martes, 16 de octubre de 2007

¿Son iguales todos los caminos?

Uno de los aspectos que más llaman la atención cuando se leen los antiguos sutras budistas es la cantidad de ocasiones en que personas de diversa índole, muchos de ellos ajenos a su comunidad (la sangha), visitan al Buda para debatir, cuestionar, refutar o pedir aclaraciones sobre algún extremo de sus enseñanzas. Lo relevante al caso no es cuántos se convencen y acaban “convirtiéndose” al Dharma (algo siempre sospechoso de manejos partidistas), sino la impresión de fondo que se desprende de esas escenas repetidas.

Ahí intuimos entre líneas una cultura donde un rico fermento de ideas espirituales alimentaba a un hervidero de maestros y buscadores sinceros de la verdad, que no sólo que estaban dispuestos a peregrinar para encontrarla sino también a tomarse el trabajo de entenderla, analizarla, contrastarla y ponerla en práctica para comprobar sus efectos. A esa verdad que supuestamente transmitían los maestros se le atribuía un carácter objetivo y, en consecuencia, también competitivo: cuál de las diversas “verdades”, a menudo incompatibles entre sí, presentadas por unos y otros era la más verdadera constituía algo que había que comprobar mediante el diálogo, el debate y la experimentación. Uno no suscribía los postulados de un maestro igual que hoy es hincha de los colores de su equipo, “manque pierda”. Eran más bien como hipótesis de trabajo; si se demostraba que había otra alternativa mejor, se las abandonaba sin miramientos. No es diferente en la ciencia occidental desde hace siglos.

Lo que sí parece distinto, y bastante menos inquisitivo, es el ambiente que nos rodea hoy en día. A estas alturas, cuando la conversación gira hacia cuestiones espirituales, es común oír en cuanto empiezan a surgir las primeras disensiones la frase apaciguadora de que “en el fondo todos los caminos son iguales”. Indudablemente es algo que se dice para restaurar un ambiente de tolerancia y buenas maneras entre todos, en el que nadie se sienta juzgado ni menoscabado en sus convicciones íntimas, y como tal hay que entenderlo. Pero la consecuencia desgraciada es que a menudo se mata con ello el más leve aliento de debate que pueda enriquecer las perspectivas de unos y otros. Así, se firma una paz apresurada y superficial –que en realidad es más bien un pacto de no-agresión, ya que la paz sólo puede ser sincera a base de explorar y resolver las diferencias– a cambio de la posibilidad de romper moldes demasiado cómodos y abrir nuevas vías que no se habían contemplado antes, incluso si eso puede soliviantar a los más susceptibles.

¿Valen lo mismo todos los caminos? Sin entrar en valoraciones morales ni erigirme en juez de nadie, yo no me creo que todos los caminos que se emprenden sean válidos ni tampoco que lleven al mismo sitio. Para empezar, es evidente, en cuanto lo piensas un poco, que no puede ser lo mismo un camino que teóricamente lleva a la unión con Dios, como por ejemplo el misticismo cristiano, que el de Laozi o Buda, que llevan a una realidad última más allá de Dios en la que supuestamente se ve que ese Dios no es más que una creación de la mente humana –la más noble si quieres, pero una ficción al fin y al cabo. Y también me parece obvio que no todas las motivaciones para echarse a ese camino supuestamente único son igual de legítimas, y que tampoco todo el que lo emprende lo sigue con igual grado de integridad. ¿Quiere eso decir que son malas personas? En absoluto; pero no hay que confundir el hecho de que todas las personas son intrínsecamente igual de respetables con la idea de que, por eso mismo, las opiniones y acciones de todos merezcan indistintamente la misma valoración, sean las que sean.

Al contrario de lo que puede sugerir la variada oferta actual, un camino espiritual no es algo que hagas para sentirte bien; es posible incluso que a ratos te lo haga pasar regular, porque es algo que te saca de tu cómodo caparazón de sensaciones, emociones e ideas habituales y te lleva a una verdad ajena a tu mundo acostumbrado aunque, si hemos de creer a los sabios, infinitamente superior. En ese sentido, el enfoque subjetivo es incompatible con el objetivo, filosófico, científico, o como prefieras llamarlo, porque hablan de cosas totalmente diferentes. A modo de analogía, es innegable que pasar las vacaciones en Almería no es intrínsecamente mejor ni peor que pasarlas en Finisterre. Ahora bien, si hablamos de cosas más serias, como un cáncer por ejemplo, no es lo mismo aconsejarle a alguien que se lo trate con cristales de cuarzo que recomendarle que vaya al oncólogo. Esos caminos sí que no son iguales.

En parte esta confusión surge de un error conceptual muy extendido, como es la asimilación del camino espiritual a una terapia para encontrar mejor acomodo en el mundo. En el fondo –y así lo proclaman los que lo han recorrido– el camino es algo que te saca de ti mismo y de tu estrecho mundo privado para lanzarte en busca de una realidad más plena, solo y a la intemperie, sí, pero con la compañía de las huellas de todas las personas que lo han enriquecido con sus aportaciones y descubrimientos. No es una aventura de bucear en tu pasado y redecorar tu mundo subjetivo, sino un esfuerzo en el que uno se proyecta, por así decirlo, a la escala de la especie. La cuestión entonces ya no es cómo yo mismo puedo estar mejor, sufrir menos, o “iluminarme”, sino qué significa ser un ser humano –cuál es nuestro lugar en el mundo, por qué hay tanto sufrimiento a nuestro alrededor y en nosotros mismos, y qué hay más allá (si es que hay algo) de los valores y modelos de vida convencionales de nuestra sociedad. Como dijo un famoso científico sin filiación religiosa conocida:

El ser humano es parte del todo que llamamos el universo, una parte limitada en el tiempo y el espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y emociones, como si fueran algo separado del resto –una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una cárcel para nosotros, que nos reduce a nuestros deseos personales y al afecto sólo para las pocas personas que nos son cercanas. Nuestra tarea debe ser la de liberarnos a nosotros mismos de esta cárcel ampliando la esfera de nuestra compasión hasta abrazar a todos los seres vivos y a la naturaleza entera en toda su belleza.

Bien visto, sí se puede afirmar sólo hay un camino: el de convertirse en un verdadero ser humano, con todas las de la ley. En ese sentido sí es verdad que todos los caminos son uno; más allá de sus diversas formas posibles, no importan las etiquetas que le queramos aplicar siempre que la persona lo haga con honradez e integridad. Hay gente que jamás ha oído hablar del misticismo, la meditación, o la iluminación y sin embargo les podrían dar sopas con honda a otros que se saben la jerigonza de rigor y presumen de tener maestros de gran renombre o de alcanzar habitualmente elevados estados espirituales. Por eso mismo no hay camino –reconocidamente espiritual o no– que sea tan modesto que, si se hace con sabiduría y compasión, no le pueda llevar al caminante a la nobleza de ser más genuinamente humano. Pero no por ello es menos cierto que, si confiamos en los maestros del Dharma y el Tao, sólo hay uno que lleva a la plena comprensión mediante la experiencia directa que está más allá de “ser humano”.

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