“Y entonces me di cuenta: estoy salivando por una maldita campana”.
El otro día, charlando con una nueva amiga, tocamos de pasada por qué la gente hace terapias como el psicoanálisis o practica budismo. Ella decía que cada uno busca a su manera un equilibrio en su vida, como si ambas vías fuesen equivalentes. En uno de mis habituales arrebatos de sinceridad (de esos que tantas amistades me han granjeado a lo largo de los años, je je), puse en duda que se pudiesen comparar y que la búsqueda de equilibrio fuese una motivación correcta para el Dharma budista, aunque muchos empezamos por ahí.
Tengo la
sensación de que muy poca gente, incluidos practicantes budistas veteranos y
posiblemente hasta algún que otro maestro, se dan cuenta cabal de qué es el
Dharma y qué es lo que hace. Es mucho más potente de lo que parece a simple
vista. Probablemente poca gente esté interesada en seguirlo hasta sus últimas
consecuencias, pero esa es otra historia.
A
grandes rasgos, las terapias habituales ofrecen un ajuste a “la realidad”, lo
cual implica más o menos adaptarse los modos y maneras de funcionar de la
sociedad de turno para permitir que el cliente se desenvuelva en ella con menos
sufrimiento.
El
budismo, no. Para empezar, desmiente que “la realidad” sea real de verdad. Basándose
en su comprensión de los procesos de percepción humanos, establece que lo que
comúnmente se considera como “realidad” no es más que una aproximación a la realidad,
ya que nuestro limitado aparato sensorial y cognitivo no nos permite entrar en
contacto directo con lo que hay “ahí fuera”. Es obvio que la “realidad” de un
humano es distinta de la de un murciélago o una mosca, que tienen sensores y
mentes diferentes y se hacen otra representación aproximada del mundo. Por
decirlo en pocas palabras, para el budismo toda “realidad” ya es una
realidad virtual. Eso en sí no es un problema; los problemas empiezan
cuando nos creemos que lo virtual es real.
Esta
premisa va más allá de una simple postura filosófica y tiene una consecuencia práctica
decisiva: si la sociedad la forman y la rigen individuos embutidos en esa “realidad”
engañosa (consensuada y reforzada a modo de espejismo colectivo por la familia,
la educación reglada y o-b-l-i-g-a-t-o-r-i-a, las
amistades, los medios de comunicación y publicidad, las religiones, etc.), el
budismo niega que encajar en sus modos y maneras sea un objetivo válido o sano
para el ser humano.
Gautama
Buda descubrió que la vida que llevamos en esa falsa realidad tiene un sabor
común: el sufrimiento, dukkha. En
contraste, también dijo: “Igual que en el gran océano no hay más que un sabor
–el sabor de la sal– así en esta doctrina y disciplina (dhammavinaya) no hay más que un sabor –el sabor de la libertad”. Por
eso, tanto él como innumerables otros sabios y aspirantes se apartaron de la
sociedad de su tiempo, a veces solos, a veces formando comunidades, para
desprenderse al máximo de sus condicionantes.
A muchos
esto le parece una opción “egoísta”, pero la motivación es la misma por la que
los observatorios astronómicos se construyen en lugares altos y apartados de
las ciudades, lejos de la contaminación de humos y luces. La sociedad dista
mucho de ser un medio neutral desde el que se pueden juzgar objetivamente las
cosas; estamos mucho más formateados de acuerdo con sus patrones de lo que nos
gustaría creer. Para establecer contacto con nuestra condición humana de base es
práctico –muchos añadirían que indispensable– evitar las interferencias de la
vida diaria y sus interminables demandas sobre nuestro tiempo, nuestra
atención, nuestra energía. ¿A quién se le ocurriría decir que un observatorio
astronómico, por perdido que esté en una montaña remota y pelada, es “egoísta”?
Las
enseñanzas y prácticas budistas son una forma de quitarnos el aparataje
psicológico superfluo y nocivo que le otorga aparente realidad a lo virtual y
experimentar lo más desnudamente que podemos lo que existe, sea
lo que sea –y esto último es importante, porque echa a un lado la
conveniencia personal que nos suele impulsar en casi todo lo que hacemos. Todo
eso es el sabor de la libertad al que se refiere Buda: nos liberamos a la vez
de percepciones erróneas sobre el mundo y de actuaciones erróneas en el mundo
(entendiendo “erróneo” no en sentido moral o religioso, como pecado que genera
culpa, sino como lo que está fuera de armonía y equilibrio con nuestra propia
naturaleza).
Ahí salta
a la vista otra diferencia de peso con las terapias al uso: en el fondo, el
budismo no pretende ayudar a nadie a encajar en una sociedad malsana; solo
ofrece una forma de acercarse a “lo que es” –por darle nombre a lo
incognoscible– de la manera más pura que se puede y como experiencia personal.
Luego, que cada uno saque sus conclusiones. Quizá esas conclusiones le
sorprendan y le lleven por caminos insospechados y poco convencionales; pero,
sea cual sea su respuesta, si la vive sin sufrimiento y con la compasión, el
afecto benevolente y la alegría que son propias de nuestra naturaleza budista,
¿cuál es el problema?
Así que
ser o no ser, ésa es la cuestión para el Dharma: ser parte de esta maraña de
sufrimiento colectivo virtual o librarse de ella despertando de la pesadilla, y
así ayudar a otros a despertar también. ¿Qué queremos en el fondo: estar más a
gusto integrados en la sociedad o descubrir la verdad que está a nuestro
alcance, sin importar las consecuencias? Es una pregunta fundamental que se nos
plantea antes o después en el camino, sin dramatismo pero sin poder evitarlo si
lo seguimos con sinceridad.
A veces,
en los cuentos y fábulas, uno sale en busca de una moneda suelta o algo de poca
importancia y se da de bruces con un tesoro inesperado que lo hace saltar todo por
los aires. Así es el verdadero potencial del Dharma: incluso si entramos en él con
una motivación teñida de egoísmo, como es habitual (y como le ocurrió al
mismísimo Gautama), es capaz de transformar nuestra búsqueda en algo generoso y
altruista y, con suerte y buena puntería, hasta de disolver lo buscado, la
búsqueda y al propio buscador en la experiencia inconcebible del despertar, que
algunos han tocado y luego han esbozado cómo alcanzar, en beneficio de todos
los seres sintientes.
Nadie
está obligado a seguir el Dharma de Buda si no le atrae, pero es importante que
sus virtudes y su potencial queden a la vista para aquellos que quieran y
puedan aprovecharlo, sin sepultarlo en un cajón de sastre con otras vías con
las que no guarda más que una semejanza aparente.
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