Una
de las enseñanzas que más echo en falta entre los que pretenden enseñar budismo
y meditación hoy día es la idea, absolutamente central en el Dharma, de que
todo es ilusión. Quítale eso, y el Dharma empieza a deslizarse por una resbaladiza
pendiente que fácilmente lo lleva a convertirse en simplemente otra religión domesticada,
limitada a promulgar los buenos sentimientos y una cierta serenidad. Su gran
aportación, el potencial intrínseco que lo diferencia de otras vías, se queda reducido
entonces a algo casi meramente estético.
Pero
Buda no fue un predicador moralista. Su camino, y el descubrimiento al que llegó
como consecuencia, tuvieron siempre un marcado sabor de investigación libre y analítica.
La compasión y la benevolencia son santo y seña de los verdaderos maestros del
Dharma de Buda, pero ambas se sustentan en una base firme de sabiduría empírica
sobre cómo funciona la mente humana –en el sentido más amplio, más allá de la
dimensión cognitiva.
En
el llamado “Sermón del fuego” (Sutta
Adittapariyaya, SN 35.28), Buda
se dirigió a un grupo de adoradores del fuego en estos términos:
Monjes, todo está ardiendo. ¿Qué
significa que todo está ardiendo?
El ojo está ardiendo, las formas están
ardiendo, la conciencia del ojo está ardiendo, el contacto del ojo está
ardiendo; también toda sensación placentera o penosa, y la que no es ni
placentera ni penosa que depende del ojo como su condición indispensable, está
ardiendo. ¿Ardiendo con qué? Ardiendo con el fuego de la codicia, con el fuego
de la animadversión, con el fuego de la falsa ilusión; ardiendo con el
nacimiento, la vejez y la muerte; con las penas, lamentaciones, dolores,
con la angustia y desesperación.
El oído está ardiendo..., la nariz está
ardiendo…, la lengua está ardiendo..., el cuerpo está ardiendo..., la mente
está ardiendo, las ideas están ardiendo, la conciencia de la mente está
ardiendo, el contacto de la mente está ardiendo; también toda sensación
placentera o penosa, y la que no es ni placentera ni penosa que depende de la
mente como su condición indispensable, está ardiendo. ¿Ardiendo con qué?
Ardiendo con el fuego de la codicia, con el fuego de la animadversión, con el
fuego de la falsa ilusión; ardiendo con el nacimiento, la vejez y la
muerte; con las penas, lamentaciones, dolores, con la angustia y desesperación.
¿Qué dice Buda aquí?
Dos cosas fundamentales. La primera es que nuestra percepción de eso que
llamamos “realidad” no es inmediata y fiel, sino que ocurre a través de una
serie de pasos, que la psicología moderna llama el proceso aferente: el órgano
sensorial (el ojo, el oído, la nariz…), la impresión recibida en el órgano (el contacto),
la respuesta inicial del sistema (el placer o no placer), la percepción de las
formas… hasta llegar a la conciencia. La segunda es que en cada uno de esos
pasos hay una interferencia (el fuego), que según Buda surge debido a ciertas influencias
inconscientes (la codicia, la animadversión, la falsa ilusión). Y el resultado
de esas interferencias es el sufrimiento.
Este descubrimiento
es la base absoluta del Dharma de Buda.
Es curioso que ninguna
otra de las vías religiosas tradicionales a las que el budismo moderno occidental
se está asimilando como sin darse cuenta incluye enseñanza alguna remotamente
parecida a esta. ¿A qué precio estamos dispuestos a pasarla por alto o tirarla
por la borda?
En cambio, la ciencia
occidental sí descubrió algo muy similar allá por el siglo XIX. He aquí un
extracto de la reseña “A Theorist of (Not Quite) Everything” de Steve Shapin (NYRB,
10 octubre 2019) sobre el libro Helmholtz: A Life in Science de David
Cahan:
Para
los fisiólogos, la expansión de las ciencias naturales hacia dominios antes en
posesión de la filosofía conllevaba involucrarse, en primer lugar, con la
estructura y funcionamiento del sistema nervioso; en segundo, con la relación
entre las sensaciones humanas y el mundo exterior; y, por último, con la
percepción de cosas que provocaban una respuesta estética, en especial el arte
y la música. Una posición científica que Helmholtz heredó de su profesor Müller
–de cuya enorme trascendencia dijo que “se inclinaba a compararla con el
descubrimiento de la ley de gravedad”– fue la “ley de las energías nerviosas
específicas”; cada tipo de sistema sensorial responde según su modalidad única,
con independencia de la naturaleza del estímulo que le afecta. Así, por
ejemplo, ves estrellas si te frotas los ojos con fuerza y también si se
estimula eléctricamente el nervio óptico, y cada uno de los demás sistemas
sensoriales tiene su propio modo particular de respuesta a la estimulación.
Esa
es una afirmación científica, pero también tiene efectos sobre cuestiones
filosóficas. Según la ley de las energías nerviosas específicas, las
sensaciones solo pueden constituir un testimonio indirecto de la realidad
exterior: los distintos tipos de nervios sensoriales tienen su propia gramática
diferenciada, y cada tipo habla con su vocabulario especial. La realidad que
vemos no se divide innatamente en “bits” visuales, “bits” acústicos, “bits”
táctiles, etc. Más bien, es el cuerpo el que canaliza y distribuye activamente la
realidad hacia estos modos diferentes. Los filósofos habían debatido largo
tiempo la relación entre la realidad y lo que los sentidos llevan a la mente,
pero quienes abrazaban las variantes de la doctrina de las energías nerviosas
específicas poseían ahora pruebas experimentales que les permitían sustituir
las disputas filosóficas por certeza científica si así lo deseaban.
En
lo que Helmholtz se apartó de Müller fue en su importante afirmación de que la
correspondencia entre nuestras sensaciones y los objetos percibidos ocurre no mediante
las propiedades innatas de los nervios sino mediante la acumulación de
comportamientos aprendidos, un proceso al que denominó “inferencia inconsciente”.
Los órganos de los sentidos, escribe Cahan, son “educados”; la relación entre
las sensaciones y los objetos externos es una de signo o símbolo, no de imagen;
y las percepciones que la mente construye a partir de las sensaciones no
reflejan simplemente el mundo sino que lo interpretan activamente, recurriendo
al conocimiento acumulado, a expectativas aprendidas y a las costumbres de las
culturas históricamente específicas que habitan los seres humanos. Así pues,
hay una doble disyunción entre la realidad externa y nuestras percepciones –la primera,
debida al funcionamiento de las energías nerviosas específicas, ocurre entre
las sensaciones y sus causas físicas; la segunda, debida al efecto de la
inferencia inconsciente, ocurre a medida que la mente crea percepciones a
partir de las sensaciones.
La
sorprendente medición por parte de Helmholtz de la velocidad de conducción
nerviosa, identificada recientemente como impulso eléctrico, mostraba de manera
similar una disyunción entre hecho y experiencia. Creemos que experimentamos
las cosas “en tiempo real”, por así decir, pero Helmholtz estableció que la
velocidad de conducción estaba en torno a los 24-38 metros por segundo, de
forma que quedó científicamente determinado que el “tiempo real” conlleva un
retraso.
Ahí se ven tres
filtros que se interponen entre la “realidad ahí fuera” y nuestra experiencia
de ella, que tomamos por inmediata y fiel, “dentro” de nosotros (básicamente en
el cerebro): la codificación de los estímulos externos traducidos al lenguaje
particular de cada sentido; la interpretación individual y social que le
añadimos a ese conglomerado mediante la educación que recibimos desde niños (que
realmente tiene mucho de “formateado”, como antiguamente hacíamos con los floppy
disks del PC); y el retraso mínimo pero real que le impone la velocidad de
transmisión de los impulsos nerviosos, que nos hace vivir siempre una fracción
de segundo por detrás de lo que creemos que estamos percibiendo.
Si a eso le añadimos
el cuarto filtro de los “fuegos” de Buda, queda claro que todo es ilusión, maya.
El Sutra del diamante budista ofrece este
consejo:
Así
habéis de considerar a todo este mundo fugaz:
Una
estrella al amanecer, una burbuja en la corriente;
Un
relámpago que fulgura en una nube de verano,
Una
lámpara parpadeante, una quimera y un sueño.
Visto así, con el
intelecto, ya es absurdo que nos permitamos sufrir. Pero cuando maya, la
ilusión del samsara natural, sea una experiencia constante para
nosotros, y no solo una idea, estoy seguro de que dejaremos atrás dukkha
como los árboles se desprenden de las hojas en otoño.
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