A veces,
las palabras de los maestros se nos quedan congeladas en el recuerdo, prístinas
pero inertes; pero ese hielo se puede fundir al calor de una experiencia propia
cuando le acompaña cierta introspección. Hoy, algunas de esas gotas de
sabiduría me han llegado a los labios de forma memorable.
El caso
es que había perdido algo; lo eché en falta hace unos días y desde entonces lo
andaba buscando –a veces de forma abierta, escudriñando en los lugares más
inverosímiles y preguntando a todo el que pudiera haberlo visto, a veces repasando
mentalmente mis movimientos previos para descubrir dónde lo había dejado; pero
incluso cuando no lo buscaba activamente, había un runrún sordo, una
perplejidad que me acompañaba siempre. ¿Dónde demonios podía estar? Algo dentro
de mí se negaba a aceptar la pérdida definitiva, y no era por el valor material,
sino por lo que tenía de inexplicable. En cierto sentido, era como un koan que exige una resolución, sí o sí.
Estando
en esas, a veces me daba por observar mi propia mente y ver sus reacciones con
cierta distancia. Empecé a tomarlo como un juego, imaginando que lo que buscaba
con tanta intensidad era un símbolo de la búsqueda de mi propia naturaleza,
también extraviada tiempo atrás y mucho más importante que cualquier trasto.
Así, lo cotidiano se convertía en recordatorio del camino –más madera para la
hoguera del Dharma.
Hoy, cuando
ya había agotado todas las posibilidades razonables y perdido toda esperanza de
encontrarlo, al abrir la puerta del coche tras aparcar, un rayo de sol cayó de
pleno sobre el objeto en cuestión, permitiéndome detectarlo por el leve
contraste con la tapicería del asiento contra cuyo lado estaba encajado. ¡Ajá!
Y
entonces viví algo que Shanjian nos había dicho muchas veces. Lo primero que
haces en esa situación es algo muy simple: dejas de buscar. Te relajas completamente;
no lo puedes evitar. Es automático. Sentí cómo se deshacía un nudo de tensión
visceral que había estado acarreando y el bienestar que surgió fue sutil pero inconfundible.
Ahora todo estaba abierto y claro. Inolvidable.
Es un
incidente nimio pero no ajeno al Dharma. Salvando las distancias, de Dongshan
Liangjia, patriarca de la escuela Caodong (Ts’ao-T’ung) del Chan, se cuenta una
historia que ahora me resuena más cerca:
Quizá la historia más trascendental
y emblemática sobre Dongshan tiene que ver con su partida de Yunyan [...]. Después
de un periodo de práctica con Yunyan [...], justo antes de marcharse para
visitar a otros maestros, Dongshan le preguntó a Yunyan: “Más adelante, si se
me pide que describa tu realidad, ¿cómo debería responder?”. Después de una
pausa, Yunyan dijo: “Esto mismo es eso”.
La narración afirma que Dongshan
se quedó sumido en reflexión y Yunyan dijo: “Ahora estás a cargo de este gran
asunto; debes ser completo”. Dongshan se marchó sin más comentarios. Más tarde,
cuando estaba vadeando un arroyo, miró hacia abajo, vio su reflejo, y “despertó
al sentido de la conversación anterior”. Entonces escribió el siguiente verso:
No busques nada de
los demás o te alejarás de ti mismo.
Ahora voy solo y por
doquier me lo encuentro.
Eso ahora es yo; yo
ahora no soy eso.
Uno debe entender
así para fundirse con lo que es.
(Fuente:
http://www.mtsource.org/talks/just.html)
Lo que
yo vi camuflado en el coche no fue “mi rostro primordial antes de que nacieran
mi padre y mi madre”, como Dongshan, pero aun así la experiencia me reforzó dos
enseñanzas.
La
primera es que toda búsqueda auténtica produce una tensión subliminal en el
sistema, que necesita resolverse de una manera u otra.
La
segunda es que la mente cognitiva no acepta esta situación y busca todo tipo de
explicaciones alternativas, no importa lo pintorescas y absurdas que puedan
ser: cualquier cosa menos aceptar esa tensión sin resolver. Lo sé porque me he
visto tumbado boca abajo, rebuscando con una linterna bajo los muebles más
improbables con tal de hacer algo que aliviara esa tensión,
ligera pero pertinaz. Ha sido bastante cómico, porque yo ya intuía que la mente
que buscaba con tanto afán no lo iba a encontrar: tenía que ser otra mente
quien lo hiciera.
Y así fue.
Una vez que la mente cognitiva dimitió, le abrió paso al sistema natural para
que fuese él quien encontrara el camino, a su propio ritmo y sin forzar. La sensación
genuina y maravillosa de sorpresa que acompañó al hallazgo me dice que no fue
la mente corriente la que deshizo el enredo. En cierto sentido, tuve que
permitir que el objeto me encontrara a mí.
Me juego
algo a que así debe de ser también en el Chan de Dongshan, en las demás casas del Chan, y en todo el
Dharma.
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