viernes, 28 de diciembre de 2007

No a la guerra... y No a la paz

Una de las cosas que saltan a la vista al reflexionar sobre los textos de Buda o Laozi es que ambos profesaban exponer una ley o camino de carácter universal –la misma, llámese Dharma o Tao– que gobierna la realidad que percibimos en toda su amplitud, por mucho que ambos se concentrasen casi exclusivamente en aquellos aspectos que atañen directamente a la vida humana. No hay en sus enseñanzas ninguna división entre la naturaleza y los humanos al estilo de la que ha ido cristalizando en Occidente durante siglos de cultura judeocristiana sedimentada sobre el legado grecolatino. Al contrario, para estos maestros somos una manifestación del Tao entre infinitas otras, y nuestra mayor virtud, a la vez que nuestro mayor interés, estriba en reorientarnos para vivir en armonía con sus principios.

Ahora bien, a la hora de enseñar cuáles eran esos principios, tanto Buda como sobre todo Laozi lo hicieron contraponiéndolos sin ambages a las leyes y costumbres vigentes entre sus contemporáneos, que rechazaban y a veces denunciaban abiertamente por juzgar que estaban fuera de quicio respecto del orden natural. Ni uno ni otro recomendó buscar algún tipo de acomodo entre ambos planos –llamémoslos el natural y el social– pues los consideraban poco compatibles cuando no abiertamente opuestos, y ambos (suponiendo que la leyenda de Laozi represente a un personaje histórico) optaron llegado el momento por una ruptura decidida con el orden establecido. Si Buda rechazó el sistema de castas hinduista, negando que alguien pueda ser noble por simple nacimiento en vez de mediante el mérito de sus acciones, Laozi expresó una visión más crítica aún de la sociedad china, dirigida sobre todo contra los formalismos tradicionales y huecos del sistema confuciano prevalente en sus tiempos:

Cuando decayó el gran Tao

Surgió la doctrina de la humanidad y la rectitud.

Cuando aparecieron el conocimiento y la sabiduría

Emergió la gran hipocresía.

Es cierto que, en parte, las actitudes de ambos tienen que ver con las vicisitudes particulares de su época y condición; pero, como en todo lo que se ha convertido en clásico, hay mucho también en ellas que es intemporal y de aplicación válida aun hoy en día.

Algunos considerarán que su postura es demasiado radical o argumentarán que aquellos eran otros tiempos, pero cuanto más lo pienso más claro me parece que Buda, Laozi, y tantos maestros del pasado cuyos nombres se usan hoy para dar lustre a las jerarquías del budismo y el taoísmo institucionales fueron auténticos objetores de conciencia avant la lettre, quizá entre los primeros de los que tenemos noticia en la historia. Cuidado: no es, desde luego, que analizaran intelectualmente las cosas y luego decidieran; “Ah, pues me voy a hacer objetor”, sino que sus trayectorias, adoptadas en respuesta al dictado de su propia naturaleza, les apartaron de las sendas transitadas por la mayoría, llevándoles a una vida en la periferia de la sociedad. Desde el punto de vista de los brahmines o mandarines bien-pensantes que ocupaban los puestos de privilegio de sus respectivas épocas y culturas, ambos eran claramente seres inconformistas y marginales.

Pero, más allá de su novedad, lo significativo y sorprendente de todo ello es que esta “objeción de conciencia” no se dirigía contra la guerra, sino contra el funcionamiento de la sociedad que tomamos por normal –contra eso que ahora llamamos “paz”. Por supuesto que estaban contra toda forma de violencia, opresión y destrucción gratuitas; pero no se quedaron en las meras apariencias. Sí, por extraño que suene, ambos objetaban contra la paz –en la medida en que veían en ella una falta de armonía y equilibrio con la ley natural del Tao o Dharma que equivalía a una guerra, no declarada e incruenta pero igualmente letal, contra la naturaleza pura que hay en cada ser humano y en todos los demás seres sintientes.

Por supuesto, esa elección no les llevó a Buda ni a Laozi a realizar llamamientos para practicar la resistencia violenta. Ambos rechazaron expresamente la violencia y, en el caso de Buda, cualquier acto gratuito que infligiera daño de mente o cuerpo a un ser vivo. Si las circunstancias los convirtieron en marginales, no fue elección propia; ellos simplemente siguieron la senda que creían correcta y aceptaron las consecuencias con ecuanimidad, probablemente la misma que habrían mantenido de haber tenido un éxito fulgurante. Lo que sí implicaban sus enseñanzas (y, a mi juicio, siguen implicando hoy) era una invitación para apartarse de las conductas socialmente aceptadas pero incorrectas a la luz del Dharma y aprender una manera más sana de vivir de acuerdo con los principios más nobles de la naturaleza humana, tal como los intentaban transmitir tras haber sondeado sus profundidades. Más que vociferar contra la oscuridad, el camino invitaba (e invita) a cada uno a encender su propia luz. Para ellos, la paz verdadera y sin nombre sólo podía venir de la mano de una transformación realizada desde dentro en cada uno.

Es muy evidente, hoy y siempre, que hay mucha más gente que prefiere hacer mil otras cosas antes que encender su propia luz. Pero hay un momento en que uno simplemente deja de mirar a los lados a ver qué están haciendo los demás y apuesta por seguir el camino que cree correcto. Es difícil negar que, en términos puramente estadísticos, es una opción minoritaria y, a escala mundial, casi con certeza una causa perdida; pero cuando te das cuenta de que es la causa más noble los cálculos dejan de tener importancia. Cada uno somos un segmento de la humanidad; a día de hoy aproximadamente una seis-mil-quinientos-millonésima parte. No es mucho, pero tampoco es poco. En esa exigua pero inmensa parcela de humanidad cada uno puede ser soberano y con plena responsabilidad de lo que ocurra en ella mientras vive y trabaja con el beneficio de la totalidad en mente. Ya pueden extenderse las sombras y el griterío por doquier; uno siempre puede encender su luz. En ese sentido, la elección de cada uno es universal; por lo que a él o ella respecta, la humanidad entera, comprendida en la porción que le compete, emprende unánimemente el mismo camino que elija. Está por tanto en manos de cada uno que algún día todos decidamos encender la luz.

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