viernes, 28 de septiembre de 2007

¿Budismo? ¡No, gracias!

Buda nunca fue budista. Es así, por sorprendente que parezca. Durante los cuarenta y cinco años que impartió sus enseñanzas no hubo imágenes ni estatuas de Buda, ni grandes templos, ni rituales y ceremonias, ni casi ninguno de esos atributos folclóricos tan seductores que se asocian con el budismo hoy día; lo que había era una verdadera tribu de personas unidas por lazos de solidaridad y compañerismo bajo su guía y comprometidos contra viento y marea en una búsqueda común de la misma verdad que él afirmaba haber encontrado. Es posible que ya en vida del maestro el núcleo primigenio de discípulos creciera tanto que su espíritu inicial se relajara y disipara; en todo caso, poco después de morir Buda surgió como mecanismo compensatorio ese invento de doble filo: el budismo. No es la única ni la primera vez en la historia que, al percibir que nos hemos alejado de la esencia, generamos ídolos a los que adorar para así aplacar la conciencia dolorosa e incluso culpable de nuestra pérdida; pero eso no vale, como advierte la sabiduría antigua: “El Tao es la fuente de todas las formas, pero en sí mismo no tiene forma. Si intentas fijar una imagen de él en tu mente, lo pierdes. Es como clavar una mariposa con un alfiler: se capta la cáscara, pero se pierde el vuelo. ¿Por qué no contentarse con experimentarlo sin más?”

Buda llamaba a sus enseñanzas “el Dharma”. ¿Qué es eso? Dharma es una palabra procedente del sánscrito, un antiguo idioma indio, que significa “ley” o “camino”. Proviene de la raíz indoeuropea *dher- (relacionada con el latín firmus), cuyo sentido básico es “sostener” o “sujetar”; de ahí el sustantivo dharma, que siginifica “aquello que mantiene todo tal como es” o “lo que hace que todo sea lo que es”; en román paladino, la verdad de las cosas, monda y lironda. En la India, a partir de este sentido básico de “principio o ley que regula el universo” se derivó una segunda acepción de “conducta individual conforme con este principio”. Así, el Dharma representaba la obligación de cada individuo, de acuerdo con el sistema hindú de castas, con respecto a las costumbres sociales y al derecho civil y religioso; uno modelaba su vida personal siguiendo el patrón de la ley universal tal como estaba expuesta en los antiguos textos sagrados de los Vedas que interpretaban los sacerdotes. Casi por ósmosis, esa misma distinción pasó al primer budismo indio: el Dharma eran tanto las enseñanzas de Buda como el deber de adoptar la conducta propugnada por Buda como camino al despertar.

Pero ¿cuál es el problema si lo entendemos de esta manera? Que el Dharma se convierte en un producto cerrado y personal, como la obra de un artista muerto, que se puede poseer y administrar como si fuera propiedad privada –algo que Buda ya les reprochó a los brahmanes que tutelaban los Vedas. La verdad del Dharma no es patrimonio exclusivo de ninguna persona o grupo. El propio Buda juzgó así su descubrimiento: “He visto la antigua senda, el viejo camino que recorrieron los brahmanes iluminados de antaño. Igual que una senda cubierta por la maleza y perdida hace mucho tiempo es lo que he vuelto a descubrir” (Samyutta Nikaya 2.106). Tras su despertar, dialogó y debatió en varias ocasiones con otros maestros que exponían ideas divergentes de las suyas; a menudo les invitaba primero a explicar cuáles eran sus dharmas, para luego demostrarles que el suyo era superior –no porque fuera una verdad revelada por un dios, sino porque era el método más eficaz y directo para experimentar de primera mano la verdad de la condición humana. En ese sentido, el Dharma es patrimonio de la humanidad, sin amo ni patrón; tiene mucho más que ver con la verdad tal como la entiende la ciencia –algo empírico, sujeto a debate y confirmación– que con cualquier dogma religioso mantenido por tradición, no importa cuán milenaria sea.

¿Por qué es preferible usar Dharma, esa palabra extraña, antes que “budismo”? Porque la verdad no admite ni requiere ningún “-ismo”; es lo que es. Buda decía que enseñaba el Dharma, y nosotros afirmamos que ese Dharma representa la verdad de la ley natural que gobierna a todos los seres; no tiene necesidad de buscar conversiones ni de oponerse a otros “-ismos”. Si insistimos en usar el término budista –lo cual, qué duda cabe, es lo más práctico para ahorrarnos explicaciones prolijas– deberíamos hacerlo con plena conciencia de las paradojas a las que eso nos lleva: por ejemplo, que el budismo es anterior a Buda y que los innumerables seres que pueblan nuestro planeta y viven y mueren de acuerdo con la ley natural también son budistas. En ese caso, cualquier caracol o elefante, cualquier líquen o ciprés es tan budista –de hecho, más– como las miles de personas que han abrazado los formalismos del camino budista sin entender de verdad de qué trata ni adónde conduce.

Así pues, deja que los demás frecuenten los grandes templos decorados con estatuas budistas, se vistan con túnicas de colores y reciten salmodias mecánicamente. Si eres capaz de captar al vuelo el misterio de una mariposa, estás más cerca del Dharma que todos ellos juntos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta esto que dices. Los -ismos no son más que una cadena grande a opiniones y puntos de vista -reducciones al fin y al cabo. Vivir el Dharma desde la conciencia plena significa no apegarse a ninguna doctrina, ni si quiera a la de Buda mismo (Él lo dijo: "Sé una lámpara para ti mismo"...).

Gracias por este post (de hace un año ya!) que actualiza y renueva el Dharma... a ver si soy capaz de capatar el misterio de una mariposa.

Un saludo!!

Jué-shān 崫 山 dijo...

Pues ánimo, isamsara, ¡ya me avisarás si lo consigues!