vacías, restos cristalizados de otras circunstancias. El sufí Rumi viene a decir lo mismo con otras palabras, propias de su tradición, cuando le habla a su Dios: "Quienquiera que adore lo que haces está lleno de gloria. Quienquiera que adore lo que has hecho no es un verdadero creyente".

Es paradójico, ¿verdad?, que mediante la meditación sentada (zuochan, zazen), en la que lo que se sienta en realidad es la mente, consigamos liberar a la mente de su tendencia a refugiarse en sus lugares de descanso habituales.

A veces unas pocas palabras del Buda contienen sabiduría para una vida entera... ¡pero solo si las aplico como constante piedra de toque y no las convierto en otro lugar de descanso de la mente!