domingo, 15 de junio de 2008

Dharma y Dao: hermanos de sangre

Ya hemos hablado de la importancia que tuvo el Dao filosófico en la creación de un budismo tan específicamente chino como el Chan. Parte de esa influencia se debe sin duda a una afinidad íntima entre sus ideas fundamentales y las del Dharma: es decir, que hay una ley universal e impersonal que actúa como principio supremo del universo natural; que cada ser vivo de este mundo de ilusión tiene una naturaleza intrínseca que opera en armonía y equilibrio con la ley universal; que el ser humano puede acceder a esa propia naturaleza y, a través de ella, al Dao o Dharma; y, por último, que sintonizarse con esa ley suprema es lo mejor que uno puede hacer con su vida.

Siendo todo eso cierto, no lo es menos que la fusión de daoísmo y budismo quedó tan bien trabada porque el Dharma no llegó de la India en bloque ni tampoco se aclimató apresuradamente a su nuevo entorno cultural para que luego brotara de golpe el Chan; al contrario, el budismo, por lo menos en lo que respecta a sus escrituras, se fue filtrando a China casi por goteo, de forma parcial y en orden arbitrario durante un largo periodo de tiempo, lo cual favoreció una asimilación lenta pero profunda por parte de aquellos que lo recibieron con mentes abiertas y flexibles moldeadas por el Dao.

Por usar una analogía para este maridaje, los primeros budistas chinos artífices del proceso debieron de enfrentarse a su tarea como si tuvieran que montar un rompecabezas gigante partiendo de unas pocas piezas nada más: los escasos sutras que iban llegando desde la India –valiosísimos, desde luego, pero insuficientes para recomponer el puzzle entero y hacerse una idea fidedigna de cuál era la enseñanza total que representaban. En esas circunstancias, es fácil entender que la incorporación de cada de nuevo texto al cuadro general completaría su información pero también podría trastocar las composiciones de lugar que se habían hecho previamente, a falta de más datos, sobre cuáles eran las verdaderas enseñanzas de Buda. La potencia creativa de la asimilación china del Dharma se debió, una vez más, tanto al espíritu abierto, ágil e inquisitivo que favorecía esa situación de carestía como a las largas horas de reflexión y debate que debieron emplear para dilucidar cómo sería la verdadera esencia de ese misterioso Dharma, tan exótico y familiar a la vez. Y es que, al no tener más que unas pocas piezas en la mano, estos proto-budistas chinos tendrían que recurrir a la imaginación y el ingenio para sacarles el máximo partido, ver cómo encajaban entre sí e intentar vislumbrar el conjunto que iban apuntando, todo ello usando el Dao como referencia constante para comparar y contrastar ideas y prácticas. No sería de extrañar por tanto que saludaran la llegada y traducción de cada nuevo sutra o comentario que completaba un poco más el cuadro como si fuera un auténtico regalo.

Esta suma de circunstancias filosóficas e históricas propició en definitiva una larga convivencia entre daoísmo y budismo en la cual sus fronteras mutuas eran difusas y sus relaciones, tan abiertas y frecuentes como las que podía haber entre distintas corrientes del Dharma, gracias a un ambiente de expansión y fermento en el que el afán por aprender pesaba más que cualquier concepción patrimonial de la verdad. A efectos prácticos, hoy día nos puede resultar útil sostener que Laozi era daoísta mientras que, por ejemplo, Sengcan (Seng Ts´an, distinguido largo tiempo con el ficticio título de “tercer patriarca Chan”) era budista, pero no hay que tomar el mapa por el territorio. Como ya advirtió el maestro Huangbo (Huang-po):

Temiendo que ninguno de vosotros lo entendiera, [los Budas] lo llamaron el Dao, pero no debéis basar ningún concepto sobre ese nombre. Por eso se dice que “cuando se atrapa el pez, se olvida la trampa” (una cita del Zhuangzi). Cuando cuerpo y mente logran la espontaneidad, se alcanza el Dao y se puede entender la mente universal... En tiempos de antaño, los hombres eran agudos de mente. Al oír una sola frase, abandonaban el estudio y así llegaron a llamarse “los sabios que, al abandonar la erudición, descansan en la espontaneidad”. Hoy en día, la gente sólo busca hartarse de conocimiento y deducciones, al tiempo que le otorgan gran fiabilidad a las explicaciones escritas y le llaman a todo esto la práctica.

Nuestra mente cognitiva es muy aficionada a trazar distinciones sutiles entre conceptos y cosas y así crear compartimentos en los que pueda clasificar y ordenar la realidad; pero estos viejos maestros del Dao y el Dharma, impecables en su comprensión, no parecían prestarle demasiada atención en cambio a estas consideraciones de títulos, escuelas y linajes, que en el fondo son inventos posteriores para intentar introducir un poco de orden en lo que en su día debió de ser un revoltijo gloriosamente promiscuo de Dao, Tierra Pura, Chan, Tiantai, Huayen y otras corrientes.

A modo de ilustración, podemos comprobar esa fraternidad si comparamos el Daodejing de Laozi con el Xin Xin Ming de Sengcan. El primero muestra un estilo comprimido que en ocasiones puede parecer hermético; el segundo, en cambio, adopta parte del lenguaje y las ideas de Laozi para desarrollarlas en la misma dirección, ofreciendo explicaciones más extensas e instrucciones más detalladas. No obstante, ambos están hablando esencialmente de lo mismo: el peligro de creerse y obedecer irreflexivamente la parcelación de la realidad que hace la mente cognitiva.

Daodejing 2

天 下 皆 知 美 之 為 美 斯 惡 已
tiān xià jiē zhī měi zhī wéi měi sī è yǐ
Todos los seres reconocen lo atractivo y así surge lo repulsivo.

皆 知 善 之 為 善 斯 不 善 已
jiē zhī shàn zhī wéi shàn sī bù shàn yǐ
Todos reconocen lo bueno y así surge lo malo.



Xìn Xīn Míng 1-5

至道無難唯嫌揀擇
zhì dào nán wéi xián jiǎn
El camino supremo no es difícil: sólo recela de escoger y elegir.

但莫憎愛洞然明白
dàn zēng ài dòng rán míngbai
Una vez dejes de odiar y amar, se aclarará por sí mismo.

毫釐有差天地懸隔
háo yǒu chā tiāndì xuán
En cuanto hay un milímetro de distingo, cielo y tierra cuelgan cada uno por su lado.

欲得現前莫存順逆
de xiàn qián cún shùn
Si quieres que aparezca, no te pongas a favor ni en contra.

違順相爭是爲心病
wéi shùn xiāng zhēng shì wéi xīn bìng
Oponer lo que te gusta a lo que te incordia hace enfermar a la mente.

Leyendo esto, casi parece como si Sengcan hubiese sido un discípulo directo de Laozi, dedicado a glosar las escuetas palabras de su maestro, cuando, en realidad, cientos de años separan sus vidas. ¿Tiene sentido mantener que uno era daoísta y el otro budista? Sí, pero sólo mientras tengamos presente el valor relativo de esas etiquetas; después de todo, como se aprecia al mirar los caracteres chinos, ese “camino supremo” (至道, zhì dào) del que habla Sengcan al inicio de su poema no es otro que el Dao () de Laozi. En virtud de esa identidad, Linji (Lin-chi) llamaba a sus discípulos “seguidores del Dao” y describía así el camino sin nombre que lleva a convertirse en un ser humano genuino, sin rango ni distinción alguna:

El verdadero seguidor del Dao no se aferra al Buda, ni a los bodhisattvas o a los arhats, ni a las glorias supremas de los tres reinos. En su independencia trascendental y su libertad sin cortapisas no se adhiere a nada… Ahórrate el esfuerzo inútil de discriminar unas apariencias de otras y aferrarte a ellas, y en un solo instante te darás cuenta del Dao con facilidad espontánea.

A pesar de desarrollar su propia línea de conceptos y prácticas distintivas, a veces como evolución de lo que el Dao sólo apuntaba de manera embrionaria, estos viejos maestros del budismo Chan mostraban un absoluto desinterés por distinguirse o separarse de su matriz autóctona. En ese sentido, las palabras que el legendario Mazu Daoyi (Ma-tsu Tao-yi), intercambió con un monje revelan a las claras que para él Dao y Dharma realmente eran, como decía Sengcan, “no-dos”:

Un monje le preguntó por qué el maestro afirmaba que “la mente es el Buda”. El maestro replicó, “Porque quiero detener el llanto de un bebé”. El monje insistió, “Cuando se para el llanto, ¿qué es entonces?” “Ni mente, ni Buda”, fue la respuesta. “¿Cómo le enseñas a alguien que no mantenga ni uno ni otro?” “Le diría, `Ni cosas´”. El monje volvió a preguntar, “Si te encontraras con alguien libre de apego a todas las cosas, ¿qué le dirías?” El maestro contestó, “Le dejaría experimentar el Gran Dao”.

domingo, 8 de junio de 2008

El invento de Cangjie y las raíces del Chan

¿Qué es el Chan? Dicho en pocas palabras, es una vía budista que surgió en China al combinarse el Dharma procedente de la India con el taoísmo oriundo del país. Si bien durante esa polinización entre ambas culturas, ocurrida en los primeros siglos de la era cristiana, también aparecieron otras escuelas (Tiantai, Tierra Pura, Huayen), ninguna abrió caminos tan sugerentes como el Chan ni produjo igual cosecha de grandes maestros.

Es cierto que, con su cercanía a la naturaleza y sus prácticas contemplativas, el taoísmo había creado un lecho fértil y propicio para acoger ciertas semillas del budismo indio y desarrollarlas en una nueva dirección; de hecho, su influencia sobre el Chan es tan grande que hay quien considera que esta vía es un taoísmo disfrazado de budismo. Pero, etiquetas aparte, hay otro factor más general que ilustra cómo los chinos se acercaron a los textos canónicos indios para entenderlos y traducirlos: su método de escritura, que le imprimió un sesgo decisivo a esta nueva versión del Dharma, profundamente fiel a su esencia a la vez que enraizada en la experiencia concreta de los fenómenos del mundo. Examinar cómo funciona la escritura de caracteres muestra el tipo de mente que tuvieron que aplicar los antiguos chinos para entender el Dharma, que no es muy diferente de la que sigue haciendo falta hoy día si queremos captarlo más allá de una mera comprensión cognitiva.

La leyenda le atribuye a un cierto Cangjie (Ts´ang Chieh) la invención de los caracteres chinos, allá por el año 2650 a.C. Algunas versiones lo representan meditando en la orilla de un río tras haber recibido del Emperador Amarillo el encargo de diseñar un nuevo código de información; en esa tesitura, el patrón que vio en las venas de una tortuga le inspiró a contemplar la posibilidad de que hubiera una relación lógica entre ellas. Otras versiones lo presentan cazando en el monte, donde habría reparado en las huellas que dejaban varios animales en la tierra y, al darse cuenta de cuán distintivos eran sus diseños, se habría dispuesto a encontrar las características específicas que diferencian unas cosas de otras. Los detalles importan poco, porque todos coinciden en que Cangjie ideó la escritura a cielo abierto y mediante la observación de la naturaleza, empapándose de todas las cosas –las nubes, el sol, la luna, las estrellas, los lagos, las montañas, así como de toda suerte de aves y animales– antes de inventar los caracteres que recogían y representaban sus rasgos más distintivos. Sea como fuere, está claro que en sus inicios la escritura china tenía un marcado sabor orgánico y naturalista basado en la representación pictórica o simbólica de los objetos del mundo.

Para entender mejor qué implica esta opción podemos compararla con los alfabetos occidentales, que se desarrollaron de manera muy diferente desde su origen entre los fenicios. Eso es así porque, en vez de establecer una relación directa entre caracteres y los objetos del mundo, el alfabeto fenicio eligió usar formas más bien abstractas para representar cada sonido (o, mejor dicho, cada fonema) del idioma, lo cual tuvo dos consecuencias inmediatas:

Primero, que la escritura se simplificó enormemente: a partir de ese momento, con sólo conocer veintitantos signos diferentes (las letras) ya se podía leer y escribir cualquier texto –una facilidad que se mantiene hoy en la mayoría de las lenguas occidentales, como el español. Por el contrario, el umbral de la alfabetización en China se sitúa entre los 3.000 y 4.000 caracteres diferentes –una ardua tarea que se prolonga durante gran parte de la educación escolar (los chinos más cultos pueden manejar cinco o seil mil caracteres y algunos diccionarios llegan a recoger más de 50.000, pero esa indudable riqueza expresiva conlleva una enorme complejidad cuyo dominio históricamente sólo ha estado al alcance de las élites).

En segundo lugar, el alfabeto fenicio y todos sus herederos divorciaron por completo la forma visual de las palabras del aspecto físico o de la impresión subjetiva que pudieran causar los objetos que designaban: es decir, ni la forma gráfica del español árbol, ni la del inglés tree, ni la del alemán Baum tienen nada que ver con la forma de un árbol, al contrario de lo que ocurre con el chino (). Las ventajas del sistema fenicio en cuanto a la economía de la escritura son evidentes; pero eso llega a cambio de un precio. La escritura alfabética es funcional y cognitiva; la china, compleja, simbólica y muchísimo más rica en su capacidad de aludir a nuestra experiencia del mundo con sus mil matices.

Al emplear una escritura con base pictográfica, en vez de grafemas sin contenido inherente más allá de la fonética, el idioma chino operaba con ingredientes mucho más abiertos y polivalentes que, por ejemplo, el sánscrito; y he aquí una de las claves que le dieron al Chan su “sabor” particular. Cuando las escrituras budistas empezaron a llegar poco a poco a China desde la India en los primeros siglos d.C., los eruditos que se enfrentaron a su traducción (como Kumarajiva, traductor de textos fundamentales para el Chan como el Sutra del diamante y el Vimalakirti Nirdesa, entre otros) tuvieron que entrar en los textos con una profundidad mucho mayor de la que nos imaginamos, buceando primero en el original más allá de sus palabras concretas para intentar captar cuál era el meollo que intentaban transmitir y luego encontrando una forma de plasmar eso no sólo en otra lengua, sino en caracteres que implican un nivel cognitivo diferente y exigen matizar mucho más que una escritura fonética.

Como ilustración, veamos la palabra sánscrita dhyana. Un traductor español, al encontrarse con este término, acudiría al diccionario, buscaría su definición y vería “meditación”. Bien, parece todo muy fácil. En cambio, un traductor chino podría jugar con varias opciones. La idea de meditación podría ser 冥想 míng xiǎng, (oscuro / profundo / indistinto + pensar / considerar / suponer / esperar) o bien 静心 jìng xīn, (quieto / tranquilo / silencioso / pacífico + corazón / mente / conciencia / centro) o quizá 沉思 chén , (hundir / profundo / silencioso / pesado + contemplar / recordar / rememorar / anhelar). ¿Cuál de ellas es la meditación que implica dhyana: abismarse en un pensamiento abstracto, centrar la conciencia en la quietud, o bucear en la memoria (por dar equivalencias rudimentarias de lo que sugiere el chino, sin entrar en etimologías)? En el caso específico de dhyana, “meditación”, los traductores chinos no escogieron ninguna de esas opciones, sino que crearon un nuevo término: , chán, de donde viene el nombre de la escuela.

Así se fueron traduciendo los textos sánscritos y así se fue moldeando una versión del Dharma chino que conllevaba una extraordinaria apertura y flexibilidad mental; como si, en vez de apoyarse en un diccionario para buscar equivalencias entre términos, estos primeros budistas tuvieran que traducir, por ejemplo, imágenes en forma de música. Ahí no hay tablas de conversión que valgan; hay que zambullirse en la experiencia que dio origen al concepto que luego generó la palabra, impregnarse de ella, y luego salir a la superficie de la lengua de destino, mirar alrededor y ver con cuáles de sus elementos (recordemos que altamente simbólicos) se puede recrear la experiencia transmitida en la lengua de origen. Y eso requiere que se movilicen y pongan en danza aspectos de la mente que van mucho más allá de la simple comprensión lectora.

Este proceso tan creativo explica en parte la extraordinaria renovación y florecimiento del Dharma en China, incluido el nacimiento de nuevas escuelas que supieron ver en los sutras indios sentidos profundos ya presentes ahí, aunque en estado embrionario, y que desarrollaron las enseñanzas y las prácticas del despertar en direcciones antes desconocidas: un esfuerzo comunitario colosal pero sumamente fructífero, porque algunos de estos antiguos budistas chinos sí que entendieron, más allá de las palabras, de qué hablaba el Buda y fueron capaces de verificar en sus propios términos la verdad del Dharma que había enseñado siglos atrás.

miércoles, 28 de mayo de 2008

En la muerte de un montañero

No sé muy bien por qué me ha “agarrado” esta noticia ni por qué he querido escribir sobre ella; desde luego, es algo que me ha costado más de lo que imaginaba. Sé que puede resultar algo polémico pero, con la premisa de que esto no es un oráculo budista sino parte de un proceso de ir ganando claridad, aunque sea a base de patinazos, ahí va:

Leo las páginas de un diario de hoy sobre la muerte por edema cerebral y pulmonar, a pesar de los esfuerzos generosos de quienes le acompañaban y de los que ascendieron para intentar rescatarlo, de un montañero español atrapado durante varios días en condiciones precarias a más de siete mil metros de altitud en las laderas del Annapurna.

¿Por qué escribo esto hoy? No soy alpinista. Nunca he sentido la llamada de la montaña y, de haberla sentido, tampoco es seguro que hubiera tenido valor o destreza para dedicarme a ella con éxito. Y tampoco es que conociera a Iñaki, aunque no es difícil sentir simpatía por él, gracias al cálido retrato que han dibujado sus amigos y compañeros estos días:

¿Cómo decir lo esencial? ¿Cómo expresar que Iñaki era valiente y buena persona? Vuelvo a intentarlo. Este año, Iñaki salió rumbo al Himalaya mucho antes de lo que tocaba. “No tengo nada que me retenga en casa. Así que, puestos a entrenarme, lo hago allá, subiendo montes distintos”, aclaró. De la ciudad sólo le interesaban las salidas hacia el Pirineo. Y los Sanfermines, corriendo ante los toros. Por teléfono, una mañana, Iñaki se confesó perdido en un centro comercial: metáfora de su forma de afrontar la vida. Sospecho que era tan feliz en Nepal o Pakistán como entrenándose en soledad en las lomas que circundan Pamplona. Bien lejos de las servidumbres de lo cotidiano. Es más viable ser feliz cuando uno sabe qué hacer con su vida; cuando elige, libre, antes de que las circunstancias decidan por uno mismo. Pero resulta mucho más complicado ser consecuente con un ideal. De hecho, lo difícil no es escalar uno o doce ochomiles. Lo realmente admirable es hipotecarse emocionalmente para no traicionarse, para no bajar los brazos, para ser distinto en un mundo de clones. Tener la fuerza de soñar, de ser fiel a un estilo de vida, de asumir la muerte como parte de la apuesta vital. Y, además, contarlo de viva voz, incansable, en conferencias y artículos sabiendo que la audiencia escuchará agradecida, soñando un instante, siguiendo después con sus vidas.

En realidad son estas palabras, firmadas por Óscar Gogorza, las que me mueven a reflexionar sobre esta muerte, que en el fondo es todas las muertes. Es cierto que la gente muere todos los días a nuestro alrededor sin que nos demos cuenta; ahora bien, cuando llega en situaciones tan dramáticas, ese tránsito le confiere un relieve especial a la vida de quien se acaba de ir, igual que el azul profundo del cielo sin nubes resalta los contornos de las cumbres nevadas, deslumbrantes de puro nítidas: un escenario majestuoso donde algunos acuden para encontrar una dimensión más noble del ser humano al poner a prueba sus límites ante las fuerzas de la naturaleza, aceptando la paradójica mezcla de soledad y unidad que puede brotar de ese encuentro. Sin embargo, con los mínimos datos que tengo a mano, me cuesta resistirme a una doble sensación de potencial desaprovechado en esta ocasión, tanto por la vida que se ha perdido como por las líneas que la glosan y que a mi juicio se acercan al espacio natural del Dharma, aunque sin llegar al fondo del asunto.

No es así en absoluto porque este montañero optara por vivir al margen de la corriente, sin tomar parte en la gran ceremonia de la confusión, codicia y aversión colectiva que llamamos civilización, sin “cumplir con sus obligaciones”, como se suele decir, incluso cuando eso pueda suponer remar despreocupadamente mientras nuestra nave de los locos se sigue acercando a las cataratas que la acechan. Al contrario, entiendo y comparto el desafecto por la vida “civilizada” de muchas de estas personas que buscan un espacio más auténtico donde aún haya sitio para la aventura, la solidaridad e incluso el heroísmo; pero es una lástima que eso se logre a costa de poner en peligro sus vidas sin motivos de fuerza mayor. En cierto sentido, sus muertes prematuras también son “daños colaterales” de nuestra sociedad desquiciada, no tan distintos de las de cientos de personas que se quitan la vida voluntariamente cada año. Y ¿cómo no entender también que un amigo escriba la semblanza emocionada del recién desaparecido en los términos más elogiosos que sea capaz de imaginar? Pero, con todos los respetos, hay algo más allá, una cumbre más elevada cuya conquista Óscar no le atribuye a su amigo Iñaki, a pesar de sus mejores intenciones.

En efecto, la actitud que describe refleja casi un acercamiento intuitivo al espíritu del Dharma y el Tao, tal como yo lo entiendo, excepto por una condición fundamental: que todo se haga teniendo presente el beneficio de los demás. Cuánto mejor sería aprovechar la fuerza y el idealismo de estos aventureros –en realidad, de todos y cada uno de nosotros, incluidos los que no sentimos la llamada del Himalaya– en un camino que beneficie a los aparentes individuos que formamos la gran tribu humana, a los animales, las plantas y el planeta. Esta dedicación a la unidad de toda la vida es la premisa del buen camino budista, en sentido no religioso, que lleva a la unificación, o mejor dicho a la reintegración, con esa misma unidad mediante la experiencia directa. Y no es ciencia-ficción; está a nuestro alcance: hay gente que ha “hecho cumbre” ahí y luego ha vuelto para contarlo.

Cuando eso ocurre, la vida simplemente fluye de manera natural, sin artificios. Es cierto que a algunos ese “alpinista espiritual”, visto a distancia o desde la emoción del momento, les podrá parecer admirable, heroico, casi inalcanzable; otros, más de cerca, apreciarán su lealtad y coherencia, su fuerza para soñar, su entusiasmo para trabajar y compartir lo que ha encontrado por el camino, así como su coraje ante cualquier cosa que puedan traer la vida o la muerte, incluso la soledad y la incomprensión de los que “escuchan agradecidos, sueñan un instante y luego siguen con sus vidas”, que es lo que suele ocurrir las más veces. Pero si hemos de creer a los que han coronado esa cumbre, cuando uno llega ahí no hay nada de eso en realidad: desde dentro, no hay ni hipotecas emocionales, esfuerzos idealistas ni nada que merezca admiración; sólo una corriente viva que discurre a su ritmo, aceptando las “servidumbres de lo cotidiano” que sean naturales, sin ocuparse de otra cosa que no sea promover el equilibrio y armonía de toda la vida que le rodea. Parecerá poca cosa pero, bien pensado, si uno está realmente en unión con toda la vida… ¿qué más podría hacer falta?

sábado, 10 de mayo de 2008

Tormenta de ideas taoísta

Estamos en mayo y, tal como anunciaba el servicio meteorológico, llevamos dos días sumidos en una bienvenida borrasca de primavera, con lluvia insistente acompañada a ratos de un gran vendaval. Miro por la ventana y veo cortinas y columnas de lluvia que barren el paisaje como si de un tren de autolavado se tratara; pero luego miro dentro y veo manchas de humedad en las juntas de las ventanas y charcos de agua bajo las puertas, donde se ha filtrado empujada por las ráfagas de aire. Como un viejo galeón destartalado, la masía bicentenaria de Can Catarí hace agua por varios sitios bajo la tormenta. Y en esas estoy cuando me acuerdo de unas líneas de una reputada traducción del Daodejing:

Exprésate por completo,
y luego calla.
Sé como las fuerzas de la naturaleza:
cuando sopla, sólo hay viento;
cuando llueve, sólo hay lluvia;
cuando las nubes pasan, sale el sol.

Un momento, pienso: ¿qué está pasando aquí? ¿Acaso Laozi no sabía que la lluvia y el viento pueden ocurrir a la vez? ¿Vivía quizá en un microclima especial en el que ambos fenómenos nunca iban de la mano? ¿O es que el traductor se ha dejado llevar por una idea que le suena bonita pero que no corresponde a lo que escribió Laozi? Eso sería una pena, porque este tipo de trapacería deja al maestro taoísta y a su obra en muy mal lugar a ojos de cualquiera que tenga un mínimo sentido crítico.

En casos de duda como éste, ya se sabe: lo mejor suele ser acudir a las fuentes en vez de aceptar sin más lo que te cuentan otros. Bien, pues eso hago; busco la versión en chino del capítulo 23, recurro a los diccionarios y... ¿qué me encuentro? A primera vista, elementos parecidos pero que conforman un cuadro muy diferente. Aquí lo transcribo tal cual, en el estilo lo más crudo y pedestre posible, como los pieles rojas de las películas cuando parlamentan con el rostro pálido de turno, para dar una impresión de la textura del original:

parco palabra natural(mente)
instancia flotar/subir viento no terminar mañana
aguacero no terminar día
quién en esto agente
Cielo Tierra

Eso es todo: sintético como un telegrama, pero lleno de posibilidades. Esta evidencia sorprendente sugiere que la escritura china representa el mundo de forma muy distinta a la nuestra: como si fuera a brochazos, por decirlo de alguna manera, en vez de con una malla bien tupida y entrelazada. Sabemos que el Daodejing es especialmente parco y hermético a ese respecto; podríamos decir incluso que traducirlo se parece a elaborar un plato de cocina usando una receta que sólo te da los ingredientes pero ninguna instrucción sobre cómo combinarlos. En este caso, sin embargo, se ve que el traductor se ha tomado bastantes libertades en su trabajo, omitiendo ideas y añadiendo otras de cosecha propia.

Tampoco es de extrañar, y no sólo por la extraordinaria “apertura” del texto; casi parece como si entre los traductores del Daodejing hubiera una competición por ver no quién se acerca más a la verdad, sino quién acuña la versión más sugerente y capaz de inspirar arrebatos de ensoñación mística oriental a base de crear misterio donde no lo hay e incurrir en obviedades e incoherencias con tal de que parezcan reflejar alguna polaridad sutil del mundo. Y todo, para luego acabar naufragando en un modesto charco de agua bajo una puerta...

Lo curioso es que Laozi ya avisó de ese peligro, pero nadie parece haber reparado en ello. Y ¿qué es lo que dijo al respecto?

¡Ah!... Gran sorpresa. Viejo maestro terminar obra así:

fiable palabra no hermosa
hermosa palabra no fiable

Lector moderno mejor tomar nota.

Paz.

jueves, 1 de mayo de 2008

La única devoción que cuenta


“Cuando hayamos muerto, no busquéis nuestra tumba en la tierra; encontradla más bien en los corazones de los hombres”.

Así reza el epitafio que señala la tumba de Mawlana Yalal ad-Din Rumi, poeta, místico y santo sufí, fundador de la orden de los derviches giróvagos. En realidad, pensándolo bien, poco importa quién lo haya dicho: si es acertado, tanto da que haya sido Aristóteles o Mortadelo. Así que dejo de lado los exóticos nombres del autor, las etiquetas sobre su filiación y méritos religiosos y, por último, la ironía de que la frase esté grabada precisamente en el sepulcro de Rumi, para que todos los que lo visiten, incluidos los que llegan ahí tras una ardua peregrinación, se den cuenta de que han buscado donde no era... Aquí hay una gran verdad.

La devoción a la figura histórica del Buda Shakyamuni también es un aspecto prominente del budismo en aquellos países asiáticos de cuya cultura ha formado parte desde hace siglos; igual que en el caso de Rumi, a veces esa devoción se plasma en forma de suntuosos despliegues materiales y adoración de masas. Es algo que puede sorprender visto desde Occidente, adonde han llegado sobre todo las escuelas más aplicadas y menos religiosas del Dharma (usando estos términos en sentido relativo, a falta de otros mejores), y que parece justificar que se le considere al budismo simplemente como otra religión más.

De hecho, hay aspectos de esa devoción popular asiática, como la práctica de venerar supuestas reliquias del Buda guardadas en grandes túmulos llamados estupas, que nos pueden resultar chocantes en un sistema tan declaradamente sobrio y natural en sus principios, y que enseguida traen a la mente correspondencias con nuestro entorno católico –y no precisamente con sus manifestaciones más ilustradas. Quizá esta evolución sea un destino común e inevitable en las enseñanzas sagradas cuando se alían con el poder político, se convierten en oficiales y extienden su influencia a todas las capas de la sociedad; después de todo, no todo el mundo tiene la misma manera de manejarse en estas aguas, y hay muchas personas a las que las vías que exigen una mente rápida, abierta y flexible sencillamente no les van.

Más allá de sus avatares políticos, y en respuesta a la variedad de temperamentos humanos, en el budismo sí que hay sitio para la devoción –por ejemplo, en la escuela llamada Tierra Pura, centrada en la figura del Buda Amitabha; pero, al igual que en otras vías como el Chan o el Mahamudra, también ahí hay que comprender bien lo que se hace para no caer en la simple repetición de fórmulas o gestos huecos con la esperanza de que surtan efecto en virtud de algún poder mágico que desconocemos. En todos los caminos es fundamental ir a la esencia y apartar la hojarasca acumulada durante siglos; pero quizá en ninguno sea mayor el riesgo de apegarse a los aspectos secundarios y ornamentales que en la vía devocional. Casi parece como si el propio Buda fuese consciente de este riesgo, a juzgar por las palabras que le dirigió a su ayudante Ananda poco antes de morir:

Entonces [en su lecho de muerte] el Bienaventurado le dijo a Ananda: “Ananda, estos dos árboles de Sal están completamente en flor, aunque no es la época del año. Riegan y esparcen sus flores sobre el cuerpo del Tathagata [Buda] y con ellas le hacen aspersiones como homenaje. Las flores del ceibo celestial están cayendo del cielo... Del cielo está cayendo polvo de sándalo celestial... En el cielo suena una música celestial... En el cielo se entonan cantos celestiales, en homenaje al Tathagata. Pero no es ésta la medida de cómo se le adora, honra, respeta, venera y rinde homenaje al Tathagata. Más bien el monje, la monja, el seguidor o seguidora laica que sigue practicando el Dharma [las enseñanzas] de acuerdo con el Dharma [la ley universal o Dao], que sigue practicando con maestría, que vive según el Dharma; ésa es la persona que adora, honra, respeta, venera y rinde homenaje al Tathagata mediante el homenaje supremo. Así deberíais entrenaros: `Seguiremos practicando el Dharma de acuerdo con el Dharma, seguiremos practicando con maestría, viviremos según el Dharma´. Así es como deberíais entrenaros”.

Construir grandes estupas no está al alcance de cualquiera; afortunadamente, tampoco es que haga mucha falta. Lo que cuenta es sintonizar tu vida con el Dharma o Dao; parafraseando a un santo cristiano, podríamos decir: “Sigue el Dharma y haz lo que quieras”, porque si de verdad sigues el Dharma harás lo que es natural y correcto en cada circunstancia (lo cual incluye, por supuesto, corregir los posibles errores que vayas cometiendo).

Si llevas el Dharma en tu corazón, eso es un monumento más valioso que cualquier túmulo que puedas erigir sobre la tierra, no importa lo impresionante que parezca, porque entonces habrás rescatado la semilla del Dharma de su hibernación libresca y ritualizada y la habrás plantado en la única tierra fértil que se conoce donde puede brotar, dar fruto y perpetuarse, en beneficio de todos los seres.

lunes, 28 de abril de 2008

Primavera en Can Catarí

Ya han vuelto los ruiseñores a Can Catarí. Hace una semana que el valle se ha llenado de sonidos musicales de lo más variado –trinos, gorjeos, silbidos, todo lo que te puedas imaginar. Casi parece como si la naturaleza hubiera diseñado estos pájaros para experimentar todas las posibilidades de la voz alada y llevarlas incluso unos pasos más allá. Por lo menos, esta tribu voladora sigue plenamente dedicada a ello, llenando el espacio desde la mañana hasta bien pasada la medianoche con una polifonía despreocupada de voces similares pero nunca repetidas ni disonantes entre sí, aunque cada una vaya a su aire, y a pesar de que a veces el cuco e incluso las gallinas del vecino ladera abajo insisten en sumarse al concierto. Es como si cada inflexión de este canto fuera una sorpresa para el propio ruiseñor y como si esa sorpresa, mezcla de asombro y alegría, aumentara a su vez el deleite del canto espontáneo, desplegado con suma liberalidad. Quien lo haya oído quizá me entienda, aunque unos pocos instantes de escucha en vivo y en directo lo explicarían mejor que cualquier palabra; es algo mágico.

Salgo luego a pasear y veo que el retoño de ginkgo que el maestro Shan-jiàn rescató hace años de un contenedor de basura y plantó aquí arriba ya ha echado un montón de hojas, y sigue valientemente empeñado en sobrevivir a pesar del profundo corte que tiene en la base, que le deja en una situación bastante precaria frente a los golpes y las infecciones. Aún no le he oído quejarse de su suerte; sigue adelante, haciendo lo que le es natural, sin lamentarse por su pasado ni preocuparse por su futuro, viviendo lo mejor que sabe momento a momento. La verdad, qué lecciones de dignidad nos dan los seres vivos; con qué naturalidad aceptan la vida y la muerte... Es algo que me trae a la mente unas líneas de Whitman:

Creo que podría irme a vivir con los animales, son tan plácidos y contenidos,
me paro de pie y los contemplo largo y tendido.

Ellos no sudan de ansiedad ni se quejan de su condición,
No yacen en vela en la oscuridad llorando por sus pecados,
No me ponen enfermo debatiendo sobre sus deberes hacia Dios,
Ni uno está descontento, ni uno está trastornado por la demencia de poseer cosas,
Ni uno se arrodilla ante otro, ni ante ninguno de su especie que vivió hace miles de años,
Ni uno es respetable ni infeliz en toda la faz de la Tierra.

Entro a continuación en un blog budista y veo la larga lista de comentarios que ha suscitado una entrada en la que el autor hablaba de sus dificultades para mantener la postura clásica de meditación y de las soluciones que ha ido probando: un batiburrillo de cálidas adhesiones, dudas compartidas y ásperas reprimendas en múltiples conversaciones cruzadas. Ay ay ay, ¡vaya manera de explicarse, corregirse y atacarse unos a otros! Y eso que se supone que el budismo es un camino sereno y amable, que todos reconocen que no son maestros ni han despertado aún y que la entrada en sí era de lo más inofensivo... En fin, una buena ilustración del potencial explosivo de las palabras y de lo fácil que es, entre los que aún no hemos cruzado a la otra orilla, generar con la mínima chispa una conflagración de egos como la de este círculo vicioso de ataques y justificaciones, en donde las puntualizaciones sobre lo que cada uno ha dicho, ha dejado de decir, o ha querido decir no hacen más que generar una discusión interminable en la medida en que cada uno intenta quedar por encima de los demás: una situación en la que cualquier aportación, por bienintencionada que sea, no hace más que avivar el fuego. Con razón los maestros antiguos decían que las palabras eran como zarzas y enredaderas; cada vez me resulta más evidente la sabiduría del dicho de Buda que figura al final de este blog:

Estar apegado a algún punto de vista y menospreciar otras perspectivas como si fueran inferiores -a esto los sabios lo llaman una cadena.

Dejemos las lecciones a los maestros. Hasta que haya aprendido a brotar naturalmente como el ginkgo, que sigue con sus hojas al viento, y haya encontrado mi voz natural como los ruiseñores, que no han dejado de cantar en todo este tiempo, lo mío es cruzar el río... en balsa, a nado, vadeando de pie, a gatas o arrastrándome: como sea, pero cruzarlo de verdad. Hay una enorme necesidad de la voz vigorosa de quienes han recobrado su propia naturaleza.

viernes, 18 de abril de 2008

Cuidado con los deseos...

Aunque uno nunca puede estar seguro con las traducciones, se me antoja un poco cuesta arriba aprender el persa literario del siglo XIII, mezclado con el turco y griego de la época en Anatolia, para leer a Rumi ("el romano") en su idioma original -una de las desventajas que tiene no ser inmortal y disponer de tiempo limitado.

Caveat lector: así traduzco yo lo que traduce un poeta americano de lo que se supone que compuso Rumi:

¿Quién hace estos cambios?
Disparo una flecha hacia la derecha;
cae a la izquierda.
Cabalgo tras un ciervo y me veo
perseguido por un cerdo.
Maquino para obtener lo que deseo
y acabo en la cárcel.
Cavo hoyos para atrapar a los demás
y me caigo dentro.

Debería sospechar
de lo que quiero.

miércoles, 16 de abril de 2008

Más allá de los caminos trillados (2/2)


El derrocamiento del “yo” de su condición de centro del universo, dueño y señor de nuestra vida, encuentra un paralelismo ilustrativo en la sucesión del día y la noche. Igual que el ego, el sol es tan dominante que se erige en protagonista absoluto del cielo diurno; en su apogeo, ningún otro astro compite con él en tanto que su irradiación hace opaca la atmósfera y la reviste de azul. Pero esa bóveda tan encantadora, ese “cielo protector”, es en cierto sentido una ilusión óptica. En realidad, el cielo no es azul; eso un efecto pasajero que hace de pantalla y nos oculta otra visión distinta. A medida que el sol se inclina hacia el horizonte, la intensidad de su luz disminuye y podemos empezar a ver lo que hay detrás que, en un sentido muy pedestre, es más real que el cielo de día: el espacio insondable punteado de estrellas, planetas, galaxias y demás cuerpos celestes que se trasluce tras el ocaso –la evidencia de un universo mucho más vasto que nuestros dominios habituales, que antes no veíamos porque el esplendor del sol nos ocultaba su existencia.

Esa constante noche interestelar es doblemente cercana a cómo experimentamos la realidad por otro motivo. Aunque vemos las estrellas todas a la vez, igual que experimentamos las cosas de golpe y sin sensación de retraso, sabemos a ciencia cierta que lo que estamos viendo es una ficción. ¿Por qué? Porque la luz se toma su tiempo para recorrer el espacio y los astros que vemos de noche están tan lejos de la Tierra que su luz ha tenido que viajar durante muchísimo tiempo para alcanzarnos; sabemos, por ejemplo, que la luz del Sol tarda unos ocho minutos en llegar a la Tierra, de manera que, por mucho que nuestros sentidos nos digan lo contrario, nunca vemos al Sol tal cual es, sino únicamente tal como era hace ocho minutos. Igualmente, en ningún caso estamos viendo las estrellas en tiempo real, sino sólo la luz que proyectaron en nuestra dirección hace millones de años; en algunos casos, es posible incluso que estemos viendo la luz antiquísima de estrellas que ya han dejado de existir.

Si ahora tomamos esa circunstancia y la multiplicamos por el número de cuerpos celestes que vemos desde la Tierra, situados cada uno a diferente distancia de ella, tendremos una imagen más aproximada de lo que captamos cuando contemplamos el cielo nocturno: un inmenso caleidoscopio espacial que se convierte en una macedonia temporal mareante cuando te das cuenta de que estás viendo algo que en realidad no existe: la reunión panorámica en un solo instante de cómo eran, en momentos completamente dispares entre sí, cada una de las estrellas que vemos, cuya luz nos llega irradiada desde lugares y tiempos completamente asimétricos: por decirlo de manera descriptiva, un mosaico simultáneo de cápsulas de luz de antigüedad variable. Eso mismo, nítidamente puesto en evidencia a escala cósmica, es lo que ocurre con nuestra experiencia de la realidad.

“Bueno”, se me dirá, “¿y qué?” La verdad es que este descubrimiento no parece tener aplicaciones prácticas inmediatas, más allá de aclarar que todo es ilusión; y si todos respondemos a la misma ilusión, ¿qué importa eso? Pero sí que importa, en un sentido doble: primero, porque al reconocer que todo es ilusión se establece una base firme para reducir el deseo y apego –dos sólidas garantías de sufrimiento mental– a los contenidos de esa ilusión; segundo, y más significativo, porque cobra más relieve el potencial del Dharma de abrirte a una experiencia donde ese contenido ilusorio es mínimo y donde, según los maestros, se puede tocar la esencia del ser humano –el estado primordial.

Es cierto que, tanto antes como ahora, la inmensa mayoría prefiere quedarse bajo el amable cielo protector del ego; unos pocos van más allá y toman contacto con las estrellas; otros, menos aún, llegan más allá de las estrellas para ver cómo la mente mueve el mundo –como la figura del grabado, enfrentada a las grandes ruedas que, según el modelo aristotélico, regían las esferas celestes del universo. Pero sólo unos pocos han ido incluso más allá de esas ruedas, a la región donde desaparece la mente, y luego han vuelto para decir no sólo que ese viaje es posible, sino que es lo mejor que puedes hacer con tu vida.

Ahí es donde nos invita a ir el Dharma: fuera de los patrones establecidos, lejos de cualquier idea o experiencia que podamos tener sobre quiénes somos o qué es la realidad, a un encuentro con la verdad desnuda, sin miedo, sin expectativas y sin mente. A cada uno le toca comprobar si lo que proclama es cierto.

Más allá de los caminos trillados (1/2)


Algunos místicos que han alcanzado cierta liberación de las cadenas del ego afirman que, en comparación con la libertad que ellos han descubierto pero que es común a todos en potencia, los humanos actuamos por el contrario como si fuéramos animales en cautividad que desde su nacimiento han crecido en un recinto cerrado –una jaula que es sumamente eficaz porque es invisible: sólo existe en nuestra mente, en forma de condicionamiento social. En ese espacio reducido damos vueltas en círculos volviendo una y otra vez sobre nuestros pasos, repitiendo constantemente, aunque las apariencias apunten a lo contrario, el limitado arsenal de sensaciones, emociones y pensamientos con que nos hemos equipado en nuestro breve tránsito por el planeta. Por mucho que nos esforcemos, todas nuestras experiencias tienen un sabor parecido, pero esa rutina entre barrotes nos proporciona comodidad, porque es poco exigente; seguridad, porque nos cubre las necesidades básicas a la vez que ayuda a eliminar sorpresas y amenazas imprevistas; e incluso un cierto sentido de pertenencia, porque vemos a cientos o miles de personas más que dan vueltas como nosotros en jaulas parecidas a las nuestras. En estas condiciones, las barreras físicas se vuelven superfluas: una vez internalizada la mansedumbre, lo más probable es que nos neguemos a abandonar nuestra jaula incluso aunque la puerta se abra de par en par. Para bien y para mal, somos animales de costumbre.

El Dharma y el Dao enseñan de manera inequívoca que las palabras no tocan la verdad. Pero hay más: ni siquiera nuestras experiencias corrientes son fidedignas. Todo es ilusión. Debido a cómo funcionan los sentidos humanos (y la mente es otro sentido más, el sexto), sabemos que siempre hay filtros entre el mundo de “ahí fuera” y lo que solemos llamar “yo”; esto, que la psicología budista ha sostenido durante siglos, es algo que también ha confirmado la fisiología moderna. Hablando en términos figurados, la distancia que nos separa de la realidad exterior es insalvable por la distorsión que crea nuestra percepción. Más aún: no es sólo que los sentidos deformen la información cruda que nos llega desde fuera; es que en el fondo nunca respondemos a esa información en tiempo real, sino en diferido, con retraso según nos llega rebotada desde la memoria a la cognición que la interpreta. Creemos que estamos volcados hacia el mundo exterior pero, en un sentido muy fisiológico, somos como los individuos de la caverna de Platón: no vemos más que los segmentos de realidad que recoge la pantalla interna de nuestra mente, mezclado con los contenidos de la memoria que más en consonancia estén con los estímulos que llegan de fuera. Todo es ilusión –una ilusión moldeada, suplementada y levemente retardada en su paso por nuestro aparato sensorial. Cuando a eso le añadimos las palabras e interpretaciones cognitivas, solidificamos aún más nuestro exilio de lo que es.

La conclusión, chocante quizá pero inevitable, es que nos pasamos la vida obnubilados a la realidad, obedeciendo a los ecos un tanto fantasmagóricos que su influjo suscita en nuestra mente en combinación con los contenidos de nuestra memoria. Gran parte de la meditación que desarrolló el Buda llamada vipassana estaba orientada a poner de manifiesto esta circunstancia. No es ninguna sorpresa por tanto que tampoco la idea de “yo”, ese amasijo de estímulos e impulsos de diversa índole, resistiera al análisis minucioso de sus componentes que le aplicó Buda; el nombre que le dio a esta ausencia de núcleo sustancial y permanente que caracteriza a todos los fenómenos de este mundo de ilusión fue anatta. Pero eso sólo es la mitad de la historia; la otra cara de estas afirmaciones en apariencia ominosas es que hay una gran verdad del ser humano que aparece una vez han caído las medias verdades.

Aunque lo hayas amado como a ti mismo,
Como un ser de barro más puro,
Aunque su marcha apaga el día
Y le quita el encanto a todo lo vivo,
Que lo sepa tu corazón:
Cuando los semidioses se van,
Llegan los dioses.

viernes, 4 de abril de 2008

Los Budas de pegote

Por casualidades de la vida, ayer mismo me topé, una tras otra, con dos muestras clamorosas de la vulgarización del budismo a manos de la publicidad.

De camino a ver a un amigo, pasé primero por delante de un restaurante-bar de copas que ha abierto recientemente con el anglófono nombre de “Buddha & Go!”, aprovechando como presumible caladero de clientes la nueva explanada que las obras del AVE han creado enfrente del local. No sé muy bien qué pinta el Buda ahí ni qué quiere decir esa extraña consigna, pero para que no haya duda de que no es un error los dueños han colocado en la terraza exterior un cartel con una cita del Dhammapada: “La victoria del que se ha conquistado a sí mismo ni siquiera los dioses la pueden convertir en derrota”. Bueno, pues gracias por intentar aclararlo, pero sigo sin ver la conexión; será una señal de los tiempos, pienso, que intenta seguir la estela de productos de éxito como el “Buddha Bar” parisino y otras imitaciones. Sin embargo, no deja de extrañarme el abuso de señuelos pretendidamente seductores para promocionar productos o negocios que van radicalmente en contra de lo que simbolizan sus nombres; en ese sentido, me choca tanto esta parafernalia comercial pseudo-budista como lo haría, pongamos por ejemplo, encontrarme con el matadero municipal “San Francisco de Asís”, la residencia de ancianos “Peter Pan” o el burdel “Virgen del Perpetuo Socorro”.

Luego llego a casa de mi amigo y, tras saludarnos, veo que me muestra con una sonrisa nada inocente uno de los catálogos de moda que le han dejado en el correo: “Colección XYZ primavera 2008: el glamour del Zen”. No doy crédito. Para empezar, nada más contrapuesto al glamour que el Zen de verdad, el de los antiguos maestros chinos, que tenían aproximadamente el mismo glamour que una piedra del campo cubierta de musgo. Pero es que, además, tanto el catálogo como la ropa que muestra son absolutamente ramplones, la típica promoción al por mayor de grandes superficies que tiene casi tan poco de glamour como de Zen. Es verdad que hay mucho cachondo mental suelto por ahí, capaz de las manipulaciones más inverosímiles y desvergonzadas, pero esto ya cae en lo cutre... Señores publicistas: hay que currárselo un poco más, hombre.

Es evidente que nada de esto tiene remedio y tampoco es cuestión de rasgarse las vestiduras clamando contra la corrupción del siglo; la gente seguirá poniéndose hasta las orejas de alcohol bajo la tutela de Budas publicitarios de pegote y buscando un falso encanto mediante el consumo distintivo de mercancías exóticas. Entonces, ¿qué se puede aprender de todo esto? Muy fácil: la vigencia de un truco ya muy viejo que sigue dominando las estrategias de colocación de productos apoyándose en el perro de Pavlov –el experimento que reveló cómo la mente funciona por asociación, de manera que la simple aparición de un estímulo, neutral primero y luego vinculado repetidamente a una experiencia agradable, era capaz de precipitar cambios fisiológicos en anticipación de la experiencia (en ese caso, secretar saliva).

Por burdo que parezca, desde hace tiempo se sabe que el ser humano es susceptible al mismo condicionamiento, y hay cientos de miles de personas empleadas en el sector de la publicidad con el fin de replicar en nosotros el mecanismo que se disparaba en el perro, implantando en nuestra mente asociaciones placenteras que nos lleven a realizar un gesto bien distinto, menos babeante pero más útil para engrasar la máquina de la sociedad de consumo: llevarnos la mano a la cartera y sacar los billetes con alegría. Como rezaba irónicamente la obra de una artista conceptual norteamericana, “Cuando oigo la palabra “cultura”, saco mi talonario”. Da igual que la asociación sea falaz; sólo hay que tener cuidado de que la ficción sea lo suficientemente sutil como para escapar a nuestro juicio crítico. En el caso del “glamour Zen”, vaya... creo que se han pasado; pero eso no es más que un fracaso entre una oleada de productos que nos cuelan a diario con tácticas similares. ¿Cuántos anuncios de coches, por ejemplo, los presentan con el reclamo de la libertad, avanzando solos por la carretera en simbiosis con un paisaje espectacular (“¿Te gusta conducir?”), en vez de tal cual los vamos a experimentar en la vida real: metidos en un tráfico espeso, rodeados de otros conductores impacientes, frustrados y de mal gas, que se niegan a ceder el paso o nos regalan los oídos con su melodioso cláxon? ¿Qué proporción de la vida del coche transcurre en una y otra circunstancia? En el fondo, esa “libertad” que promete el coche recuerda más bien a los trucos que usaban algunos médicos para distraerte cuando eras niño justo antes de pincharte con la jeringuilla; para cuando querías darte cuenta, ya te la habían clavado. Ambos son una forma de anestesia.

Una persona que estuvo en Haití hace años cuenta que, siendo como era un país pobrísimo, la gente comía sobre todo arroz, y poco más. En los restaurantes, los que se lo podían permitir tomaban el arroz con pescado; los pobres, arroz a palo seco. Pero había una tercera opción: por un poco más de dinero que el menú básico, primero se servía el arroz y luego un camarero pasaba por delante de la mesa con la bandeja del pescado y levantaba la tapa para que los comensales pudieran olerlo brevemente mientras daban cuenta de su humilde plato. Arroz blanco al aroma de pescado en tránsito; cruel, pero cierto.

Volviendo a lo nuestro, el budismo tan extendido como gancho comercial me causa esta misma impresión de ser un ambientador sugerente para excitar la fantasía mental y camuflar la realidad del rancho diario que exige la satisfacción de las tres identidades... a menudo, mientras quienes lo han puesto ahí te intentan ablandar y exprimir la cartera al abrigo de las cálidas brumas opiáceas de Oriente. Como siempre, cada uno es dueño y señor de hacer lo que prefiera, incluso si quiere dejar al Dharma reducido a un aroma pasajero que condimenta el arroz cotidiano lo suficiente para engañar al estómago. Lo que ya sería más lamentable sería que quienes sí quieren el menú completo, y están dispuestos a aplicarse en ello, se quedaran clavados en la sección de los que se contentan con perfumes evocadores, creyendo que no hay otra cosa o que hace falta pedir permiso a alguien para unirse al banquete en el está disponible toda la sustancia y el sabor del Dharma; porque, al contrario que las exiguas raciones de proteínas de esos merenderos antillanos, el Dharma no hay que racionarlo ni reservarlo para los pudientes. Como dijo el Buda,

Miles de velas se pueden encender a partir de una sola vela,
y aun así la vida de esa vela no se verá reducida.

La felicidad nunca disminuye al compartirla.

sábado, 22 de marzo de 2008

Un buen combustible

Se cuenta que un día una dama de la alta burguesía, aficionada a la música, decidió ofrecer su casa para que un famoso pianista diera un recital para sus amigos y allegados, aprovechando el gran piano de cola que presidía el salón. Llegada la fecha de la convocatoria, el pianista vino, se sentó al teclado e interpretó varias obras de forma magistral, provocando la admiración de todos los presentes. Emocionada por el éxito que estaba teniendo la velada, a la vez que impaciente por recuperar el protagonismo que la música le había robado por unos momentos, la anfitriona se levantó en un arrebato de entusiasmo nada más apagarse las últimas notas y proclamó a la concurrencia con exquisita sensibilidad artística: “¡Ay, qué maravilla! Daría media vida por poder tocar así.”

El pianista, que probablemente tenía algo de la malicia de los antiguos maestros Chan y captó enseguida el artificio, la miró y, sin inmutarse, le espetó: “Señora, eso es exactamente lo que he hecho yo.”

No me consta cómo acabó el episodio pero entiendo que, más allá de ser borde con la anfitriona y pincharle el globo de su petulancia, el pianista quería dejar en claro algo importante que se nos puede escapar con facilidad; que a menudo la admiración proyectada sobre otros no es más que una defensa para no darnos cuenta de que lo que tanto valoramos de boquilla es algo que está al alcance de nuestra mano, si estamos dispuestos a pagar el precio. Ahí está el meollo de la cuestión, porque es muy cómodo aspirar al estatus del artista consagrado sin pasar por caja antes, en forma de cientos o miles de horas de dedicación silenciosa, anónima y a veces ingrata.

Esto mismo, los costes que puede suponer optar por la vida de artista al margen de las convenciones sociales, es algo que un poeta americano curtido en los bajos fondos se encargó de recordar en el siguiente fragmento –por cierto, parafraseando a Buda en algunas ideas, aunque cargando las tintas en su propia condición de escritor maldito y perdedor irredento al tiempo que echaba mano de un romanticismo algo tópico y narcisista en su descripción de las recompensas que trae pasearse por el lado salvaje:

Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. Si no, ni te molestes en empezar. Podría hacer que perdieras novias, esposas, parientes, trabajos, y quizá tu mente. Podría hacer que no tuvieras qué comer durante tres o cuatro días. Podría hacer que te helaras de frío durmiendo en el banco de un parque. Podría suponer que acabaras en la cárcel. Podría traerte el ridículo. Podría provocar burla y aislamiento. El aislamiento es el don. Todo lo demás son pruebas de tu aguante. De cuánto lo quieres en realidad. Y lo conseguirás, a pesar de verte rechazado y con todas las papeletas en contra. Y será mejor que cualquier otra cosa que puedas imaginar. Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. No hay otro sentimiento igual. Estarás solo con los dioses. Y tus noches bailarán en llamas. Cabalgarás sobre la vida directo a la risa perfecta. Es la única pelea buena que hay.

Hay mucho de razón en lo que dice Bukowski, arropado en una grandilocuencia de tintes heroicos; para empezar, es evidente que revela un grado de conciencia bastante mayor que nuestra amiga melómana, y está claro que él sí que pagó un cierto precio en su vida y aguantó penurias varias por seguir su propio camino. Sin embargo, para mí, el dramatismo exagerado de sus advertencias y la exaltación de sus promesas parecen delatar una cierta auto-glorificación, quizá como compensación sutil por los supuestos sacrificios que tuvo que arrostrar, sin que sepamos con certeza si fueron tales o si simplemente se dedicó a contentar a su ego rebelde sin tener que renunciar a una vida más convencional para la que simplemente no estaba hecho.

Quitando esto, mucho de lo que se afirma ahí sobre el arte también se puede aplicar al Tao o al Dharma, aunque rebajando el tono épico de la propuesta: a día de hoy, es poco probable que ni uno ni otro camino den con tus huesos en prisión, aunque es cierto que si sigues sus enseñanzas y prácticas en serio puede llegar un momento en el que te plantees soltar algunas de las facetas de tu vida habitual que ya no te resultan naturales ni satisfactorias.

Es esa misma naturalidad del Tao la que se sonríe ante las encendidas soflamas de Bukowski igual que ante sus paraísos visionarios; porque esta vía sencilla y pegada a la tierra no esconde la profundidad del compromiso que requiere, pero tampoco permite que te engañes mucho tiempo sobre lo fantástico que eres ni sobre las grandes alturas a las que eres capaz de remontarte con tus alas de Ícaro empapadas en alcohol u otras sustancias psicotrópicas. El Tao no brilla ni encandila, entre otras cosas porque no deja espacio a los que mercadean con la iluminación o se la imaginan como si se tratara de un tentador garbeo por la conciencia cósmica entre la admiración de propios y extraños; simplemente discurre con calma y serenidad hacia adelante, pero recortando una y otra vez cualquier atisbo de ilusión que puedas tener sobre tus méritos personales. A ese efecto resuenan con fuerza estas palabras del Daodejing, como una saludable manera de pinchar el globo innecesariamente hinchado de los que pretenden compensar con una sublime condición espiritual lo que dejan de obtener en el día a día mundano:

La multitud está alegre, como si estuvieran de fiesta en un día de sacrificio
o como si fueran a contemplar las vistas en primavera.
Sólo yo estoy inerte, sin mostrar ninguna señal (de deseo),
como un bebé que aún no ha sonreído.
Cansado, en verdad parece que estoy sin hogar.
Todos en la multitud poseen más que suficiente;
sólo yo parezco haberlo perdido todo.
Mi mente es la de un hombre ignorante,
Sin discernimiento y monótona.
Las gentes corrientes son brillantes, en efecto;
sólo yo parezco estar en la oscuridad.
Las gentes corrientes ven las diferencias, y las ven con claridad;
sólo yo no hago distinciones.
Parezco como si fuera a la deriva como el mar,
como el viento que sopla aquí y allá, sin destino aparente.
Toda la multitud tiene propósitos;
Sólo yo parezco terco y rústico.
Sólo yo soy diferente de los demás
y valoro tomar el sustento de la madre.

Por supuesto que hay mucha ironía en lo que describe Laozi en apoyo del sabio que se concentra en la sustancia frente a la superficie de las cosas; seguramente eran otros tiempos, cuando el marketing no se había inmiscuido en estas aventuras. Aun así, la pregunta que plantea es fundamental: si no te va a hacer más alto, guapo y distinguido, ni tampoco te va a reportar fascinantes experiencias místicas o poderes sobrenaturales, ni te va a granjear la admiración y simpatía de las masas, sino más bien todo lo contrario… bien, entonces, te preguntarás, ¿para qué c*** seguir el camino del Tao?

Y la respuesta está muy clara: Porque es lo natural, incluso si al parecer me hace perder más de lo que gano.

Ese es un buen combustible para avanzar por la senda del Tao y el Dharma.

jueves, 13 de marzo de 2008

Las deidades tántricas o yiddam

Las divinidades de meditación tántricas son uno de los aspectos más coloristas y atractivos del budismo tibetano, también llamado el “vehículo del diamante” o Vajrayana. No se sabe con certeza cuándo absorbió el budismo este sistema tántrico; parece claro que el Buda mismo nunca lo usó pero es probable que ya en una época temprana, cuando el budismo aún no se había expandido más allá de la India, algunos de sus seguidores se dedicaran a diseñarlo adaptando prácticas hinduistas al margen tanto de los grupos nómadas que predicaban el Dharma como de los monasterios que les servían como refugio durante los monzones. Como sus mismos nombres indican, estas divinidades o yiddam son de origen indio, no tibetano.

Avalokiteshvara, Tara, Vajrasattva no son seres sobrenaturales a los que se les atribuye una existencia y capacidad de intervención reales, como los ángeles y los santos del catolicismo, sino personificaciones de fuerzas inherentes en la mente humana que se nos han quedado veladas por los avatares de la existencia pero que se pueden despertar y reactivar mediante meditaciones específicas. Son unas herramientas magníficas si se sabe cómo trabajar correctamente con ellas, y un desastre si nos dejamos llevar por varios atajos seductores que acechan a diestra y siniestra en este camino.

En primer lugar, conviene desterrar desde el principio cualquier idea de que estas divinidades, a pesar de las representaciones aparentemente eróticas de algunas pinturas y estatuas, tengan nada que ver en su origen con el sexo tal como lo entendemos y practicamos en nuestra civilización de consumo. Por decirlo en pocas palabras, Vajrayoguini no es una modelo sacada de un calendario Pirelli tibetano y lo que busca el tantra auténtico es algo muy diferente de la liberación del orgasmo fisiológico; otra cosa es lo que ofrezcan sus sucedáneos occidentales.

Por otra parte, conviene tener cuidado con el orgullo que lleva a confundir el exotismo o la exclusividad de una práctica con su pretendida superioridad sobre otros métodos. Es verdad que las prácticas con yiddam pueden resultar muy tentadoras por el aura de misterio que las rodea, las cualificaciones que se presume que debe reunir el practicante y la cercanía al maestro que requieren, lo cual parece implicar una cierta confianza por su parte en la capacidad del practicante para realizarlas; pero no hay que olvidar que el camino tántrico es una vía gradual, indicada para ciertos temperamentos pero totalmente inadecuada para otros. Alguien que puede avanzar bien con estas meditaciones podría pasarlo fatal y perder el tiempo miserablemente si se le pone a trabajar con koanes y viceversa, sin que una ni otra circunstancia digan nada del mérito intrínseco de ambas vías ni del practicante, sino sólo del acierto, la honradez y el discernimiento del maestro que las recomienda. Bien visto, en último término todas las prácticas no son más que muletas. No tiene sentido alardear de que las tuyas están tuneadas en platino con diamantes engastados y alerones aerodinámicos; lo que cuenta es que te ayuden a caminar.

Dejando de lado estas tentaciones de calibre grueso, digamos, hay también un riesgo más sutil de apegarse a estas prácticas por lo gratificante que puede resultar su estética espectacular. Estas meditaciones o sadhanas han sido secretas, o por lo menos discretas, durante muchísimos años. Personalmente no creo demasiado que eso se deba a los potenciales efectos nocivos que puedan provocar si se emplean incorrectamente –tal como se suele afirmar, reforzando así su halo mágico– sino a que realmente ofrecen innumerables oportunidades para perderse por jardines varios y bastante tontorrones si uno no cuenta con la supervisión atenta de alguien que las conozca y entienda bien y pueda ahorrarnos los tropezones más habituales con sus consejos; y desde luego que el apego a las formas es uno de ellos. Ha sido sólo a partir del exilio tibetano, y del influjo de maestros Vajrayana en Occidente a partir de los años sesenta, cuando estas sadhanas se han divulgado a una escala que hace imposible la supervisión y el apoyo que requieren, aprovechando su tirón folclórico sobre un público muy susceptible a la seducción visual, como bien saben los especialistas en mercadeo. Pero el éxito numérico no implica profundidad de comprensión. Como suele ocurrir, tampoco aquí nos podemos quedar en las meras formas; hay que ir más allá o las prácticas pierden su eficacia.

Una derivada quizá inevitable de esta tendencia a divulgar las sadhanas a gran escala es el relajo correspondiente en su orientación. En previsión de posibles extravíos, al menos esto debería quedar bien claro: las meditaciones tántricas budistas no están pensadas para conseguir cosas en beneficio propio. Avalokiteshavara no nos va a ayudar a encontrar novio; Tara no está ahí para que encontremos un piso de alquiler; Vajrasattva no va a aparecer detrás de una nube cada vez que nuestro jefe intente acosarnos. Por desgracia, tampoco es que los occidentales seamos pioneros en esta insensatez: aberraciones de esta ralea sólo suponen la adaptación a nuestro entorno del uso bastardo del budismo mezclado con superstición popular en los Himalayas, donde a Tara –la deidad que promueve el desarrollo de intenciones correctas– se la invoca en ocasiones como fuerza protectora de los yaks para evitar que se pierdan cabezas de ganado. Y es que hay algunos entre nosotros que se ríen de las estampitas de santos y las devociones marianas pero pierden la cabeza cuando alguien practica exactamente lo mismo entonando salmodias guturales y ataviado con los coloristas atuendos procedentes del “techo del mundo”.

Bueno, diréis, y si no sirven para nada de lo anterior, ¿de qué valen estas deidades tan esquivas? Muy sencillo. Son herramientas para enfrentarse a las tres raíces malsanas, las tres identidades de confusión, codicia y aversión, como trabajo preliminar, indispensable antes de acometer otras fases más avanzadas de meditación. A mí me gusta pensar en estos yiddam como si fueran los TEDAX budistas, listos para aplicarse a la desactivación de explosivos que las identidades han ido plantando en la mente a lo largo de nuestra vida. Como todos los métodos, se usan y luego se dejan atrás; después, algunos podrán seguir en el camino tántrico con otras prácticas y otros podrán derivarse hacia vías paralelas. No son, por tanto, motivo para el orgullo, la fascinación o el apego, pero sí una muestra más de la variedad de recursos que emplea el Dharma y de lo absolutamente esencial que resulta para el camino el trabajo de limpieza y neutralización de los venenos acumulados en la mente. Una vez nos hayamos desembarazado de esa pesada carga, sin caer en ninguna de las trampas antes mencionadas, estaremos en condiciones de acometer la escalada de cimas más altas.