viernes, 28 de septiembre de 2007

Elogio de la honradez pausada

Hace poco The Onion, un semanario satírico de los EE UU, anunciaba con sorna la publicación de una guía que refleja el espíritu de los tiempos: Cómo encontrar una religión que no interfiera con tu estilo de vida actual. ¿Tiene gracia o es para echarse a llorar? No lo sé, pero en todo caso no es una mala descripción de gran parte de lo que podríamos llamar el supermercado espiritual de Occidente. Evidentemente, el libro no existe como tal (aunque nunca se puede descartar que algún piernas vea una oportunidad de negocio en la idea y la lleve a la práctica), pero no por ello es menos certero su diagnóstico: lo primero es nuestra comodidad; luego ya vendrán cuestiones secundarias como la búsqueda de la verdad, de nuestro lugar en el universo y nuestra relación con todo lo que nos rodea –todas esas minucias a las que con suerte les dedicamos unos minutillos a la semana. El carro, delante del caballo, y todos tan contentos –por lo menos hasta que alguien grite que el rey va desnudo.

No deja de sorprenderme cómo este gran mercado que preside nuestras vidas es capaz de fagocitar, procesar y regurgitar en formato comercial prácticamente cualquier cosa que se le ponga por delante. Por lo que veo alrededor de mí, la llamada “espiritualidad oriental” está lejos de ser una excepción: por todas partes se ofrecen cursos, conferencias, talleres con promesas más o menos ambiciosas según la honradez y motivación del instructor. La relación entre maestro y discípulo, que antiguamente era una cuestión de profundo conocimiento y confianza mutuas en la que se transmitía algo de valor incalculable a costa de esfuerzo y sacrificio, se ha convertido en un juego en el que el pago de cantidades a veces abusivas le abre al estudiante incauto las puertas a sentir que está en el camino directo a la iluminación bajo la guía de “maestros” de los que sabe poco, con los que no tiene ninguna comunicación real establecida mediante el trato asiduo durante tiempo, y que a su vez saben poco de él excepto que ha pagado la cuota y, con suerte, su nombre. Y todo ello, sin privarnos de nada: como dice el refrán, queremos estar en misa y repicando. Aparte de su elevado coste, a menudo estas incursiones espirituales tienen lugar en enclaves de lujo para que practiquemos el turismo con encanto, en formato condensado apto para nuestras atareadas vidas, y a la vez con la aparente autoridad de prestigiosos linajes y con el señuelo de ofrecernos una vía privilegiada (más rápida, más directa, más exclusiva para una minoría en la que uno mismo, ¡por supuesto!, tiene la suerte de encontrarse –y que no se te ocurra preguntar por qué es así, a ver si tus dudas van a revelar que tú no eres uno de los elegidos) a la meta en la que todos nuestros problemas desaparecerán como por arte de magia. Entonces habremos realizado, a cambio de unas pocas monedas, el milagro de trasladar a escala cósmica esa misma comodidad mundana que nos llevó en principio a elegir la vía de los cursillos de fin de semana como respuesta a los grandes interrogantes de la vida. ¿Cabe mayor correspondencia entre lo que pedimos y lo que nos dan? Eso es el mercado: el encaje entre oferta y demanda. Pero, como decían los romanos, caveat emptor: que tenga cuidado el comprador, pues no todo lo que es oro reluce y mucho de lo que reluce no es ni latón.

Por supuesto que hay distintas circunstancias y necesidades, igual que hay diversas vías a disposición del buscador; no todo el mundo quiere seguir el mismo camino ni llegar siempre hasta el fondo de todo. Pero hay maneras de hacer las cosas, sean las que sean, con fundamento y otras que simplemente son un engaño. Lo esencial aquí es la honradez: en primer lugar la del maestro con sus estudiantes y, en segundo, la del estudiante consigo mismo; quien se niegue a engañarse a sí mismo y mantenga una mente crítica y alerta, a la vez que abierta y flexible, difícilmente se extraviará por la senda de las fantasías místicas de ayer y hoy. Si uno quiere viajar y visitar, por ejemplo, el Lago di Garda (una de las zonas más caras y exclusivas del próspero norte de Italia) y conocer gente joven y guapa con fines de amistad “y lo que surja”, bien; pero ¿para qué disfrazarlo como un curso condensado de Mahamudra (una de las etapas finales del camino tántrico para la que hace falta una aptitud que pocos tienen y una larga preparación) invocando la autoridad y el patrocinio de antiguos maestros como Tilopa (que era un auténtico tigre solitario que despreciaba toda convención social y que hubiera vomitado imprecaciones de fuego sobre semejante tinglado)? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién queremos engañar? ¿Cuántas personas se imaginarían capaces de convertirse, por ejemplo, en neurocirujanos o virtuosos del violín con una dedicación parcial a base de cursillos y talleres de fin de semana? Desde luego, no sé quién querría someterse a una operación a manos de un cirujano de tamaña formación ni quién pagaría de su bolsillo las entradas para asistir a un recital de ese violinista; probablemente, sólo quien hubiera pasado por las zarpas del primero estaría dispuesto a hacer lo segundo...

¿Por qué entonces creemos que en el ámbito de lo “espiritual” (palabra que uso con la máxima reserva) son posibles esos prodigios? Ahí, por una tácita colusión de intereses entre quienes enseñan (que pueden ofrecer un producto estandarizado para todos sin tener que hacer ajustes en función de la cultura, el temperamento o las circunstancias individuales de su público) y quienes estudian o practican (que están dispuestos a seguir el juego de los gurús a cambio de diversas recompensas reales o imaginarias), dejan de aplicarse ciertas verdades de puro sentido común que gobiernan los demás aspectos de la vida. ¿El resultado? Una espiritualidad a la carta, de escaso valor pero alto precio, domesticada, desprovista de cualquier espina que pueda importunar al consumidor y convenientemente empaquetada, en la que las verdades profundas y a menudo incómodas se han sacrificado en aras de facilitar su consumo masivo –algo similar a esos tomates rollizos y llenos de color que aguantan semanas en las estanterías del súper o en nuestra nevera pero no saben a nada; prácticos sí que son, sin duda, pero... ¿alguien se acuerda de cómo huele y cómo sabe un tomate recién cogido de la mata, aún tibio por los rayos del sol?

Admitámoslo: algo hay en el crecimiento y la maduración del ser humano que no admite atajos. ¡Viva, pues, la lentitud!

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