miércoles, 16 de abril de 2008

Más allá de los caminos trillados (2/2)


El derrocamiento del “yo” de su condición de centro del universo, dueño y señor de nuestra vida, encuentra un paralelismo ilustrativo en la sucesión del día y la noche. Igual que el ego, el sol es tan dominante que se erige en protagonista absoluto del cielo diurno; en su apogeo, ningún otro astro compite con él en tanto que su irradiación hace opaca la atmósfera y la reviste de azul. Pero esa bóveda tan encantadora, ese “cielo protector”, es en cierto sentido una ilusión óptica. En realidad, el cielo no es azul; eso un efecto pasajero que hace de pantalla y nos oculta otra visión distinta. A medida que el sol se inclina hacia el horizonte, la intensidad de su luz disminuye y podemos empezar a ver lo que hay detrás que, en un sentido muy pedestre, es más real que el cielo de día: el espacio insondable punteado de estrellas, planetas, galaxias y demás cuerpos celestes que se trasluce tras el ocaso –la evidencia de un universo mucho más vasto que nuestros dominios habituales, que antes no veíamos porque el esplendor del sol nos ocultaba su existencia.

Esa constante noche interestelar es doblemente cercana a cómo experimentamos la realidad por otro motivo. Aunque vemos las estrellas todas a la vez, igual que experimentamos las cosas de golpe y sin sensación de retraso, sabemos a ciencia cierta que lo que estamos viendo es una ficción. ¿Por qué? Porque la luz se toma su tiempo para recorrer el espacio y los astros que vemos de noche están tan lejos de la Tierra que su luz ha tenido que viajar durante muchísimo tiempo para alcanzarnos; sabemos, por ejemplo, que la luz del Sol tarda unos ocho minutos en llegar a la Tierra, de manera que, por mucho que nuestros sentidos nos digan lo contrario, nunca vemos al Sol tal cual es, sino únicamente tal como era hace ocho minutos. Igualmente, en ningún caso estamos viendo las estrellas en tiempo real, sino sólo la luz que proyectaron en nuestra dirección hace millones de años; en algunos casos, es posible incluso que estemos viendo la luz antiquísima de estrellas que ya han dejado de existir.

Si ahora tomamos esa circunstancia y la multiplicamos por el número de cuerpos celestes que vemos desde la Tierra, situados cada uno a diferente distancia de ella, tendremos una imagen más aproximada de lo que captamos cuando contemplamos el cielo nocturno: un inmenso caleidoscopio espacial que se convierte en una macedonia temporal mareante cuando te das cuenta de que estás viendo algo que en realidad no existe: la reunión panorámica en un solo instante de cómo eran, en momentos completamente dispares entre sí, cada una de las estrellas que vemos, cuya luz nos llega irradiada desde lugares y tiempos completamente asimétricos: por decirlo de manera descriptiva, un mosaico simultáneo de cápsulas de luz de antigüedad variable. Eso mismo, nítidamente puesto en evidencia a escala cósmica, es lo que ocurre con nuestra experiencia de la realidad.

“Bueno”, se me dirá, “¿y qué?” La verdad es que este descubrimiento no parece tener aplicaciones prácticas inmediatas, más allá de aclarar que todo es ilusión; y si todos respondemos a la misma ilusión, ¿qué importa eso? Pero sí que importa, en un sentido doble: primero, porque al reconocer que todo es ilusión se establece una base firme para reducir el deseo y apego –dos sólidas garantías de sufrimiento mental– a los contenidos de esa ilusión; segundo, y más significativo, porque cobra más relieve el potencial del Dharma de abrirte a una experiencia donde ese contenido ilusorio es mínimo y donde, según los maestros, se puede tocar la esencia del ser humano –el estado primordial.

Es cierto que, tanto antes como ahora, la inmensa mayoría prefiere quedarse bajo el amable cielo protector del ego; unos pocos van más allá y toman contacto con las estrellas; otros, menos aún, llegan más allá de las estrellas para ver cómo la mente mueve el mundo –como la figura del grabado, enfrentada a las grandes ruedas que, según el modelo aristotélico, regían las esferas celestes del universo. Pero sólo unos pocos han ido incluso más allá de esas ruedas, a la región donde desaparece la mente, y luego han vuelto para decir no sólo que ese viaje es posible, sino que es lo mejor que puedes hacer con tu vida.

Ahí es donde nos invita a ir el Dharma: fuera de los patrones establecidos, lejos de cualquier idea o experiencia que podamos tener sobre quiénes somos o qué es la realidad, a un encuentro con la verdad desnuda, sin miedo, sin expectativas y sin mente. A cada uno le toca comprobar si lo que proclama es cierto.

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