domingo, 7 de enero de 2024

El silencio es de oro

Aquí va una historia tradicional sobre nuestra propensión a enganchar la mente y enzarzarnos en disputas, como hemos comentado en la sesión de hoy:

 

Cuatro novicios Zen que eran amigos íntimos se habían prometido observar siete días de silencio absoluto. Al primer día todos permanecieron en silencio. Su meditación había arrancado de manera auspiciosa, pero cuando se hizo de noche y las lámparas de aceite empezaron a agotarse, uno de los estudiantes no pudo evitar decirle a un sirviente: “Rellena de aceite esas lámparas”.

El segundo estudiante se sorprendió de oírle hablar al primero: “Se suponía que no íbamos a pronunciar ni una palabra”.

“Sois idiotas los dos. ¿Por qué habéis hablado?”, preguntó el tercero.

“Yo soy el único que no ha hablado”, concluyó el cuarto.

viernes, 6 de octubre de 2023

No resistirse y no rendirse

 


Hay un episodio en La Odisea que viene a cuento de nuestra práctica de meditación, sobre todo en las modalidades de anapanasati y satipatthana que seguimos en el Círculo de Meditación Sierra de Madrid. Es la escena en la que Menelao le cuenta a Telémaco sus dificultades para regresar a Esparta después de la guerra de Troya—un destino penoso que compartió con Ulises, aunque no le llevó tantos años. El pasaje relevante está al final. La cita es larga pero creo que merece la pena:

»Los dioses me habían detenido en Egipto, a pesar de mi anhelo de volver acá, por no haberles sacrificado hecatombes perfectas, pues las deidades quieren que no se nos vayan de la memoria sus mandamientos. Hay en el alborotado mar una isla, enfrente de Egipto, que llaman Faro, y se halla tan lejos de él cuanto puede andar en todo el día una cóncava embarcación si la empuja el sonoro viento. Tiene la isla un puerto magnífico desde el cual echan al mar las bien proporcionadas naves, después de hacer aguada en un manantial profundo. Allí me tuvieron los dioses veinte días, sin que se alzaran los vientos favorables que soplan en el mar y conducen los navíos por su ancho dorso. Ya todas las provisiones se me iban agotando y también menguaba el ánimo de los hombres, pero me salvó una diosa que tuvo piedad de mí: Idotea, hija del fuerte Proteo, el anciano de los mares, la cual, sintiendo que se le conmovía el corazón, se topó conmigo mientras vagaba solo y apartado de mis hombres, que andaban continuamente por la isla pescando con corvos anzuelos, pues el hambre les atormentaba el vientre.

»Se detuvo Idotea y me dijo estas palabras: «¡Forastero! ¿Eres así, tan simple e inadvertido? ¿O te abandonas voluntariamente y te huelgas de pasar dolores, puesto que, detenido en la isla, desde largo tiempo, no hallas medio de poner fin a semejante situación a pesar de que ya desfallece el ánimo de tus amigos?».

»Así habló, y le respondí de este modo: «Te diré, seas cual fueres de las diosas, que no estoy detenido por mi voluntad, sino que debo de haber pecado contra los inmortales que habitan el anchuroso cielo. Mas revélame—ya que los dioses lo saben todo—cuál de los inmortales me detiene y me cierra el camino, y cómo podré llegar a la patria, atravesando el mar abundante en peces».

»Así le hablé. Me contestó en el acto la divina entre las diosas: «¡Oh, forastero! Voy a informarte con gran sinceridad. Frecuenta este sitio el veraz anciano de los mares, el inmortal Proteo egipcio, que conoce las honduras de todo el mar y es servidor de Poseidón. Dicen que es mi padre, que fue él quien me engendró. Si, poniéndote en asechanza, lograras agarrarlo de cualquier manera, te diría el camino que has de seguir, cuál será su duración y cómo podrás volver a tu patria, atravesando el mar en peces abundoso. Y también te relataría, oh, alumno de Zeus, si desearas saberlo, lo malo o lo bueno que haya ocurrido en tu casa desde que te ausentaste para hacer este viaje largo y difícil».

»Tales fueron sus palabras; y le contesté diciendo: «Enséñame tú la asechanza que he de tender al divino anciano: no sea que me descubra antes de tiempo o llegue a conocer mi propósito y se escape, pues es muy difícil para un hombre mortal sujetar a un dios».

»Así le dije, y me respondió la divina entre las diosas: «¡Oh, forastero! Voy a instruirte con gran sinceridad. Cuando el sol, siguiendo su curso, llega al centro del cielo, el veraz anciano de los mares, oculto por negras y encrespadas olas, salta en tierra al soplo del Céfiro. En seguida se acuesta en honda gruta y a su alrededor se ponen a dormir, todas juntas, las focas de nadadores pies, hijas de la hermosa Halosidne, que salen del espumoso mar exhalando el áspero olor del mar profundísimo. Allí he de llevarte, al romper el día, a fin de que te pongas acostado y contigo los tuyos por el debido orden; que para ello escogerás tres compañeros, los mejores que tengas en las naves de muchos bancos. Voy a decirte todas las astucias del anciano. Primero contará las focas, paseándose por entre ellas; y, después de contarlas de cinco en cinco y de mirarlas todas, se acostará en el centro como un pastor en medio del ganado. Tan pronto como le vierais dormido, cuidad de tener fuerza y valor y sujetadle allí mismo aunque desee e intente escaparse. Entonces probará a convertirse en todos los seres que se arrastran por la tierra, y en agua, y en ardentísimo fuego; pero vosotros tenedle con firmeza y apretadle más. Y cuando te interrogue con palabras, mostrándose tal como lo visteis dormido, abstente de emplear la violencia: deja libre al anciano, oh, héroe, y pregúntale cuál de las deidades se te opone y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar en peces abundoso».

 Odisea IV, 351-425

 

Quien haya practicado en el Círculo sabe bien, por experiencia propia, qué jaula de grillos solemos descubrir en nuestro interior en cuanto volvemos la mirada hacia dentro. En la literatura budista se compara la mente descontrolada con una catarata o con una banda de monos que va saltando de rama en rama por la jungla.

Por eso estas prácticas “a palo seco”, en silencio y sin guía externa, son tan saludables, a pesar de su mayor dificultad inicial: nos confrontan con la realidad de lo que ocurre de puertas para adentro cuando miramos ahí y con el sinfín de distracciones que pugnan por atraer nuestra atención con trucos constantes e inagotables. La figura de Proteo ilustra cómo reacciona la mente no cultivada cuando empezamos a indagar en ella: protesta, se revuelve y recurre a todo tipo de tretas para zafarse de nuestro abrazo; el Dhammapada incluso la compara con un pez que han pescado y se debate en agonía sobre la arena. Al igual que el anciano de los mares, la mente intenta escapar, y puede aprovechar todos los estímulos que aparecen en ella (sensaciones físicas, emociones, pensamientos, recuerdos, planes, etc.) como distracciones para escabullirse de la atención a lo que hay aquí y ahora, que es lo que queremos practicar.

Por eso nuestra tarea consiste en mantener la mente quieta, sin reprimir nada a la fuerza, dejando que surjan las posibles distracciones—igual que Proteo se transforma en toda suerte de reptiles, en agua o en fuego—pero regresando siempre al momento presente, una y mil veces, ya sea con la atención concentrada en el tacto del aire al pasar por las fosas nasales o con la contemplación abierta a todos los fenómenos físicos, emocionales y mentales que aparecen, transcurren y desaparecen por sí solos, sin esfuerzo por nuestra parte.

Nosotros, claro, no somos héroes homéricos, y por eso nuestro recurso no es la fuerza de sujetar y apretar. Al contrario: es la recta energía, que es la energía mínima imprescindible para realizar cualquier tarea, unida a la recta atención que prestamos al objeto de la meditación. Como me dijo una vez una gran maestra del piano, “no se conquista por medio de la fuerza; se conquista por medio de la relajación”.

La meditación es un arte sutil. Aquí no vale el ceño fruncido ni apretar los dientes; meditamos con una actitud tranquila y relajada, con un toque de ligereza y, si es posible, hasta de curiosidad y diversión. La mente-Proteo no dejará de intentar seducirnos con todo tipo de propuestas e incitaciones para librarse del foco incómodo que le hemos puesto encima. Nosotros nos mantenemos firmes, y nuestra postura física, en la que buscamos la mayor estabilidad, refuerza nuestra actitud interna, que se siente capaz de afrontar cualquier cosa que la mente-Proteo nos eche, sea lo que sea, sin apartar la mirada. Ese es otro beneficio de la práctica: que nos devuelve el poder que una mente distraída y descontrolada pierde a chorros, como agua que se escapa por un colador.

Sencillez, sobriedad y realismo son rasgos propios de estos estilos de meditación, que, por así decir, no tienen ni un gramo de grasa. Sus consecuencias incluyen una mayor autonomía, conocimiento y madurez personales, así como confianza en nuestras propias fuerzas.

Una vez la mente se calma y se serena es capaz de dar respuesta a nuestras preguntas más ardientes, igual que Proteo cuando recobra su aspecto original; a la larga, incluso puede mostrarnos el camino de vuelta a casa, que no es el palacio de Menelao sino nuestra verdadera naturaleza. Ahí ya entran en juego otras prácticas más avanzadas del Dharma, que apuntan más allá de la experiencia inmediata de nuestros sentidos (es decir, son trascendentales) y requieren un maestro que haya recorrido ese camino y sepa guiarnos.

Ya queramos seguir esa senda o no, las prácticas de anapanasati y satipatthana constituyen una base sólida para entender cualquier tipo de meditación que practiquemos en el futuro y por sí solas traen beneficios importantes para nuestro bienestar y equilibrio en la vida diaria.

Así es esta práctica del Dharma: sana, sencilla (aunque no fácil) y natural, pues ¿qué hay más natural que respirar y reposar en atención relajada?

sábado, 30 de abril de 2022

Sin principio ni fin

 


Hay una enseñanza de Buda que siempre me intrigó desde que la leí. Dice así:

La duración de este ciclo de existencias es incalculable. No hay manera de saber el principio de los seres que, trabados por la ignorancia e impedidos por el deseo, reanudan una y otra vez el ciclo del samsara. Habéis sufrido muertes de personas queridas, compartido calamidades con conocidos, perdido bienes y fortunas, padecido dolores y enfermedades, y con todo esto sin duda habéis llorado, os habéis arrastrado como vagabundos, derramando más lágrimas que todo el agua de los océanos. Habéis vertido sangre, siendo ladrones, defraudadores y adúlteros, más sangre que todo el agua de los océanos. Habéis sufrido dolores, martirios y calamidades, conocéis bien los cementerios y las prisiones, de verdad más que suficiente para quedar desengañados de toda clase de existencia, para querer desprenderos y liberaros.

Muchos toman estas palabras como prueba de que el budismo cree en la reencarnación. A mí en cambio desde el primer momento me resonó más otra cosa: su compasión lúcida y fundamentada, no sentimental pero sí profundamente emotiva.

Ahora bien, ¿de verdad demuestra este pasaje que Buda abrazaba la idea popular de la reencarnación, entendida como transmigración de almas individuales de vida en vida? Conviene recordar que Buda era un hombre de su tiempo y tanto él como su audiencia en esta ocasión, compuesta por monjes de su sangha, procedían de una cultura en la que esas ideas eran corrientes. Él podía usar un lenguaje familiar, confiando en que el contexto y el conocimiento directo que tenían de sus enseñanzas evitasen cualquier malentendido. Entonces, ¿puede haber algo más ahí de lo que parece a primera vista?

Curiosamente, esta pregunta me ha recordado otra frase que se me quedó grabada en tiempos porque, aun describiendo un imposible, ilustra un impulso fundamental de la psique humana. Se le atribuye al sabio griego Arquímedes y se conoce como la ley de la palanca: “Dame un punto de apoyo y moveré la Tierra”.

Arquímedes se refería a un fenómeno muy concreto del mundo físico, pero esa búsqueda de algo sólido donde hacer pie también funciona como una constante a nivel psicológico. Aspiramos a contar con bases bien definidas y delimitadas en las que sustentar nuestros constructos mentales y por eso tendemos a parcelar el mundo trazando límites, fines y principios. Es una operación inconsciente, que puede ser éticamente neutral—por ejemplo, cuando se le atribuye un origen al universo en el Big Bang—o no tanto, como cuando justificamos nuestra reacción a un conflicto atribuyendo su causa a algo que el otro hizo o dijo. El Dhammapada comienza con un ejemplo clásico de esto último:

“Se enojó conmigo, me atacó, me derrotó, me robó”—los que se quedan pensando en eso nunca se verán libres del odio.

La experiencia enseña que, cuando entro en ese ciclo reiterativo, no solo yo me quedo atrapado en el odio; si lo uso como argumento, el otro se remontará a algún incidente previo que le sirva como punto de apoyo para defender su reacción como respuesta proporcional a mi agravio. Ocurre así en los conflictos personales, entre partidos políticos y entre países enteros: el otro siempre fue el que tiró la primera piedra, y en esa primera piedra hacemos palanca para “mover el mundo” a nuestro favor. Hasta hemos inventado la noción de un “pecado original” (¡de otro, por supuesto!), del que derivan todos los demás. Esta “carrera de argumentos” refleja bien la esencia del samsara: la rueda que gira y gira sin parar. Y, como decía Buda, no hay manera de saber el principio de los giros: no hay una “primera piedra”.

Volviendo un instante a la analogía del universo, ahora sabemos que no existe ningún punto de apoyo semejante a la “tortuga cósmica” de la mitología hinduista en la que se asienta el mundo. Todos sus aparentes componentes—planetas, estrellas, galaxias enteras—evolucionan suspendidos en el vacío como por arte de magia (en realidad, por lo que se sabe hasta ahora, lo hacen debido a la acción combinada de la gravedad y las otras tres fuerzas fundamentales de la naturaleza).

Lo esencial aquí es la interrelación, sin principio ni fin, de todos los elementos del universo a la manera de la red de Indra de la filosofía Huayan. Nada es independiente y aislado de lo demás: el mundo es una totalidad interconectada, que se mantiene debido al efecto combinado de las fuerzas que cada partícula ejerce y recibe. Así la describió Dushun (Tu-shun, 557-640) en su comentario al Sutra de la Guirnalda (Avatamsaka). Es denso pero merece la pena:

La escritura dice: “Explicaré ahora la esfera del ojo universal, el cuerpo puro; que la gente escuche con atención”. A modo de explicación, el “ojo universal” es la unión del conocimiento y la realidad, que revela a la vez muchas cosas. Esto deja claro que la realidad solo es conocida por el conocimiento del ojo universal y no es la esfera de ningún otro conocimiento. “La esfera” significa las cosas. Esto ilustra cómo las muchas cosas se interpenetran como el reino de la red de joyas de Indra—multiplicadas y vueltas a multiplicar hasta el infinito. El cuerpo puro ilustra cómo todas las cosas entran las unas en las otras, tal como mencioné antes. Los fines y principios, al estar formados colectivamente por la originación condicional, son imposibles de rastrear hasta su origen—la mente que ve no tiene nada en lo que descansar.

Ahora bien, la red celestial de joyas de Kanishka o Indra, emperador de los dioses, se llama la red de Indra. Esta red imperial se compone de joyas: como las joyas son translúcidas, reflejan las imágenes las unas de las otras, y aparecen en las reflexiones sobre reflexiones de unas y otras, hasta el infinito, apareciendo todas a la vez en una joya, y en cada una de ellas es así—en último término no hay ir ni venir.

Ahora miremos por un instante hacia el suroeste y tomemos una joya y examinémosla. Esta joya puede mostar la reflexión de todas las joyas a la vez—y, de la misma manera que eso ocurre con esta joya, ocurre también con todas las demás; la reflexión se multiplica una y otra vez sin fin. Estas reflexiones de joyas que se multiplican infinitamente están todas en una joya y se muestran con claridad—las otras no lo impiden. Si te sientas en una joya, entonces te sientas en todas las joyas de todas las direcciones, multiplicadas una y otra vez. ¿Por qué? Porque en una joya están todas las joyas. Si hay una joya en todas las joyas, entonces también estás sentado en todas las joyas. Y, si sigues el mismo razonamiento, lo inverso se aplica a la totalidad. Puesto que en una joya entras en todas las joyas sin abandonar esta joya, así en todas las joyas entras en una joya sin dejar esta joya.

Entonces, volviendo a la enseñanza de Buda, ¿es posible que él tampoco estuviera hablando a los individuos sino a otra cosa más sutil, como es la totalidad de la vida, sin diferenciar entre las aparentes vicisitudes de unos y otros? ¿No es la propia impresión de individualidad una ilusión de esta mente nuestra que se empeña en separarlo todo y usa esa separación como punto de apoyo precisamente para “mover el mundo” a su conveniencia? Esa separación tiene innegables ventajas prácticas; los problemas vienen cuando me creo que es real.

Ese es para mí el sentido profundo de esta enseñanza de Buda: no hay almas ni reencarnaciones individuales, aunque sí hay una corriente de conciencia, que no es personal. Lejos de abrazar la reencarnación al estilo hinduista, Buda apunta a una realidad que escapa a los límites con los que las palabras y la mente cognitiva encapsulan la experiencia. Y más allá de las “reglas de oro” de las religiones tradicionales, que se limitan a aconsejar lo que se debe y no se debe hacer (“trata a los demás como quieres que te traen a ti”), esta visión, fundada en el vacío, es la que paradójicamente le da la base más firme, honda e intuitivamente convincente al principio ético que la tradición le atribuye:

Cualquier cosa que hagamos a los demás nos la hacemos a nosotros mismos.