viernes, 15 de febrero de 2008

Dharma y psicología evolutiva III: el caballo de Troya

En un famoso episodio de la leyenda de Troya, recogido en la Eneida de Virgilio, el sacerdote Laoconte intenta en vano convencer a sus conciudadanos –locos de alegría y alivio al ver que los sitiadores griegos por fin han deshecho el campamento, levado anclas y zarpado, a todas luces de vuelta a su país– para que no introduzcan en la ciudad el insólito armatoste de madera que sus enemigos han dejado misteriosamente tras de sí:

equo ne credite, Teucri.
quidquid id est, timeo Danaos et dona ferentes.

es decir,

No os fiéis del caballo, troyanos.
Sea lo que sea, temo a los griegos incluso cuando traen regalos.

Es una imagen sumamente pertinente para ilustrar, desde el punto de vista evolutivo, el origen del desasosiego del individuo moderno, convertido en el campo de batalla donde chocan con intensidad variable ciertos impulsos primarios heredados por vía genética con la necesidad de ajustarse a una realidad material y social muy diferente de la que dio origen a esas pulsiones.

En efecto, nuestros cuerpos y, sobre todo, nuestras mentes cognitivas están en el siglo XXI, en una sociedad en la que ya prácticamente nadie caza, recolecta o cultiva por sí mismo lo que come, en la que se ha eliminado casi por completo la amenaza de cualquier depredador (aparte de otros seres humanos), donde se ha impuesto la monogamia como solución de compromiso a las demandas asimétricas y divergentes de cada sexo, donde se ha evaporado cualquier vestigio de pertenencia a la tribu más allá de los límites de la familia inmediata y muchos vivimos en grandes núcleos de población, rodeados de completos extraños con los que no guardamos ninguna relación de parentesco, entre otros cambios. No obstante, el “software” del que disponemos para manejarnos en este panorama lo diseñó un programador ciego (o por lo menos incapaz de prever el futuro) llamado Selección Natural a base de un sistema de prueba y error mantenido durante cientos de miles de años sobre la base de una población cavernícola y/o selvícola enfrentada a diario con esas circunstancias. En pocas palabras, la diferencia de velocidades en la transformación de su entorno y de su mente le ha dejado al ser humano con el pie cambiado en un nivel muy fundamental; una parte importante de nuestra programación se ha quedado obsoleta. Y, lo que es peor, los impulsos primitivos de nuestros genes siguen igual de activos que siempre, operando como una quinta columna infiltrada dentro de la ciudadela razonable y socializada del “yo” que con tanto esfuerzo hemos edificado, y conspirando sin descanso en aras de su único propósito: pasar como sea a la siguiente generación, caiga quien caiga. El resultado, según Robert Wright, no es demasiado edificante:

Los humanos no son máquinas calculadoras; son animales, guiados hasta cierto punto por la razón consciente pero también por varias otras fuerzas. Y la felicidad a largo plazo, por muy atractiva que la encuentren, no es en realidad lo que se les ha diseñado para que maximicen. Por otra parte, los humanos han sido diseñados por una máquina calculadora, un proceso altamente racional y frío en su desapego. Y esa máquina sí que los diseña para maximizar una sola moneda –la proliferación genética total, la aptitud inclusiva. (...) Vivimos en ciudades y barrios residenciales y vemos la tele y bebemos cerveza, al tiempo que nos vemos constantemente empujados y arrastrados por sentimientos diseñados para propagar nuestros genes en una pequeña población de cazadores-recolectores. No es ninguna sorpresa que la gente a menudo no parezca estar persiguiendo ningún objetivo en particular –la felicidad, la aptitud inclusiva, lo que sea– con demasiado éxito.

Quizá suene frío y mecanicista, pero así son las cosas desde la perspectiva de una disciplina que no reconoce más creador que un proceso biológico impersonal, habla del “egoísmo” de los genes y contrapone su proyecto de supervivencia y transmisión a toda costa a los designios más socialmente aceptables que los individuos suelen tener para alcanzar lo que consideran su felicidad: un choque inevitable en el que por norma es la felicidad individual la que sale perdiendo (de ahí que Robert Wright dedique gran parte de su estudio a proponer mecanismos para conjugar los intereses aparentemente discrepantes de ambos “sujetos”).

¿Hasta qué punto comparte el Dharma esta visión? A mi juicio, bastante en el fondo y no tanto en los detalles. Sin entrar en elucubraciones sobre los orígenes de esta aparente divergencia de intereses y de impulsos, el esquema del caballo de Troya está muy presente en los textos budistas; sólo que ahí son las identidades (las “tres raíces malsanas” de la confusión, la codicia y la aversión) las que han implantado en la mente subconsciente los comandos que están en conflicto con el orden natural y correcto de las cosas. Para el Dharma, tal como explicó Buda en la famosa parábola de la flecha, no hace falta saber cómo, ni cuándo, por qué ni a manos de quién hemos llegado a esta situación; basta con saber que hay, en el seno de todo ser humano que no haya liberado su propia naturaleza pura, una tendencia a satisfacer ciertos impulsos básicos que producen placer a corto plazo pero en realidad no generan más que sufrimiento –algo que se percibe cuando se los examina más de cerca. Sólo a partir de esa comprensión se puede empezar a procurar la restauración del sistema natural puro.

A pesar de secundar en parte el diagnóstico de la psicología evolutiva sobre la condición humana, el Dharma se aleja mucho de ella en el ataque que propone para el problema y es ahí precisamente donde se percibe con mayor nitidez la distancia que separa a ambos. En vez de un programa racional para armonizar en el mayor grado posible el placer del mayor número de individuos, tal como propugna el utilitarismo que abraza Robert Wright (siguiendo al propio Darwin, entre otros), la vía de Buda pasa por emprender el mismo camino individual de purificación de la mente que él recorrió hasta verlo refrendado por una experiencia directa más allá de la mente. Y ese camino arranca con un antídoto simple y eficaz, aunque nada fácil, contra el problema: la toma de conciencia, lograda mediante la aplicación deliberada de atención a diversas fases del funcionamiento de la mente que por lo general nos están ocultas. Esa es la gran arma de Buda, el disolvente universal para las cadenas de la programación obsoleta que nos mantienen alejados de nuestra propia naturaleza: la conciencia lúcida que resulta de la atención y la energía rectas.

Los insensatos, en su ignorancia, se hunden en la negligencia;
pero el sabio guarda la vigilancia como su tesoro supremo.

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