sábado, 22 de marzo de 2008

Un buen combustible

Se cuenta que un día una dama de la alta burguesía, aficionada a la música, decidió ofrecer su casa para que un famoso pianista diera un recital para sus amigos y allegados, aprovechando el gran piano de cola que presidía el salón. Llegada la fecha de la convocatoria, el pianista vino, se sentó al teclado e interpretó varias obras de forma magistral, provocando la admiración de todos los presentes. Emocionada por el éxito que estaba teniendo la velada, a la vez que impaciente por recuperar el protagonismo que la música le había robado por unos momentos, la anfitriona se levantó en un arrebato de entusiasmo nada más apagarse las últimas notas y proclamó a la concurrencia con exquisita sensibilidad artística: “¡Ay, qué maravilla! Daría media vida por poder tocar así.”

El pianista, que probablemente tenía algo de la malicia de los antiguos maestros Chan y captó enseguida el artificio, la miró y, sin inmutarse, le espetó: “Señora, eso es exactamente lo que he hecho yo.”

No me consta cómo acabó el episodio pero entiendo que, más allá de ser borde con la anfitriona y pincharle el globo de su petulancia, el pianista quería dejar en claro algo importante que se nos puede escapar con facilidad; que a menudo la admiración proyectada sobre otros no es más que una defensa para no darnos cuenta de que lo que tanto valoramos de boquilla es algo que está al alcance de nuestra mano, si estamos dispuestos a pagar el precio. Ahí está el meollo de la cuestión, porque es muy cómodo aspirar al estatus del artista consagrado sin pasar por caja antes, en forma de cientos o miles de horas de dedicación silenciosa, anónima y a veces ingrata.

Esto mismo, los costes que puede suponer optar por la vida de artista al margen de las convenciones sociales, es algo que un poeta americano curtido en los bajos fondos se encargó de recordar en el siguiente fragmento –por cierto, parafraseando a Buda en algunas ideas, aunque cargando las tintas en su propia condición de escritor maldito y perdedor irredento al tiempo que echaba mano de un romanticismo algo tópico y narcisista en su descripción de las recompensas que trae pasearse por el lado salvaje:

Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. Si no, ni te molestes en empezar. Podría hacer que perdieras novias, esposas, parientes, trabajos, y quizá tu mente. Podría hacer que no tuvieras qué comer durante tres o cuatro días. Podría hacer que te helaras de frío durmiendo en el banco de un parque. Podría suponer que acabaras en la cárcel. Podría traerte el ridículo. Podría provocar burla y aislamiento. El aislamiento es el don. Todo lo demás son pruebas de tu aguante. De cuánto lo quieres en realidad. Y lo conseguirás, a pesar de verte rechazado y con todas las papeletas en contra. Y será mejor que cualquier otra cosa que puedas imaginar. Si vas a probar a hacer algo, hazlo a fondo. No hay otro sentimiento igual. Estarás solo con los dioses. Y tus noches bailarán en llamas. Cabalgarás sobre la vida directo a la risa perfecta. Es la única pelea buena que hay.

Hay mucho de razón en lo que dice Bukowski, arropado en una grandilocuencia de tintes heroicos; para empezar, es evidente que revela un grado de conciencia bastante mayor que nuestra amiga melómana, y está claro que él sí que pagó un cierto precio en su vida y aguantó penurias varias por seguir su propio camino. Sin embargo, para mí, el dramatismo exagerado de sus advertencias y la exaltación de sus promesas parecen delatar una cierta auto-glorificación, quizá como compensación sutil por los supuestos sacrificios que tuvo que arrostrar, sin que sepamos con certeza si fueron tales o si simplemente se dedicó a contentar a su ego rebelde sin tener que renunciar a una vida más convencional para la que simplemente no estaba hecho.

Quitando esto, mucho de lo que se afirma ahí sobre el arte también se puede aplicar al Tao o al Dharma, aunque rebajando el tono épico de la propuesta: a día de hoy, es poco probable que ni uno ni otro camino den con tus huesos en prisión, aunque es cierto que si sigues sus enseñanzas y prácticas en serio puede llegar un momento en el que te plantees soltar algunas de las facetas de tu vida habitual que ya no te resultan naturales ni satisfactorias.

Es esa misma naturalidad del Tao la que se sonríe ante las encendidas soflamas de Bukowski igual que ante sus paraísos visionarios; porque esta vía sencilla y pegada a la tierra no esconde la profundidad del compromiso que requiere, pero tampoco permite que te engañes mucho tiempo sobre lo fantástico que eres ni sobre las grandes alturas a las que eres capaz de remontarte con tus alas de Ícaro empapadas en alcohol u otras sustancias psicotrópicas. El Tao no brilla ni encandila, entre otras cosas porque no deja espacio a los que mercadean con la iluminación o se la imaginan como si se tratara de un tentador garbeo por la conciencia cósmica entre la admiración de propios y extraños; simplemente discurre con calma y serenidad hacia adelante, pero recortando una y otra vez cualquier atisbo de ilusión que puedas tener sobre tus méritos personales. A ese efecto resuenan con fuerza estas palabras del Daodejing, como una saludable manera de pinchar el globo innecesariamente hinchado de los que pretenden compensar con una sublime condición espiritual lo que dejan de obtener en el día a día mundano:

La multitud está alegre, como si estuvieran de fiesta en un día de sacrificio
o como si fueran a contemplar las vistas en primavera.
Sólo yo estoy inerte, sin mostrar ninguna señal (de deseo),
como un bebé que aún no ha sonreído.
Cansado, en verdad parece que estoy sin hogar.
Todos en la multitud poseen más que suficiente;
sólo yo parezco haberlo perdido todo.
Mi mente es la de un hombre ignorante,
Sin discernimiento y monótona.
Las gentes corrientes son brillantes, en efecto;
sólo yo parezco estar en la oscuridad.
Las gentes corrientes ven las diferencias, y las ven con claridad;
sólo yo no hago distinciones.
Parezco como si fuera a la deriva como el mar,
como el viento que sopla aquí y allá, sin destino aparente.
Toda la multitud tiene propósitos;
Sólo yo parezco terco y rústico.
Sólo yo soy diferente de los demás
y valoro tomar el sustento de la madre.

Por supuesto que hay mucha ironía en lo que describe Laozi en apoyo del sabio que se concentra en la sustancia frente a la superficie de las cosas; seguramente eran otros tiempos, cuando el marketing no se había inmiscuido en estas aventuras. Aun así, la pregunta que plantea es fundamental: si no te va a hacer más alto, guapo y distinguido, ni tampoco te va a reportar fascinantes experiencias místicas o poderes sobrenaturales, ni te va a granjear la admiración y simpatía de las masas, sino más bien todo lo contrario… bien, entonces, te preguntarás, ¿para qué c*** seguir el camino del Tao?

Y la respuesta está muy clara: Porque es lo natural, incluso si al parecer me hace perder más de lo que gano.

Ese es un buen combustible para avanzar por la senda del Tao y el Dharma.

jueves, 13 de marzo de 2008

Las deidades tántricas o yiddam

Las divinidades de meditación tántricas son uno de los aspectos más coloristas y atractivos del budismo tibetano, también llamado el “vehículo del diamante” o Vajrayana. No se sabe con certeza cuándo absorbió el budismo este sistema tántrico; parece claro que el Buda mismo nunca lo usó pero es probable que ya en una época temprana, cuando el budismo aún no se había expandido más allá de la India, algunos de sus seguidores se dedicaran a diseñarlo adaptando prácticas hinduistas al margen tanto de los grupos nómadas que predicaban el Dharma como de los monasterios que les servían como refugio durante los monzones. Como sus mismos nombres indican, estas divinidades o yiddam son de origen indio, no tibetano.

Avalokiteshvara, Tara, Vajrasattva no son seres sobrenaturales a los que se les atribuye una existencia y capacidad de intervención reales, como los ángeles y los santos del catolicismo, sino personificaciones de fuerzas inherentes en la mente humana que se nos han quedado veladas por los avatares de la existencia pero que se pueden despertar y reactivar mediante meditaciones específicas. Son unas herramientas magníficas si se sabe cómo trabajar correctamente con ellas, y un desastre si nos dejamos llevar por varios atajos seductores que acechan a diestra y siniestra en este camino.

En primer lugar, conviene desterrar desde el principio cualquier idea de que estas divinidades, a pesar de las representaciones aparentemente eróticas de algunas pinturas y estatuas, tengan nada que ver en su origen con el sexo tal como lo entendemos y practicamos en nuestra civilización de consumo. Por decirlo en pocas palabras, Vajrayoguini no es una modelo sacada de un calendario Pirelli tibetano y lo que busca el tantra auténtico es algo muy diferente de la liberación del orgasmo fisiológico; otra cosa es lo que ofrezcan sus sucedáneos occidentales.

Por otra parte, conviene tener cuidado con el orgullo que lleva a confundir el exotismo o la exclusividad de una práctica con su pretendida superioridad sobre otros métodos. Es verdad que las prácticas con yiddam pueden resultar muy tentadoras por el aura de misterio que las rodea, las cualificaciones que se presume que debe reunir el practicante y la cercanía al maestro que requieren, lo cual parece implicar una cierta confianza por su parte en la capacidad del practicante para realizarlas; pero no hay que olvidar que el camino tántrico es una vía gradual, indicada para ciertos temperamentos pero totalmente inadecuada para otros. Alguien que puede avanzar bien con estas meditaciones podría pasarlo fatal y perder el tiempo miserablemente si se le pone a trabajar con koanes y viceversa, sin que una ni otra circunstancia digan nada del mérito intrínseco de ambas vías ni del practicante, sino sólo del acierto, la honradez y el discernimiento del maestro que las recomienda. Bien visto, en último término todas las prácticas no son más que muletas. No tiene sentido alardear de que las tuyas están tuneadas en platino con diamantes engastados y alerones aerodinámicos; lo que cuenta es que te ayuden a caminar.

Dejando de lado estas tentaciones de calibre grueso, digamos, hay también un riesgo más sutil de apegarse a estas prácticas por lo gratificante que puede resultar su estética espectacular. Estas meditaciones o sadhanas han sido secretas, o por lo menos discretas, durante muchísimos años. Personalmente no creo demasiado que eso se deba a los potenciales efectos nocivos que puedan provocar si se emplean incorrectamente –tal como se suele afirmar, reforzando así su halo mágico– sino a que realmente ofrecen innumerables oportunidades para perderse por jardines varios y bastante tontorrones si uno no cuenta con la supervisión atenta de alguien que las conozca y entienda bien y pueda ahorrarnos los tropezones más habituales con sus consejos; y desde luego que el apego a las formas es uno de ellos. Ha sido sólo a partir del exilio tibetano, y del influjo de maestros Vajrayana en Occidente a partir de los años sesenta, cuando estas sadhanas se han divulgado a una escala que hace imposible la supervisión y el apoyo que requieren, aprovechando su tirón folclórico sobre un público muy susceptible a la seducción visual, como bien saben los especialistas en mercadeo. Pero el éxito numérico no implica profundidad de comprensión. Como suele ocurrir, tampoco aquí nos podemos quedar en las meras formas; hay que ir más allá o las prácticas pierden su eficacia.

Una derivada quizá inevitable de esta tendencia a divulgar las sadhanas a gran escala es el relajo correspondiente en su orientación. En previsión de posibles extravíos, al menos esto debería quedar bien claro: las meditaciones tántricas budistas no están pensadas para conseguir cosas en beneficio propio. Avalokiteshavara no nos va a ayudar a encontrar novio; Tara no está ahí para que encontremos un piso de alquiler; Vajrasattva no va a aparecer detrás de una nube cada vez que nuestro jefe intente acosarnos. Por desgracia, tampoco es que los occidentales seamos pioneros en esta insensatez: aberraciones de esta ralea sólo suponen la adaptación a nuestro entorno del uso bastardo del budismo mezclado con superstición popular en los Himalayas, donde a Tara –la deidad que promueve el desarrollo de intenciones correctas– se la invoca en ocasiones como fuerza protectora de los yaks para evitar que se pierdan cabezas de ganado. Y es que hay algunos entre nosotros que se ríen de las estampitas de santos y las devociones marianas pero pierden la cabeza cuando alguien practica exactamente lo mismo entonando salmodias guturales y ataviado con los coloristas atuendos procedentes del “techo del mundo”.

Bueno, diréis, y si no sirven para nada de lo anterior, ¿de qué valen estas deidades tan esquivas? Muy sencillo. Son herramientas para enfrentarse a las tres raíces malsanas, las tres identidades de confusión, codicia y aversión, como trabajo preliminar, indispensable antes de acometer otras fases más avanzadas de meditación. A mí me gusta pensar en estos yiddam como si fueran los TEDAX budistas, listos para aplicarse a la desactivación de explosivos que las identidades han ido plantando en la mente a lo largo de nuestra vida. Como todos los métodos, se usan y luego se dejan atrás; después, algunos podrán seguir en el camino tántrico con otras prácticas y otros podrán derivarse hacia vías paralelas. No son, por tanto, motivo para el orgullo, la fascinación o el apego, pero sí una muestra más de la variedad de recursos que emplea el Dharma y de lo absolutamente esencial que resulta para el camino el trabajo de limpieza y neutralización de los venenos acumulados en la mente. Una vez nos hayamos desembarazado de esa pesada carga, sin caer en ninguna de las trampas antes mencionadas, estaremos en condiciones de acometer la escalada de cimas más altas.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Una de indios

La brevedad de la vida es uno de los temas clásicos de toda literatura, sobre todo la que se adentra en meditaciones religiosas o filosóficas. Así, una de las obras más profundas e influyentes del budismo Mahayana, el Sutra del diamante, concluye con la siguiente exhortación, de un vuelo poético poco habitual en los textos del propio Buda:

Así habéis de pensar de este mundo fugitivo:
una estrella al amanecer, una burbuja en la corriente;
un relámpago en una nube de verano;
una lámpara titubeante, una aparición, un sueño.

En las imágenes tan concretas que forman esa secuencia crecientemente efímera y precaria entrevemos la brevedad etérea de la vida, desde luego, pero sin asomo de lamento ni conexión alguna con el valle de lágrimas que presenta la tradición judeocristiana. Es el mismo espíritu de lucidez serena y valiente que evocó siglos más tarde Pie de Cuervo, un jefe guerrero de la tribu llamada Pies Negros, usando naturalmente imágenes propias del entorno en que vivía su pueblo, a caballo entre Canadá y los Estados Unidos:

¿Qué es la vida?
Es el destello de una luciérnaga en la noche.
Es el aliento de un búfalo en invierno.
Es la pequeña sombra que corre por la hierba
y se pierde en el ocaso.

A veces pienso que en esta simple imagen del búfalo en invierno hay más poesía que en volúmenes enteros que se publican hoy con aspiraciones líricas. ¿Por qué? Porque ahí se ha captado algo de la verdad desnuda del mundo, sin afeites ni aderezos del ego. Quien pone eso en palabras ha mirado a su alrededor con lucidez y ha visto, y lo que ha visto es algo que va más allá del frío ambiente, del búfalo que resopla o de las nubes que su aliento forma en el aire; como un testigo imparcial, lo ha presenciado y luego ha soltado lo que ha visto sin manosearlo con las sucias manazas de la cognición, para que pueda hablar por sí mismo limpiamente, de tú a tú.

A lo que apunta esta imagen de la nube no es sólo a lo breve y pasajera que es la vida, sino a lo inasible que resulta a fin de cuentas. ¿Qué es, en realidad, tu vida? Mira delante y detrás de ti, a ver si puedes atraparla; imposible, se te escapa como agua entre los dedos. Ni el pasado ni el futuro existen en sí; estamos rodeados de fantasmas. Vuélvete al presente; aquí y ahora, ¿qué es tu vida? En el fondo, algo tan etéreo y huidizo como esas fugaces presencias que nos señala Pie de Cuervo; y, sin embargo, no hay nada más valioso en este mundo que ese misterio inaprensible, efímero y precioso. No lo puedes explicar, medir o clasificar; pero sí lo puedes experimentar en toda su belleza si eres capaz de quitarte de enmedio para dejar que aflore.

En el fondo, lo que emerge de estas percepciones tan puras no es sólo una imagen nítida de los objetos del mundo; es un atisbo de la relación profunda que nos une a la tierra, de nuestra hermandad no sólo con los animales y plantas sino con todos los fenómenos de este vasto y misterioso planeta, incluida la nube de vapor que brota y se esfuma en un instante. Como todos ellos, nosotros también aparecemos y desaparecemos, sin saber de dónde venimos ni adónde vamos (y, a decir verdad, sin que importe demasiado tampoco). Quizá nuestras vidas nos parezcan largas comparadas con la de una luciérnaga, por ejemplo, pero todo es cuestión de perspectiva y los humanos, al menos los occidentales, tenemos una tendencia inveterada a exagerar nuestra propia importancia. ¿Qué son sesenta, ochenta o cien años en el conjunto del universo, comparados con las edades geológicas o con el surgimiento y la extinción de especies enteras? Estamos unidos con todo lo que experimentamos en virtud de nuestra insustancialidad común. Con ellos compartimos escena un instante nada más –pero qué grande puede ser eso cuando se vive en plenitud...

Es algo en lo que tenemos mucho que aprender, porque si de verdad sintiéramos hasta el tuétano lo insignificantes que somos como individuos a escala cósmica se abriría enseguida la puerta a darnos cuenta de lo grandioso que es tomar parte en esta gran ilusión, aunque sea sólo por un tiempo. Como dijo otro que también alcanzó a ver:

¿Por qué, si es posible pasar el intervalo de la existencia
como un laurel, un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en el borde
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos –y, evitando el
destino, anhelar destino?...

Ah, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...

Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer
nos necesita todo lo de aquí,
lo fugaz, que de manera extraña
nos interpela. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, parece irrevocable.

miércoles, 5 de marzo de 2008

La trampa de las palabras

Constato con cierta preocupación que este blog sigue sumando entradas y aumentando de tamaño –aunque quién sabe si en sabiduría. Percibo además que abundan en sus artículos las frases sentenciosas, destinadas en principio a reafirmar las parcelas de certeza que voy acotando por el camino, pero a riesgo de trasladar a otros la impresión de que soy alguien que sabe. Y compruebo, no sin cierto escalofrío, que hay hasta quienes se han dirigido a mí con preguntas sinceras y de buena ley, como si yo fuera, en efecto, alguien que sabe. Ante el cariz que están tomando los acontecimientos, no me queda más remedio que acudir en mi descargo a un amigo reciente, de existencia incierta y autoría disputada pero agudo ingenio: Zhuangzi, alias Chuang Tzu.

Una trampa para peces sirve para pescar peces; una vez has pescado los peces, te puedes olvidar de la trampa. Un cepo para conejos sirve para cazar conejos; una vez has atrapado al conejo, te puedes olvidar del cepo. Las palabras sirven para captar ideas; una vez has captado la idea, te puedes olvidar de las palabras. ¿Dónde puedo encontrar a alguien que sepa olvidar las palabras para intercambiar unas palabras con él?

A veces ni yo mismo entiendo bien lo que estoy diciendo; a veces la pluma se me adelanta y se pega un paseo por jardines que mis pies aún no han pisado; otras, los oídos me imponen una música biensonante que no encaja con mi experiencia real. Y, por encima de todo eso, está la imposibilidad de comunicar verbalmente las vivencias que no se han compartido. Como dice el clásico romance del Conde Arnaldos,

¡Quién oviera tal ventura
sobre las aguas del mar
como la hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.

Las velas traía de seda,
la jarcia en un cendal,
marinero que la manda
viene diciendo un cantar

que la mar facía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo,
nel mastel los faz posar.

Allí fabló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
”Por Dios os ruego, marinero,
dígasme ora este cantar”.

Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
”Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va”.

No es cicatería ni desdén gratuito; es que hay cosas que no se pueden entender si uno no se sube al mismo barco (y aun así, tratándose de palabras, hay muchas posibilidades de malinterpretarlas).

Con esto en mente, entendiendo que lo que escribo aquí no son sino opiniones en trámite de verificación, todos los comentarios son bienvenidos.

No sé si podré calmar mares y amainar vientos, pero prometo que intentaré no llenarle a nadie la cabeza de pájaros ni el mástil de peces abisales.

El Tao de las praderas

Pocos libros han disfrutado de mayor divulgación mundial que el Daodejing; un estudio escrito hace casi quince años afirmaba que ya entonces se publicaba más o menos una nueva traducción al mes, y no parece que el ritmo haya decrecido. Claro que, como el mismo estudio advertía, ese aparente éxito se debe en gran parte a la brevedad y a la enigmática densidad del texto, que permite a muchos traductores poco escrupulosos proyectar sobre él los significados que quieren encontrar de antemano, cuando no simplemente enmendar a su gusto las traducciones de otros sin atender a la fuente original. Por eso, este sinólogo venía a comparar muchos Daodejing occidentales con la comida rápida: fácil, poco elaborada, atractiva a la vista, diseñada para el consumo masivo y potencialmente indigesta. Tales lecturas de la obra de Laozi son el equivalente filológico de un test de Rohrsach, un buffet libre donde el chef tiene carta blanca para servir a sus incautos comensales el potaje más disparatado de ingredientes New Age sin pararse en barras y, naturalmente, sin que el pobre autor pueda venir a pedirle cuentas del destrozo. Algo parecido dijo don Diego de Torres y Villarroel, allá por nuestro siglo XVIII, sobre la astrología:
Es esto de las estrellas
el más seguro mentir,
pues nadie puede ir
a preguntárselo a ellas.
Sin embargo, no todo está perdido. Hay, por suerte, un antiguo tratado sobre la obra de Laozi (que entonces se denominaba “el Laozi”), debida a un precoz erudito, Wang Bi, quien, a pesar de morir a la tempranísima edad de veintitrés años, dejó tras de sí una obra que a la postre se convirtió en el comentario filosófico más influyente de la historia china sobre el Daodejing. Aunque no exento de sus propios problemas textuales y de interpretación, es probablemente el mejor punto de partida para explorar este texto tan misterioso. He aquí, por ejemplo, la versión de Wang Bi sobre la no-acción de Laozi:
Administra el imperio entregándote a la no-acción.
¿Cómo sé que debería ser así?
Por esto:
Cuantas más prohibiciones y tabús hay en el mundo
más pobre será la gente.
Cuantas más armas afiladas tenga la gente
más problemas para el Estado.
Cuanto más astucia y habilidad posea el hombre
más desquiciadas parecerán las cosas.
Cuanto más prominentes se hagan las leyes y las órdenes
más ladrones y delincuentes habrá.
Por tanto el sabio dice:
No realizo ninguna acción y la gente se transforma por sí sola.
Amo la calma y la gente se vuelve correcta por sí sola.
No emprendo ninguna actividad y la gente se vuelve próspera por sí sola.
No tengo deseos y la gente se vuelve sencilla por sí sola.
Muchos comentaristas toman el Daodejing como un tratado para aristócratas sobre el buen gobierno, algo así como un manual de príncipes; es decir, un anti-Maquiavelo oriental. Es una visión discutible, como casi todo en esta obra; en este caso, por una contradicción muy evidente que surge al combinar la defensa del orden natural y espontáneo que encarna el sabio (en chino, ziran) con el manejo de las complejas y rígidas estructuras de la maquinaria del Estado. El sabio del Tao es un libertario avant la lettre; ¿qué sentido tendría encomendarle la administración de las más altas magistraturas oficiales? Es esa aparente defensa del hippie asilvestrado que ejerce de mandarín en la corte imperial lo que desacredita el mensaje de Laozi, quien ya en su misma obra se hizo eco del reproche reiterado que recibían sus enseñanzas por ser “elevadas, pero poco prácticas”.
¿Poco prácticas? Quizá desde nuestra perspectiva actual también lo parezcan, pero desde luego ese no ha sido el caso para todas las culturas humanas de toda región y época. Como en tantos otros extremos (y como ocurre asimismo con el Dharma), estas enseñanzas taoístas encuentran un inesperado refrendo a varios siglos de distancia y miles de leguas de separación, en las palabras de muchos jefes de los indios de las praderas de Norteamérica. Ya nos han advertido que estos indios eran gente tramposa y poco de fiar, sobre todo cuando estaban bajo el influjo del “agua de fuego”, así que no hay que descartar que el jefe sioux Ciervo Cojo ocultara ladinamente una copia de Laozi bajo los pliegues de su ropa y la usara como inspiración para pintar un cuadro idílico de la vida tribal; pero de todas formas vale la pena escuchar, con todo el escepticismo que se quiera, lo que tiene que decir sobre el modo de vida de su pueblo –e, indirectamente, sobre nuestra “civilizada” civilización:
Antes de que nuestros hermanos blancos llegaran para convertirnos en hombres civilizados, no teníamos ningún tipo de prisión. Por ese motivo, no teníamos delincuentes. Sin prisión, no puede haber delincuentes.
No teníamos cerraduras ni llaves, y por tanto entre nosotros no había ladrones.
Cuando alguien era tan pobre que no podía permitirse un caballo, una tienda o una manta, en ese caso lo recibía todo como regalo.
Estábamos demasiado sin civilizar como para darle gran importancia a la propiedad privada.
No conocíamos ningún tipo de dinero y en consecuencia el valor de un ser humano no venía establecido por su patrimonio.
No teníamos leyes escritas, abogados, ni políticos, y por tanto no éramos capaces de engañarnos y embaucarnos los unos a los otros.
Realmente estábamos muy mal antes de que llegara el hombre blanco y no sé cómo explicar cómo nos las podíamos apañar sin estas cosas fundamentales que, por lo que nos cuentan, son tan necesarias para una sociedad civilizada.
¿Quién es, en el fondo, menos práctico?
Creo que si todos los demás seres vivos que comparten con nosotros el planeta tuviesen voz por un instante saldríamos de dudas enseguida.

lunes, 3 de marzo de 2008

Wuwei: la no-acción del Tao

Uno de los conceptos centrales de la obra que nos ha llegado con el nombre de Daodejing o Tao Te Ching, atribuida a Laozi, es el llamado wuwei, que normalmente se traduce por “no-acción”.

¿Qué es eso?

La foto adjunta muestra bien a las claras qué es lo que la mayoría de la gente entiende por “no acción”: inactividad, relajación, despreocupación, indolencia... en una palabra, no hacer nada. ¿Es eso lo que está practicando nuestro amigo playero, un wuwei inconsciente?

Lo más probable es que no. El wuwei taoísta no es la otra cara de la moneda de nuestras atareadas vidas: no consiste en favorecer la desidia en lugar de la competencia ni sustituir el ajetreo por la holganza. No es una manera de compensar el desequilibrio y la falta de armonía que sentimos en el trasiego diario para luego poder volver a encajarnos, frescos y con el depósito lleno, en la gran maquinaria del mundo y aguantar un tiempo hasta que llegue la próxima vacación. Y tampoco es una simple acción irreflexiva, realizada en contra de las convenciones sociales, como si la falta de consideración fuera lo mismo que la espontaneidad natural de la que habla el Tao.

Pero el wuwei es algo en sí, no una mera negación de los extremos conocidos; lo que ocurre es que parece algo muy abstracto y escurridizo hasta que uno empieza a experimentarlo por sí mismo. Por esa razón, describirlo no vale de mucho, por muy florida que sea nuestra prosa: nadie sacia su hambre a base de leer libros de recetas y menús de restaurantes, y cualquier descripción será siempre un mapa y no el territorio. Hay que experimentarlo de primera mano y eso puede requerir tiempo y dedicación porque, paradójicamente, hay métodos para alcanzar la espontaneidad del wuwei -en realidad, más bien para desprendernos de aquello que obstaculiza su expresión. Personalmente, no veo mejor manera de adentrarse en esta no-acción que mediante las enseñanzas y prácticas budistas para eliminar a su gran enemigo, la identidad; de hecho, no veo cómo se puede alcanzar sin realizar esa labor previa.

Dicho esto, uno de los mejores consejos para entender el Tao y el Dharma es olvidarse de una vez por todas de la trampa de ver las cosas como cuestión de polos opuestos y enfrentados que no admiten una tercera opción: día y noche, izquierda y derecha, trabajo y vacaciones, acción y no-acción. El Buda mismo ya reflejó esta comprensión sutil cuando llamó a su método “el sendero del medio” –un camino que no es el equidistante de los dos extremos de la indulgencia y el ascetismo, aunque lo parezca visto desde fuera, sino que supera esa dualidad. Siglos más tarde, estas ideas recibirían una brillante elaboración e impulso a manos de Nagarjuna, que las sistematizó en una dialéctica budista de enorme influencia en las escuelas del Mahayana; es probable que con ello allanara el camino para la buena recepción del Dharma en China, donde nociones como estas no resultaban exóticas en absoluto gracias a siglos de presencia del taoísmo. Laozi lo expuso de esta manera en el Daodejing, en un capítulo dedicado específicamente al wuwei:

La práctica del saber es aumentar día tras día.
La práctica del Tao es disminuir día tras día.

Es dismimuir y seguir disminuyendo

hasta que uno llega al punto de no emprender ninguna acción.

No se hace ninguna acción, y sin embargo nada queda sin hacer.

Esta no-acción en realidad no es otra cosa que la ausencia de interferencia por parte de la mente cognitiva, lo cual permite que se restablezca y reafirme el equilibrio y armonía del Tao. Quizá suene muy alambicado y esotérico, pero no tiene ningún misterio: todos los animales lo hacen. Es así de sencillo. La hormiga que transporta laboriosamente una hoja varias veces mayor que ella está tan inmersa en el wuwei como el gato que dormita a la sombra de un olivo. Sólo los humanos tenemos el dudoso privilegio de haber perdido esta experiencia; pero por eso mismo también somos capaces de recuperarla.

A pesar de las apariencias, la no-acción de la parte cognitiva de la mente no destruye las acciones correctas que están en línea con el Tao. Esa es la gran paradoja de la no-acción: cuando no hay actividad de la mente cognitiva, entonces la acción externa que se produce en realidad no es acción en absoluto, por mucho que resulte tangible y eficaz. Podríamos hablar entonces de algo que no es ni acción ni no-acción; el hecho de que el wuwei se llame igual que uno de los polos que niega no debería nublar el hecho de que en realidad está más allá de ambos. Para ilustrar este concepto, viene a cuento aquí una historia de la antigua China:

Un monje-guerrero se embarcó con varios otros pasajeros en un velero para realizar una travesía por mar. A medio camino, a gran distancia ya de tierra firme, la nave fue abordada y tomada al asalto por unos piratas, que reunieron a los pasajeros en cubierta para robarles su posesiones y luego echarlos por la borda a lo que evidentemente era una muerte cierta. Ante esa tesitura, el monje desenvainó sin pensárselo dos veces su espada, que mantenía oculta bajo su túnica, y rápidamente dio cuenta de los asaltantes. Comprensiblemente aliviados, los demás pasajeros se deshicieron en agradecimientos y elogios hacia él, pero también le mostraron su perplejidad y consternación: “¿Cómo es posible”, le preguntaron, “que un monje viole de forma tan flagrante el precepto de no causarle la muerte a ningún ser vivo? ¡Qué enorme karma habrá acumulado por salvarnos!” La respuesta del monje fue a todas luces sorprendente: “Aquí no hay nadie que haya matado; estos hombres iban a matarnos y ahora sencillamente son ellos los que están muertos”.

¿Le estaba echando morro al asunto, por decirlo vulgarmente, o más bien estaba describiendo una acción limpia y natural (en este caso, en defensa propia) realizada sin ninguna intervención de la mente cognitiva ni de la identidad? Por muy escandaloso que parezca, la deriva de la historia apunta en el sentido de que en este caso el monje entró en una verdadera acción sin agente.

Como en tantas anécdotas de los antiguos maestros, casi parece como si a estos antiguos taoístas y budistas les encantara contravenir las expectativas y las normas establecidas; no es que fuera su objetivo, claro, pero podía convertirse en un “daño colateral” relativamente frecuente si uno se orientaba a sondear y encarnar el sentido profundo de las enseñanzas más allá de tradiciones y convenciones heredadas que anteponen la letra al espíritu de la ley, llámese Dharma o Tao. De todas formas, esta actitud no implicaba una licencia para saltarse las reglas porque sí ni una coartada para cualquier transgresión que se pudiese imaginar; poca gente ha habido más escrupulosamente fiel a la esencia del camino que estos maestros libérrimos de la antigua China. Como afirma el mismo Laozi:

(El sabio) actúa sin acción, de modo que nada no está en su sitio (todo encaja).

martes, 26 de febrero de 2008

¿Qué es un bodhisattva? II

En contraste con las citas anteriores –todo lo hermosas y edificantes que se quiera, pero que sólo nos llevan al umbral de la vivencia directa– el antropólogo y mitólogo norteamericano Joseph Campbell ofrece una ilustración mucho más cruda y subyugante de esta fuerza dormida cuando relata la experiencia de alguien que, sin tener ni idea del budismo ni de las teorías de Darwin (al menos que sepamos), tuvo un encontronazo formidable con la vida y la muerte que lo colocó frente a frente con ese impulso básico e innegociable que, según el Dharma, está latente en todo ser humano precisamente en virtud de su humanidad:

Hay un ensayo magnífico de Schopenhauer en el que se pregunta cómo es posible que un ser humano participe hasta tal punto del peligro o del dolor de otro que sin pensarlo, espontáneamente, sacrifique su vida por la del otro. ¿Cómo es posible que lo que solemos tomar como la primera ley de la naturaleza y de la propia conservación se disuelva de repente?

En Hawaii, hace cuatro o cinco años, ocurrió un hecho extraordinario que ilustra este problema. Hay un lugar llamado el Pali, donde los vientos del norte entran a gran velocidad a través de un enorme cañón de montañas. A la gente le gusta subirse ahí para que el viento les acaricie el pelo o a veces para suicidarse –ya sabes, es algo como saltar desde el puente del Golden Gate de San Francisco.

Un día, dos policías subían en coche por la carretera del Pali cuando vieron, al otro lado de la barrera quitamiedos, a un chico que estaba a punto de saltar. Detuvieron el coche y el agente que no conducía salió corriendo para sujetar al chico, pero lo agarró justo cuando saltaba, y él mismo ya se estaba deslizando hacia el abismo cuando el segundo policía llegó justo a tiempo y los rescató a los dos.

¿Te das cuenta de lo que le había ocurrido a ese policía que se había entregado a la muerte con ese joven desconocido? Todas las demás cosas de su vida se habían esfumado –su deber hacia su familia, su deber hacia su trabajo, su deber hacia su propia vida– todos los deseos y esperanzas de su vida entera habían desaparecido. Estaba a punto de morir.

Tiempo después, un periodista le preguntó: “¿Por qué no lo soltó? Estuvo a punto de matarse con él”. Y la respuesta fue: “No podía soltarlo. Si hubiese soltado a ese joven, no podría haber vivido ni un día más de mi vida”. ¿Cómo es posible?

La respuesta de Schopenhauer es que una crisis psicológica de esta magnitud representa la irrupción en la conciencia de una evidencia metafísica, que es que tú y el otro sois uno, que sois dos aspectos de la vida única, y que vuestra separación aparente no es más que un efecto del modo en que experimentamos las formas bajo las condiciones del espacio y el tiempo. Nuestra verdadera realidad yace en nuestra identidad y unidad con toda la vida. Esta es una verdad metafísica que puede captarse de manera espontánea en circunstancias de crisis. Porque es, según Schopenhauer, la verdad de tu vida.

Quizá la clave de esta experiencia sea la unidad con toda la vida –una unidad tan evidente que anula todo cálculo sobre las consecuencias de la acción; es en ese sentido como el Dharma habla de experiencias más allá de la mente. Tras un encuentro de esa magnitud, probablemente nada volviera a ser como antes para ese policía y es posible incluso que su vida, tal como la tenía organizada hasta entonces, sufriera un completo revolcón; pero en medio de su confusión, sin llegar a entender quizá del todo lo que había ocurrido, ese agente tendría una noción más verdadera de la fuerza de la vida –y, desde luego, más de primera mano– que cualquiera que haya llegado a conclusiones parecidas por vías puramente analíticas. Esa unidad con toda la vida fue también una de las experiencias del Buda, a partir de las cuales formuló un método para propiciar en otros la misma vivencia directa sin necesidad de crisis dramáticas que actuaran como catalizadores.

Ahora bien, volviendo al asunto que nos concierne, si es posible sintonizar con esa fuerza y actuar según su criterio siendo un simple funcionario público, ¿quién puede garantizar sin asomo de duda que esa experiencia les está vedada a quienes siguen el camino Theravada, sólo porque en esa escuela no se contempla expresamente el ideal del bodhisattva? Uno de los pilares de las enseñanzas Theravada es lo que llaman anatta –la inexistencia del “yo”, entendido como una sustancia real y duradera en el espacio y tiempo. ¿Cómo es posible, habrá que preguntarse, que alguien que ha interiorizado ese anatta trabaje sólo por su propia liberación? Si no hay “yo”, no hay nadie que se libere. Como se ve, en cuanto se examina un poco este reproche habitual en otros grupos budistas, se cae por su propio peso. Curiosamente, es uno de los textos tardíos de la propia escuela Mahayana, el Sutra del diamante, el que, sin ser original de Buda, deja bien claro que la recusación literalista del camino Theravada carece de cualquier fundamento:

Entonces, el venerable Subhuti dijo al Buda: «Honrado por Todo el Mundo, permíteme que te pregunte una vez más: Si las hijas e hijos de buena familia quisieran dar nacimiento a la más alta y lograda mente despierta, ¿en qué se deberían apoyar y cómo deberían dominar su pensamiento?».

El Buda respondió: «Subhuti, un buen hijo o hija que quiera dar nacimiento a la más alta y cumplida mente despierta debe mantener el siguiente pensamiento: “Debo conducir a todos los seres a la orilla del despertar, sin embargo, cuando estos seres hayan sido liberados, no pensaré que un solo ser ha sido liberado en verdad”. ¿Por qué es así? Subhuti, si un bodhisattva sigue atrapado en la idea de un yo, de un ser humano, de un ser vivo o de un periodo vital, no es un auténtico bodhisattva».

(...)«Si un bodhisattva piensa que tiene que liberar a todos los seres vivos, aún no es un bodhisattva. ¿Por qué? Subhuti, no hay nadie con existencia independiente llamado bodhisattva. Por tanto, el Buda ha dicho que todos los fenómenos son sin yo,
sin ser humano, sin ser vivo y sin periodo vital. Subhuti, si un bodhisattva piensa: “Tengo que crear una tierra búdica bella y serena”, esa persona todavía no es un bodhisattva. ¿Por qué? Lo que el Tathagata llama tierra búdica bella y serena no es en realidad una tierra búdica bella y serena; por eso se le llama tierra búdica bella y serena. Subhuti, si un bodhisattva comprende profundamente que todas las cosas carecen de yo, el Tathagata dice que ese es un bodhisattva auténtico».

Lo mires por donde lo mires, ése es el mensaje fundamental del Dharma de Buda: Olvida las etiquetas y la mente que las produce. Hay algo de lo que no se puede decir nada, algo que no es algo ni no-algo, ni unidad de la vida ni no-unidad de la vida; ni siquiera se puede decir que “hay”. Si quieres, ven y te mostraré cómo vivir eso.

¿Qué es un bodhisattva? I

El Dharma está lleno de lecciones que demuestran cómo no podemos quedarnos en las etiquetas ni en la mera superficie de las cosas. Un ejemplo que viene a cuento aquí es la noción del bodhisattva. Explicado a menudo como el principal rasgo que distingue a la escuela del llamado “gran vehículo” o Mahayana de sus antecesoras (llamadas colectivamente, y con cierto matiz peyorativo, el “pequeño vehículo” o Hinayana, entre las que hoy sólo sobrevive la rama denominada Theravada), se supone que el bodhisattva es la persona que –al contrario que el ideal del arahat del Theravada, que supuestamente trabaja sólo por su propia liberación– dedica todo su esfuerzo a los demás y toma el voto de no pasar a la orilla del nirvana, aunque esté a tiro, mientras no haya ayudado a cruzar el río a todos los seres del universo antes que él. Muy bonito, ¿verdad?; incluso reconfortantemente cristiano, diríamos, por su aparente glorificación del sacrificio; pero ¿qué hay de verdad en todo ello? ¿Es el bodhisattva una especie de San Cristobalón, noble pero individual y separado, que opera a escala universal?

Para aclarar este extremo, volvamos un momento al final de la oración budista que cerraba la entrada anterior:

Igual que una madre protege con su vida
a su hijo, su único hijo, de todo daño,
así deja que crezca en ti
un amor sin límite por todas las criaturas.

¿De qué está hablando el Buda aquí? Pues, en el fondo, de nada más y nada menos que del espíritu del bodhisattva en su esencia más pura: la superación de las restricciones del aparente interés genético y el enlace con una motivación más profunda y altruista, alejada de los mecanismos que gobiernan nuestro funcionamiento diario pero más humana en el fondo: cuidar de toda la vida, por el mero hecho de estar viva. El bodhisattva es por tanto alguien que promueve y asiste al desarrollo correcto de la vida, con todo su caos y conflicto natural, sin hacer distingos en función de su interés personal.

A estas alturas ya no debería suponer ninguna sorpresa comprobar que el propio Darwin también apuntó en una dirección similar en las reflexiones morales y paliativas que ocuparon gran parte de su tiempo después del bombazo que supuso la publicación de su trabajo sobre el origen de las especies:

A medida que el ser humano avanza en su civilización, y las pequeñas tribus se unen para formar comunidades mayores, la razón más elemental le diría a cada individuo que debe extender sus instintos y simpatías sociales a todos los miembros de la misma nación, aunque no los conozca en persona. Una vez se ha llegado a este punto, no queda más que una barrera superficial como impedimento para que sus simpatías se extiendan a los hombres y mujeres de todas las naciones y razas.

Personalmente, reconozco que me hace gracia la tibieza de esta formulación tan sumamente lógica y razonable aplicada a un dilema moral de proporciones colosales –algo tan británico en su circunspección que a duras penas me resisto a caricaturizar a míster Darwin paseando con su mujer del brazo, cruzándose con un mendigo harapiento, muerto de hambre y frío, levantándose el bombín para saludar y diciendo con urbanidad exquisita “Le extiendo mis simpatías”, para después seguir su camino sin inmutarse y con una vaga satisfacción para sus adentros (aunque, en honor a la verdad, hay que reconocer que sympathy en inglés tiene un mayor contenido de empatía y afecto que su equivalente español). Sin embargo, es evidente que en este párrafo Darwin evoca un espíritu similar al que inspiró la oración del Buda, aunque sea desde otro ángulo: el naturalista aduce la autoridad de una razón casi evidente por sí misma que dicta lo que parece sensato y apela al sentido del deber que recomienda el curso de acción a todas luces más civilizado.

Ahí, pienso, están contenidas y retratadas la grandeza y miseria de la mente lógica: su potencial de desbrozar el camino a la verdad mediante la observación y el análisis inteligente, lastrado fatalmente por su incapacidad de impulsar el salto que nos ha de proyectar a esa verdad como vivencia. La proposición de Darwin no es, desde luego, un fogoso alegato que despierte entusiasmo ni encienda pasiones; sólo pone de relieve una vez más cómo, a grandes rasgos, su trayectoria intelectual lo llevó por una ruta puramente cognitiva a conclusiones morales en la misma línea que había establecido el Buda. Y tampoco es que sea el único; varios científicos y pensadores de categoría han llegado por otras vías a una comprensión similar del dilema y el reto que supone la condición humana. He aquí, por ejemplo, una formulación de la misma idea salida de la pluma de Einstein, incluida en una entrada anterior, y que, como corresponde a una visión matemática de la realidad, le atribuye a la ilusión del espacio-tiempo lo que Darwin concebía en términos de genética:

El ser humano es parte del todo que llamamos el universo, una parte limitada en el tiempo y el espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y emociones, como si fueran algo separado del resto –una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una cárcel para nosotros, que nos reduce a nuestros deseos personales y al afecto sólo para las pocas personas que nos son cercanas. Nuestra tarea debe ser la de liberarnos a nosotros mismos de esta cárcel ampliando la esfera de nuestra compasión hasta abrazar a todos los seres vivos y a la naturaleza entera en toda su belleza.

Así pues, parece que hay cierto consenso, al menos entre algunas de las mentes consideradas más avanzadas a través de los siglos, en cuanto a cuál es la gran cuestión que tiene planteada el ser humano. Otra cosa distinta, pero muy urgente, es determinar si la conveniencia vislumbrada mediante el cálculo racional, el humanitarismo común que se horroriza ante el sufrimiento del prójimo o incluso la curiosidad lúcida y llena de asombro ante ciertos fenómenos de la naturaleza constituyen un combustible suficientemente potente para efectuar esa transformación en el seno de cada aparente individuo, titánica por lo escurridiza, que el Dharma defiende como la vía suprema para convertirse en un ser auténticamente humano.

lunes, 18 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva VI: al final de la escapada















¿Qué huellas puedes seguir para alcanzarlo,
al Buda, el despertado,
libre de todo condicionamiento?
¿Cómo puedes describirlo en lenguaje humano
–al Buda, el despertado,
libre de la maraña de las ansias
y de la contaminación de las pasiones,
libre de todo condicionamiento?
En Blade Runner, la pesadilla futurista estrenada en 1982 y convertida hoy en película de culto, un grupo de replicantes (androides creados mediante ingeniería genética para hacerles el trabajo sucio a los humanos) regresa a la Tierra con una misión desesperada: encontrar al ingeniero que los diseñó y conseguir que modifique su programación para así poder vivir más allá de los cuatro míseros años que marcan inexorablemente el límite de su existencia. Aunque sazonada con los elementos de violencia, romance y efectos especiales habituales en los productos de Hollywood, la película gira subrepticiamente en torno a cuestiones de gran trascendencia: la vida y la muerte, la libertad y el destino; en suma, qué significa ser humano –algo sobre lo que el último superviviente del comando rebelde (Rutger Hauer, en la foto) le da una lección inesperada a un atribulado, maltrecho e indefenso Harrison Ford en la solitaria azotea barrida por la lluvia donde se dilucida el órdago replicante.
Traigo a colación este mito moderno del celuloide porque casi parece como si Robert Wright lo tuviera en mente cuando concibió su interpretación del efecto que tuvo sobre Darwin su encontronazo con la supervivencia de los más aptos como motor de la evolución. Para cualquiera que la haya visto en acción y haya meditado un poco sobre ello, es bastante evidente que la Naturaleza es lo menos sentimental que hay; pero esa sensación se debió multiplicar hasta el horror para Darwin –que era, no lo olvidemos, un hombre de hondas preocupaciones morales que vivía en plena época victoriana– tras comprobar cómo la selección natural pura y dura, a la par que ciega, era el mecanismo que mejor explicaba el desarrollo de las especies. Y es que esa teoría, cada vez más respaldada por los datos, venía a entronizar como criterio supremo de la vida la lucha descarnada por la supervivencia: un proceso interminable y sin sentido aparente, alimentado por la muerte constante, en magnitudes pavorosas y reiterada hasta la saciedad, de los organismos más débiles a lo largo y ancho de toda la escala biológica, cuyo sacrificio parecía no tener ninguna justificación más allá de perpetuar el juego por el que la Naturaleza, atrapada en un ciclo imparable, se devora a sí misma para luego renacer.
No es de extrañar que el propio Darwin, consternado igual que varios de sus contemporáneos ante el terremoto que esa nueva visión suponía para los fundamentos morales de la sociedad de su época, sintiera escrúpulos no disimulados ante el nuevo panorama ideológico y dedicara parte de sus esfuerzos posteriores a intentar desactivar sus implicaciones más dramáticas (en ese sentido, Darwin fue quizá el menos “darwinista”, en la acepción común del término, de todos los que siguieron sus teorías). Por todo ello, igual que el androide Roy Batty plantado cara a cara con el ingeniero que lo diseñó, Wright retrata a Darwin enfrentado virtualmente a su propio creador en uno de los momentos culminantes de su ambicioso proyecto –sólo que en el caso del naturalista ese creador no es alguien, sino un proceso impersonal e implacable que es el responsable de haber generado a todos los seres vivos del planeta:
Es sorprendente que un proceso creativo dedicado al egoísmo haya sido capaz de producir organismos que, una vez han discernido por fin a su creador, reflexionan sobre este valor central y lo rechazan. Lo que resulta aún más sorprendente es que todo esto ocurrió en tiempo de récord; el primer organismo entre todos que vio a su creador hizo exactamente eso. Los sentimientos morales de Darwin, diseñados en último término para servir al egoísmo, renunciaron a este criterio de diseño en cuanto se hizo explícito.
Cabe pensar que los valores de Darwin sacaron, irónicamente, cierta fuerza de su análisis de la selección natural. Piénsalo: billones y billones de organismos pululando de aquí para allá, cada uno de ellos bajo el embrujo hipnótico de una única verdad, todas estas verdades idénticas entre sí, y todas mutuamente incompatibles en buena lógica: “Mi material genético es el material más importante de la Tierra; su supervivencia justifica tu frustración, dolor, e incluso muerte”. Y tú eres uno de esos organismos, y vives tu vida bajo el dominio de un absurdo que atenta contra toda lógica. Es suficiente como para hacer que te sientas un poco alienado –si es que no abiertamente rebelde.
La rebelión de Darwin, tal como la interpreta Wright, consistió básicamente en intentar rescatar del naufragio valores de larga tradición moral y religiosa como el altruismo, la solidaridad y la empatía hacia los semejantes, rotos en pedazos por el tsunami del egoísmo biológico recién revelado. Una pena que Wright no hubiera leído o tenido en consideración el Dhammapada al escribir estas páginas, porque así podría haber emitido un juicio más matizado sobre esa rebelión. Quizá este alegato parezca una audacia injustificable por el aparente anacronismo que lo sustenta, pero si nos remitimos a este texto budista, y más aún a la luz de las escenas anteriores, ¿cómo pasar por alto que el Buda describió su propia trayectoria en términos sorprendentemente similares?:
He pasado por muchas rondas de nacimiento y muerte,
buscando en vano al constructor de este cuerpo.
¡Pesaroso en verdad es nacer y morir una y otra vez!
Pero ahora te he visto, constructor,
ya no construirás más esta casa.
Sus vigas se han partido, su bóveda ha quedado hecha añicos:
la contumacia del ego se ha extinguido; se ha alcanzado el nirvana.
Aquí llegamos, por fin, al corazón del camino budista; una vez instalados en este mirador, en vez de enzarzarnos en absurdas disputas sobre quién vio primero a su creador, si Darwin o Buda, lo más pertinente es aprovechar los nuevos ángulos que abren estos paralelismos para entender bien lo que está en juego en el camino del Dharma y calibrar plenamente su significado. Gracias a este largo recorrido, ahora podemos explicar la vía que desbrozó Buda de manera aséptica y asimilable para muchos que se sienten alienados por cualquier lenguaje con resabios religiosos. Pongámoslo así, entonces: la gran aportación de Siddhartha Gautama fue triple: primero, descubrir al “creador” de su condición humana como aparente individuo separado de todo lo demás (en términos budistas, el proceso de la originación dependiente, la cadena de doce eslabones responsable de generar esa identidad que es una gran farsante a la vez que el mayor impedimento para experimentar nuestra propia naturaleza); luego, enfrentarse a él, probablemente empleando, entre otros métodos, una técnica de meditación de cosecha propia llamada vipassana; y, por último, descubrir cómo acabar con esa “creación” mediante la práctica integral que llamó el óctuple sendero. Una vez cumplió con todo eso, despertó a la realidad, tal como es aquí y ahora, y se convirtió en “Buda” –el despertado.
La comparación con Darwin coloca en perspectiva la trascendencia de este descubrimiento, algo que la literatura budista suele describir, cuando no se preocupa demasiado por hacerse entender, como el camino que libera al ser humano del sufrimiento y lo lleva al nirvana. La gran ventaja que aporta la psicología evolutiva a este respecto es que revela por un lado la magnitud del enredo de pulsiones divergentes en el que está atrapado el ser humano –esa llave mitad asfixiante y mitad sedante de las tres raíces malsanas y su nefasto compañero, el sufrimiento o dukkha– a la vez que elimina la propensión a convertir la liberación del nirvana en una especie de gran orgasmo cósmico mediante el cual uno accede, aún en vida, a un paraíso budista de fantasía: una hipótesis que conviene desmitificar. La virtud principal de alguien que ha cruzado el río y ha despertado es que está libre de todo condicionamiento, es decir, que ha limpiado su mente de comandos obsoletos y desquiciados respecto del orden natural que los budistas llaman Dharma y los taoístas, Tao. Después de eso es posible que aún haya secuelas en forma de hábitos inofensivos por disolver pero, básicamente, como su propio nombre indica, la liberación es más algo que se desprende que algo que se gana. Lo que queda entonces es un sistema natural que está libre para desenvolverse en su entorno de acuerdo con las necesidades reales del momento, nada más; pero es que, en comparación, el estado anterior recuerda más bien a una marioneta sometida a los tirones y espasmos provocados por algo que podríamos describir como unas cápsulas psicológica y socialmente radioactivas de restos evolutivos malversados en nuestra evolución como especie.
Como conclusión, dejemos que sea el Buda quien conteste, con su habitual sobriedad, a la pregunta que él mismo planteaba al inicio de esta entrada, “¿Cómo puedes describirlo en lenguaje humano –al Buda, el despertado?”
El que se conquista a sí mismo es más grande
que el que vence a mil veces mil hombres en el campo de batalla.
Triunfa sobre ti mismo y no sobre los demás.
Cuando consigas la victoria sobre ti mismo,
ni siquiera los dioses lo podrán convertir en derrota.
Me he conquistado a mí mismo y vivo en la pureza.

Termina aquí esta serie de artículos sobre Dharma y psicología evolutiva, escrita con el sincero deseo de beneficiar a todos los seres.
Que todos los seres estén llenos de gozo y paz.
Que todos los seres en todas partes,
los fuertes y los débiles,
los grandes y los pequeños,
los cortos y los largos,
los sutiles y los bastos:
que todos los seres en todas partes,
vistos y no vistos,
los que viven lejos o cerca,
los que existen o esperan su nacimiento:
que todos se llenen de gozo duradero.
Que ninguno engañe a otro,
que ninguno desprecie a otro,
que ninguno, por enfado o rencor,
le desee ningún mal a otro en absoluto.
Igual que una madre protege con su vida
a su hijo, su único hijo, de todo daño,
así deja que crezca en ti
un amor sin límite por todas las criaturas.

domingo, 17 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva V: la vía de la liberación

En cierta sección de The Moral Animal, una vez completo el resumen de las principales premisas y hallazgos de la psicología evolutiva, Robert Wright cambia momentáneamente de rumbo para hacer un repaso somero de las enseñanzas de varias tradiciones espirituales, a modo de preludio para enmarcar su propia solución al dilema humano. Es en esas páginas donde, tras mencionar algunas ideas compartidas por varias corrientes religiosas, le dedica unos párrafos abiertamente elogiosos al budismo y califica con aparente aprobación el proyecto del Buda de “desafío fundamental a la naturaleza humana”. ¿Es que de repente se ha hecho budista…? No, nada de eso; de hecho, este abrazo fraternal esconde un dardo envenenado. Como budistas, no podemos aceptar este juicio en sus propios términos, por muy heroicos que suenen, sin tomar nota de su contenido polémico con el Dharma, so pena de pasar por alto un desacuerdo absolutamente esencial; porque, si bien la frase pone de relieve la enorme trascendencia de la aportación del Buda al que retrata como una especie de Prometeo enfrentado al orden superior por amor a sus semejantes, lo hace dando por sentada una noción de la naturaleza humana muy alejada de la que el Buda mismo alegaba haber descubierto por su propia experiencia, más allá de cualquier palabra o cálculo. ¿Qué o cuál es la naturaleza humana? Esa es la cuestión; ahí es donde está la discrepancia y donde se percibe la distancia insalvable que media entre dos enfoques cuyos criterios de verdad son, hoy por hoy, radicalmente distintos.

El problema principal de dicha frase es que, paradójicamente en contra de lo que supone Robert Wright, el desafío más importante del Dharma de Buda (en retrospectiva, claro está) no se dirige contra la naturaleza humana en sí, sino más bien contra la visión de esa naturaleza que propone la psicología evolutiva, tal como él la explica. Es innegable que hay mucho de reto en la vía budista si queremos ver bajo ese prisma sus constantes invitaciones a zafarnos de la tiranía de nuestros hábitos, nuestras ansias y nuestros miedos, pues no es empresa fácil; pero nada de ello se puede comparar en importancia con el desafío del Dharma a la programación que los avatares de nuestra evolución han ido sedimentando en nuestra mente, precisamente porque, al contrario que la psicología evolutiva, niega que sean parte intrínseca de la naturaleza humana y los ve como una adherencia accidental e indeseable. Antes que a la naturaleza humana, ese Dharma supone un desafío a nuestra autocomplacencia, un reto a cualquier idea de que no se puede ir más allá del condicionamiento heredado, porque se basa en la experiencia de alguien que lo consiguió –y con que un solo ser humano lo haya conseguido ya sabemos que entra dentro de las posibilidades de la especie. En consecuencia con estos principios, el Dharma se declara disponible para todos los que lo quieran probar por sí mismos, como lo han hecho tantas personas en el pasado, pues por encima de cualquier ciencia cognitiva le otorga un valor supremo a la propia experiencia –una experiencia sin la cual nada en el budismo tiene sentido. Ese, y no otro, es el gran desafío del Dharma que explica el tono insobornable de numerosas expresiones del Buda:

Mejor vivir en libertad y sabiduría un día que llevar una vida condicionada de cautividad durante cien años

de la misma manera que la ausencia de componendas y de medias tintas a la hora de animarnos a que nos desembaracemos de las cadenas que nos mantienen atados a patrones de conducta repetitivos y dañinos. Ese por lo menos es el punto de partida, un programa de máximos que está al alcance de cualquiera que tenga la convicción y firmeza para intentarlo:

Tala el bosque entero de las ansias egoístas, no sólo un árbol.
Tala el bosque entero y estarás de camino a la liberación.

Aquí, en la obediencia irreflexiva a las ansias de placer, es donde el Dharma concentra su artillería durante las primeras etapas del camino de la liberación, como ya hemos visto. Pero es importante darse cuenta de que, al contrario que en los sistemas religiosos y sociales, la receta budista no funciona a base de mandamientos, dictados por la mente y cumplidos con la mente, sino que sólo aconseja refrenar los impulsos de las identidades, con suavidad pero también con calma, determinación, constancia y paciencia –igual que uno refrenaría un caballo desbocado con firmeza pero sin dar tirones bruscos, para evitar derribarlo y rodar por tierra con él. No son órdenes perentorias procedentes de alguna autoridad superior, sino consejos que se transmiten a quien quiera ponerlos a prueba, basados en la experiencia de miles de personas que han recorrido esta senda y han descubierto que la simple represión no funciona.

Para el Buda hay por tanto un grave problema pero, al contrario que para la psicología evolutiva, también hay una solución total y definitiva a ese problema en vez de un simple acomodo negociado entre individuos y grupos con intereses divergentes. A la luz de estas precisiones cobra más sentido ahora volver a leer un pasaje del Dhammapada, citado sólo en parte en una entrada anterior, para comprobar cuál es la otra cara de esta moneda budista del freno a los placeres:

Como una araña atrapada en su propia red
es la persona espoleada por ardientes ansias.
Rompe la red y escapa de ella,
y aléjate del mundo de los placeres sensuales y el sufrimiento.
Si quieres alcanzar la otra orilla de la existencia,
deja lo que está delante, detrás, y en medio.
Libera tu mente, y ve más allá del nacimiento y la muerte.

Así es el Dhammapada: bajo la apariencia de un inocente manual para principiantes, se oculta un manifiesto subversivo lleno de urgentes llamadas a destronar a los tres reyes farsantes (las identidades) que han usurpado las funciones de la mente y, con ello, la dirección de nuestras vidas. La imagen de cruzar un río para llegar al otro lado es muy frecuente en las enseñanzas budistas, cuyo criterio pragmático queda claro en la parábola de la balsa: en el fondo, el Dharma de Buda no es más que un medio para realizar ese trayecto, después de lo cual, como método de usar y tirar que es, uno se puede olvidar del budismo y de toda su parafernalia, a menos que quiera servir de maestro a otros. Pero para ello, antes debe haber completado el trayecto que separa esta orilla, la del Samsara (la experiencia del mundo con identidades y sufrimiento), de la de más allá, donde la naturaleza humana puede por fin desplegarse libre de las trabas del condicionamiento heredado.

Si anhelas saber lo que es difícil de saber y te puedes resistir a las tentaciones del mundo, cruzarás el río de la vida.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá de lo que te gusta y lo que no te gusta y tus cadenas se te caerán.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá del mundo fragmentario, y conoce el fundamento inmortal de la vida.

Nada de esto es un llamamiento romántico a entregarse a nobles causas perdidas ni a enfangarse en batallas sin esperanza; aunque difícil, es algo que entra dentro de lo posible para el ser humano:

[El santo] ha completado su viaje; ha ido más allá del sufrimiento.
Las cadenas de la vida se le han caído y vive en plena libertad.

Una vez más, la voz que resuena en estas combativas proclamas está a años-luz de distancia de la imagen mortecina y anestesiada del Dharma que algunos difunden en su ignorancia. Nadie dice que el viaje sea fácil y quizá ningún otro método muestre una comprensión más profunda y pormenorizada de sus dificultades. En virtud de esa lucidez, Robert Wright reconoce una dosis importante de razón e incluso de sabiduría en los consejos de quienes, como Buda, recelan de los seductores encantos del placer:

En todos estos asaltos a los sentidos hay una gran sabiduría –no sólo en cuanto al carácter adictivo de los placeres sino en cuanto a lo efímeros que son. La esencia de la adicción, a fin de cuentas, es que el placer tiende a disiparse y dejar la mente agitada y con hambre de más. La idea de que sólo un euro más, un escarceo más, un escalón más en la jerarquía nos dejarán satisfechos refleja un malentendido acerca de la naturaleza humana; estamos diseñados para sentir que la próxima gran meta nos traerá la dicha consumada, y esa dicha está diseñada para evaporarse al poco tiempo de que lleguemos a ella. La selección natural tiene un sentido del humor malicioso; nos anima por el camino con una serie de promesas y luego dice una y otra vez que “Era broma”. Como afirma la Biblia, “toda la labor del hombre es para su boca, y sin embargo su apetito no se sacia”. Sorprendentemente, nos pasamos la vida entera sin llegar a captarlo del todo.

El consejo de los sabios –que nos neguemos a participar en este juego– es nada menos que una incitación a amotinarnos, a rebelarnos contra nuestro creador. Los placeres sensuales son la fusta que la selección natural emplea para controlarnos, para mantenernos bajo el embrujo de su perverso sistema de valores. Cultivar una cierta indiferencia hacia ellos es una ruta plausible hacia la liberación. Si bien pocos de nosotros podemos afirmar que hayamos recorrido grandes distancias en esta ruta, la proliferación de este consejo en las escrituras sagradas sugiere que se ha seguido hasta cierta distancia y con cierto éxito.

Al releer estos párrafos, a veces me pregunto si no suponen la convalidación del Dharma más explícita que jamás haya leído por parte de alguien que no es budista. Eso es así a pesar de que el libro en su conjunto implica que esta vía, aun teniendo cierto valor, resulta incierta en definitiva y por ende poco práctica a gran escala. El silencio de Robert Wright a la hora de recomendar semejante curso de acción es elocuente; pero eso, curiosamente, no le resta un ápice de claridad a la luz que arroja que, casi sin querer, sobre el proyecto budista. Pocas interpretaciones, ni siquiera de maestros reconocidos, tienen para mí la virtud de poner de manifiesto tan gráficamente cuál es la verdadera apuesta del Dharma: todo un aliciente para que, si queremos que estas percepciones tan nítidas alumbren además y den calor, las acompañemos de enseñanzas profundas, prácticas oportunas y una atención sostenida en el día a día para ayudar a que broten la compasión y sabiduría que son, para el Dharma, la expresión más verdadera de la naturaleza humana.

sábado, 16 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva IV: el sutra Anusota

Ahora, una pequeña pausa en la exposición que estamos desarrollando a base de comparar y contrastar el Dhammapada con el libro de Robert Wright. A continuación incluimos como material de apoyo unas palabras del Buda, procedentes de un texto distinto (el Sutra Anusota, Anguttara Nikaya IV.5), por la claridad añadida que aportan a sus enseñanzas sobre el placer, la fuerza del hábito y la vía para liberarse del condicionamiento, tal como las hemos visto hasta ahora.

En el mundo hay cuatro tipos de individuos. ¿Qué cuatro? El individuo que sigue la corriente, el individuo que va contra corriente, el individuo que se mantiene firme y el que ha cruzado, ha ido más allá y pisa terreno firme: un brahmán.

Y ¿quién es el individuo que sigue la corriente? Es el caso del individuo que se entrega a las pasiones sensuales y comete actos malvados. A ese se le llama un individuo que sigue la corriente.

Y ¿quién es el individuo que va contra corriente? Es el caso del individuo que no se entrega a las pasiones sensuales y no comete actos malvados. Aunque sea con dolor, aunque sea con pena, aunque esté llorando, con la cara bañada en lágrimas, él vive la vida santa que es perfecta y pura. A ese se le llama un individuo que va contra corriente.

Y ¿quién es el individuo que se mantiene firme? Es el caso del individuo que, tras la extinción completa del primer grupo de cinco cadenas, está listo para renacer en la pureza, para verse liberado del todo ahí y no regresar nunca de ese mundo. A ese se le llama un individuo que se mantiene firme.

Y ¿quién es el individuo que ha cruzado, ha ido más allá, y pisa en terreno firme: el brahmán? Es el caso del individuo que, mediante el final de los fermentos mentales, entra y permanece en la liberación sin fermentos de la conciencia y del discernimiento, una vez que los ha conocido y manifestado para sí mismo aquí y ahora. A ese se le llama un individuo que ha cruzado, ha ido más allá, y pisa en terreno firme: el brahmán.

Estos son los cuatro tipos de individuos que existen en el mundo.

Los que no se contienen
en las pasiones sensuales
ni carecen de pasión
y se entregan a la sensualidad:
estos vuelven al nacimiento y envejecimiento
una y otra vez –
atrapados por el ansia,
siguen la corriente.

Así el discípulo sabio,
con su atención bien desarrollada,
sin recrearse en la sensualidad y el mal,
aunque sea con dolor,
abandona la sensualidad.
A ese se le llama
uno que marcha contra corriente.

Quienquiera que,
tras abandonar las cinco impurezas,
culmina su entrenamiento
y no ha de retroceder,
diestro en conciencia,
con sus facultades en armonía:
a ese se le llama
uno que se mantiene firme.

Aquel en el que, gracias al saber,
las cualidades elevadas y bajas
se han destruido,
han llegado a su fin,
no existen:
a ese se le llama
maestro de conocimiento,
uno que ha cumplido la vida santa,
que ha ido al final del mundo, que ha ido
más allá.