viernes, 28 de septiembre de 2007

El sabor del Dharma

El budismo está de moda y eso, al menos en parte, es una desgracia. Nuestro voraz mercado premia y otorga relevancia a lo que más vende sin demasiada consideración de su valor intrínseco y, a la larga, ese éxito comercial acaba oscureciendo con facilidad la esencia de las cosas. Es cierto que no todos buscan esa esencia; sin embargo, es importante que no quede sepultada del todo bajo la avalancha de aspectos más vistosos o exóticos promocionados por su gancho comercial.

¿Es posible, entonces, comunicar a título informativo y sin afán de predicar alguna impresión de cómo es el Dharma desde dentro, desde sus raíces? A tenor de los efectos de esta moda no sólo parece posible sino necesario, porque la imagen del budismo que se está imponiendo en Occidente por vicisitudes del mercado quizá sea muy útil a la hora de vender cursos, libros y retiros, pero está a años luz de su espíritu inicial –pienso sobre todo en la austeridad del Zen transformada en estética cool y minimalista pero cerebral y emocionalmente distante, o en la pompa y circunstancia folclórica de los ritos tibetanos trufados de elementos mágicos por una parte y con doctrinas veladamente asimiladas a la base cristiana de su nuevo público por otra. Bonito, interesante, incluso atractivo y moderno, sí; pero... ¿qué hay en todo ello del meollo del Dharma?

En uno de los textos del primer budismo se compara el Dharma con el océano en virtud de ocho cualidades que ambos comparten, una de las cuales es que:

Igual que el gran océano sólo tiene un sabor, el sabor de la sal, así las enseñanzas sólo tienen un sabor, el sabor de la emancipación.

Esta imagen, tan nítida y sucinta, evoca a la perfección el espíritu del verdadero budismo en su unidad fundamental: por debajo de sus mil formas externas siempre subyace la misma prioridad absoluta, que aquí se llama emancipación. Emancipación ¿de qué? De la tiranía de la mente condicionada y sufriente. Buda a menudo la llamaba “la liberación inconmovible del corazón”, aunque en un sentido distinto que en Occidente, donde se toma al corazón como sede de las emociones: se refería más bien a la liberación definitiva e irrevocable de la mente pura que cada ser humano tiene dentro de sí como parte de su herencia natural –lo que los budistas llaman la propia naturaleza– y que trae como consecuencia (sin que sea nunca un objetivo) la eliminación del sufrimiento. Hacia ahí se orienta el Dharma con una unidad de propósito invariable y todo lo que no lleve a ella se tira por la borda –y eso incluye a Dios, el alma y, según al menos una de las escuelas antiguas, cualquier idea de vida después de la muerte. Es cierto que hay discrepancias entre quienes afirman que Buda negó de plano su existencia y los que prefieren pensar que sólo negó su relevancia para el camino budista, sin pronunciarse sobre si existían o no; pero en último término eso tampoco importa tanto: no tienen cabida en el Dharma –algo que harían bien en recordar quienes insisten en considerar al budismo como una religión.

El carácter unívoco, parco y tajante del método budista es probablemente un reflejo del temperamento del propio Buda, quien desde luego no era alguien que se anduviera por las ramas, adornándose con figuras retóricas, ni que titubeara excesivamente a la hora de enseñar. Uno de los ejemplos más ilustrativos de su manera de encarar los problemas aparece en un pasaje sobre el ataque al sufrimiento y sus causas:

“Imagínate, Ananda, que hubiera un gran árbol y llegara un hombre con un gran hacha y lo cortara de raíz; que, después de cortarlo de raíz, cavara una fosa y arrancara las raíces hasta sus filamentos más finos; luego, que cortara el árbol en troncos, y luego los volviera a cortar y los convirtiera en astillas; luego que secara las astillas al viento y al sol, que las quemara, las reuniera en un montón de cenizas, y luego dispersara las cenizas al viento o las arrojara a la veloz corriente de un río. Ciertamente el gran árbol cortado de esta manera se volvería parecido a un tocón de palmera, se volvería improductivo e incapaz de brotar de nuevo en el futuro”.

Hay algo extraordinariamente metódico y exhaustivo en este enfoque, y también enormemente tenaz, casi implacable. A veces, es cierto, el Buda suena como si fuera un ingeniero alemán (aunque también es posible que el tono reiterativo de los sutras fuese un recurso mnemotécnico de quienes se encargaron de preservarlos oralmente); quizá su estilo no apele a la sensibilidad de todos, pero es eminentemente práctico y trasluce un dominio de la situación y una competencia incuestionables. Personalmente, si yo fuera, por ejemplo, un astronauta a punto de subirme a un cohete que me fuese a llevar al espacio interestelar, el Buda sería no sólo la clase de ingeniero que desearía que hubiera diseñado la nave sino también el técnico que la hubiera repasado minuciosamente para asegurarse de que todas las tuercas estaban bien apretadas y todos los circuitos, conectados y operativos. Y, bien pensado, ¿por qué iba a ser diferente para el viaje de meditación, introspección y presencia atenta que conforma una parte tan importante de la senda budista?

Así pues, si hubiera que elegir una sola palabra para calificar este camino, yo no propondría bonito, exótico, molón, alternativo ni progre sino sobrio, tanto en su sentido de austero como de lúcido. Esta sobriedad se traduce en un enfoque doble: por un lado establece la experiencia propia como criterio superior a cualquier dogma y por otro reduce el equipaje conceptual (llámese teológico o filosófico) al mínimo necesario. No es exactamente científico, pero sí es analítico. La verdad del Dharma no es algo demostrable en un laboratorio, sino cuestión de experiencia personal; sin embargo, sí que se puede y se debe contrastar y confirmar con las experiencias de otros que han recorrido el camino antes que nosotros. Por otra parte, al abrazar este principio de máxima economía (conocido como ley de Ockham y aplicado asimismo en las ciencias), compensa en cierta medida la imposibilidad de verificar los resultados como observador externo, como si en el fondo el Buda dijera: “Mira, no te puedo dar una prueba fehaciente de que lo que digo es verdad; lo tienes que comprobar por ti mismo. Pero por lo menos no te voy a hacer comulgar con ruedas de molino de camino a esa experiencia”.

En esta aventura, como en una ascensión alpina, impera por tanto una gran economía de medios: todo está perfilado para el objetivo final y no cabe nada superfluo, nada de grasa, nada que no sea funcional. No es un camino fácil; es algo que te obliga a crecer y madurar y, en cierto sentido, exige que dejes de creer en los Reyes Magos. Es indudable que cada uno tiene distintas afinidades en estos terrenos y que a cada cual le gustan las salsas más o menos espesas, con más o menos azúcar, pero, en el Dharma, el progreso a menudo implica una dieta adelgazante para irse destetando de fantasías y de antiguos gustos y apegos convertidos en falsas necesidades.

Por poco que uno lea, en las enseñanzas del Buda enseguida se detecta un constante afán por reducir lo múltiple a lo sencillo, lo lejano a lo inmediato, lo fantasioso a lo tangible y práctico, para así reconducir la mente a lo que está ante nosotros, a la gran tarea que tenemos por delante si, de acuerdo con sus convicciones, hemos de despertar a la realidad de lo que es. Por eso resulta tremendamente irónica la injusticia que se le hace al Dharma cuando se desvirtúa su esencia para vincularlo con cuestiones tan etéreas y controvertidas como la reencarnación, que en el fondo no es más que un vestigio de la antigua religión hindú (con la que el budismo guarda la misma relación que el cristianismo con el judaísmo) con un papel meramente tangencial en las enseñanzas. La distorsión es igualmente grave si lo pintamos de escape egoísta a una torre de marfil al precio de anestesiar nuestras funciones vitales: en ambos casos se genera una impresión que no encaja en absoluto con la personalidad ni con la labor de Buda, tal como emergen de una lectura de los textos originales.

Buda no diseñó un escape ni un apaño, ni tampoco un sistema de inversiones y recompensas diferidas a un futuro hipotético más allá de toda comprobación; lo que Buda hizo fue coger por los cuernos al monstruoso toro del sufrimiento y descubrir cómo acabar con él. No es exactamente una frivolidad, que digamos, sino algo de enorme trascendencia: la certeza de que hay una solución a la condición humana que llamamos sufrimiento. Por eso, igual que cualquier otro método, el camino budista tiene que mantenerse de pie o venirse abajo en función de su relevancia a esta vida, aquí y ahora. Ésa y no otra es la cuestión que hay que plantearse una y otra vez ante cualquier enseñanza y práctica que se nos presente en cualquier escuela budista, ya sean meditaciones, rezos, iniciaciones o retiros: ¿a qué sabe esto? ¿Está contribuyendo a la liberación inquebrantable del corazón o me están vendiendo humo? Si tus experiencias no te inclinan claramente a la primera respuesta ya sabes lo que puedes hacer con tales herramientas, no importa lo venerables que parezcan. No hagas el viaje con exceso de equipaje, arrastrando pesados artilugios que tiran de ti hacia abajo, sin saber para qué sirven; el camino a la cima es mucho más cuestión de ir soltando que de agarrar y acumular.

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