jueves, 8 de enero de 2009

¿El hombre más feliz del mundo?

Si se hiciera una encuesta entre las personas que han emprendido un camino espiritual sobre qué les impulsó a ello en primer lugar, probablemente las respuestas más comunes tendrían que ver con ponerle fin al sufrimiento, sacarle más partido a la vida o incluso alcanzar la iluminación.

Me viene esto a la cabeza después de ver en internet la charla de Mathieu Ricard sobre el budismo tibetano donde parece apuntar una nueva estrategia de “vender” felicidad como señuelo para emprender el camino budista. En casos como éste, donde no conozco directamente a la persona y por tanto no sé cuánto de su imagen pública es de cosecha propia y cuánto es márketing ajeno, está más que justificado concederle el beneficio de la duda (sobre todo en cuanto a su dudosa distinción de “hombre más feliz del mundo”). Además, ¿para qué negarlo?, parece un tipo simpático y aprecio su esfuerzo por alejarse de la concepción tradicional de la felicidad para proponer en cambio otra según la cual esa felicidad no es placer –que depende de la ocasión, el lugar y los objetos– sino más bien bienestar: un hondo sentido de serenidad y plenitud que impregna y subyace a todos los estados emocionales, a todos los gozos y pesares que se cruzan en tu camino.

A la hora de explicar esta felicidad aparentemente disponible mediante la práctica budista, Ricard hace énfasis en la falta de control que tenemos sobre el mundo externo, en contraste con el mundo de la mente. Dado que en ese ámbito interno cada uno somos dueño y señor, podemos centrarnos en nuestra mente y cultivar en ella las condiciones para ser felices de acuerdo con las leyes de causa y efecto. En el mejor de los casos, esa práctica puede desembocar con el tiempo en una transformación total de nuestra forma de ser, pero en el corto plazo Ricard promociona más bien el control de nuestras emociones negativas mediante la aplicación de antídotos y el cultivo de estados mentales saludables mediante el entrenamiento de la meditación.

Todo eso está muy bien para empezar, excepto por una gran omisión que atañe a la esencia misma del camino del Dharma. No se puede entender el mensaje de Buda sin incluir su visión de la condición humana; igual que en el judaísmo y el cristianismo, la naturaleza humana está viciada, no porque haya “caído” al contravenir las órdenes de un Dios, sino porque se ha separado de la unidad de todas las cosas y ha generado los tres venenos o identidades llamados confusión, codicia y aversión. Éste quizá no sea un mensaje que vaya a llenar auditorios de gente en busca de buen rollo, pero no se puede escamotear. ¿Por qué? Porque esas tres identidades están funcionando en todos y cada uno de los oyentes y son capaces de filtrar y manipular cualquier mensaje para ajustarlo, como en el mito de Procrustes, a sus propios deseos. En esas condiciones, lo más probable es que, diga lo que diga Ricard, casi todos sus oyentes estén “traduciendo” sus palabras y vislumbrando un método aséptico y calculado con el que pueden operar sobre sus mentes desde fuera, como si se programaran a sí mismos, para así obtener más felicidad y, con ello, más calidad de vida.

En definitiva, tampoco esta motivación parece más noble que las anteriores. ¿Por qué? Porque, al igual que ellas, parte del “yo” como base: ese “yo” que algunos llaman “ego” y que reclama sin cesar menos sufrimiento, más comodidad, más dominio y control -y, ahora, más felicidad. La base malsana sigue intacta; lo único que hemos cambiado es ofrecerle una nueva esperanza vana a ese "yo" encapsulado, igualmente separado de todo excepto de su propio sufrimiento. Bien es cierto que es dificil captar la inspiración correcta desde el principio; incluso el relato tradicional de la conversión de Siddhartha Gautama al enfrentarse con la vejez, la enfermedad y la muerte muestra indicios de ese egoísmo primario. Pero si uno persevera en el camino, llega un momento en que su motivación original cambia naturalmente por sí sola: entonces uno ya no busca nada, porque deja de haber un “yo” que busque, y en su lugar colabora, por así decirlo, en el descubrimiento paulatino de la verdad –no una verdad superior revelada por algún ser espiritual, sino la pura evidencia de las cosas tal como son, incluso si esa verdad supone la bancarrota definitiva de todos nuestros deseos, ilusiones y expectativas. Ésa es la motivación genuina, por lo menos para el Dharma: descubrir la verdad, no importa cuál sea, y así ayudar a los demás.

(http://www.ted.com/index.php/talks/matthieu_ricard_on_the_habits_of_happiness.html).