sábado, 24 de septiembre de 2011

Gloria

Pensando en los que no dominan el inglés traduzco aquí la última entrada de Shanjiàn en SecretChan's Dharma Blog, que me ha resonado especialmente:


Esta es Gloria. Kuxinshan, nuestra maestra de Vipassana recientemente fallecida, siempre la llamaba “Licking Puppy” (cachorro lamedor), porque ese era y sigue siendo su primer saludo.

Vino, como Dunkel, con un serio problema de piel y con la cola siempre caída, lejos del gracioso rizo de los sharpeis. Afortunadamente, no tenía leishmaniosis y ahora goza de toda la salud que puede tener un sharpei. No posee la belleza externa que tanto se aprecia, pero es lo más que se puede acercar el ser humano a la fidelidad y el compañerismo.

Mientras que su medio-hermana Dunkel era noble, sin duda ella es espléndida, esto es, siempre menea la cola y es la primera que acude a saludar. Su rabo se alza ahora a modo de estandarte sharpei. También es la primera en dar la voz de alarma con increíble energía en cuanto hay una cara nueva en cien metros a la redonda.

Si tuviera rasgos humanos serían los del Dharma, la alegría y la compasión, sin duda. ¿De dónde viene eso? Es obviamente algo genético, porque nació y creció con Dunkel y Nantú. Cada uno tiene su propia herencia genética.

Muestra la típica independencia de los sharpeis, que muchos toman por tozudez, y se resiste a cualquier aprendizaje que le haga juego a la comodidad humana, aunque no tiene mucho que aprender… ¿Por qué iba a aprender algo que no sea natural? La mayoría de las cosas que los humanos les imponen a los animales responden a su capricho y no a los dictados de la naturaleza.

Sus rasgos de sharpei están dentro de ella y eso me hizo preguntarme qué características humanas hay en el ser humano, escondidas… Si los rasgos del sharpei son su verdadera pertenencia a su tribu y la guardia de su territorio, ¿cuáles son las características más importantes del ser humano?

Aparte de la capacidad única de tener verdadera compasión, alegría por los demás y vivir con afecto benevolente, las más importantes son la pareja de curiosidad y creatividad. Pero para despertarlas de las profundidades del samsara manchado hacen falta enseñanzas, meditación y una aplicación diaria consistente. Así pues, ¿cuál es el valor real de las enseñanzas y la meditación?

Muy elevado, claro, aunque en realidad no hay nada que aprender. Ese es el SECRETO, porque todo está ahí, dentro de cada ser humano, esperando a ser liberado. El maestro Yuanwu dijo:

Las palabras de los Budas y los maestros Chan no son más que instrumentos y métodos para alcanzar la Verdad. Cuando hay un Despertar y experimentas la verdad tú mismo, descubres que todas las enseñanzas están ahí en tu interior.

Por tanto puedes ver que todas las enseñanzas verbales del Buda y los maestros Chan no son más que ecos y reflejos, así que no te pongas a dar volteretas en tu cabeza.

Eso significa que debes escuchar, pero relajadamente y sin agitación del intelecto consciente. Simplemente empieza de verdad a abrir la Puerta del Bosque Chan a esa curiosidad y creatividad naturales y todo quedará claro.

Ahora bien, eso no es algo que puedas conseguir solo a base de sentarte con la mente vacía, buscando relajaciones o curas para tus problemas cotidianos. Tampoco tienes que seguir a los demás con sus hábitos y estilos. Ni tampoco tienes que bailar al son de tu propia identidad, no importa cómo suene de romántico.

Simplemente escucha los ecos de las enseñanzas, que se repiten una y otra vez en la naturaleza. Simplemente mira los reflejos de las montañas y arroyos, los bosques y praderas, los animales y las pequeñas criaturas que son nuestros acompañantes en esta vida.

Está todo ahí si tienes el coraje de desprenderte aquí y ahora de lo que no necesitas. Sé tenaz en la defensa de lo que es natural y correcto dentro de ti y no seas otro robot más de los que marchan al ritmo del Estado, las religiones, los sistemas educativos y las hijas de Mara.

Gracias, Gloria.

A Gloria simplemente le hacía falta una oportunidad de expresar su verdadera naturaleza… Es una lección importante, porque tú también puedes expresar tu propia naturaleza… Pero tienes que darte la oportunidad.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Esos puntitos rojos...


A veces me pregunto qué valor tienen esos puntitos rojos que aparecen en el mapa-contador de visitas al blog.

Lo cierto es que nadie sabe qué significan realmente, más allá del dato escueto de que alguien ha pasado por ahí.

¿Cómo saber si la visita ha significado algo realmente para el visitante? Porque puede haber pasado exactamente igual que la luz por el cristal, sin dejar ni llevarse nada de nada.

Entonces, ¿aportan algo, aparte de motivos para que el ego se hinche o se desinfle según el volumen del ciber-tráfico?

Pero, pero, pero…

Imagínate –me digo a mí mismo– que cada punto rojo no representa solo a alguien que entra y sale de la página sino a alguien que se queda y lee algo.

Imagínate que esa persona no solo lee algo sino que entiende lo que se dice, mira más allá de las palabras y capta un aroma.

Imagínate que esa persona no solo entiende lo que se dice, mira más allá de las palabras y capta un aroma sino que va más allá de mi particular idiosincrasia y busca en mis fuentes, en el posible origen de ese aroma.

Imagínate que esa persona no solo va más allá de mi particular idiosincrasia y busca en mis fuentes sino que las encuentra –en mi caso, probablemente alguna página web del maestro Shānjiàn Dáshī.

Y ahí empieza de nuevo el ciclo: entrar en la página > quedarse y leer la página > entender lo que se dice, mirar más allá de las palabras y captar un aroma > ir más allá del autor y buscar en sus fuentes, pero ahora ya con posibilidades serias de que esa persona encuentre algo que le haga click y empiece a practicar el Dharma… y con dedicación, paciencia y perseverancia consiga una mayor apertura y florecimiento de su propia naturaleza humana.

Es una posibilidad remota, sí… remotísima incluso… pero potencialmente tan magnífica como para no bajar los brazos y resignarme a que este enorme caudal de sabiduría y compasión del que bebo se desparrame en el desierto y acabe por evaporarse sin beneficiar a nadie más.

Desde ahora, y al menos en este blog, el rojo es el color de la esperanza.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Khara-khoto, la ciudad negra


Cuando veo cómo el desierto del Dharma cognitivo e inane avanza por todas partes me vienen a la cabeza las imágenes de las ruinas de Kharakhoto, perdidas en el desierto del Gobi.

Kharakhoto fue una ciudad mongola de la Ruta de la Seda, visitada al parecer por Marco Polo en sus viajes, que albergó un inusitado florecimiento de la escuela budista Chan y Huayan de Zongmi entre los siglos xiii y xiv de nuestra era hasta que fue asediada y saqueada por las tropas chinas.

Hoy no quedan de ella más que cuatro pedruscos desperdigados entre el secarral, mientras el desierto, sometido a la dictadura inclemente del astro rey, extiende sus desolados dominios en todas direcciones hasta donde la vista se pierde.

¡Ay, Kharakhoto, qué terrible es tu mensaje!… Igual que el sol implacable no tolera la suave presencia de las estrellas, así la mente cognitiva agosta y calcina cualquier brizna de Dharma vivo en la vasta planicie deshabitada que controla. El suyo es un budismo yermo.

Sin embargo, también hay oasis en el desierto y de la noche más oscura puede brotar la llama de la esperanza. La misma “ciudad negra” que nos impone por su sombrío destino nos ha legado una imagen de Buda haciendo el mudra llamado bhumisparsa, justo antes de alcanzar el despertar bajo el árbol del bodhi, en memoria de su apelación a la madre Tierra como testigo de sus méritos frente al postrer desafío de Mara.
 

Por eso, ante el tenaz avance de las ardientes arenas del Dharma cognitivo, nosotros volvemos a los fundamentos y tomamos Refugio una y otra vez, no para huir de la realidad sino como afirmación de nuestro derecho como hijos virtuales del Buda a recuperar nuestra herencia natural y despertar a las ilusiones sanas y correctas de la mente, en beneficio de todos los seres.

Que Así Sea.

Esperando la lluvia

“Una persona experta no se vuelve arrogante debido a perspectivas filosóficas o pensamientos, porque no es de ese tipo; no se deja guiar por las obras religiosas o por la tradición, no se deja llevar a ninguno de los lugares de descanso de la mente”.

Cuando Buda habla de estos lugares de descanso de la mente, ¿a qué se refiere?

Suena como si la mente tuviera que mantenerse en movimiento perpetuo, como algunos tipos de tiburón que nunca se detienen, ni siquiera para dormir; pero en realidad habla de esas ocasiones en que la mente se “desconecta” y pone el piloto automático, abdicando momentáneamente de su responsabilidad investigadora para abandonarse a una autoridad ajena, sea una creencia, una tradición o un hábito. Es algo que hacemos todo el tiempo, en cuanto nos despistamos.

Parece como si Buda nos estuviera diciendo: “Cuidado, no os caséis con ningún concepto fijo –¡ni siquiera con el budismo! Cualquier apego a patrones rígidos no es vuestra propia naturaleza sino una forma de fosilización mental”. Eso significa que no podemos definirnos ni adherirnos a ninguna posición fija, a ningún “-ismo”: ni creencias, ni ideologías, ni gustos, ni una identidad sólida. Somos agua que corre; si nos paramos a descansar en esos lugares de la mente, nos congelamos; estamos muertos. La calidad de la atención y presencia que eso exige es algo tremendo.

Quizá sorprenda ver aquí a Buda como adalid de la fluidez, como si eso fuese una virtud exclusiva de los sabios daoístas y los maestros de artes marciales; pero también el sufí Rumi, en un contexto muy diferente, se hizo eco del mismo sentimiento: 

Quienquiera que ame Tu actividad creadora está lleno de gloria.
Quienquiera que ame lo que has creado no es un verdadero creyente.

Solo que Buda le imprime a esa advertencia un giro idiosincrático y espectacular, que para mí lo aleja definitivamente de la esfera religiosa: no se trata de adorar la actividad de un Dios creador, por magnífica que sea, sino de evitar caer en la trampa de tomar por reales las “creaciones” del único “dios” que existe –la mente (no el cerebro, sino la hidra de treinta cabezas en llamas que Buda presentó en el Sutra del fuego).  

Ahora que lo pienso, las palabras de Buda tienen además una aplicación colectiva que nos atañe a todos los que seguimos su guía. Si nos miramos al espejo, siendo sinceros, ¿hay alguna escuela budista que no se considere superior a las demás de forma abierta o velada? Unas destacan su autenticidad y fidelidad a los orígenes, otras elogian su enfoque directo y súbito, otras se consideran reservadas para los de mayor capacidad… pero es una cantinela que se repite por igual entre gentes de casi todos los caminos, ya sean Mahayana, Vajrayana, o Dzogchen. Prácticamente nadie se da cuenta de que hay distintas vías porque hay temperamentos diferentes o reconoce que no todas las vías son aptas para todo el mundo. Curiosamente, todos ellos se sienten aristócratas del espíritu; se diría que en el Dharma se desató desde el inicio una carrera de armamentos de tecnología meditativa que, mira tú por dónde, ha acabado por dejarles a la cabeza del pelotón. Lo cómico es que se parezcan tanto precisamente en sentirse especiales y mejores que las demás. Más les valdría olvidarse de competiciones y recordar las enseñanzas del Tathagata:

“No te formes perspectivas en el mundo ya sea mediante el conocimiento, la conducta virtuosa o las prácticas religiosas; igualmente, evita pensar de ti mismo como superior, inferior o igual a los demás.

“Los sabios se desprenden del ‘yo’ y al estar libres de apegos no dependen del conocimiento. Tampoco disputan sobre opiniones ni se asientan en ninguna perspectiva.

“Para los que no tienen deseos de cualquiera de los extremos del devenir o el no-devenir, aquí o en otra existencia, no hay conflicto con las perspectivas que mantengan los demás.

“Ellos no se forman la más mínima noción con respecto a perspectivas que hayan visto, oído, o elucubrado. ¿Cómo se les podría influir a esos sabios que no se agarran a ninguna perspectiva?”

Los antiguos sutras y shastras budistas son un tesoro de sabiduría y compasión, aunque siempre hay que mirar más allá de lo que dicen literalmente. Es una pena que tantos budistas –a excepción quizá de los Theravada– los pasen por alto. En vez de disputar sobre los méritos y excelencias de cada camino del Budadharma, ¿no sería mejor reconocer nuestra raíz común y cultivarla como lugar de encuentro? 

 
访, cháng cháng fǎng běn yuán
Vuelve a menudo a la fuente

Una liberación a mano


A veces cuando me abruma la sensación de desierto, como ahora con mis lecturas, vuelvo a los orígenes, a las palabras de Buda, que para mí son fuente de sabiduría intemporal.

Releyendo sus enseñanzas, hoy me he encontrado con una de sus habituales andanadas a la línea de flotación de la identidad:

“Ahora declaro esto: tras investigar, no hay nada entre todas las doctrinas que alguien como yo abrazaría. Al ver la penuria de las perspectivas filosóficas, sin adoptar ninguna de ellas, buscando la verdad descubrí la paz interior.

“Ni por cualquier opinión filosófica, ni por tradición, ni por conocimiento, ni por la virtud y las obras religiosas puede nadie decir que la pureza existe; ni por la ausencia de opinión filosófica, ni por la ausencia de tradición, ni por la ausencia de conocimiento, ni por la ausencia de virtud y buenas obras tampoco; abandonándolas sin adoptar ninguna otra cosa, que uno, sereno e independiente, no desee ningún lugar de descanso.

“El que se cree igual a los demás, o superior, o inferior, disputa por esa misma razón; pero el que se mantiene impávido bajo esas tres condiciones, para esa persona las nociones de ‘igual’, ‘superior’ o ‘inferior’ no existen.

“El Sabio para el que no existen las nociones de ‘igual’ o ‘desigual’, ¿acaso diría ‘Esto es verdad’? ¿O con quién disputaría, diciendo ‘Eso es falso’? ¿Con quién iba a entrar en disputa?

“La persona experta no se vuelve arrogante debido a perspectivas filosóficas o pensamientos, porque no es de ese tipo; no se deja guiar por las obras religiosas o por la tradición, no se deja llevar a ninguno de los lugares de descanso de la mente.

“Para el que está libre de puntos de vista no hay ataduras, para el que se ha liberado mediante la comprensión no hay locuras; pero los que se agarran a los puntos de vista y las opiniones filosóficas, esos deambulan por el mundo irritando a la gente”.

Me encanta Buda, siempre tan frontal y directo.

¿Qué entiendo de sus palabras?

Que hay una verdad que se puede experimentar más allá de las disputas y las dicotomías mentales de “x” o “no-x”. Esa verdad es suprema y superior a toda disquisición filosófica.

Que solo los que la han experimentado pueden hablar legítimamente de esa verdad. Por tanto, hacer cábalas sobre lo que es o deja de ser no me va a acercar a ella. El mapa no es el territorio.

Que cualquier operación mental que haga para acceder a ella mediante atajos es una trampa; solo vale ir a su encuentro desnudo, sin aceptar ninguno de los sucedáneos que la mente, siempre tan perra, me ofrece sin cesar. No hay sustituto posible para la experiencia directa.

Que compararme con los demás refuerza la identidad (la creencia en mi propia existencia y la de los demás como entes separados) y es fuente de ansiedad, riñas y estrategias absurdas.

Que las discriminaciones mentales me separan de la experiencia de la verdad, que está al alcance de la mano.

Que tengo que estar constantemente vigilante para no dejarme llevar por la fuerza de la costumbre a esos rincones mentales donde me acomodo y descuido, dejándome llevar por la corriente de mis hábitos malsanos más inveterados.

Que la liberación pasa por librarme primero de mis propias ideas y opiniones, que son las cañas y barro con los que he construido mi endeble identidad intelectual, que tiene que desmoronarse por completo para dar paso a más luz. Afortunadamente, como reza el dicho, torres más altas han caído.

Claro que Buda tenía razón. Con este “programa de actividades” por delante… ¿a quién se le ocurriría ponerse a discutir con otros?

miércoles, 31 de agosto de 2011

Hastío libresco


Lo he oído toda la vida, pero ahora lo siento de la manera más visceral: leer nunca me va a dar la experiencia plena de la profundidad del Dharma. Y escribir, tampoco.

Sé que las palabras sí pueden dar una impresión de esa profundidad que está más allá de las palabras; por eso tantos maestros han recurrido a ellas, aun advirtiendo una y otra vez de sus trampas. Pero esas impresiones son como moras minúsculas escondidas entre una maraña de zarzas que crecen y se multiplican sin cesar.

En mi caso, algunos libros que leí en su día sobre la transformación interior me acompañaron durante un trecho del camino, pero a medida que sigo en él se van desprendiendo como hojas de otoño… y nada de lo poco que leo ahora viene a llenar el hueco. Son contados los libros que no se me caen de las manos. Simplemente, no los encuentro nutritivos. Ahora busco otro tipo de alimento más sutil.

No son lamentos de lector encallecido y cínico; miro con el mismo escepticismo, ni más ni menos, lo que yo mismo escribo. En muy pocas ocasiones diviso el fulgor de la verdadera compasión escondido entre tanta montaña de letras.

Y aun así, la cuestión se mantiene: ¿cómo conseguir que eso que anuncian los maestros pase a formar parte de nuestra sangre, nuestro aliento, nuestra mismísima médula? Parece una alquimia imposible, un salto cuántico más allá de cualquier pirueta mental.

(En realidad, la impresión de que lo que anuncian los maestros no está ya dentro de nosotros es en sí una gran pirueta mental, la ilusión que genera toda la masa de sufrimiento; pero estamos tan imbuidos de ella que primero tenemos que desaprenderla).

Pues hay una manera, y es precisamente la misma en la que se integran nuestro cuerpo el aire que respiramos y los alimentos que ingerimos: de forma orgánica, involuntaria e inconsciente, sin alharacas ni disquisiciones, gobernados por una inteligencia invisible pero eficaz y elegante, infinitamente superior a la que escribe estas líneas.

Mientras tanto, sigo envuelto en las enseñanzas y la práctica del Dharma, dejándome guiar por el aroma del Dharma eterno y entrando de vez en cuando en las zarzas en busca de alguna mora que pueda participar a otros algo del sabor del camino y, con suerte, animarles a emprenderlo.

Pero solo son moras… dulces, delicadas, e insustanciales.

La verdadera transformación interior exige una dieta más robusta.

jueves, 11 de agosto de 2011

Un reproche común... y equivocado


“Yo al budismo le reprocho su pasividad”, declaró con aplomo y, tras soltar ese dictamen lapidario, le pegó otro trago a su gin-tonic, quedándose más ancho que largo.

Habíamos cenado juntos con otro amigo y después habíamos recalado los tres en un bar cercano. Tras algunos vericuetos, la conversación había girado hacia el budismo, sin grandes pretensiones ni expectativas dadas las circunstancias.

En la penumbra del bar, entre ráfagas de música y brumas rezongonas de alcohol, mi amigo reprochante mostró simpatía por lo que entiende que hago pero se reivindicó decididamente como judeo-cristiano.

No es que sea mala gente –al contrario; es sensible, se ocupa de los demás con buenas intenciones y es muy querido entre sus allegados. Pero ¿cómo hacer ver a alguien que mira desde fuera lo que tú ves desde dentro, aun sin llegar a ver del todo?

Afortunadamente, tengo suficiente experiencia como para no meterme a discutir sobre el Dharma, y menos de madrugada en la barra de un bar de copas. ¡Bastante difícil es ya en condiciones normales y sin bebidas por medio!

¿Cómo hacer ver que el Dharma no acepta como real la realidad consensuada que todos toman como base?

¿Cómo mostrar que el problema está dentro de cada uno, y que la locura que experimentamos en el mundo de fuera no es más que el reflejo colectivo del sufrimiento que hay dentro de cada cual? Mientras no nos arreglemos por dentro, ¿qué esperanza hay de cambiar de verdad lo que hay fuera?

Me pregunto cuántos enfermeros de ambulatorio le estarían echando en cara a esa misma hora su “pasividad” a los científicos que investigan en los laboratorios en busca de curas para la malaria o el SIDA, solo porque no están a pie de calle, poniendo vendas y tiritas… sin darse cuenta de que ambos están en el mismo bando y de que, sin la labor aparentemente “pasiva” de los investigadores, aún estaríamos tratando el cáncer con aspirinas.

El problema para la mente mundana es que la cura del budismo no se puede aplicar a otros como una vacuna. Cada uno tiene que desarrollar la inmunidad en sí mismo y luego, con suerte, les puede enseñar a otros cómo hacerse inmunes ellos también. Ni una cosa ni otra son fáciles, superficiales o instantáneas.

Si no vemos con claridad las cosas como son, cualquier acción que emprendamos tiene grandes probabilidades de ser equivocada e, incluso si no lo es, consolidará aún más nuestra impresión de ser entes separados que actúan sobre una realidad objetiva e irremediablemente ajena. Como dicen los maestros Chan, mientras vivamos así seguiremos flotando en el océano de la vida y la muerte.

Quizá algún día pueda tomar un té con mi amigo y oírle decir “Yo al gin-tonic (o, mejor aún, “a mi identidad”) le reprocho su ofuscación”. Pero, por si acaso, no voy a dejar de practicar hasta que llegue esa hora… sin bata blanca, sin sentirme superior a nadie, sin dejar de ayudar en lo que pueda siempre que sea correcto, y sin perder de vista las pistas que nos han dejado los maestros antiguos y actuales.

Baizhang le preguntó al maestro Mazu: “¿Qué es esencial en el budismo?”. Mazu contestó: “Simplemente que te desprendas de ti mismo y de tu vida”.

lunes, 4 de julio de 2011

Una muerte... todas las muertes


Ayer me anunciaron por teléfono la muerte súbita de un chico (llamémosle Mikel) que había conocido hace poco. Era joven, deportista, aparentemente en la plenitud de su vida y estaba empezando su propia búsqueda.

Nos presentó un amigo común, con la idea de que yo le orientara. Cuando nos conocimos, hablamos un rato y me contó que estaba a punto de hacer su primer retiro Zen. Me pareció que sentía una sana curiosidad y esperanza, sin grandes expectativas.

Por casualidad, unos días más tarde me lo encontré en el andén de la estación del Cercanías, cuando yo ya iba de camino a Tarragona. Al principio no me reconoció pero yo sí a él, de manera que compartimos viaje hasta la siguiente parada y charlamos algo más sobre el Zen y otras vías.

Mi extrañeza es mayor aún de lo habitual porque el miércoles pasado lo volví a ver en el andén de la misma estación, cuando yo me venía una vez más a Tarragona. Esta vez tampoco me reconoció; quizá por la extraña sensación de déja vu no reaccioné a tiempo y él pasó de largo. Me sorprendió un poco mi propia indecisión pero no le di mayor importancia.

Ahora, esta noticia tan inesperada e irreversible aumenta mi sensación de irrealidad de todo. Me oigo pensar: no es que Mikel existiera antes y ahora ya no exista más; es que todo lo que experimento es un continuo, una ilusión total que ahora simplemente se ha “des-Mikel-izado”, por así decirlo, en su flujo incesante, caleidoscópico e impredecible. ¿Será una maniobra de la mente para reconciliarse con otro adiós definitivo?

Eso puede minimizar la sensación de pérdida personal, pero ¿es legítimo o solo un truco conveniente? Si lo doy por bueno, entonces también tendría que tomar a todas las demás aparentes personas que me rodean por meras ilusiones en un océano de ilusión; esa es al menos la enseñanza del Dharma. Eso no quiere decir que las desprecie o maltrate; solo me recuerda que siempre debo verlas sobre el fondo de la unidad no separada de la que nunca han salido realmente, sin negar o camuflar las reacciones primarias que la impermanencia provoca en mi mente.

Mikel ya no podrá explorar el Zen ni otros caminos. Eso me hace darme cuenta de la suerte que tengo –quién sabe por cuánto tiempo– porque para mí no hay otra cosa mejor que hacer sobre este viejo planeta Tierra. Por eso, desde ahora mi camino también es el de Mikel, y mis aprendizajes y experiencias son suyas también, como si él también lo estuviera viviendo a través de mis ojos y manos… y lo mismo para todos los que quisieron pero no pudieron emprenderlo por los motivos que fuesen… y para todos, en definitiva, los que antes o después acabaremos regresando a la unidad primordial, porque este camino es unificador y no hay nadie separado que lo esté recorriendo: cada vez que un aparente individuo lo hace con sinceridad, a cada paso que da lleva a todos en su corazón.

Transformarse uno mismo es transformar el mundo entero. El sol brilla, sin más. No le transforma a nadie. Como brilla, el mundo entero está lleno de luz. Transformarse uno mismo es una manera de dar luz al mundo entero. Tu propia transformación es el mayor servicio que le puedes hacer al mundo.

martes, 21 de junio de 2011

Palabras prestadas


Recuerdo un día de mi infancia en que, paseando por una playa del Atlántico, cogí una concha que el océano había arrojado sobre la arena. Mi padre me dijo: “Póntela sobre el oído”. Para mi asombro, oí algo inesperado: el océano entero, majestuoso en fuerza y dimensión, parecía latir ahí dentro. ¡Qué portento! Por supuesto que me llevé la caracola “maravillosa” a casa.

¿Era verdad o ilusión? En ese momento, me pareció que había encontrado un vínculo permanente con el mar, como si solo hiciera falta llevarme la concha al oído para oírle susurrar estuviera donde estuviera, recordándome que seguía ahí, siempre a mi lado aunque no lo viese con mis ojos. Solo más tarde me di cuenta de que lo único que había escuchado era el fluir rítmico de mi propia sangre, amplificado por las volutas de la concha de tal manera que recordaba las olas rompiendo en la playa.

Me acuerdo ahora porque, hace poco, una persona le escribió a Shanjian con una petición poco realista que reflejaba una actitud veladamente engreída. Al recibir una respuesta que frustraba sus esperanzas, reaccionó con un aluvión de argumentos, explicaciones no solicitadas y citas de antiguos maestros como Linji y Laozi.

Nunca deja de sorprenderme cuando la gente usa palabras de sabiduría ancestral humana como armas arrojadizas para justificar posturas miopes que tienen mucho de capricho personal. Y no deja de ser irónico que alguien que apenas está aprendiendo a balbucear en el camino de encontrar su propia naturaleza use como proyectiles las palabras elocuentes de quienes recorrieron ese camino antes que él para hacerle reproches a quien también ha cumplido con su parte y lo ha completado.

Estoy seguro de que ni Linji ni Laozi (ni seguramente cualquier maestro real) apoyaría esa táctica, pero ellos ya no están para velar por su ejemplo y en cambio sus palabras sí que quedan muy a mano, inertes e indefensas ante cualquier abuso que se quiera perpetrar con ellas. Con razón dice el refrán que uno es señor de sus silencios y esclavo de sus palabras.

Las palabras de los maestros son apoyos que nos ayudan en nuestro camino; gracias a ellas podemos tener una idea más clara de cómo es, adónde se dirige y qué obstáculos contiene. Pero no son el camino mismo ni un sustituto para nuestra propia experiencia. Alguien que las presente bien siempre será, en el mejor de los casos, como la luna, que refleja una luz prestada.

Por el contrario, la verdadera magia del Dharma es su potencial para generar una combustión interna y convertirnos así en soles que proyectan su propia luz y calor en todas direcciones, cada uno a su manera de acuerdo con su naturaleza interna. Y eso pasa por la práctica, que va más allá de las palabras, incluso las más excelsas.

¿Quién prefiere oír el eco de su propia ignorancia aumentado y devuelto por una caracola antes que el rugido tonificante del océano?

¿Quién prefiere la luz pálida y fría de la luna al regalo generoso del sol, que fomenta y nutre toda la vida del planeta?

domingo, 12 de junio de 2011

Bolongo o muerte


Cuando pienso en esta moda moderna de añadirle elementos de ganancia y promoción personal a cualquier iniciativa, incluidas las que tradicionalmente han sido más altruistas, me viene a la mente un viejo chiste de calibre bastante grueso, muy a la antigua usanza:

Van un inglés, un francés y un español de expedición por la jungla. De repente, cae sobre ellos una horda de nativos, los aprisiona y los lleva a su poblado, donde los arroja en un explanada rodeada de antorchas delante de una gran choza. De la choza sale un hombretón impresionante, les mira con severidad y proclama:

“Yo gran jefe Kabunga… este pueblo mío… esta jungla mía… ¡vosotros enemigos! Pero yo bueno… vosotros elegir… ¡bolongo o muerte!”.

Todos los nativos elevan sus brazos entonces y gritan al unísono: “¡Bolongo, bolongo!”
                                                 
El jefe señala al inglés: “Tú: ¿bolongo o muerte?”

El inglés piensa, “Joder, no sé qué es esto del bolongo, pero no quiero morir aquí”, así que responde sin mucha convicción: “Bolongo”.

Inmediatamente, decenas de hombres del poblado, incluido el jefe, saltan sobre él y lo sodomizan salvajemente entre grandes risas y celebraciones. Luego lo sacan del pueblo y lo dejan tirado, medio muerto, para que se las componga como pueda.

Entonces el jefe señala al francés y le pregunta: “Tú: ¿bolongo o muerte?”

El francés piensa, “¡Putain, qué chungo!”, pero el miedo a morir puede más que su sentido del honor y tras unos instantes de debate interno lo admite con resignación… “Bolongo”.

Inmediatamente, decenas de hombres, incluido el jefe, saltan sobre él y lo sodomizan salvajemente con igual jolgorio y entusiasmo. Al acabar, lo arrastran fuera de la empalizada y lo tiran junto al inglés.

Por último, el jefe señala al español: “Tú: ¿bolongo o muerte?”

El español, lleno de orgullo y dignidad, grita y forcejea: “¡A mí no me toca ni su puta madre! ¡¡Matadme ya, cabrones!!”

Sorprendido, el gran jefe Kabunga se queda parado un momento. “Hmm… Bien, tú morir…”, dice, visiblemente contrariado…

… “Pero antes…”, matiza, al tiempo que una sonrisa ilumina su rostro y se frota las manos, “¡un poquito de bolongo!”

Podemos estar dispuestos a hacer casi cualquier cosa honorable… dar dinero para los haitianos, por ejemplo, o renunciar a nuestro comportamiento egoísta… pero la identidad siempre salta y quiere su parte del botín primero: un poquito de bolongo... un gazpacho de cerezas con nieve de queso fresco, anchoas y albahaca... o cualquier cosa que nos haga sentir que nosotros también salimos ganando.

De eso van estos juegos sociales, también en el mundo de las ONGs. Y los que marcan las reglas del partido saben que todos llevamos a un gran jefe Kabunga dentro.

jueves, 9 de junio de 2011

Solidaridad a las finas hierbas

Hay un impulso humano básico de ayudar a nuestros semejantes que no está implantado mentalmente por el adoctrinamiento social o religioso ni responde al cálculo de intereses egoísta. Su base está en nuestra raíz tribal, que a su vez refleja el hecho de que los seres humanos somos poca cosa cuando nos enfrentamos a solas con la naturaleza, sobre todo en las condiciones primitivas en las que ha transcurrido la mayor parte de nuestra evolución como especie; nuestra fuerza y esperanza está en el grupo. Aunque prácticamente no queda ningún espacio en la vida moderna para esa solidaridad natural, aún hay vestigios aquí y allá que afloran de vez en cuando.

Es verdad que hoy en día se convocan multitud de iniciativas solidarias por varios motivos, algunos más nobles que otros. Hay quienes atienden su llamada por un sentimiento de decencia humana básica, hay quienes encuentran en ellas un lavado de cara (o de conciencia) para su estatus privilegiado, y también hay quienes trafican con esos sentimientos. La solidaridad se vende bien, incluso cuando no es muy distinta de la falsa caridad cristiana que se predicaba en tiempos y que no ataca el problema sino que parchea los síntomas. El problema es que su difusión pública la hace apta para todo tipo de motivaciones espurias.

Recuerda lo que dijo Jesús respecto de la oración: “Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie en las sinagogas y en los cantones de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa”. Algo similar se podría decir de las donaciones; solo la donación anónima es legítima, porque no hay un “yo” que done nada ni que por tanto pueda recibir ninguna compensación a cambio. De lo contrario, entramos en el cálculo y el comercio.

Además, al llamar “ayuda humanitaria” a estas iniciativas, nos colgamos una medalla que no estoy seguro de que nos merezcamos. Se trata casi siempre de una ayuda básica de subsistencia; sería más apropiado llamarla “ayuda para que no se nos caiga la cara de vergüenza”. Me parece que sería más justo considerar ayuda humanitaria la que podrían prestarnos, si vinieran como misioneros, muchas gentes del llamado tercer mundo que no tienen casi nada… más que la humanidad que nosotros parecemos haber perdido entre tanta montaña de bienes materiales.

Pero los mercaderes están por todas partes, y la solidaridad organizada y pública no es una excepción. No contentos con estas incongruencias, hay quienes se esfuerzan en rizar el rizo con nuevas locuras, como combinar la exhibición de solidaridad con un hedonismo difícil de encajar en estas emergencias. ¿Se trata del viejo anhelo de estar en misa y repicando o es que no se confía en atraer suficientes donantes (y repercusión mediática) a menos que los “solidarios” se lleven algo a cambio?

Confieso que, viendo cómo pintaban las cosas, ya me había imaginado que cualquier día a alguien se le iba a ocurrir organizar una mariscada de protesta contra el hambre en el mundo: ponernos ciegos a cigalas y centollas mientras nos sentimos virtuosos por nuestros buenos sentimientos ("¿Cómo es posible que haya dos mil millones de personas que sufren hambre en el mundo? Eso está muy mal, hombre, no puede ser... ¡Eh, pásame los langostinos, que están que se salen!").

Ese día ya ha llegado –de hecho, llegó hace meses. Era una iniciativa patrocinada por una ONG presidida por un ex-ministro del gobierno español (¿se tratará entonces de una Oex-G?) y se llamaba “Alta cocina por Haití”. La idea era hacer una donación para las víctimas del terremoto a cambio de pegarse un homenaje con recetas de un sibaritismo dignas de las crónicas de la decadencia del Imperio Romano. No quedaba claro cuánto del “donativo” era en pago por la cena, ni si a los haitianos les llegaría algo más que las sobras del Gazpacho de cerezas con nieve de queso fresco, anchoas y albahaca, el Cóctel crujiente de callos con menta deshidratada, el Solomillo txerritxaldeo-pectina errezil… o simplemente el sonoro regüeldo de satisfacción de sus benefactores.

¿Cuál será el siguiente disparate? ¿Un atasco de tráfico solidario contra el calentamiento global?

La verdadera catástrofe humanitaria ya ha golpeado… pero ha sido aquí también, entre nosotros, en el primer mundo, donde campa por sus respetos disfrazada con las máscaras de la falsa benevolencia y el falso humanitarismo, entre otras.

martes, 7 de junio de 2011

La sonrisa del Dharma

Cuando era niño y miraba a la gente, pensaba que Dios debía de ser tremendamente inteligente para inventarse tantas caras distintas sin repetirse.

Más adelante, cuando miraba a la gente mayor un poco más de cerca veía las huellas de la infelicidad en sus caras y pensaba “¡Qué raros son estos adultos!”.

Ahora, cuando la gente me conoce de primeras, a veces me dicen que tengo cara de médico o ingeniero. Debe de ser porque transmito algo de seriedad y competencia, porque ni una cosa ni otra es cierta…

Lo malo es que no me extrañaría que algún niño me mirase uno de estos días y pensara a su vez “¡Qué raro es este señor!”.

Cuando me atrajo el Dharma por primera vez, no fue por su aura de seriedad y competencia. Creo que fue más bien por su aire risueño. Veía imágenes de Budas de sonrisa serena y oía historias que afirmaban que nadie se reía igual que los auténticos maestros budistas.

Ahora me sería muy fácil instalarme en el budismo devorando datos y argumentos con gran seriedad y competencia para luego soltárselos a quien se me ponga por delante, como si el Dharma fuera eso. Parece absurdo, pero es a lo que nos lleva nuestra educación y no falta quien lo hace. Los eruditos triunfan a su manera, aunque sean tristes sus victorias.

Me da que el Dharma es mucho más parecido a un arte que a una técnica que se pueda dominar solo con la parte cognitiva de la mente. No consiste en manipular una materia externa –hierro, sonidos, arcilla, palabras, imágenes, el propio cuerpo– como en las artes conocidas, sino en descubrir la fuente de toda esa creatividad y curiosidad naturales, que es también la fuente del humor.

Por eso, quien entra en el Dharma entra en un camino parecido a convertirse en artista de su propia vida, no en sentido biográfico sino abriendo y modulando su propia energía vital como quien hace música. Así, el artista no está separado de la obra de arte ni del proceso de crearla; los tres son una misma cosa.

Creo que si avanzo aunque sea unos pasos en esa dirección, habré dado un paso de gigante hacia una mayor humanidad, que es de lo que se trata al fin y al cabo.

Y si no, a ver si para el final de mis días al menos consigo dejar atrás esta máscara tan seria y tener por fin cara de pillo –¡que al menos los niños de entonces me reconozcan como uno más!

sábado, 28 de mayo de 2011

El lecho de Procrustes

¿Quién era Procrustes (o Procusto)?

[Según la mitología griega] Procusto tenía su casa en las colinas, donde ofrecía posada al viajero solitario. Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de hierro donde, mientras el viajero dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho. Si la víctima era alta, Procusto la acostaba en una cama corta y procedía a serrar las partes de su cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza. Si por el contrario era más baja, la invitaba a acostarse en una cama larga, donde también la maniataba y descoyuntaba a martillazos hasta estirarla (de aquí viene su nombre). Según otras versiones, nadie coincidía jamás con el tamaño de la cama porque ésta era secretamente regulable: Procusto la alargaba o acortaba a voluntad antes de la llegada de sus víctimas.

¿Por qué aparece esto aquí?

Porque, igual que los huéspedes del bestia de Procrustes, también el Dharma de Buda es una unidad orgánica en la que cada parte guarda relación con las demás.

Igual que el salvaje Procrustes, nosotros también tenemos una "cama" en la que queremos encajar las enseñanzas y prácticas que recibimos. Se trata de nuestra vida tal como nos hemos acostumbrado a vivirla hasta ahora, con todas nuestras demandas, exigencias, expectativas, con todo nuestro condicionamiento social y personal... y el sufrimiento que acarrea, que nos resistimos a soltar como si nos fuese la vida en ello.

Y de la misma manera que el abominable Procrustes estaba más que dispuesto a despedazar a quien cayera en sus manos y su lecho, también nosotros tenemos nuestras propias identidades, que están encantadas de ajustar el Dharma a las pacatas dimensiones de nuestra mente y la falsa vida que nos hemos montado con ella como amo y señor.

Cuidado con hacer paquetitos de consumo conveniente o fácil con el Dharma, quitando lo que no nos gusta y exagerando lo que creemos que nos favorece. No es una posesión nuestra ni un objeto de consumo. Si lo recortas como Procrustes, lo matas -no en realidad, pero sí para tu vida. Si no lo quieres, déjalo pasar, como un ciervo en el bosque.

Como decía Eduardo Chillida alterando el refrán, "mejor un pájaro volando que ciento en la mano".

viernes, 22 de abril de 2011

Inmersión total

Recuerdo que cuando estudiaba el COU en Madrid compartíamos edificio con estudiantes de universidades norteamericanas que venían a pasar un semestre o dos para aprender el idioma y conocer mejor la cultura española.

Era curioso oírles hablar cuando te los cruzabas por los pasillos o la escalera. En el mismo mes de octubre, apenas empezado el curso y con ellos casi recién desembarcados del avión, se empeñaban en hablar español no sólo con cualquier lugareño (lo cual podría parecer hasta normal), sino sobre todo entre ellos mismos.

A varios de mis compañeros de clase les entraba la risa al oírles dialogar entre sí con gruesos acentos de Ohio o Nebraska, cometiendo errores de todo tipo, totalmente desubicados en cuanto al idioma y la cultura circundantes… pero inasequibles al desaliento.

Cuando llegaba el mes de mayo ya nadie se reía de ellos, porque los progresos que habían realizado eran asombrosos. Había chicos y chicas de unos veinte años de edad que en cuestión de meses ya hablaban mejor español –desde luego, con más riqueza de vocabulario– que muchos de mis colegas con los que había compartido todo el bachillerato.

¿Cómo lo habían conseguido? ¿Eran superhombres y supermujeres en posesión de una misteriosa kriptonita lingüística? Nada de eso: es solo que desde que llegaban le hacían honor al compromiso que se habían marcado a sí mismos de no hablar inglés durante toda su estancia más que en caso de emergencia. La consigna era inmersión total.

Ahora me vienen a la mente cada vez que entro en algún foro budista y compruebo cómo la gente se enzarza en debates interminables con oleadas de palabras y conceptos que van y vienen… importando en su camino la misma mente llena de distingos y precisiones que deberían dejar atrás. Es tan mareante como mirar una catarata que se precipita al vacío con gran estruendo... sin fin.

Este camino nuestro exige aparcar la mente cognitiva lo más posible durante la vida diaria, y con ella las palabras que son su santo y seña. Aquí lo que cuenta es la inmersión no-cognitiva. Por algo se dice que es un camino de no-mente. Aunque por fuera también parezca estar lleno de palabras, su corazón no es verbal: está hecho de experiencias... crudas, primarias, pre-verbales.

Por eso tiene tanto sentido entrar en el budismo cabalgando a lomos de palabras y conceptos como si esos estudiantes americanos hubiesen intentado aprender español simplemente discutiendo entre sí y en inglés sobre sus reglas gramaticales. Uno se puede imaginar fácilmente adónde habrían llegado, y adónde no. Ellos lo sabían e hicieron lo correcto.

¿Sabremos hacerlo nosotros también?

martes, 12 de abril de 2011

La mente-escorpión

Uno de los rasgos que hacen tan difícil y resbaladizo el camino del Dharma es que consiste en derrocar a la mente cognitiva, que se ha encaramado a un trono que no le corresponde, para hacerle sitio a la propia naturaleza.

El problema es que, para conseguirlo, solo disponemos de un arma… que es la misma mente que intentamos derrotar.

Y otro problema es que la mente no solo se tiene que emplear contra sí misma, sino que además no se “apaga” durante el proceso, como en la anestesia quirúrgica. Por eso, durante ese periodo es habitual que la mente se revuelva en todas direcciones, como un escorpión acorralado por el fuego.

Menudo chollo...

Parece imposible, ¿no?, como si hubiera que convencer a la mente de que se suicidara, más o menos.

(Por cierto, he investigado un poco y al parecer es falsa la idea de que los escorpiones se suicidan al notarse rodeados por el fuego; lo que ocurre es que interpretan el círculo de fuego como si fueran varios enemigos y se lanzan a atacarlos con su aguijón por doquier, con lo que pueden dar la impresión de que se lo quieren clavar a sí mismos).

De todas formas, la mente cognitiva sí es capaz de actuar como un escorpión al ver amenazada su supremacía, lanzando su aguijón y pinchando al aire, a ver qué encuentra... Casi cualquier cosa vale a la hora de descargar su miedo o su ira.

Buda mismo dijo que la mente del principiante es como un pez que acaban de pescar y se debate en la orilla:

Como un pez fuera del agua,
Arrojado a tierra seca,
La mente se retuerce
Intentando sustraerse al poder de Mara.

Lo cierto es que, mientras no despertemos a la “otra mente” de nuestra propia naturaleza, todos llevamos un escorpión metido dentro de la ropa. No lo notamos, pero nos sigue inyectando a diario un veneno sutil que nos deja acartonados y paralizados por dentro, insensibles a la voz sutil de la propia naturaleza… que siempre busca liberarse, como el genio de la botella.

Además, igual que en el ejemplo del escorpión, nosotros también estamos en un círculo de fuego: el que forman los tres venenos, las identidades, que nos sofocan con su codicia, confusión y hostilidad. Así lo enseñó Buda en su primer sermón después de despertar:

Bhikkhus, todo está ardiendo. ¿Qué es todo lo que está ardiendo? Bhikkhus, el ojo está ardiendo, las formas visuales están ardiendo, la conciencia visual está ardiendo, la sensación visual está ardiendo.  También está ardiendo toda sensación placentera o dolorosa, o ni dolorosa ni placentera que surja por motivo de la impresión visual.
            ¿Ardiendo con qué? Ardiendo con el fuego de la pasión [codicia], ardiendo con el fuego del odio [hostilidad], ardiendo con el fuego de la ignorancia [confusión].
            Yo digo que arde con el nacimiento, la vejez y la muerte; con el pesar, la lamentación,  el dolor,  la aflicción y la desesperación”.

Y lo mismo ocurre con los otros cuatro sentidos y con la mente. En resumen, estamos sumidos en un mar de interferencias con nuestra verdadera condición natural. Y, para coronarlo todo, nuestro escorpión particular se hincha de orgullo y lanza grandes risotadas de autosatisfacción entre picotazo y picotazo.

La solución, por supuesto, pasa por las prácticas que ponen en danza las facultades y potencias de la propia naturaleza; pero no es algo de lo que uno pueda hablar con sentido antes de haberlo llevado a cabo en sí mismo.

Hasta entonces, qué contradictorio es entrar en el budismo con la mente por delante... ¡Aunque es tan común…!

Es fácil entrar en el Dharma y aplicar la misma mente que antes con sus viejas maniobras… acumular datos, debatir y discutir para quedar por encima de los demás y sentirnos importantes, criticar a los que siguen otros caminos distintos del nuestro (sobre todo si son budistas).

Y ¿adónde nos lleva eso? Ni siquiera al mismo punto donde estábamos antes, sino más atrás… porque entonces habremos desperdiciado una bala de plata para acabar con el monstruo.

Cuidado con el escorpión de la mente. No conoce la piedad y no lleva más que a una muerte en vida.