jueves, 10 de julio de 2014

Busca que te busca...


A veces, las palabras de los maestros se nos quedan congeladas en el recuerdo, prístinas pero inertes; pero ese hielo se puede fundir al calor de una experiencia propia cuando le acompaña cierta introspección. Hoy, algunas de esas gotas de sabiduría me han llegado a los labios de forma memorable.

El caso es que había perdido algo; lo eché en falta hace unos días y desde entonces lo andaba buscando –a veces de forma abierta, escudriñando en los lugares más inverosímiles y preguntando a todo el que pudiera haberlo visto, a veces repasando mentalmente mis movimientos previos para descubrir dónde lo había dejado; pero incluso cuando no lo buscaba activamente, había un runrún sordo, una perplejidad que me acompañaba siempre. ¿Dónde demonios podía estar? Algo dentro de mí se negaba a aceptar la pérdida definitiva, y no era por el valor material, sino por lo que tenía de inexplicable. En cierto sentido, era como un koan que exige una resolución, sí o sí.

Estando en esas, a veces me daba por observar mi propia mente y ver sus reacciones con cierta distancia. Empecé a tomarlo como un juego, imaginando que lo que buscaba con tanta intensidad era un símbolo de la búsqueda de mi propia naturaleza, también extraviada tiempo atrás y mucho más importante que cualquier trasto. Así, lo cotidiano se convertía en recordatorio del camino –más madera para la hoguera del Dharma.

Hoy, cuando ya había agotado todas las posibilidades razonables y perdido toda esperanza de encontrarlo, al abrir la puerta del coche tras aparcar, un rayo de sol cayó de pleno sobre el objeto en cuestión, permitiéndome detectarlo por el leve contraste con la tapicería del asiento contra cuyo lado estaba encajado. ¡Ajá!

Y entonces viví algo que Shanjian nos había dicho muchas veces. Lo primero que haces en esa situación es algo muy simple: dejas de buscar. Te relajas completamente; no lo puedes evitar. Es automático. Sentí cómo se deshacía un nudo de tensión visceral que había estado acarreando y el bienestar que surgió fue sutil pero inconfundible. Ahora todo estaba abierto y claro. Inolvidable.

Es un incidente nimio pero no ajeno al Dharma. Salvando las distancias, de Dongshan Liangjia, patriarca de la escuela Caodong (Ts’ao-T’ung) del Chan, se cuenta una historia que ahora me resuena más cerca:

Quizá la historia más trascendental y emblemática sobre Dongshan tiene que ver con su partida de Yunyan [...]. Después de un periodo de práctica con Yunyan [...], justo antes de marcharse para visitar a otros maestros, Dongshan le preguntó a Yunyan: “Más adelante, si se me pide que describa tu realidad, ¿cómo debería responder?”. Después de una pausa, Yunyan dijo: “Esto mismo es eso”.

La narración afirma que Dongshan se quedó sumido en reflexión y Yunyan dijo: “Ahora estás a cargo de este gran asunto; debes ser completo”. Dongshan se marchó sin más comentarios. Más tarde, cuando estaba vadeando un arroyo, miró hacia abajo, vio su reflejo, y “despertó al sentido de la conversación anterior”. Entonces escribió el siguiente verso:

No busques nada de los demás o te alejarás de ti mismo.
Ahora voy solo y por doquier me lo encuentro.
Eso ahora es yo; yo ahora no soy eso.
Uno debe entender así para fundirse con lo que es.

(Fuente: http://www.mtsource.org/talks/just.html)

Lo que yo vi camuflado en el coche no fue “mi rostro primordial antes de que nacieran mi padre y mi madre”, como Dongshan, pero aun así la experiencia me reforzó dos enseñanzas.

La primera es que toda búsqueda auténtica produce una tensión subliminal en el sistema, que necesita resolverse de una manera u otra.

La segunda es que la mente cognitiva no acepta esta situación y busca todo tipo de explicaciones alternativas, no importa lo pintorescas y absurdas que puedan ser: cualquier cosa menos aceptar esa tensión sin resolver. Lo sé porque me he visto tumbado boca abajo, rebuscando con una linterna bajo los muebles más improbables con tal de hacer algo que aliviara esa tensión, ligera pero pertinaz. Ha sido bastante cómico, porque yo ya intuía que la mente que buscaba con tanto afán no lo iba a encontrar: tenía que ser otra mente quien lo hiciera.

Y así fue. Una vez que la mente cognitiva dimitió, le abrió paso al sistema natural para que fuese él quien encontrara el camino, a su propio ritmo y sin forzar. La sensación genuina y maravillosa de sorpresa que acompañó al hallazgo me dice que no fue la mente corriente la que deshizo el enredo. En cierto sentido, tuve que permitir que el objeto me encontrara a mí.

Me juego algo a que así debe de ser también en el Chan de Dongshan, en las demás casas del Chan, y en todo el Dharma.



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