Un reproche que
a menudo se le hace al Dharma en Occidente es que, según dicen, solo se ocupa
de la mente y la “salvación” individual, sin ningún compromiso para aliviar el
sufrimiento colectivo. Eso es injusto y equivocado.
En general, usar
la propia vara de medir para evaluar dimensiones ajenas da pie a todo tipo de
errores y malentendidos. Cada fenómeno o cultura debe valorarse buscando su
propia coherencia interna, porque así podemos sacar a la luz la estructura
profunda, y casi siempre oculta, que la mantiene en pie. (Me viene a la mente
la catedral de Nôtre Dame, ahora en peligro de colapso porque ha perdido la
techumbre que, aparte de proveer una cubierta muy bella, también ejercía una
función sorda de atirantar los muros, impidiendo su desplome).
Entonces, se
me ocurre esta manera de explicar mediante una analogía el Buda-Dharma a un
cristiano o a un judío, para que entiendan en sus propios términos (puesto que
ambos comparten el Antiguo Testamento como libro sagrado) cuál es su naturaleza
y sentido profundos.
El capítulo 3
del Génesis narra así la expulsión de Adán y Eva del paraíso después del pecado
original:
3:22 Y dijo Jehová Dios: “He aquí el
hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no
alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para
siempre”.
3:23 Y lo sacó Jehová del huerto del
Edén, para que labrase la tierra de que fue tomado.
3:24 Echó, pues, fuera al hombre, y puso
al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se
revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida.
Llama la
atención la motivación tan defensiva, incluso mezquina, de ese Dios patriarcal
que se resiste a compartir sus privilegios. Pero esa es la tradición aceptada, y
de hecho refleja la experiencia de tantísima gente para la que el mundo está
lejos de ser un paraíso: sufrimos un exilio forzoso, desterrados a un mundo
hostil sin más ayuda que nuestros propios recursos, a menudo insuficientes. De
ahí que parte de la tradición cristiana haya asumido la tarea de reducir el
sufrimiento mundano implicándose directamente mediante las obras de caridad. Es
algo que encaja bien con nuestra tendencia como occidentales a la actividad y el
“realismo”.
Se trata de
una noble aspiración, sin duda, compartida por muchas personas y tradiciones no
cristianas, incluidas algunas budistas. Es más, hay budistas occidentales que
han creado una nueva corriente que llaman “budismo comprometido” para darle
salida a esa inquietud por el activismo social, aunque a mí me cuesta ver qué hay
de específicamente budista en esa escuela.
Volviendo a
la analogía del jardín del Edén, el Dharma tal como yo lo he aprendido también
habla de algo parecido al “pecado original” que provocó la expulsión del
paraíso: se les llama los “tres venenos” o las “tres raíces malsanas” y son la
confusión, la codicia y la aversión. Aunque puedan parecer nociones arbitrarias,
designan operaciones concretas y directamente relacionadas a nivel fisiológico
con el proceso aferente, mediante el cual el organismo humano recibe los
estímulos del exterior. Cada persona tiene los tres venenos, aunque hay uno que
predomina y marca su temperamento. Al igual que el pecado original cristiano, estos
venenos también se transmiten de padres a hijos.
La gran
diferencia entre budismo y catolicismo, a mi entender, es que en el Dharma ofrece
una vía de regreso a ese paraíso de armonía y equilibrio con todos los seres vivos,
representado por el jardín del Edén para cristianos y judíos. Eso, a grandes
rasgos, es el Despertar o nirvana. ¿Será
casualidad que el Buda (literalmente, “el Despertado”) a menudo describiera ese
estado supremo como la superación de la muerte? Casi parece una alusión directa
al árbol de la vida que Dios guardaba tan celosamente... Pero ese Edén es un
estado interno potencial con un correlato externo, no una utopía social o
política que se deba conseguir interviniendo en las cosas del César, por citar
a otra fuente judeocristiana.
Este Despertar
no se trata de una infantilización narcisista, como alegan algunos detractores;
requiere un trabajo arduo, que se tiene que realizar individualmente pero en
beneficio de todos los seres. El “regreso a casa” del nirvana tampoco es una retirada egoísta a un paraíso privado; está más
cerca de la idea cristiana (S. Lucas 21:17) de que el Reino de Dios está dentro
de cada uno, aunque nadie lo ve. Eso sí, para recuperarlo a veces hace falta
retirarse un tiempo, pero el viaje solo se completa si uno vuelve para enseñar
el camino a otros que lo quieran conocer, sin presión en ningún sentido.
Entonces,
podemos ver a Buda como alguien que llegó hasta el “oriente del huerto de Edén”
y expulsó de la entrada a la espada encendida y a los querubines que impedían
el paso. Porque la “buena nueva” del Dharma es precisamente que el regreso al
Edén está disponible para cada uno mediante su experiencia directa, sin
intermediarios, aunque con la guía de las enseñanzas. Así lo dijo Buda tras su Despertar
cuando, tras algunas dudas iniciales por la sutileza y profundidad de su reciente
descubrimiento, se decidió por fin a mostrar el camino a otros: “Abiertas están
las puertas a lo imperecedero para los que tengan oídos”. El árbol de la vida está a nuestro
alcance. Podemos acabar con el sufrimiento, primero en nosotros mismos, y luego
en otros. Eso incluye el sufrimiento de la muerte. Eso es la vuelta al paraíso.
Si llevamos
un poco más allá la analogía, incluso podríamos decir que cualquier religión que
haya entrado en pactos con el poder político, asegurándose una relación de apoyo
y protección mutua a cambio de renunciar a su potencial trascendental, está en
peligro de convertirse precisamente en esa espada encendida y esos querubines
que impiden el regreso a nuestra verdadera naturaleza... Qué ironía, qué paradoja... Naturalmente, eso vale tanto para el cristianismo como para
el budismo que se practica como religión oficial en varios países de Asia.
Por eso,
visto desde esta perspectiva panorámica, es tan importante que el Dharma
sobreviva con su potencial intacto: estamos hablando nada más y nada menos que
de la posibilidad de borrar el pecado original –algo que va mucho más allá de
la suerte de este o aquel individuo. Si el Dharma se pierde, si un día no queda
nadie que lo pueda enseñar tras haberlo recorrido del todo, llegando él o ella
misma al Despertar, la puerta del Edén se volverá a cerrar para todos. Entonces
todos estaremos condenados sin remedio al exilio del paraíso, ayudándonos
mutuamente con caridad cristiana en el mejor de los casos, pero sufriendo la
pérdida del “paraíso interior” que es nuestra verdadera naturaleza... a menos
que aparezca otro Despertado. Es algo de una escala que podríamos llamar cósmica,
porque atañe al destino mismo de la especie humana. Ese es, por así decirlo, el
terreno de juego propio del Dharma de Buda cuando se entiende y practica en
toda su hondura.
Visto así, el
activismo social, por bienintencionado que sea, no pasa de poner parches al
sufrimiento individual o general, pero se limita al campo de la experiencia del
exilio aquí y ahora, sin recuperar el Reino de Dios potencial en todos, que es la
meta del Dharma verdadero. Una insistencia excesiva en las obras de caridad
puede incluso acabar por consolidar la visión “realista-materialista” del mundo
que perpetúa el sufrimiento del exilio, al atacar sus síntomas pero no su causa,
que el Dharma identifica como una profunda distorsión en nuestra manera de
experimentar eso que llamamos “realidad”.
Esa
transformación de nuestra experiencia, comparable a despertar de un mal sueño,
es el potencial del Dharma. Quien ha despertado no puede evitar ayudar a los
demás, pero lo hace de manera muy diferente a quien lo intenta desde su propio
sufrimiento, porque lo ve todo con el bienestar, el humor, la alegría, la
sabiduría y la compasión propias de nuestra condición natural. Cada ayuda suya es
una prueba de que ese jardín del Edén sigue existiendo y nos brinda un impulso en nuestro camino de vuelta a casa.
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