Esta
semana viví una experiencia sumamente interesante: participar en dos recitales de piano con
alumnos de nuestra profesora común, todos nosotros aficionados sin ambiciones
profesionales.
La
sorpresa no fueron los nervios que pasamos, ni lo mal que toqué esta vez, sino el
aplomo con el que tocaron sin excepción los niños que había entre nosotros.
Para ellos parecía un juego intrascendente que solventaban con soltura.
De ahí saqué
una primera conclusión: los niños no invierten tanto su propia imagen como los
adultos cuando tocan. Simplemente lo hacen como quien resuelve un rompecabezas,
con naturalidad, sin darle más vueltas; no tienen tanto “yo” que proteger.
¡Bravo! ¡¡Bravissimo!!
Los
adultos, por el contrario, nos cohibimos y encogemos mucho más en esa
situación. Al tocar en público, sientes que estás haciendo un ejercicio de funambulismo.
De repente, parece que todas las horas pasadas ante el teclado se esfuman, y
ahí estás tú, sentado solo y expuesto ante un bicho extraño. Es un trance
curioso: no es solo que el piano sea distinto del que tocas habitualmente, es
que la pieza misma de repente parece extrañamente ajena y, sobre todo, tú mismo
te sientes otro: ahora cuerpo y mente no responden como solían. A pesar de
todo, te lanzas a tocar encomendándote a la cuerda floja, esperando no dar un traspié
y llegar de una pieza al final de la obra.
(Suena tremendo,
y puede serlo: aunque no todos la viven con la misma intensidad, hay gente musicalmente
muy dotada que ha visto descarrilar sus carreras profesionales al no ser
capaces de superar esta experiencia recurrente).
La solución
parece clara, entonces, al menos en teoría: simplemente con volver a ser niños,
todo arreglado, ¿no? Pero hay más; no es tan sencillo.
Los
adultos tenemos, por la riqueza y profundidad de experiencias, una madurez de
la que los niños carecen. Sabemos y sentimos que hacer música no es solo
acertar las notas, es mucho más: es tocar algo intangible que está contenido en
la obra para poder revivirlo y proyectarlo al mundo. Eso es un potencial que
los niños aún no captan en toda su dimensión.
Pero los
adultos (al menos, los aficionados) respondemos al envite de forma
contradictoria: ante algo que pide apertura y comunión, con frecuencia nos
atascamos en lo personal. Es indudable que al tocar música exponemos algo muy
íntimo, pero sentimos equivocadamente que se trata de nuestra propia identidad
individual, con todas sus deficiencias e inseguridades, cuando en realidad es
una energía sutil compartida –una especie de Qi específicamente humano que es mezcla de alegría, asombro y
anhelo de unidad. Eso es lo que sí consiguen evocar los grandes intérpretes y
lo que inspira el amor a la música de quienes lo han sentido (en esa línea, un
pensador contemporáneo dijo que si no existiera el alma, la música nos la
habría creado).
Antes de
tocar, muchos aficionados nos sentimos como Adán y Eva cuando, tras comer la manzana,
se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Por eso el
camino pasa por volver a la inocencia primera de los niños, sí, pero solo para
desprendernos de nuestra carga de tonterías de adultos; luego, nos pide que volvamos
a crecer y madurar, esta vez en un sentido más sano y plenamente humano, aprendiendo
a compartir nuestra energía en comunión con otros en todo lo que hacemos, sin permitir
que nuestra identidad secuestre la experiencia.
Esa es
una de las paradojas de la música: que, con todo lo que tiene de exacta en sus notas
y ritmos, sus tempos y digitaciones,
también es capaz de disolver las falsas barreras de nuestra individualidad para
transportarnos unos instantes de vuelta al Jardín del Edén, en unidad con toda
la vida, sin separación ni artificios (el mismo pensador de antes, a propósito
de Mozart, también dijo que siempre que lo escucha le crecen alas de ángel).
Pero, por si acaso, no os acerquéis demasiado aún si me veis sentado al piano.
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