martes, 26 de febrero de 2008

¿Qué es un bodhisattva? I

El Dharma está lleno de lecciones que demuestran cómo no podemos quedarnos en las etiquetas ni en la mera superficie de las cosas. Un ejemplo que viene a cuento aquí es la noción del bodhisattva. Explicado a menudo como el principal rasgo que distingue a la escuela del llamado “gran vehículo” o Mahayana de sus antecesoras (llamadas colectivamente, y con cierto matiz peyorativo, el “pequeño vehículo” o Hinayana, entre las que hoy sólo sobrevive la rama denominada Theravada), se supone que el bodhisattva es la persona que –al contrario que el ideal del arahat del Theravada, que supuestamente trabaja sólo por su propia liberación– dedica todo su esfuerzo a los demás y toma el voto de no pasar a la orilla del nirvana, aunque esté a tiro, mientras no haya ayudado a cruzar el río a todos los seres del universo antes que él. Muy bonito, ¿verdad?; incluso reconfortantemente cristiano, diríamos, por su aparente glorificación del sacrificio; pero ¿qué hay de verdad en todo ello? ¿Es el bodhisattva una especie de San Cristobalón, noble pero individual y separado, que opera a escala universal?

Para aclarar este extremo, volvamos un momento al final de la oración budista que cerraba la entrada anterior:

Igual que una madre protege con su vida
a su hijo, su único hijo, de todo daño,
así deja que crezca en ti
un amor sin límite por todas las criaturas.

¿De qué está hablando el Buda aquí? Pues, en el fondo, de nada más y nada menos que del espíritu del bodhisattva en su esencia más pura: la superación de las restricciones del aparente interés genético y el enlace con una motivación más profunda y altruista, alejada de los mecanismos que gobiernan nuestro funcionamiento diario pero más humana en el fondo: cuidar de toda la vida, por el mero hecho de estar viva. El bodhisattva es por tanto alguien que promueve y asiste al desarrollo correcto de la vida, con todo su caos y conflicto natural, sin hacer distingos en función de su interés personal.

A estas alturas ya no debería suponer ninguna sorpresa comprobar que el propio Darwin también apuntó en una dirección similar en las reflexiones morales y paliativas que ocuparon gran parte de su tiempo después del bombazo que supuso la publicación de su trabajo sobre el origen de las especies:

A medida que el ser humano avanza en su civilización, y las pequeñas tribus se unen para formar comunidades mayores, la razón más elemental le diría a cada individuo que debe extender sus instintos y simpatías sociales a todos los miembros de la misma nación, aunque no los conozca en persona. Una vez se ha llegado a este punto, no queda más que una barrera superficial como impedimento para que sus simpatías se extiendan a los hombres y mujeres de todas las naciones y razas.

Personalmente, reconozco que me hace gracia la tibieza de esta formulación tan sumamente lógica y razonable aplicada a un dilema moral de proporciones colosales –algo tan británico en su circunspección que a duras penas me resisto a caricaturizar a míster Darwin paseando con su mujer del brazo, cruzándose con un mendigo harapiento, muerto de hambre y frío, levantándose el bombín para saludar y diciendo con urbanidad exquisita “Le extiendo mis simpatías”, para después seguir su camino sin inmutarse y con una vaga satisfacción para sus adentros (aunque, en honor a la verdad, hay que reconocer que sympathy en inglés tiene un mayor contenido de empatía y afecto que su equivalente español). Sin embargo, es evidente que en este párrafo Darwin evoca un espíritu similar al que inspiró la oración del Buda, aunque sea desde otro ángulo: el naturalista aduce la autoridad de una razón casi evidente por sí misma que dicta lo que parece sensato y apela al sentido del deber que recomienda el curso de acción a todas luces más civilizado.

Ahí, pienso, están contenidas y retratadas la grandeza y miseria de la mente lógica: su potencial de desbrozar el camino a la verdad mediante la observación y el análisis inteligente, lastrado fatalmente por su incapacidad de impulsar el salto que nos ha de proyectar a esa verdad como vivencia. La proposición de Darwin no es, desde luego, un fogoso alegato que despierte entusiasmo ni encienda pasiones; sólo pone de relieve una vez más cómo, a grandes rasgos, su trayectoria intelectual lo llevó por una ruta puramente cognitiva a conclusiones morales en la misma línea que había establecido el Buda. Y tampoco es que sea el único; varios científicos y pensadores de categoría han llegado por otras vías a una comprensión similar del dilema y el reto que supone la condición humana. He aquí, por ejemplo, una formulación de la misma idea salida de la pluma de Einstein, incluida en una entrada anterior, y que, como corresponde a una visión matemática de la realidad, le atribuye a la ilusión del espacio-tiempo lo que Darwin concebía en términos de genética:

El ser humano es parte del todo que llamamos el universo, una parte limitada en el tiempo y el espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y emociones, como si fueran algo separado del resto –una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una cárcel para nosotros, que nos reduce a nuestros deseos personales y al afecto sólo para las pocas personas que nos son cercanas. Nuestra tarea debe ser la de liberarnos a nosotros mismos de esta cárcel ampliando la esfera de nuestra compasión hasta abrazar a todos los seres vivos y a la naturaleza entera en toda su belleza.

Así pues, parece que hay cierto consenso, al menos entre algunas de las mentes consideradas más avanzadas a través de los siglos, en cuanto a cuál es la gran cuestión que tiene planteada el ser humano. Otra cosa distinta, pero muy urgente, es determinar si la conveniencia vislumbrada mediante el cálculo racional, el humanitarismo común que se horroriza ante el sufrimiento del prójimo o incluso la curiosidad lúcida y llena de asombro ante ciertos fenómenos de la naturaleza constituyen un combustible suficientemente potente para efectuar esa transformación en el seno de cada aparente individuo, titánica por lo escurridiza, que el Dharma defiende como la vía suprema para convertirse en un ser auténticamente humano.

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