lunes, 18 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva VI: al final de la escapada















¿Qué huellas puedes seguir para alcanzarlo,
al Buda, el despertado,
libre de todo condicionamiento?
¿Cómo puedes describirlo en lenguaje humano
–al Buda, el despertado,
libre de la maraña de las ansias
y de la contaminación de las pasiones,
libre de todo condicionamiento?
En Blade Runner, la pesadilla futurista estrenada en 1982 y convertida hoy en película de culto, un grupo de replicantes (androides creados mediante ingeniería genética para hacerles el trabajo sucio a los humanos) regresa a la Tierra con una misión desesperada: encontrar al ingeniero que los diseñó y conseguir que modifique su programación para así poder vivir más allá de los cuatro míseros años que marcan inexorablemente el límite de su existencia. Aunque sazonada con los elementos de violencia, romance y efectos especiales habituales en los productos de Hollywood, la película gira subrepticiamente en torno a cuestiones de gran trascendencia: la vida y la muerte, la libertad y el destino; en suma, qué significa ser humano –algo sobre lo que el último superviviente del comando rebelde (Rutger Hauer, en la foto) le da una lección inesperada a un atribulado, maltrecho e indefenso Harrison Ford en la solitaria azotea barrida por la lluvia donde se dilucida el órdago replicante.
Traigo a colación este mito moderno del celuloide porque casi parece como si Robert Wright lo tuviera en mente cuando concibió su interpretación del efecto que tuvo sobre Darwin su encontronazo con la supervivencia de los más aptos como motor de la evolución. Para cualquiera que la haya visto en acción y haya meditado un poco sobre ello, es bastante evidente que la Naturaleza es lo menos sentimental que hay; pero esa sensación se debió multiplicar hasta el horror para Darwin –que era, no lo olvidemos, un hombre de hondas preocupaciones morales que vivía en plena época victoriana– tras comprobar cómo la selección natural pura y dura, a la par que ciega, era el mecanismo que mejor explicaba el desarrollo de las especies. Y es que esa teoría, cada vez más respaldada por los datos, venía a entronizar como criterio supremo de la vida la lucha descarnada por la supervivencia: un proceso interminable y sin sentido aparente, alimentado por la muerte constante, en magnitudes pavorosas y reiterada hasta la saciedad, de los organismos más débiles a lo largo y ancho de toda la escala biológica, cuyo sacrificio parecía no tener ninguna justificación más allá de perpetuar el juego por el que la Naturaleza, atrapada en un ciclo imparable, se devora a sí misma para luego renacer.
No es de extrañar que el propio Darwin, consternado igual que varios de sus contemporáneos ante el terremoto que esa nueva visión suponía para los fundamentos morales de la sociedad de su época, sintiera escrúpulos no disimulados ante el nuevo panorama ideológico y dedicara parte de sus esfuerzos posteriores a intentar desactivar sus implicaciones más dramáticas (en ese sentido, Darwin fue quizá el menos “darwinista”, en la acepción común del término, de todos los que siguieron sus teorías). Por todo ello, igual que el androide Roy Batty plantado cara a cara con el ingeniero que lo diseñó, Wright retrata a Darwin enfrentado virtualmente a su propio creador en uno de los momentos culminantes de su ambicioso proyecto –sólo que en el caso del naturalista ese creador no es alguien, sino un proceso impersonal e implacable que es el responsable de haber generado a todos los seres vivos del planeta:
Es sorprendente que un proceso creativo dedicado al egoísmo haya sido capaz de producir organismos que, una vez han discernido por fin a su creador, reflexionan sobre este valor central y lo rechazan. Lo que resulta aún más sorprendente es que todo esto ocurrió en tiempo de récord; el primer organismo entre todos que vio a su creador hizo exactamente eso. Los sentimientos morales de Darwin, diseñados en último término para servir al egoísmo, renunciaron a este criterio de diseño en cuanto se hizo explícito.
Cabe pensar que los valores de Darwin sacaron, irónicamente, cierta fuerza de su análisis de la selección natural. Piénsalo: billones y billones de organismos pululando de aquí para allá, cada uno de ellos bajo el embrujo hipnótico de una única verdad, todas estas verdades idénticas entre sí, y todas mutuamente incompatibles en buena lógica: “Mi material genético es el material más importante de la Tierra; su supervivencia justifica tu frustración, dolor, e incluso muerte”. Y tú eres uno de esos organismos, y vives tu vida bajo el dominio de un absurdo que atenta contra toda lógica. Es suficiente como para hacer que te sientas un poco alienado –si es que no abiertamente rebelde.
La rebelión de Darwin, tal como la interpreta Wright, consistió básicamente en intentar rescatar del naufragio valores de larga tradición moral y religiosa como el altruismo, la solidaridad y la empatía hacia los semejantes, rotos en pedazos por el tsunami del egoísmo biológico recién revelado. Una pena que Wright no hubiera leído o tenido en consideración el Dhammapada al escribir estas páginas, porque así podría haber emitido un juicio más matizado sobre esa rebelión. Quizá este alegato parezca una audacia injustificable por el aparente anacronismo que lo sustenta, pero si nos remitimos a este texto budista, y más aún a la luz de las escenas anteriores, ¿cómo pasar por alto que el Buda describió su propia trayectoria en términos sorprendentemente similares?:
He pasado por muchas rondas de nacimiento y muerte,
buscando en vano al constructor de este cuerpo.
¡Pesaroso en verdad es nacer y morir una y otra vez!
Pero ahora te he visto, constructor,
ya no construirás más esta casa.
Sus vigas se han partido, su bóveda ha quedado hecha añicos:
la contumacia del ego se ha extinguido; se ha alcanzado el nirvana.
Aquí llegamos, por fin, al corazón del camino budista; una vez instalados en este mirador, en vez de enzarzarnos en absurdas disputas sobre quién vio primero a su creador, si Darwin o Buda, lo más pertinente es aprovechar los nuevos ángulos que abren estos paralelismos para entender bien lo que está en juego en el camino del Dharma y calibrar plenamente su significado. Gracias a este largo recorrido, ahora podemos explicar la vía que desbrozó Buda de manera aséptica y asimilable para muchos que se sienten alienados por cualquier lenguaje con resabios religiosos. Pongámoslo así, entonces: la gran aportación de Siddhartha Gautama fue triple: primero, descubrir al “creador” de su condición humana como aparente individuo separado de todo lo demás (en términos budistas, el proceso de la originación dependiente, la cadena de doce eslabones responsable de generar esa identidad que es una gran farsante a la vez que el mayor impedimento para experimentar nuestra propia naturaleza); luego, enfrentarse a él, probablemente empleando, entre otros métodos, una técnica de meditación de cosecha propia llamada vipassana; y, por último, descubrir cómo acabar con esa “creación” mediante la práctica integral que llamó el óctuple sendero. Una vez cumplió con todo eso, despertó a la realidad, tal como es aquí y ahora, y se convirtió en “Buda” –el despertado.
La comparación con Darwin coloca en perspectiva la trascendencia de este descubrimiento, algo que la literatura budista suele describir, cuando no se preocupa demasiado por hacerse entender, como el camino que libera al ser humano del sufrimiento y lo lleva al nirvana. La gran ventaja que aporta la psicología evolutiva a este respecto es que revela por un lado la magnitud del enredo de pulsiones divergentes en el que está atrapado el ser humano –esa llave mitad asfixiante y mitad sedante de las tres raíces malsanas y su nefasto compañero, el sufrimiento o dukkha– a la vez que elimina la propensión a convertir la liberación del nirvana en una especie de gran orgasmo cósmico mediante el cual uno accede, aún en vida, a un paraíso budista de fantasía: una hipótesis que conviene desmitificar. La virtud principal de alguien que ha cruzado el río y ha despertado es que está libre de todo condicionamiento, es decir, que ha limpiado su mente de comandos obsoletos y desquiciados respecto del orden natural que los budistas llaman Dharma y los taoístas, Tao. Después de eso es posible que aún haya secuelas en forma de hábitos inofensivos por disolver pero, básicamente, como su propio nombre indica, la liberación es más algo que se desprende que algo que se gana. Lo que queda entonces es un sistema natural que está libre para desenvolverse en su entorno de acuerdo con las necesidades reales del momento, nada más; pero es que, en comparación, el estado anterior recuerda más bien a una marioneta sometida a los tirones y espasmos provocados por algo que podríamos describir como unas cápsulas psicológica y socialmente radioactivas de restos evolutivos malversados en nuestra evolución como especie.
Como conclusión, dejemos que sea el Buda quien conteste, con su habitual sobriedad, a la pregunta que él mismo planteaba al inicio de esta entrada, “¿Cómo puedes describirlo en lenguaje humano –al Buda, el despertado?”
El que se conquista a sí mismo es más grande
que el que vence a mil veces mil hombres en el campo de batalla.
Triunfa sobre ti mismo y no sobre los demás.
Cuando consigas la victoria sobre ti mismo,
ni siquiera los dioses lo podrán convertir en derrota.
Me he conquistado a mí mismo y vivo en la pureza.

Termina aquí esta serie de artículos sobre Dharma y psicología evolutiva, escrita con el sincero deseo de beneficiar a todos los seres.
Que todos los seres estén llenos de gozo y paz.
Que todos los seres en todas partes,
los fuertes y los débiles,
los grandes y los pequeños,
los cortos y los largos,
los sutiles y los bastos:
que todos los seres en todas partes,
vistos y no vistos,
los que viven lejos o cerca,
los que existen o esperan su nacimiento:
que todos se llenen de gozo duradero.
Que ninguno engañe a otro,
que ninguno desprecie a otro,
que ninguno, por enfado o rencor,
le desee ningún mal a otro en absoluto.
Igual que una madre protege con su vida
a su hijo, su único hijo, de todo daño,
así deja que crezca en ti
un amor sin límite por todas las criaturas.

domingo, 17 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva V: la vía de la liberación

En cierta sección de The Moral Animal, una vez completo el resumen de las principales premisas y hallazgos de la psicología evolutiva, Robert Wright cambia momentáneamente de rumbo para hacer un repaso somero de las enseñanzas de varias tradiciones espirituales, a modo de preludio para enmarcar su propia solución al dilema humano. Es en esas páginas donde, tras mencionar algunas ideas compartidas por varias corrientes religiosas, le dedica unos párrafos abiertamente elogiosos al budismo y califica con aparente aprobación el proyecto del Buda de “desafío fundamental a la naturaleza humana”. ¿Es que de repente se ha hecho budista…? No, nada de eso; de hecho, este abrazo fraternal esconde un dardo envenenado. Como budistas, no podemos aceptar este juicio en sus propios términos, por muy heroicos que suenen, sin tomar nota de su contenido polémico con el Dharma, so pena de pasar por alto un desacuerdo absolutamente esencial; porque, si bien la frase pone de relieve la enorme trascendencia de la aportación del Buda al que retrata como una especie de Prometeo enfrentado al orden superior por amor a sus semejantes, lo hace dando por sentada una noción de la naturaleza humana muy alejada de la que el Buda mismo alegaba haber descubierto por su propia experiencia, más allá de cualquier palabra o cálculo. ¿Qué o cuál es la naturaleza humana? Esa es la cuestión; ahí es donde está la discrepancia y donde se percibe la distancia insalvable que media entre dos enfoques cuyos criterios de verdad son, hoy por hoy, radicalmente distintos.

El problema principal de dicha frase es que, paradójicamente en contra de lo que supone Robert Wright, el desafío más importante del Dharma de Buda (en retrospectiva, claro está) no se dirige contra la naturaleza humana en sí, sino más bien contra la visión de esa naturaleza que propone la psicología evolutiva, tal como él la explica. Es innegable que hay mucho de reto en la vía budista si queremos ver bajo ese prisma sus constantes invitaciones a zafarnos de la tiranía de nuestros hábitos, nuestras ansias y nuestros miedos, pues no es empresa fácil; pero nada de ello se puede comparar en importancia con el desafío del Dharma a la programación que los avatares de nuestra evolución han ido sedimentando en nuestra mente, precisamente porque, al contrario que la psicología evolutiva, niega que sean parte intrínseca de la naturaleza humana y los ve como una adherencia accidental e indeseable. Antes que a la naturaleza humana, ese Dharma supone un desafío a nuestra autocomplacencia, un reto a cualquier idea de que no se puede ir más allá del condicionamiento heredado, porque se basa en la experiencia de alguien que lo consiguió –y con que un solo ser humano lo haya conseguido ya sabemos que entra dentro de las posibilidades de la especie. En consecuencia con estos principios, el Dharma se declara disponible para todos los que lo quieran probar por sí mismos, como lo han hecho tantas personas en el pasado, pues por encima de cualquier ciencia cognitiva le otorga un valor supremo a la propia experiencia –una experiencia sin la cual nada en el budismo tiene sentido. Ese, y no otro, es el gran desafío del Dharma que explica el tono insobornable de numerosas expresiones del Buda:

Mejor vivir en libertad y sabiduría un día que llevar una vida condicionada de cautividad durante cien años

de la misma manera que la ausencia de componendas y de medias tintas a la hora de animarnos a que nos desembaracemos de las cadenas que nos mantienen atados a patrones de conducta repetitivos y dañinos. Ese por lo menos es el punto de partida, un programa de máximos que está al alcance de cualquiera que tenga la convicción y firmeza para intentarlo:

Tala el bosque entero de las ansias egoístas, no sólo un árbol.
Tala el bosque entero y estarás de camino a la liberación.

Aquí, en la obediencia irreflexiva a las ansias de placer, es donde el Dharma concentra su artillería durante las primeras etapas del camino de la liberación, como ya hemos visto. Pero es importante darse cuenta de que, al contrario que en los sistemas religiosos y sociales, la receta budista no funciona a base de mandamientos, dictados por la mente y cumplidos con la mente, sino que sólo aconseja refrenar los impulsos de las identidades, con suavidad pero también con calma, determinación, constancia y paciencia –igual que uno refrenaría un caballo desbocado con firmeza pero sin dar tirones bruscos, para evitar derribarlo y rodar por tierra con él. No son órdenes perentorias procedentes de alguna autoridad superior, sino consejos que se transmiten a quien quiera ponerlos a prueba, basados en la experiencia de miles de personas que han recorrido esta senda y han descubierto que la simple represión no funciona.

Para el Buda hay por tanto un grave problema pero, al contrario que para la psicología evolutiva, también hay una solución total y definitiva a ese problema en vez de un simple acomodo negociado entre individuos y grupos con intereses divergentes. A la luz de estas precisiones cobra más sentido ahora volver a leer un pasaje del Dhammapada, citado sólo en parte en una entrada anterior, para comprobar cuál es la otra cara de esta moneda budista del freno a los placeres:

Como una araña atrapada en su propia red
es la persona espoleada por ardientes ansias.
Rompe la red y escapa de ella,
y aléjate del mundo de los placeres sensuales y el sufrimiento.
Si quieres alcanzar la otra orilla de la existencia,
deja lo que está delante, detrás, y en medio.
Libera tu mente, y ve más allá del nacimiento y la muerte.

Así es el Dhammapada: bajo la apariencia de un inocente manual para principiantes, se oculta un manifiesto subversivo lleno de urgentes llamadas a destronar a los tres reyes farsantes (las identidades) que han usurpado las funciones de la mente y, con ello, la dirección de nuestras vidas. La imagen de cruzar un río para llegar al otro lado es muy frecuente en las enseñanzas budistas, cuyo criterio pragmático queda claro en la parábola de la balsa: en el fondo, el Dharma de Buda no es más que un medio para realizar ese trayecto, después de lo cual, como método de usar y tirar que es, uno se puede olvidar del budismo y de toda su parafernalia, a menos que quiera servir de maestro a otros. Pero para ello, antes debe haber completado el trayecto que separa esta orilla, la del Samsara (la experiencia del mundo con identidades y sufrimiento), de la de más allá, donde la naturaleza humana puede por fin desplegarse libre de las trabas del condicionamiento heredado.

Si anhelas saber lo que es difícil de saber y te puedes resistir a las tentaciones del mundo, cruzarás el río de la vida.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá de lo que te gusta y lo que no te gusta y tus cadenas se te caerán.

Cruza el río con valentía; conquista todas tus pasiones. Ve más allá del mundo fragmentario, y conoce el fundamento inmortal de la vida.

Nada de esto es un llamamiento romántico a entregarse a nobles causas perdidas ni a enfangarse en batallas sin esperanza; aunque difícil, es algo que entra dentro de lo posible para el ser humano:

[El santo] ha completado su viaje; ha ido más allá del sufrimiento.
Las cadenas de la vida se le han caído y vive en plena libertad.

Una vez más, la voz que resuena en estas combativas proclamas está a años-luz de distancia de la imagen mortecina y anestesiada del Dharma que algunos difunden en su ignorancia. Nadie dice que el viaje sea fácil y quizá ningún otro método muestre una comprensión más profunda y pormenorizada de sus dificultades. En virtud de esa lucidez, Robert Wright reconoce una dosis importante de razón e incluso de sabiduría en los consejos de quienes, como Buda, recelan de los seductores encantos del placer:

En todos estos asaltos a los sentidos hay una gran sabiduría –no sólo en cuanto al carácter adictivo de los placeres sino en cuanto a lo efímeros que son. La esencia de la adicción, a fin de cuentas, es que el placer tiende a disiparse y dejar la mente agitada y con hambre de más. La idea de que sólo un euro más, un escarceo más, un escalón más en la jerarquía nos dejarán satisfechos refleja un malentendido acerca de la naturaleza humana; estamos diseñados para sentir que la próxima gran meta nos traerá la dicha consumada, y esa dicha está diseñada para evaporarse al poco tiempo de que lleguemos a ella. La selección natural tiene un sentido del humor malicioso; nos anima por el camino con una serie de promesas y luego dice una y otra vez que “Era broma”. Como afirma la Biblia, “toda la labor del hombre es para su boca, y sin embargo su apetito no se sacia”. Sorprendentemente, nos pasamos la vida entera sin llegar a captarlo del todo.

El consejo de los sabios –que nos neguemos a participar en este juego– es nada menos que una incitación a amotinarnos, a rebelarnos contra nuestro creador. Los placeres sensuales son la fusta que la selección natural emplea para controlarnos, para mantenernos bajo el embrujo de su perverso sistema de valores. Cultivar una cierta indiferencia hacia ellos es una ruta plausible hacia la liberación. Si bien pocos de nosotros podemos afirmar que hayamos recorrido grandes distancias en esta ruta, la proliferación de este consejo en las escrituras sagradas sugiere que se ha seguido hasta cierta distancia y con cierto éxito.

Al releer estos párrafos, a veces me pregunto si no suponen la convalidación del Dharma más explícita que jamás haya leído por parte de alguien que no es budista. Eso es así a pesar de que el libro en su conjunto implica que esta vía, aun teniendo cierto valor, resulta incierta en definitiva y por ende poco práctica a gran escala. El silencio de Robert Wright a la hora de recomendar semejante curso de acción es elocuente; pero eso, curiosamente, no le resta un ápice de claridad a la luz que arroja que, casi sin querer, sobre el proyecto budista. Pocas interpretaciones, ni siquiera de maestros reconocidos, tienen para mí la virtud de poner de manifiesto tan gráficamente cuál es la verdadera apuesta del Dharma: todo un aliciente para que, si queremos que estas percepciones tan nítidas alumbren además y den calor, las acompañemos de enseñanzas profundas, prácticas oportunas y una atención sostenida en el día a día para ayudar a que broten la compasión y sabiduría que son, para el Dharma, la expresión más verdadera de la naturaleza humana.

sábado, 16 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva IV: el sutra Anusota

Ahora, una pequeña pausa en la exposición que estamos desarrollando a base de comparar y contrastar el Dhammapada con el libro de Robert Wright. A continuación incluimos como material de apoyo unas palabras del Buda, procedentes de un texto distinto (el Sutra Anusota, Anguttara Nikaya IV.5), por la claridad añadida que aportan a sus enseñanzas sobre el placer, la fuerza del hábito y la vía para liberarse del condicionamiento, tal como las hemos visto hasta ahora.

En el mundo hay cuatro tipos de individuos. ¿Qué cuatro? El individuo que sigue la corriente, el individuo que va contra corriente, el individuo que se mantiene firme y el que ha cruzado, ha ido más allá y pisa terreno firme: un brahmán.

Y ¿quién es el individuo que sigue la corriente? Es el caso del individuo que se entrega a las pasiones sensuales y comete actos malvados. A ese se le llama un individuo que sigue la corriente.

Y ¿quién es el individuo que va contra corriente? Es el caso del individuo que no se entrega a las pasiones sensuales y no comete actos malvados. Aunque sea con dolor, aunque sea con pena, aunque esté llorando, con la cara bañada en lágrimas, él vive la vida santa que es perfecta y pura. A ese se le llama un individuo que va contra corriente.

Y ¿quién es el individuo que se mantiene firme? Es el caso del individuo que, tras la extinción completa del primer grupo de cinco cadenas, está listo para renacer en la pureza, para verse liberado del todo ahí y no regresar nunca de ese mundo. A ese se le llama un individuo que se mantiene firme.

Y ¿quién es el individuo que ha cruzado, ha ido más allá, y pisa en terreno firme: el brahmán? Es el caso del individuo que, mediante el final de los fermentos mentales, entra y permanece en la liberación sin fermentos de la conciencia y del discernimiento, una vez que los ha conocido y manifestado para sí mismo aquí y ahora. A ese se le llama un individuo que ha cruzado, ha ido más allá, y pisa en terreno firme: el brahmán.

Estos son los cuatro tipos de individuos que existen en el mundo.

Los que no se contienen
en las pasiones sensuales
ni carecen de pasión
y se entregan a la sensualidad:
estos vuelven al nacimiento y envejecimiento
una y otra vez –
atrapados por el ansia,
siguen la corriente.

Así el discípulo sabio,
con su atención bien desarrollada,
sin recrearse en la sensualidad y el mal,
aunque sea con dolor,
abandona la sensualidad.
A ese se le llama
uno que marcha contra corriente.

Quienquiera que,
tras abandonar las cinco impurezas,
culmina su entrenamiento
y no ha de retroceder,
diestro en conciencia,
con sus facultades en armonía:
a ese se le llama
uno que se mantiene firme.

Aquel en el que, gracias al saber,
las cualidades elevadas y bajas
se han destruido,
han llegado a su fin,
no existen:
a ese se le llama
maestro de conocimiento,
uno que ha cumplido la vida santa,
que ha ido al final del mundo, que ha ido
más allá.

viernes, 15 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva III: el caballo de Troya

En un famoso episodio de la leyenda de Troya, recogido en la Eneida de Virgilio, el sacerdote Laoconte intenta en vano convencer a sus conciudadanos –locos de alegría y alivio al ver que los sitiadores griegos por fin han deshecho el campamento, levado anclas y zarpado, a todas luces de vuelta a su país– para que no introduzcan en la ciudad el insólito armatoste de madera que sus enemigos han dejado misteriosamente tras de sí:

equo ne credite, Teucri.
quidquid id est, timeo Danaos et dona ferentes.

es decir,

No os fiéis del caballo, troyanos.
Sea lo que sea, temo a los griegos incluso cuando traen regalos.

Es una imagen sumamente pertinente para ilustrar, desde el punto de vista evolutivo, el origen del desasosiego del individuo moderno, convertido en el campo de batalla donde chocan con intensidad variable ciertos impulsos primarios heredados por vía genética con la necesidad de ajustarse a una realidad material y social muy diferente de la que dio origen a esas pulsiones.

En efecto, nuestros cuerpos y, sobre todo, nuestras mentes cognitivas están en el siglo XXI, en una sociedad en la que ya prácticamente nadie caza, recolecta o cultiva por sí mismo lo que come, en la que se ha eliminado casi por completo la amenaza de cualquier depredador (aparte de otros seres humanos), donde se ha impuesto la monogamia como solución de compromiso a las demandas asimétricas y divergentes de cada sexo, donde se ha evaporado cualquier vestigio de pertenencia a la tribu más allá de los límites de la familia inmediata y muchos vivimos en grandes núcleos de población, rodeados de completos extraños con los que no guardamos ninguna relación de parentesco, entre otros cambios. No obstante, el “software” del que disponemos para manejarnos en este panorama lo diseñó un programador ciego (o por lo menos incapaz de prever el futuro) llamado Selección Natural a base de un sistema de prueba y error mantenido durante cientos de miles de años sobre la base de una población cavernícola y/o selvícola enfrentada a diario con esas circunstancias. En pocas palabras, la diferencia de velocidades en la transformación de su entorno y de su mente le ha dejado al ser humano con el pie cambiado en un nivel muy fundamental; una parte importante de nuestra programación se ha quedado obsoleta. Y, lo que es peor, los impulsos primitivos de nuestros genes siguen igual de activos que siempre, operando como una quinta columna infiltrada dentro de la ciudadela razonable y socializada del “yo” que con tanto esfuerzo hemos edificado, y conspirando sin descanso en aras de su único propósito: pasar como sea a la siguiente generación, caiga quien caiga. El resultado, según Robert Wright, no es demasiado edificante:

Los humanos no son máquinas calculadoras; son animales, guiados hasta cierto punto por la razón consciente pero también por varias otras fuerzas. Y la felicidad a largo plazo, por muy atractiva que la encuentren, no es en realidad lo que se les ha diseñado para que maximicen. Por otra parte, los humanos han sido diseñados por una máquina calculadora, un proceso altamente racional y frío en su desapego. Y esa máquina sí que los diseña para maximizar una sola moneda –la proliferación genética total, la aptitud inclusiva. (...) Vivimos en ciudades y barrios residenciales y vemos la tele y bebemos cerveza, al tiempo que nos vemos constantemente empujados y arrastrados por sentimientos diseñados para propagar nuestros genes en una pequeña población de cazadores-recolectores. No es ninguna sorpresa que la gente a menudo no parezca estar persiguiendo ningún objetivo en particular –la felicidad, la aptitud inclusiva, lo que sea– con demasiado éxito.

Quizá suene frío y mecanicista, pero así son las cosas desde la perspectiva de una disciplina que no reconoce más creador que un proceso biológico impersonal, habla del “egoísmo” de los genes y contrapone su proyecto de supervivencia y transmisión a toda costa a los designios más socialmente aceptables que los individuos suelen tener para alcanzar lo que consideran su felicidad: un choque inevitable en el que por norma es la felicidad individual la que sale perdiendo (de ahí que Robert Wright dedique gran parte de su estudio a proponer mecanismos para conjugar los intereses aparentemente discrepantes de ambos “sujetos”).

¿Hasta qué punto comparte el Dharma esta visión? A mi juicio, bastante en el fondo y no tanto en los detalles. Sin entrar en elucubraciones sobre los orígenes de esta aparente divergencia de intereses y de impulsos, el esquema del caballo de Troya está muy presente en los textos budistas; sólo que ahí son las identidades (las “tres raíces malsanas” de la confusión, la codicia y la aversión) las que han implantado en la mente subconsciente los comandos que están en conflicto con el orden natural y correcto de las cosas. Para el Dharma, tal como explicó Buda en la famosa parábola de la flecha, no hace falta saber cómo, ni cuándo, por qué ni a manos de quién hemos llegado a esta situación; basta con saber que hay, en el seno de todo ser humano que no haya liberado su propia naturaleza pura, una tendencia a satisfacer ciertos impulsos básicos que producen placer a corto plazo pero en realidad no generan más que sufrimiento –algo que se percibe cuando se los examina más de cerca. Sólo a partir de esa comprensión se puede empezar a procurar la restauración del sistema natural puro.

A pesar de secundar en parte el diagnóstico de la psicología evolutiva sobre la condición humana, el Dharma se aleja mucho de ella en el ataque que propone para el problema y es ahí precisamente donde se percibe con mayor nitidez la distancia que separa a ambos. En vez de un programa racional para armonizar en el mayor grado posible el placer del mayor número de individuos, tal como propugna el utilitarismo que abraza Robert Wright (siguiendo al propio Darwin, entre otros), la vía de Buda pasa por emprender el mismo camino individual de purificación de la mente que él recorrió hasta verlo refrendado por una experiencia directa más allá de la mente. Y ese camino arranca con un antídoto simple y eficaz, aunque nada fácil, contra el problema: la toma de conciencia, lograda mediante la aplicación deliberada de atención a diversas fases del funcionamiento de la mente que por lo general nos están ocultas. Esa es la gran arma de Buda, el disolvente universal para las cadenas de la programación obsoleta que nos mantienen alejados de nuestra propia naturaleza: la conciencia lúcida que resulta de la atención y la energía rectas.

Los insensatos, en su ignorancia, se hunden en la negligencia;
pero el sabio guarda la vigilancia como su tesoro supremo.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva II: la tentación y los mecanismos de la adicción

¿Acaso es exagerada la precaución del Buda ante el hedonismo? En su descargo, Robert Wright viene a justificar en términos puramente científicos el lenguaje que acabamos de ver en el Dhammapada, por muy retrógrado que suene, cuando explica de esta manera un dilema inherente en la condición humana:

El concepto del “mal”, aunque menos primitivo filosóficamente que, por ejemplo, el de los “demonios”, no encaja fácilmente en una cosmovisión científica moderna. Aun así, parece que la gente lo encuentra útil y la razón es que es una metáfora apropiada. Es cierto que existe una fuerza dedicada a atraernos hacia placeres varios que actúan (o actuaron en su día) en pro de nuestro interés genético pero que no nos traen felicidad a largo plazo y que pueden traerle gran sufrimiento a otros. A esa fuerza la podríamos denominar el espectro de la selección natural. Más en concreto, podríamos decir que son nuestros genes (algunos de nuestros genes, por lo menos). Si funciona mejor usar la palabra “mal”, no hay ninguna razón para no hacerlo.

¿Qué luz arrojan estas reflexiones sobre la actitud del Buda ante el placer? Suficiente para desvelar algunas premisas implícitas en su análisis de los mecanismos inconscientes que operan en el proceso –algo que no detalló en sus enseñanzas, quizá porque lo consideró superfluo para una audiencia como la suya, educada en una cultura que había contemplado largamente estas cuestiones.

Más allá de la experiencia del placer en sí, el gran peligro que denuncia el Buda una y otra vez en el Dhammapada es la distracción negligente, debido a las consecuencias casi automáticas que comporta: los bucles fijos de estímulo-respuesta que repetimos en nuestra mente, dando origen a patrones de conducta compulsivos que nos suelen pasan inadvertidos.

Todos los seres humanos están sujetos al apego y la sed de placer. En su ansia de obtenerlo, se ven atrapados en el ciclo del nacimiento y la muerte [el ciclo de renacimiento constante en la mente de las “tres raíces malsanas” o identidades]. Impulsados por esta sed, corren de aquí para allá asustados como liebres acosadas, sufriendo más y más.

¿Cómo es eso posible? Porque a menudo hay que elegir entre dos alternativas, una de ellas con premio visible e inmediato, y la otra sin recompensa aparente; y es la seducción de ese premio, en forma de placer, la que nos inclina a menudo por el camino más fácil hasta que se convierte en un hábito. Tal es el análisis subyacente en las advertencias de Buda, en ocasiones tan comprimidas que parecen perogrulladas a menos que se haga un esfuerzo por descomprimirlas con criterio:

Las malas acciones, que le hacen daño a uno, son fáciles de hacer; las buenas acciones no son tan fáciles.

¿Cuál es el cuadro que pinta esta psicología budista? A riesgo de meternos de nuevo en terrenos cenagosos, estamos apuntando al concepto de tentación. Pero tampoco hay que tomarla en sentido religioso; “tentación” simplemente quiere decir que la experiencia humana a menudo asume la forma de una encrucijada, con una opción que promete gratificación instantánea pero resulta estéril o incluso dañina a largo plazo, y otra que es difícil y no ofrece ninguna recompensa evidente pero es correcta y sutilmente nutritiva para uno mismo y los demás. Más allá de cualquier matiz trascendental, ya estemos en un camino espiritual o no, estas situaciones conforman el tejido básico de gran parte de la experiencia humana en todas las culturas y épocas.

La dinámica psicológica en la que estamos inmersos, por tanto, es la del adicto y el gran peligro contra el que advierte Buda es vivir en la inopia y con el piloto automático conectado, porque ese piloto tiene ideas propias muy claras que rara vez promueven nuestro bienestar a la larga –y además cuenta con todo un arsenal de golosinas para irnos engatusando de camino a la perdición y luego mantenernos anestesiados en nuestro extravío. Ese piloto, que en realidad no es más que un proceso impersonal, es lo que el Dharma personifica en la figura llamada Mara; y el dominio de Mara en nuestras vidas tiene consecuencias nefastas:

Los impulsos compulsivos de los inconscientes crecen como las zarzas. Van saltando como un mono de una vida a otra, buscando fruta en la jungla. Cuando estos impulsos nos gobiernan, el sufrimiento se extiende como las malas hierbas.

Al contrario de lo que se sostiene a menudo, el problema para el Dharma no es el tanto el deseo en sí sino el ansia, por el elemento de compulsión que contiene; hay en ella algo externo que doblega y somete al ansioso a sus designios; no tolera bien que se le lleve la contraria y tampoco aguanta que se la cuestione o difiera. Más que algo constructivo, el ansia es una inercia malsana que nos arrastra hacia aquellos comportamientos que hemos reforzado mediante la práctica asidua, convirtiéndolos en surcos que se van haciendo cada vez más profundos, con lo cual es cada vez más difícil salir de ellos. Ya queramos llamarla “Mara” como los budistas o “el espectro de la selección natural” como los darwinistas, es un ejemplo típico del círculo vicioso en el que cada mal paso incrementa las probabilidades de que el siguiente paso también sea incorrecto:

El hombre agitado por pensamientos [sensuales], cuyas pasiones son fuertes, y que sigue viendo las cosas como placenteras en sí, incrementa su ansia cada vez más y hace más riguroso su cautiverio.

Como una araña atrapada en su propia red es la persona espoleada por ardientes ansias.

Así es que esto es lo que advierte el Buda, en resumidas cuentas y dicho en lenguaje actual: cuidado con la programación subconsciente que te impulsa a buscar el placer, porque en el fondo no defiende tus intereses sino otros que son ajenos a ti, perjudiciales para tu bienestar, y además inválidos en el esquema general de las cosas.

¿Resulta más aceptable dicho así? En realidad, la ventaja del enfoque evolutivo es que hace innecesario recurrir a giros moralizantes; basta con explicar la tentación como un conjunto de instrucciones reforzadas en la mente humana mediante la repetición (es decir, condicionadas) a lo largo de muchísimos milenios, pero ajustadas a unas circunstancias enormemente diferentes de las que tenemos hoy en día. Esa es, en gran medida, la tragedia del ser humano moderno: que las condiciones materiales y sociales en las que vivimos han dejado obsoleta nuestra programación genética pero que, a pesar de todo, ese programa sigue vigente. He ahí una fuente de fricción y sufrimiento inagotable para hombres y mujeres, ancianos y niños, ricos y pobres; en una palabra, para todo humano, por el mero hecho de serlo.

lunes, 11 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva I

A veces los comentarios más sugerentes a la enseñanza del Buda no salen de la boca o la pluma de budistas reconocidos, sino de fuentes indirectas que no guardan relación alguna con el budismo institucional. Tal es el caso de la psicología evolutiva, una disciplina relativamente reciente que interpreta los mecanismos de la mente humana a la luz de la evolución de la especie, cuyo desarrollo durante cientos de miles de años en condiciones primitivas dejó en ella una tenaz impronta. Los paralelismos y el contraste entre ambas perspectivas resultan especialmente reveladores gracias a la visión de conjunto que ofrece Robert Wright en su estudio The Moral Animal. Why We Are The Way We Are (“El animal moral. Por qué somos como somos”), aún sin traducir al español, que yo sepa.

Es evidente que las coincidencias del Dharma con la psicología evolutiva, aunque conspicuas, son limitadas y que los posibles avales que obtenga de ella carecen de valor como prueba definitiva. Después de todo, la psicología evolutiva es una ciencia “blanda” que extrae sus conclusiones sobre la naturaleza humana mediante el análisis y la inducción aplicados a conductas y valores atestiguados en números significativos, mientras que el Buda basó su comprensión de la naturaleza humana en una experiencia directa más allá de la mente –algo de enorme trascendencia, sí, pero estadísticamente insignificante y sólo verificable a su vez por experiencia propia. En consecuencia, la visión de una y otro sobre la naturaleza humana no puede por menos que ser diferente. Aun así, para entender el Dharma es muy aconsejable mantener la ciencia como piedra de toque porque, por mucho que sus enseñanzas no sigan el método científico, sí tienen que ser compatibles con las verdades que ese método vaya desvelando y confirmando con el paso del tiempo. En este caso, las teorías de la psicología evolutiva son doblemente útiles, pues vienen a reforzar indirectamente ciertas premisas de las enseñanzas a la vez que aportan una explicación histórica de cómo y por qué las cosas llegaron a ser así –algo que el budismo no toca específicamente. Para calibrar en toda su dimensión hasta qué punto esta joven ciencia reivindica o cuestiona la vigencia del Dharma, quizá nada sea más ilustrativo que el análisis de los mecanismos y las consecuencias del placer, el área donde ambos enfoques muestran una mayor confluencia.

Y hay que empezar diciendo que ese acuerdo se da en forma de una reticencia compartida. Bien es sabido que tal actitud es una de las señas de identidad del budismo, donde la llamada a la moderación se acompaña de advertencias constantes sobre los riesgos que comporta la búsqueda del placer por el placer. Sin ir más lejos, el Dhammapada, un antiguo manual budista para principiantes, abunda en este tipo de exhortaciones:

No os recreéis en la negligencia. No intiméis con los placeres sensuales.

Al hombre que pone su mente en cosas placenteras, sin control sobre sus sentidos ni moderación en el comer, perezoso e indolente, Mara lo derriba igual que un viento de tormenta arranca de raíz un árbol enclenque.

Al hombre que recoge tan sólo las flores [de los placeres sensuales] y cuya mente se distrae, la muerte le arrastra igual que una enorme inundación arrasa un pueblo entero mientras duerme.

Al hombre que recoge tan sólo las flores y cuya mente se distrae, insaciable en sus deseos, el Destructor lo pone bajo su dominio.

Debido a nuestra herencia religiosa, afirmaciones como estas pueden sorprender y llevar a error. ¿Acaso también en el Dharma hay un hueco para las visiones del infierno y los condenados, acosados por el tridente del demonio entre llamas y nubes de azufre? No, en absoluto; sin embargo, es innegable que este lenguaje despide cierto tufillo a sacristía si no se entiende bien de dónde viene ni adónde apunta. Por suerte, es precisamente ahí donde la perspectiva evolutiva puede ayudar a poner de relieve la verdadera dimensión del camino budista, que no tiene nada que ver con la imposición de mandamientos de carácter moral. Así que la cuestión es: ¿por qué tanta insistencia sobre los peligros latentes en los placeres sensuales?

En primer lugar, no son desde luego simples ganas de aguar la fiesta por parte de alguien inexperto o resentido por su carencia. Según los relatos tradicionales, Buda conocía bien estos placeres, pues como hijo de un rey empeñado en demostrarle aparatosamente a su primogénito las ventajas de seguir sus pasos y heredar la corona, había conocido en grado extremo los encantos del poder, el dinero, el sexo y la juerga y antes de renunciar al trono y emprender su arduo camino al despertar. En segundo lugar, tampoco es que formulara estas ideas como instrumento de control social con vistas a reforzar la privilegiada posición de la casta sacerdotal dominante, puesto que las encontró mediante su propia experiencia individual y pionera, al margen de los grupos establecidos y tras una búsqueda que había emprendido como un desafío implícito a los brahmanes de su época. Y, por último, tampoco es creíble que quisiera arrebatarles su posición dominante a los sacerdotes hinduistas para traspasársela a sus seguidores instaurando nuevos y revolucionarios códigos de conducta: tales consejos no suponían ningún reto para el credo hinduista, del que formaban parte hacía tiempo, y por otra parte la comunidad budista primigenia fue durante muchos años poco más que una tribu invertebrada de nómadas sin asomo de ambiciones mundanas.

Lo único que sabemos por ahora es que, si estos consejos están en línea con las demás enseñanzas del Buda, deben ser relevantes a la experiencia de cada uno aquí y ahora. Por eso, ante todo hay que examinar qué sentido tienen tales afirmaciones bajo ese prisma y así comprobar si son consistentes con el resto del Dharma. Parece poca cosa, pero si eliminamos la posibilidad de que la reserva del Buda ante los placeres sensuales tenga que ver con motivos personales, maniobras políticas u otros factores externos, estaremos tanto más cerca de ver cuál es la esfera de actividad que le concierne: el fuero interno del ser humano y, más en concreto, la correcta aplicación de su mente. Y eso ya es mucho.

lunes, 4 de febrero de 2008

Drugpa Kunley

A continuación, unas palabras de otro maestro rugiente en la mejor tradición del Dharma: Drugpa Kunley, el naljorpa o loco divino, un “radical libre” de efectos rejuvenecedores que afirmaba seguir el Mahamudra en la línea de Milarepa y que, según los relatos que nos han llegado de él, provocó rechazo y admiración casi a partes iguales en sus andanzas como maestro del Dharma por los Himalayas del siglo XV.

Si me volviera un Lama sería el esclavo de mis discípulos y acompañantes, y perdería mi libertad de acción. Si me hiciese un monje ordenado me obligarían a guardar la disciplina, y ¿quién puede guardar sus votos inquebrantablemente? Si me volviera un sabio debería comprometerme con el descubrimiento de la naturaleza de la mente –¡como si eso no fuera evidente de por sí! Que yo sea o no un mal ejemplo para alguien depende totalmente de la inteligencia del individuo en cuestión. Además, si un hombre está destinado a pasarse su tiempo en el infierno e imita a Buda, no se salvará; y si un hombre está destinado a la budeidad, el tipo de ropa que use es irrelevante y su actividad es natural y espontáneamente pura. Al desear una casa permanente, o al marcarse cualquier objetivo materialista, uno se desvía del camino porque fortalece la idea de “yo” y “mío”. En la medida en que se les rinde veneración a los monjes, su potencial para el apego emocional es tanto mayor que el del hombre común. Habitualmente es cierto que la motivación inicial para fundar un monasterio es el deseo de establecer un lugar donde los aspirantes puedan meditar. Eso es digno de elogio, pero cuando la necesidad de protección comunal da lugar a disputas en su seno y polémicas con su entorno, lo que en principio era un compañerismo sagrado se vuelve un cubil de ladrones porque todos sucumben a las motivaciones egoístas.

Es fácil celebrar y asumir como propias las palabras y acciones de este iconoclasta provocador y escandaloso por el ataque que suponen contra varias formas de rito, costumbre y creencia sancionadas por convención social y por la práctica budista; y es igual de fácil condenarlas y rechazarlas como episodios vergonzosos protagonizados por un gañán rijoso y sin escrúpulos. Pero, aparte del espíritu gozosamente libre que testimonian, es importante darse cuenta de que hay en ellas algo más que una provocación gratuita: una llamada a mirar más allá de superficie de las cosas, más allá de toda forma fosilizada por la rutina y la desidia, para recuperar la raíz viva que produjo esas formas en su día y cuya restauración actual puede exigir que se cuestionen y descarten aquellas que ya no sirvan, por muy venerables que parezcan.

Como de costumbre, los rugidos de estos maestros son llamadas a mantenernos bien despiertos y atentos a lo que hacemos –algo siempre saludable y especialmente bienvenido en tradiciones milenarias como el budismo, que ha desembarcado en Occidente hace relativamente poco, pero con una importante parafernalia acumulada a lo largo de siglos en culturas muy diferentes a la nuestra, lo cual nos exige en consecuencia un doble esfuerzo para entender bien cuál es la función y el propósito de cada ritual, cada ceremonia y cada práctica que propone.

Si no captas el espíritu de los Budas,
¿de qué sirve seguir las escrituras del Dharma?
Sin un aprendizaje con un maestro competente,
¿de qué sirven el gran talento y la inteligencia?
Si eres incapaz de amar a todos los seres como si fueran hijos tuyos,
¿de qué sirven la oración solemne y el ritual?
Si ignoras el único propósito de los Tres Votos,
¿qué ganas quebrantándolos uno a uno?
Si no comprendes que el Buda está dentro de uno mismo,
¿Qué realidad se puede encontrar fuera?
Si eres incapaz de fluir naturalmente en la meditación,
¿Qué se puede ganar luchando con el pensamiento?
Si eres incapaz de regular tu vida según las estaciones y el tiempo,
¿Quién eres sino un loco aturullado?
Si no se capta intuitivamente una perspectiva iluminada,
¿Qué puede ganarse mediante la búsqueda sistemática?
Si pierdes tiempo y energía, malgastando tu vida,
¿Quién reembolsará tus deudas en el futuro?
Aunque lleve ropa tosca y escasa, soportando grandes penalidades,
¿Qué gana el asceta con sufrir los infiernos en esta vida?
El aspirante que se esfuerza sin instrucción específica
no logra nada, igual que una hormiga que trepa por un montón de arena.
Recibir instrucción pero ignorar la meditación sobre la naturaleza de la mente
es como pasar hambre cuando la despensa está llena.
El sabio que se niega a enseñar o escribir
Es tan inútil como la joya de la cabeza del Rey Serpiente.
El loco que no sabe más que parlotear constantemente
No hace más que proclamar su ignorancia a todos.
Si entiendes la esencia de la Enseñanza, ¡ponla en práctica!

Así es. Entender es lo que cuenta, y luego practicar; pero primero hay que entender la esencia –que no es un resumen, sino el corazón– del Dharma. Una vez hayamos entendido esa esencia y la hayamos comprobado y llevado a su plena realización mediante la práctica, entonces sí seremos libres para hacer cualquier cosa, según las inclinaciones de nuestra propia naturaleza liberada –lo cual puede incluir aparentes atrocidades a los ojos píos de quienes siguen aprisionados por las formas, como en el caso de Drugpa Kunley. Pero antes hay que entender y practicar.

Así que si entiendes la esencia de la enseñanza, ponla en práctica; pero si no la entiendes todavía, ¡ponte a ello!

viernes, 1 de febrero de 2008

Rilke: Buda en la gloria


Aquí tenéis dos imágenes del Buda, como contrapunto a la tensión y el esfuerzo que transmite el pensador de Rodin (véase la entrada anterior). Y, de propina, añado un poema de Rilke, titulado Buda en la gloria, que, como suele ocurrir, pierde mucho cuando se traduce, sobre todo si uno es un aficionado.

Por cierto, no me consta que Rilke fuera budista o que tuviera algo más que un interés pasajero en el Dharma. Parece más bien como si su poema se hubiera inspirado simplemente en la visión de imágenes como las que acompañan a estas líneas.

Centro de todos los centros, núcleo de núcleos,
almendra que sobre sí misma se vierte y endulza,
todo esto, hasta las estrellas mismas,
es carne de tu fruto: ¡Salve!

Mira, ya sientes cómo nada se aferra a ti;
tu cáscara es el infinito,
donde el denso jugo brota y fluye.
Y desde fuera la irradiación le ayuda,

pues arriba, a gran distancia, tus soles
pasan girando, plenos e incandescentes.
Pero en ti ya se ha iniciado
lo que a todos los soles sobrevive.

Rodin: el pensador



Dos perspectivas desde ángulos distintos de la escultura de Rodin llamada El pensador, mencionada en la entrada anterior (La liberación de la mente) como ilustración del pensamiento laborioso de la mente cognitiva.

Probablemente, un buen cliente en potencia
para masajistas y quiroprácticos...

miércoles, 30 de enero de 2008

La liberación de la mente

Uno de los factores que más dificultades genera entre los que se acercan al Dharma es el apego acrítico a la mente cognitiva, entendida como máxima expresión de la naturaleza humana y responsable por ende de todos los beneficios de nuestra civilización. Algunos, cuando se dan cuenta de que el Dharma no defiende la misma postura, reaccionan con vehemencia para reafirmar a la razón en su trono imperial, como si cualquier reto a la cognición abriera ipso facto la puerta al caos, el vacío y el sinsentido. “Si no usáramos la mente no seríamos nada ni nadie”, afirman: “meros zombis que vagarían de aquí para allá en estado vegetativo”. Por tanto, deducen con igual precipitación, si el Dharma no comparte esta adoración por la mente cognitiva, tiene que ser porque propugna la anulación de mente y conciencia en una especie de beatífico estado de coma; así, el nirvana no sería más que una lobotomía virtual. Naturalmente, ese panorama desolador no hace sino reforzar la supremacía de la cognición. “La mente nos permite hacer cosas; es lo que nos diferencia de las plantas, los animales y los pueblos primitivos; y nosotros somos mucho mejores, más avanzados y más importantes que todos ellos. Sí, decididamente, ¡la cognición es nuestra salvación!”

Por supuesto que estoy exagerando adrede para ilustrar lo absurdo de estos reproches, que sin embargo son más frecuentes de lo que se creería en principio. Por suerte, y como de costumbre, las cosas son un poco más sutiles y matizadas que todo eso.

¿Qué estamos haciendo en el fondo cuando repetimos estas aseveraciones? Algo bastante burdo, en realidad: primero creamos un becerro de oro al que adorar como criterio supremo de la verdad –por norma, nuestro progreso tecnológico, falsamente atribuido a la cognición en exclusiva– y luego aducimos ese cuestionable “progreso” como prueba concluyente de que, de no ser por la mente, estaríamos en peores condiciones. La circularidad del argumento es evidente; la mente primero decide cómo sucedieron las cosas y luego se apoya en su sesgada interpretación para decir, “¿Lo ves? Sin mí no hubiera sido posible.” En realidad, no se aporta ninguna prueba de que la cognición sea la responsable de tantas bendiciones de nuestra evolución como especie (¿qué hay, por ejemplo, de nuestro pulgar oponible?), ni tampoco de que las cosas no habrían sido posibles o incluso mejores de haber ocurrido de otra manera. Y resulta cuando menos curioso, por otra parte, que estas encendidas apologías de la mente no suelan atribuirle en cambio ninguna responsabilidad por los perjuicios de esa misma “civilización”, que son al menos tan evidentes como sus ventajas y ya amenazan a la vida del planeta entero.

Sea como fuere, una cosa debe quedar clara en definitiva: el Dharma nunca pretende aniquilar las funciones naturales del ser humano, y no cabe duda de que la cognición es una muy valiosa entre ellas. Así que, para reformular el debate en sus justos términos, de lo que se trata más bien es de reorientar la mente para que esa faceta deje de ser quien conduce nuestras vidas y pase a ocupar el lugar auxiliar que le corresponde –como un ayudante que sólo habla cuando se le pregunta, no como el típico copiloto que primero decide el rumbo y luego no para de hacer comentarios sobre cómo conduces o de darte instrucciones y corregirte sin que se lo hayas pedido. En realidad, la mente cognitiva no es más que un interfaz entre el sistema natural y el mundo externo: un fantástico colaborador, por tanto, pero un desastre al volante.

Porque lo cierto es que, más allá de la cognición, sigue habiendo mente; en términos fisiológicos, es la mente del hemisferio derecho del cerebro. Ahora bien, para que esa modalidad casi virgen se deje sentir en nuestra vida diaria, la mente agitada e hiperactiva que domina nuestros momentos de vigilia tiene que deponer en cierto grado su papel protagonista, y esa perspectiva es algo que por lo general causa mucha ansiedad en las personas: “¿Qué será de mí? ¿Me convertiré en un pelele, un tarado, un abducido?” Hasta cierto punto se entiende esta aprensión si nunca se ha visto a nadie que funcione con otro combustible que la cognición; por lo común, la mente es tan omnipresente en nuestras vidas que la única manera en que podemos concebir su ausencia relativa es durante el sueño, los trances de diverso tipo, o la muerte. No obstante, esa facultad existe y se puede aplicar en el día a día, en un sentido que va mucho más allá de los conceptos de autoayuda del estilo “aprenda a dibujar con el lado derecho del cerebro” y similares.

Quizá captes un poco mejor esta distinción entre modalidades de la mente si comparas, por ejemplo, la escultura de Rodin llamada El pensador con una estatua del Buda en meditación. Más allá de su respectiva calidad artística, enseguida apreciarás notables diferencias entre ambas imágenes. El Buda se sienta erguido, equilibrado, y muestra un rostro sereno en el que a veces flota una sutil sonrisa; toda la impresión que transmite es de relajación y facilidad, pero la suya es esa dificilísima y suprema “facilidad” propia de la maestría que se logra tras una práctica asidua, madurada con paciencia. El pensador, por el contrario, está inclinado hacia delante, con el mentón apoyado en su mano derecha, el codo derecho sobre la rodilla izquierda y, de resultas, toda la espalda arqueada y torcida; parece enormemente concentrado en sus pensamientos, pero no cuesta mucho imaginar que, en cuanto acabe la sesión y se incorpore, su musculoso cuerpo protestará enérgicamente por la postura tan asimétrica e incómoda que se le ha hecho adoptar entre tanto. La impresión que transmite la figura entera es de un esfuerzo y una tensión casi heroicos.

¿Por qué vienen a cuento estas imágenes? Porque, aparte de ilustrar cómo actúan ambos hemisferios, también ponen de manifiesto cómo se nos ha enseñado a creer que el único esfuerzo que merece ese nombre, el que de verdad consigue sus objetivos, es el que implica apretar los dientes y sudar la camiseta –incluso para tareas que no requieren fuerza física, como pensar. Irónicamente, eso es así a pesar de que gran parte de los inventos y creaciones que han hecho progresar nuestra civilización en realidad han llegado en momentos de intuición e inspiración que tienen mucho más que ver con el desprendimiento y la apertura de un Buda que con la brega febril o la contorsión del pensador de Rodin lo cual no implica, claro está, que luego no se haya aplicado la cognición para desarrollarlos. En ese sentido, alguien dijo una vez que no se conquista por medio de la fuerza, sino por medio de la relajación; hay esfuerzo, sí, pero también soltura. Pero en vez de acceder a estos niveles de la mente, tal como enseñan el Dharma y el Tao, nuestro modelo de pensador se encoge, frunce el ceño, y se dispone a descerrajar el problema que le ocupa a golpe de certeros “mentazos”.

La misma enseñanza sobre este “esfuerzo esforzado” se aplica por extensión a nuestra vidas: se nos ha inculcado que para vivir a tope hay que estar activos, metidos en la refriega, tirando del carro. Hay que afanarse, preocuparse y seguir dando pedales siempre, porque de lo contrario la bicicleta se detendrá y nos quedaremos sin dinero, sin comida, sin casa, sin familia, sin amigos... y mil desgracias más. Incluso la felicidad misma depende de lo que consigamos, no de lo que somos; hay que trabajársela y ganársela a pulso. Tenemos que ser, ante todo, industriosos. Es un credo extraordinariamente apropiado para esclavos y para mantener en marcha la voraz locomotora de nuestra “civilización”, desde luego, pero ¿a qué precio? Mark Twain escribió unas palabras acertadas al respecto: “Mi vida ha estado llena de desgracias, la mayoría de las cuales nunca llegó a suceder”; claro que igual se dio cuenta demasiado tarde, cuando ya la había malgastado corriendo detrás de los espejismos o intentando ahuyentar a los fantasmas inventados por su fértil cognición.

Así es la ansiosa mente cognitiva, tan propensa a entonar seductores cantos de sirena como a montar escenografías pavorosas y de gran dramatismo mientras la verdadera vida natural discurre por otros cauces. Ella es quien manda cuando creemos que tenemos que estar siempre activos para mantenernos a flote, que nuestra felicidad sólo llega a cambio de un incesante afán, o que sin ella estamos perdidos. Para el Dharma, en cambio –y para los animales y las plantas, que son sus mejores exponentes–, lo natural es la inactividad, puntuada por episodios de acciones específicas y determinadas por una necesidad real; en ausencia de esta motivación, prima la economía en el gasto de energía. Desde luego que tales necesidades pueden y suelen requerir esfuerzo, tesón, entrega y sacrificio; pero todos ellos son medios para conseguir un fin, y nunca un fin en sí mismos. No se trata por tanto de justificar la indolencia, sino de reevaluar de manera no cognitiva qué es lo que hace falta de verdad para la supervivencia correcta del sistema natural propio, de la progenie, del grupo al que se pertenece y, por último, del entorno que nos mantiene a todos con vida.

Así que cuidado con la mente cognitiva: es muy útil, desde luego, pero también una gran charlatana capaz de inventarse todo tipo de “razones” para pasar por el alfa y omega del ser humano y así mantener la posición de privilegio que le ha usurpado a la propia naturaleza. Es un absurdo que se repite infinitas veces: creemos que la mente nos sirve para manejar mejor nuestra vida, pero luego nos sometemos a sus dictados subrepticios, reaccionando sin darnos cuenta a los cuadros inspiradores o terroríficos que nos pinta y, en suma, bailando al son que nos toca. Creemos que es nuestra mejor herramienta pero corremos el riesgo, si no abrimos los ojos, de convertirnos en su esclavo.

Piénsalo: en realidad, ¿quién cabalga a lomos de quién?

lunes, 14 de enero de 2008

El sufrimiento: marea negra en la mente

Esta es, por tanto, la visión del Dharma trascendental sobre el sufrimiento: es el fruto inevitable de la dualidad, que es la impresión subliminal, falsa pero determinante como trasfondo de nuestra experiencia, de que uno está radical e irreparablemente separado del resto del mundo.

Dicho de otro modo: en algún momento de la historia del ser humano en la Tierra (probablemente en torno a la fecha en que comenzó la agricultura; en todo caso, miles de años antes de Jesucristo) surgió en el homo sapiens esta ilusión óptica que se propagó como si de un virus se tratara. Por decirlo de manera gráfica, el destartalado petrolero de la dualidad se partió y vertió su carga tóxica de sufrimiento por los siete mares de la mente humana. Entonces apareció, como un extraño al que nadie había invitado a la fiesta y además lo sabía, esa peculiar criatura a la que podemos llamar homo sapiens sufferens.

Es importante entender, para calibrar la escala y trascendencia del fenómeno, que esa marea negra fue algo que con el tiempo afectó a la especie entera. Hasta entonces, los seres humanos habían compartido las dificultades que la lucha por la supervivencia les plantea a todos los demás animales, pero sin sufrimiento, porque, para el Dharma, sólo hay sufrimiento en la medida en que hay una conciencia de “yo” que sufre. Sin embargo, a partir de ese instante el sufrimiento se fue convirtiendo en parte de la herencia genética de la especie, no en sus detalles pero sí como potencial: cada aparente individuo sufre a su manera, pero todos tenemos una predisposición, innata ya tras miles de años de refuerzo y transmisión, a sentirnos individuos, seres-burbuja diferentes entre sí y desligados de todo lo demás. Más allá de lo que le ocurra a cada uno en su vida y de cómo lo interprete, esta ilusoria desconexión interna es el telón de fondo de toda experiencia humana, excepto para quienes se han liberado: una mancha tan nociva y pringosa como el chapapote –sólo que además es contagiosa y crece y se extiende por sí sola.

El Dharma no entra realmente en la cronología de esta “caída” o expulsión del paraíso (el paso de la unidad a la dualidad), ni mucho menos le atribuye la culpa al ser humano; tampoco intenta erigirse en intermediario institucional ante una inexistente divinidad suprema. Simplemente constata la realidad, afirma que no es irreversible y receta la manera de devolver la naturaleza humana a su condición prístina –sin perder los avances que hemos acumulado entre tanto gracias a la curiosidad y creatividad humanas. No es que el budismo le esté enmendando la plana al Antiguo Testamento con una versión alternativa; esto no es más que una manera útil de explicar el mito para los occidentales que compartimos una misma herencia cultural judeocristiana. El pecado original se convierte así en el gran naufragio, sin que haya patrón, práctico o armador al que echarle la culpa. No hay crimen ni castigo, sólo la restauración de algo que se malversó en su día y que ahora puede regenerarse y recuperar su forma natural, su relación correcta en equilibrio y armonía con el entorno, y su función vital en el esquema general de las cosas.

En realidad, nada de esto tiene importancia; no hace falta saberlo ni pensar en ello. Si miras nada más la foto del pájaro de arriba, y ves la sucia costra que lo aprisiona y ahoga como una violación de algo muy bello y valioso que también alienta dentro de ti, y sientes que esa mancha se ha extendido de manera intolerable a ti mismo y a las personas que te rodean, y también a las que están lejos de ti, y que sus efectos están destruyendo la naturaleza… entonces quizá ése sea un buen lugar para empezar a investigar qué podemos hacer para remediarlo.

Alguien lo dijo una vez bastante mejor que estas torpes palabras:

Y, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.

Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal
y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.

Crece la desdicha, hermanos hombres,
más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece
con la res de Rousseau, con nuestras barbas;
crece el mal por razones que ignoramos
y es una inundación con propios líquidos,
con propio barro y propia nube sólida!
Invierte el sufrimiento posiciones, da función
en que el humor acuoso es vertical
al pavimento,
el ojo es visto y esta oreja oída,
y esta oreja da nueve campanadas a la hora
del rayo, y nueve carcajadas
a la hora del trigo, y nueve sones hembras
a la hora del llanto, y nueve cánticos
a la hora del hambre y nueve truenos
y nueve látigos, menos un grito.

El dolor nos agarra, hermanos hombres,
por detrás de perfil,
y nos aloca en los cinemas,
nos clava en los gramófonos,
nos desclava en los lechos, cae perpendicularmente
a nuestros boletos, a nuestras cartas;
y es muy grave sufrir, puede uno orar…
Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más)
Y también de resultas
del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardío!
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud; ¿qué hacer?
¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.

domingo, 13 de enero de 2008

Dukkha: el sufrimiento

¿Por qué escogió Buda el sufrimiento como piedra angular de su método? ¿Por qué no el amor de Dios, por ejemplo, o la inmortalidad del alma, o la conciencia cósmica?

Bueno, en primer lugar hay una razón digamos que biográfica: los tres encuentros que, según la leyenda, ocurrieron durante sus salidas del palacio abrieron los ojos del joven Gautama a la evidencia definitiva de que la enfermedad, la vejez y la muerte son parte inevitable del destino de la mayoría de los seres humanos (esto es, de todos excepto los que mueren jóvenes y por accidente). Es la otra cara de la vida, la que su padre le había intentado ocultar manteniéndolo encerrado en un paraíso artificial: que todo lo que ha nacido tiene que morir. Por supuesto que la vida es mucho más que eso, pero, en esos tres episodios (si nos creemos los relatos tradicionales), Buda experimentó el sufrimiento por primera vez, aunque fuese en cabeza ajena.

En segundo lugar, hay otro motivo práctico: ¿Quién no ha sufrido alguna vez en su vida? Para una enseñanza como el Dharma, tan enraizada en la experiencia propia, a la que reconoce como autoridad suprema, ¿qué mejor base que algo inmediato, compartido y reconocido por todos sin necesidad de meter la mente por medio? Así, anclado en la propia vivencia, el camino de cada uno puede desplegarse con la confianza que da tener una piedra de toque propia y sin que haga falta pegar saltos para aterrizar e intentar hacer pie en conceptos tan etéreos como “Dios”, “alma”, o “conciencia cósmica”, inevitablemente alejados del día a día de la gran mayoría de la gente.

Se ha dicho muchas veces además que “sufrimiento” no es realmente una buena traducción de dukkha, el término que aparece en las escrituras budistas más antiguas; algunos proponen que significa más bien la cualidad de no ser satisfactorio. Etimológicamente hay dudas sobre si dukkha se refiere al hueco donde se inserta el eje de las ruedas o al acto de estar de pie; lo que parece cierto es que en ambos casos connota dificultad, fricción, cansancio o enfermedad, al contrario que su contraparte sukkha, aplicado al eje que gira sin roce o a alguien bien colocado y sano.

Desde esa perspectiva, no es que Buda diga que todo es sufrimiento; obviamente, también hay momentos de felicidad. Lo que pasa es simplemente que en este juego del gato y el ratón entre el sufrimiento y la felicidad, la vida siempre se nos queda corta. En ese sentido, Buda habla de tres tipos de sufrimiento recurrentes: no conseguir lo que se desea, obtener lo que no se desea, y, en caso de conseguir lo que se desea (que también ocurre, claro), aferrarse a ello por miedo a perderlo. Todo eso es sufrimiento. Menudo panorama; es como una partida de ajedrez en la que uno recibe jaque con dama, torre o alfil a cada jugada que realice. Es cierto que parece una situación angustiosa pero, paradójicamente, a menudo hay una gran liberación y alivio cuando uno se quita la careta, deja de pretender que todo marcha bien y admite sin tapujos el diagnóstico.

Y, sin embargo, eso no agota del todo la visión budista del sufrimiento; hay algo mucho más allá. Hasta ahora, todo lo dicho se aplica fundamentalmente a la vida de cada persona, entendida como individuo. Pero hay una visión trascendental del Dharma que no se detiene ni repara en los individuos. Desde esta comprensión profunda, el sufrimiento de dukkha tiene una causa fundamental más allá del deseo y apego. Se trata, en términos budistas, de la ignorancia; sin embargo, para tener una idea más clara de lo que supone, es mejor entenderla como separación. Ningún texto budista que yo conozca la plasma de manera más poética que la historia de la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén, en el Antiguo Testamento.

Así es. Nos sentimos separados y solos. Hemos perdido la vivencia de nuestra unidad con todas las cosas. ¿Cabe una pérdida mayor? Naturalmente que estamos en la unidad, puesto que en el fondo no hay otra cosa; pero no lo sabemos ni nos damos cuenta de ello. Esta ignorancia que nos aqueja no es una falta de información; es un modo distorsionado de experimentar la realidad –una distorsión que es visceral y emocional a la vez que mental, aparte de inconsciente por completo. Debido a ella nos sentimos como islas de “yo” perdidas en un inmenso océano de “otro”, como el centro de un mundo ajeno que nos rodea y quién sabe si nos amenaza, como un precario fragmento desconectado alrededor del cual gira el universo entero; ¿cómo no íbamos a sentir una cierta inquietud y zozobra ante ese exilio de nuestra verdadera raíz? Y cuánto de nuestro comportamiento no está íntimamente orientado a llenar y tapar ese gran hueco que dejó la pérdida primigenia… sin darnos cuenta de que sólo la vuelta a la unidad puede sanarlo.

Eso, nada más y nada menos que eso, es lo que enseñan el Dharma y el Tao: el camino de vuelta a casa.

jueves, 10 de enero de 2008

Amnistía natural

Al final de esta entrada hay un enlace en el que se glosa la vida de Peter Benenson, el fundador de Amnistía Internacional, fallecido hace ya casi tres años.

En ese texto, Benenson alude a un proverbio chino, el sabio no grita a la oscuridad, sino que enciende una vela, para explicar el impulso de su vida.

Como se ve, mutatis mutandis y salvando las distancias, no hace falta mucho más que una voluntad firme para obtener resultados sorprendentes; pero tiene que ser nada menos que una voluntad firme.

Era el año 1961. Un abogado británico de unos cuarenta años lee el periódico en el metro de Londres. Le llama poderosamente la atención un artículo. En él se cuenta la tragedia de dos estudiantes portugueses encarcelados. Su delito: brindar por la libertad en un céntrico restaurante de Lisboa. Siete años de prisión fue su pena en el Portugal del dictador Salazar. Benenson no cabía en sí de cólera. Salió del metro y entró en la iglesia Saint Martin in the Fields. Allí rezó “a todos los dioses de todos los mundos”. Y llegó a una triste conclusión: “La lucha de un solo hombre no vale nada”. Meses después llegaba el artículo en The Observer. Fue la primera campaña de Amnistía Internacional. En palabras del propio Benenson, Amnistía era la iniciativa en Londres de un grupo de abogados, escritores y editores que compartía “la convicción expresada por Voltaire: Detesto tus ideas, pero estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarlas”. Fue entonces cuando se abrió la puerta al activismo de los derechos humanos.

Cuando se cumplía el 25º aniversario de AI, Benenson tuvo una idea. Encendió –de nuevo recurre a Saint Martin in the Fields– una vela con alambre de espino enroscado. Fue un símbolo que se convertiría en el logotipo de la organización. “La vela”, dijo entonces Benenson, “no arde para nosotros, sino para quienes no hemos podido rescatar de prisión, para quienes fueron tiroteados de camino a la cárcel, para quienes fueron torturados, para quienes fueron secuestrados, para quienes desaparecieron. Para ellos es esta vela”.

Amnistía Internacional ha combatido las violaciones de los derechos humanos en todos los rincones del mundo, tarea reconocida con la concesión del Premio Nobel de la Paz en 1977. “La primera vez que encendí la vela”, relató Benenson, “tenía en mente el viejo proverbio chino: Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.

La actitud de este hombre de hacer algo movido por sus convicciones más profundas y nobles en favor de la dignidad de los demás seres es la misma del bodhisattva que decide entrar en el Samsara y trabajar en beneficio de la unidad de toda la vida.

Y, bien visto, ¿no está el Dharma genuino implicado en un proyecto similar? Claro que sí. Se llama Amnistía Natural: la lucha por la libertad de la propia naturaleza de todos los seres respecto de las trampas y violaciones de Mara (la personificación budista de los tres venenos), cuidando de la luz que hay dentro de cada aparente individuo.

Si la vemos con ojos budistas, esa misma vela que figura en el logo rodeada del alambre de espino de las injusticias y abusos políticos representa para nosotros la luz de nuestra propia naturaleza, aprisionada por las garras de Mara en quienes aún no la hemos liberado; sólo que, en vez de ser un homenaje a los caídos y derrotados, esa vela arde con la esperanza de que, algún día, todos seremos libres.

Encendamos cada uno nuestra vela y ayudemos a los demás a encender la suya, pues en el fondo son una y la misma.

Ánimo, cachorros de bodhisattva.


Texto completo:

http://www.elpais.com/articulo/agenda/Peter/Benenson/fundador/
Amnistia/Internacional/elpepigen/
20050227elpepiage_2/Tes