jueves, 9 de junio de 2011

Solidaridad a las finas hierbas

Hay un impulso humano básico de ayudar a nuestros semejantes que no está implantado mentalmente por el adoctrinamiento social o religioso ni responde al cálculo de intereses egoísta. Su base está en nuestra raíz tribal, que a su vez refleja el hecho de que los seres humanos somos poca cosa cuando nos enfrentamos a solas con la naturaleza, sobre todo en las condiciones primitivas en las que ha transcurrido la mayor parte de nuestra evolución como especie; nuestra fuerza y esperanza está en el grupo. Aunque prácticamente no queda ningún espacio en la vida moderna para esa solidaridad natural, aún hay vestigios aquí y allá que afloran de vez en cuando.

Es verdad que hoy en día se convocan multitud de iniciativas solidarias por varios motivos, algunos más nobles que otros. Hay quienes atienden su llamada por un sentimiento de decencia humana básica, hay quienes encuentran en ellas un lavado de cara (o de conciencia) para su estatus privilegiado, y también hay quienes trafican con esos sentimientos. La solidaridad se vende bien, incluso cuando no es muy distinta de la falsa caridad cristiana que se predicaba en tiempos y que no ataca el problema sino que parchea los síntomas. El problema es que su difusión pública la hace apta para todo tipo de motivaciones espurias.

Recuerda lo que dijo Jesús respecto de la oración: “Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie en las sinagogas y en los cantones de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa”. Algo similar se podría decir de las donaciones; solo la donación anónima es legítima, porque no hay un “yo” que done nada ni que por tanto pueda recibir ninguna compensación a cambio. De lo contrario, entramos en el cálculo y el comercio.

Además, al llamar “ayuda humanitaria” a estas iniciativas, nos colgamos una medalla que no estoy seguro de que nos merezcamos. Se trata casi siempre de una ayuda básica de subsistencia; sería más apropiado llamarla “ayuda para que no se nos caiga la cara de vergüenza”. Me parece que sería más justo considerar ayuda humanitaria la que podrían prestarnos, si vinieran como misioneros, muchas gentes del llamado tercer mundo que no tienen casi nada… más que la humanidad que nosotros parecemos haber perdido entre tanta montaña de bienes materiales.

Pero los mercaderes están por todas partes, y la solidaridad organizada y pública no es una excepción. No contentos con estas incongruencias, hay quienes se esfuerzan en rizar el rizo con nuevas locuras, como combinar la exhibición de solidaridad con un hedonismo difícil de encajar en estas emergencias. ¿Se trata del viejo anhelo de estar en misa y repicando o es que no se confía en atraer suficientes donantes (y repercusión mediática) a menos que los “solidarios” se lleven algo a cambio?

Confieso que, viendo cómo pintaban las cosas, ya me había imaginado que cualquier día a alguien se le iba a ocurrir organizar una mariscada de protesta contra el hambre en el mundo: ponernos ciegos a cigalas y centollas mientras nos sentimos virtuosos por nuestros buenos sentimientos ("¿Cómo es posible que haya dos mil millones de personas que sufren hambre en el mundo? Eso está muy mal, hombre, no puede ser... ¡Eh, pásame los langostinos, que están que se salen!").

Ese día ya ha llegado –de hecho, llegó hace meses. Era una iniciativa patrocinada por una ONG presidida por un ex-ministro del gobierno español (¿se tratará entonces de una Oex-G?) y se llamaba “Alta cocina por Haití”. La idea era hacer una donación para las víctimas del terremoto a cambio de pegarse un homenaje con recetas de un sibaritismo dignas de las crónicas de la decadencia del Imperio Romano. No quedaba claro cuánto del “donativo” era en pago por la cena, ni si a los haitianos les llegaría algo más que las sobras del Gazpacho de cerezas con nieve de queso fresco, anchoas y albahaca, el Cóctel crujiente de callos con menta deshidratada, el Solomillo txerritxaldeo-pectina errezil… o simplemente el sonoro regüeldo de satisfacción de sus benefactores.

¿Cuál será el siguiente disparate? ¿Un atasco de tráfico solidario contra el calentamiento global?

La verdadera catástrofe humanitaria ya ha golpeado… pero ha sido aquí también, entre nosotros, en el primer mundo, donde campa por sus respetos disfrazada con las máscaras de la falsa benevolencia y el falso humanitarismo, entre otras.

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