domingo, 17 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva V: la vía de la liberación

En cierta sección de The Moral Animal, una vez completo el resumen de las principales premisas y hallazgos de la psicología evolutiva, Robert Wright cambia momentáneamente de rumbo para hacer un repaso somero de las enseñanzas de varias tradiciones espirituales, a modo de preludio para enmarcar su propia solución al dilema humano. Es en esas páginas donde, tras mencionar algunas ideas compartidas por varias corrientes religiosas, le dedica unos párrafos abiertamente elogiosos al budismo y califica con aparente aprobación el proyecto del Buda de “desafío fundamental a la naturaleza humana”. ¿Es que de repente se ha hecho budista…? No, nada de eso; de hecho, este abrazo fraternal esconde un dardo envenenado. Como budistas, no podemos aceptar este juicio en sus propios términos, por muy heroicos que suenen, sin tomar nota de su contenido polémico con el Dharma, so pena de pasar por alto un desacuerdo absolutamente esencial; porque, si bien la frase pone de relieve la enorme trascendencia de la aportación del Buda al que retrata como una especie de Prometeo enfrentado al orden superior por amor a sus semejantes, lo hace dando por sentada una noción de la naturaleza humana muy alejada de la que el Buda mismo alegaba haber descubierto por su propia experiencia, más allá de cualquier palabra o cálculo. ¿Qué o cuál es la naturaleza humana? Esa es la cuestión; ahí es donde está la discrepancia y donde se percibe la distancia insalvable que media entre dos enfoques cuyos criterios de verdad son, hoy por hoy, radicalmente distintos.

El problema principal de dicha frase es que, paradójicamente en contra de lo que supone Robert Wright, el desafío más importante del Dharma de Buda (en retrospectiva, claro está) no se dirige contra la naturaleza humana en sí, sino más bien contra la visión de esa naturaleza que propone la psicología evolutiva, tal como él la explica. Es innegable que hay mucho de reto en la vía budista si queremos ver bajo ese prisma sus constantes invitaciones a zafarnos de la tiranía de nuestros hábitos, nuestras ansias y nuestros miedos, pues no es empresa fácil; pero nada de ello se puede comparar en importancia con el desafío del Dharma a la programación que los avatares de nuestra evolución han ido sedimentando en nuestra mente, precisamente porque, al contrario que la psicología evolutiva, niega que sean parte intrínseca de la naturaleza humana y los ve como una adherencia accidental e indeseable. Antes que a la naturaleza humana, ese Dharma supone un desafío a nuestra autocomplacencia, un reto a cualquier idea de que no se puede ir más allá del condicionamiento heredado, porque se basa en la experiencia de alguien que lo consiguió –y con que un solo ser humano lo haya conseguido ya sabemos que entra dentro de las posibilidades de la especie. En consecuencia con estos principios, el Dharma se declara disponible para todos los que lo quieran probar por sí mismos, como lo han hecho tantas personas en el pasado, pues por encima de cualquier ciencia cognitiva le otorga un valor supremo a la propia experiencia –una experiencia sin la cual nada en el budismo tiene sentido. Ese, y no otro, es el gran desafío del Dharma que explica el tono insobornable de numerosas expresiones del Buda:

Mejor vivir en libertad y sabiduría un día que llevar una vida condicionada de cautividad durante cien años

de la misma manera que la ausencia de componendas y de medias tintas a la hora de animarnos a que nos desembaracemos de las cadenas que nos mantienen atados a patrones de conducta repetitivos y dañinos. Ese por lo menos es el punto de partida, un programa de máximos que está al alcance de cualquiera que tenga la convicción y firmeza para intentarlo:

Tala el bosque entero de las ansias egoístas, no sólo un árbol.
Tala el bosque entero y estarás de camino a la liberación.

Aquí, en la obediencia irreflexiva a las ansias de placer, es donde el Dharma concentra su artillería durante las primeras etapas del camino de la liberación, como ya hemos visto. Pero es importante darse cuenta de que, al contrario que en los sistemas religiosos y sociales, la receta budista no funciona a base de mandamientos, dictados por la mente y cumplidos con la mente, sino que sólo aconseja refrenar los impulsos de las identidades, con suavidad pero también con calma, determinación, constancia y paciencia –igual que uno refrenaría un caballo desbocado con firmeza pero sin dar tirones bruscos, para evitar derribarlo y rodar por tierra con él. No son órdenes perentorias procedentes de alguna autoridad superior, sino consejos que se transmiten a quien quiera ponerlos a prueba, basados en la experiencia de miles de personas que han recorrido esta senda y han descubierto que la simple represión no funciona.

Para el Buda hay por tanto un grave problema pero, al contrario que para la psicología evolutiva, también hay una solución total y definitiva a ese problema en vez de un simple acomodo negociado entre individuos y grupos con intereses divergentes. A la luz de estas precisiones cobra más sentido ahora volver a leer un pasaje del Dhammapada, citado sólo en parte en una entrada anterior, para comprobar cuál es la otra cara de esta moneda budista del freno a los placeres:

Como una araña atrapada en su propia red
es la persona espoleada por ardientes ansias.
Rompe la red y escapa de ella,
y aléjate del mundo de los placeres sensuales y el sufrimiento.
Si quieres alcanzar la otra orilla de la existencia,
deja lo que está delante, detrás, y en medio.
Libera tu mente, y ve más allá del nacimiento y la muerte.

Así es el Dhammapada: bajo la apariencia de un inocente manual para principiantes, se oculta un manifiesto subversivo lleno de urgentes llamadas a destronar a los tres reyes farsantes (las identidades) que han usurpado las funciones de la mente y, con ello, la dirección de nuestras vidas. La imagen de cruzar un río para llegar al otro lado es muy frecuente en las enseñanzas budistas, cuyo criterio pragmático queda claro en la parábola de la balsa: en el fondo, el Dharma de Buda no es más que un medio para realizar ese trayecto, después de lo cual, como método de usar y tirar que es, uno se puede olvidar del budismo y de toda su parafernalia, a menos que quiera servir de maestro a otros. Pero para ello, antes debe haber completado el trayecto que separa esta orilla, la del Samsara (la experiencia del mundo con identidades y sufrimiento), de la de más allá, donde la naturaleza humana puede por fin desplegarse libre de las trabas del condicionamiento heredado.

Si anhelas saber lo que es difícil de saber y te puedes resistir a las tentaciones del mundo, cruzarás el río de la vida.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá de lo que te gusta y lo que no te gusta y tus cadenas se te caerán.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá del mundo fragmentario, y conoce el fundamento inmortal de la vida.

Nada de esto es un llamamiento romántico a entregarse a nobles causas perdidas ni a enfangarse en batallas sin esperanza; aunque difícil, es algo que entra dentro de lo posible para el ser humano:

[El santo] ha completado su viaje; ha ido más allá del sufrimiento.
Las cadenas de la vida se le han caído y vive en plena libertad.

Una vez más, la voz que resuena en estas combativas proclamas está a años-luz de distancia de la imagen mortecina y anestesiada del Dharma que algunos difunden en su ignorancia. Nadie dice que el viaje sea fácil y quizá ningún otro método muestre una comprensión más profunda y pormenorizada de sus dificultades. En virtud de esa lucidez, Robert Wright reconoce una dosis importante de razón e incluso de sabiduría en los consejos de quienes, como Buda, recelan de los seductores encantos del placer:

En todos estos asaltos a los sentidos hay una gran sabiduría –no sólo en cuanto al carácter adictivo de los placeres sino en cuanto a lo efímeros que son. La esencia de la adicción, a fin de cuentas, es que el placer tiende a disiparse y dejar la mente agitada y con hambre de más. La idea de que sólo un euro más, un escarceo más, un escalón más en la jerarquía nos dejarán satisfechos refleja un malentendido acerca de la naturaleza humana; estamos diseñados para sentir que la próxima gran meta nos traerá la dicha consumada, y esa dicha está diseñada para evaporarse al poco tiempo de que lleguemos a ella. La selección natural tiene un sentido del humor malicioso; nos anima por el camino con una serie de promesas y luego dice una y otra vez que “Era broma”. Como afirma la Biblia, “toda la labor del hombre es para su boca, y sin embargo su apetito no se sacia”. Sorprendentemente, nos pasamos la vida entera sin llegar a captarlo del todo.

El consejo de los sabios –que nos neguemos a participar en este juego– es nada menos que una incitación a amotinarnos, a rebelarnos contra nuestro creador. Los placeres sensuales son la fusta que la selección natural emplea para controlarnos, para mantenernos bajo el embrujo de su perverso sistema de valores. Cultivar una cierta indiferencia hacia ellos es una ruta plausible hacia la liberación. Si bien pocos de nosotros podemos afirmar que hayamos recorrido grandes distancias en esta ruta, la proliferación de este consejo en las escrituras sagradas sugiere que se ha seguido hasta cierta distancia y con cierto éxito.

Al releer estos párrafos, a veces me pregunto si no suponen la convalidación del Dharma más explícita que jamás haya leído por parte de alguien que no es budista. Eso es así a pesar de que el libro en su conjunto implica que esta vía, aun teniendo cierto valor, resulta incierta en definitiva y por ende poco práctica a gran escala. El silencio de Robert Wright a la hora de recomendar semejante curso de acción es elocuente; pero eso, curiosamente, no le resta un ápice de claridad a la luz que arroja que, casi sin querer, sobre el proyecto budista. Pocas interpretaciones, ni siquiera de maestros reconocidos, tienen para mí la virtud de poner de manifiesto tan gráficamente cuál es la verdadera apuesta del Dharma: todo un aliciente para que, si queremos que estas percepciones tan nítidas alumbren además y den calor, las acompañemos de enseñanzas profundas, prácticas oportunas y una atención sostenida en el día a día para ayudar a que broten la compasión y sabiduría que son, para el Dharma, la expresión más verdadera de la naturaleza humana.

No hay comentarios: