domingo, 29 de junio de 2014

Lección de piano



Esta semana viví una experiencia sumamente interesante: participar en dos recitales de piano con alumnos de nuestra profesora común, todos nosotros aficionados sin ambiciones profesionales.

La sorpresa no fueron los nervios que pasamos, ni lo mal que toqué esta vez, sino el aplomo con el que tocaron sin excepción los niños que había entre nosotros. Para ellos parecía un juego intrascendente que solventaban con soltura.

De ahí saqué una primera conclusión: los niños no invierten tanto su propia imagen como los adultos cuando tocan. Simplemente lo hacen como quien resuelve un rompecabezas, con naturalidad, sin darle más vueltas; no tienen tanto “yo” que proteger. ¡Bravo! ¡¡Bravissimo!!

Los adultos, por el contrario, nos cohibimos y encogemos mucho más en esa situación. Al tocar en público, sientes que estás haciendo un ejercicio de funambulismo. De repente, parece que todas las horas pasadas ante el teclado se esfuman, y ahí estás tú, sentado solo y expuesto ante un bicho extraño. Es un trance curioso: no es solo que el piano sea distinto del que tocas habitualmente, es que la pieza misma de repente parece extrañamente ajena y, sobre todo, tú mismo te sientes otro: ahora cuerpo y mente no responden como solían. A pesar de todo, te lanzas a tocar encomendándote a la cuerda floja, esperando no dar un traspié y llegar de una pieza al final de la obra.

(Suena tremendo, y puede serlo: aunque no todos la viven con la misma intensidad, hay gente musicalmente muy dotada que ha visto descarrilar sus carreras profesionales al no ser capaces de superar esta experiencia recurrente).

La solución parece clara, entonces, al menos en teoría: simplemente con volver a ser niños, todo arreglado, ¿no? Pero hay más; no es tan sencillo.

Los adultos tenemos, por la riqueza y profundidad de experiencias, una madurez de la que los niños carecen. Sabemos y sentimos que hacer música no es solo acertar las notas, es mucho más: es tocar algo intangible que está contenido en la obra para poder revivirlo y proyectarlo al mundo. Eso es un potencial que los niños aún no captan en toda su dimensión.

Pero los adultos (al menos, los aficionados) respondemos al envite de forma contradictoria: ante algo que pide apertura y comunión, con frecuencia nos atascamos en lo personal. Es indudable que al tocar música exponemos algo muy íntimo, pero sentimos equivocadamente que se trata de nuestra propia identidad individual, con todas sus deficiencias e inseguridades, cuando en realidad es una energía sutil compartida –una especie de Qi específicamente humano que es mezcla de alegría, asombro y anhelo de unidad. Eso es lo que sí consiguen evocar los grandes intérpretes y lo que inspira el amor a la música de quienes lo han sentido (en esa línea, un pensador contemporáneo dijo que si no existiera el alma, la música nos la habría creado).

Antes de tocar, muchos aficionados nos sentimos como Adán y Eva cuando, tras comer la manzana, se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Por eso el camino pasa por volver a la inocencia primera de los niños, sí, pero solo para desprendernos de nuestra carga de tonterías de adultos; luego, nos pide que volvamos a crecer y madurar, esta vez en un sentido más sano y plenamente humano, aprendiendo a compartir nuestra energía en comunión con otros en todo lo que hacemos, sin permitir que nuestra identidad secuestre la experiencia.

Esa es una de las paradojas de la música: que, con todo lo que tiene de exacta en sus notas y ritmos, sus tempos y digitaciones, también es capaz de disolver las falsas barreras de nuestra individualidad para transportarnos unos instantes de vuelta al Jardín del Edén, en unidad con toda la vida, sin separación ni artificios (el mismo pensador de antes, a propósito de Mozart, también dijo que siempre que lo escucha le crecen alas de ángel).

Sí, definitivamente la música es una magnífica ayuda para salir del cascarón de nuestra falsa identidad. ¡Viva la música!

Pero, por si acaso, no os acerquéis demasiado aún si me veis sentado al piano.

jueves, 26 de junio de 2014

El Mantra de la Gran Compasión



¡¿Cómo no me había dado cuenta antes?! Al hilo de la entrada anterior, el Mantra de la Gran Compasión (Mahakaruna Dharani en su nombre sánscrito o Dabei Zhou en chino) es una oportunidad magnífica de convertirnos en dinamos del Dharma.

Los tres tomos del comentario de Shanjian Dashi explican cómo hacerlo. Y es que, a diferencia de las banderas y los molinos de oraciones sembrados por todo el Himalaya, en este caso hay una mente y cuerpo humanos que entonan el mantra y lo proyectan en todas direcciones, hacia fuera y hacia dentro, con la energía de la propia fuerza vital. Eso está muy, pero que muy lejos de ser algo meramente mecánico que produce efectos mágicos por simple repetición y por eso hace falta explicarlo bien, para alcanzar una comprensión interna de lo que es el mantra, cómo funciona y por qué. Ahora tenemos la suerte de contar con un texto que lo expone de manera clara y comprensible, sin artificios ni misterios (con un poco más de suerte, dentro de un tiempo no muy largo tendremos también versiones traducidas al español).

Así que ya he empezado a practicar con el mantra, camino de las 10.800 veces que la tradición establece como necesarias para desplegar toda su eficacia, como quien se enfrenta a la ascensión de una montaña altísima, casi inalcanzable, con la cumbre velada por la niebla... pero con el recuerdo del maestro y el bodhisattva Sahasrabhuja en el corazón y animado por la certeza de que al recitar el mantra correctamente se hace un mayor servicio que todas las banderas y molinos de oraciones, porque lo impulsa la fuerza de la vida que se abre a la magnificencia de la compasión, el amor benevolente y la alegría budistas.