miércoles, 30 de enero de 2008

La liberación de la mente

Uno de los factores que más dificultades genera entre los que se acercan al Dharma es el apego acrítico a la mente cognitiva, entendida como máxima expresión de la naturaleza humana y responsable por ende de todos los beneficios de nuestra civilización. Algunos, cuando se dan cuenta de que el Dharma no defiende la misma postura, reaccionan con vehemencia para reafirmar a la razón en su trono imperial, como si cualquier reto a la cognición abriera ipso facto la puerta al caos, el vacío y el sinsentido. “Si no usáramos la mente no seríamos nada ni nadie”, afirman: “meros zombis que vagarían de aquí para allá en estado vegetativo”. Por tanto, deducen con igual precipitación, si el Dharma no comparte esta adoración por la mente cognitiva, tiene que ser porque propugna la anulación de mente y conciencia en una especie de beatífico estado de coma; así, el nirvana no sería más que una lobotomía virtual. Naturalmente, ese panorama desolador no hace sino reforzar la supremacía de la cognición. “La mente nos permite hacer cosas; es lo que nos diferencia de las plantas, los animales y los pueblos primitivos; y nosotros somos mucho mejores, más avanzados y más importantes que todos ellos. Sí, decididamente, ¡la cognición es nuestra salvación!”

Por supuesto que estoy exagerando adrede para ilustrar lo absurdo de estos reproches, que sin embargo son más frecuentes de lo que se creería en principio. Por suerte, y como de costumbre, las cosas son un poco más sutiles y matizadas que todo eso.

¿Qué estamos haciendo en el fondo cuando repetimos estas aseveraciones? Algo bastante burdo, en realidad: primero creamos un becerro de oro al que adorar como criterio supremo de la verdad –por norma, nuestro progreso tecnológico, falsamente atribuido a la cognición en exclusiva– y luego aducimos ese cuestionable “progreso” como prueba concluyente de que, de no ser por la mente, estaríamos en peores condiciones. La circularidad del argumento es evidente; la mente primero decide cómo sucedieron las cosas y luego se apoya en su sesgada interpretación para decir, “¿Lo ves? Sin mí no hubiera sido posible.” En realidad, no se aporta ninguna prueba de que la cognición sea la responsable de tantas bendiciones de nuestra evolución como especie (¿qué hay, por ejemplo, de nuestro pulgar oponible?), ni tampoco de que las cosas no habrían sido posibles o incluso mejores de haber ocurrido de otra manera. Y resulta cuando menos curioso, por otra parte, que estas encendidas apologías de la mente no suelan atribuirle en cambio ninguna responsabilidad por los perjuicios de esa misma “civilización”, que son al menos tan evidentes como sus ventajas y ya amenazan a la vida del planeta entero.

Sea como fuere, una cosa debe quedar clara en definitiva: el Dharma nunca pretende aniquilar las funciones naturales del ser humano, y no cabe duda de que la cognición es una muy valiosa entre ellas. Así que, para reformular el debate en sus justos términos, de lo que se trata más bien es de reorientar la mente para que esa faceta deje de ser quien conduce nuestras vidas y pase a ocupar el lugar auxiliar que le corresponde –como un ayudante que sólo habla cuando se le pregunta, no como el típico copiloto que primero decide el rumbo y luego no para de hacer comentarios sobre cómo conduces o de darte instrucciones y corregirte sin que se lo hayas pedido. En realidad, la mente cognitiva no es más que un interfaz entre el sistema natural y el mundo externo: un fantástico colaborador, por tanto, pero un desastre al volante.

Porque lo cierto es que, más allá de la cognición, sigue habiendo mente; en términos fisiológicos, es la mente del hemisferio derecho del cerebro. Ahora bien, para que esa modalidad casi virgen se deje sentir en nuestra vida diaria, la mente agitada e hiperactiva que domina nuestros momentos de vigilia tiene que deponer en cierto grado su papel protagonista, y esa perspectiva es algo que por lo general causa mucha ansiedad en las personas: “¿Qué será de mí? ¿Me convertiré en un pelele, un tarado, un abducido?” Hasta cierto punto se entiende esta aprensión si nunca se ha visto a nadie que funcione con otro combustible que la cognición; por lo común, la mente es tan omnipresente en nuestras vidas que la única manera en que podemos concebir su ausencia relativa es durante el sueño, los trances de diverso tipo, o la muerte. No obstante, esa facultad existe y se puede aplicar en el día a día, en un sentido que va mucho más allá de los conceptos de autoayuda del estilo “aprenda a dibujar con el lado derecho del cerebro” y similares.

Quizá captes un poco mejor esta distinción entre modalidades de la mente si comparas, por ejemplo, la escultura de Rodin llamada El pensador con una estatua del Buda en meditación. Más allá de su respectiva calidad artística, enseguida apreciarás notables diferencias entre ambas imágenes. El Buda se sienta erguido, equilibrado, y muestra un rostro sereno en el que a veces flota una sutil sonrisa; toda la impresión que transmite es de relajación y facilidad, pero la suya es esa dificilísima y suprema “facilidad” propia de la maestría que se logra tras una práctica asidua, madurada con paciencia. El pensador, por el contrario, está inclinado hacia delante, con el mentón apoyado en su mano derecha, el codo derecho sobre la rodilla izquierda y, de resultas, toda la espalda arqueada y torcida; parece enormemente concentrado en sus pensamientos, pero no cuesta mucho imaginar que, en cuanto acabe la sesión y se incorpore, su musculoso cuerpo protestará enérgicamente por la postura tan asimétrica e incómoda que se le ha hecho adoptar entre tanto. La impresión que transmite la figura entera es de un esfuerzo y una tensión casi heroicos.

¿Por qué vienen a cuento estas imágenes? Porque, aparte de ilustrar cómo actúan ambos hemisferios, también ponen de manifiesto cómo se nos ha enseñado a creer que el único esfuerzo que merece ese nombre, el que de verdad consigue sus objetivos, es el que implica apretar los dientes y sudar la camiseta –incluso para tareas que no requieren fuerza física, como pensar. Irónicamente, eso es así a pesar de que gran parte de los inventos y creaciones que han hecho progresar nuestra civilización en realidad han llegado en momentos de intuición e inspiración que tienen mucho más que ver con el desprendimiento y la apertura de un Buda que con la brega febril o la contorsión del pensador de Rodin lo cual no implica, claro está, que luego no se haya aplicado la cognición para desarrollarlos. En ese sentido, alguien dijo una vez que no se conquista por medio de la fuerza, sino por medio de la relajación; hay esfuerzo, sí, pero también soltura. Pero en vez de acceder a estos niveles de la mente, tal como enseñan el Dharma y el Tao, nuestro modelo de pensador se encoge, frunce el ceño, y se dispone a descerrajar el problema que le ocupa a golpe de certeros “mentazos”.

La misma enseñanza sobre este “esfuerzo esforzado” se aplica por extensión a nuestra vidas: se nos ha inculcado que para vivir a tope hay que estar activos, metidos en la refriega, tirando del carro. Hay que afanarse, preocuparse y seguir dando pedales siempre, porque de lo contrario la bicicleta se detendrá y nos quedaremos sin dinero, sin comida, sin casa, sin familia, sin amigos... y mil desgracias más. Incluso la felicidad misma depende de lo que consigamos, no de lo que somos; hay que trabajársela y ganársela a pulso. Tenemos que ser, ante todo, industriosos. Es un credo extraordinariamente apropiado para esclavos y para mantener en marcha la voraz locomotora de nuestra “civilización”, desde luego, pero ¿a qué precio? Mark Twain escribió unas palabras acertadas al respecto: “Mi vida ha estado llena de desgracias, la mayoría de las cuales nunca llegó a suceder”; claro que igual se dio cuenta demasiado tarde, cuando ya la había malgastado corriendo detrás de los espejismos o intentando ahuyentar a los fantasmas inventados por su fértil cognición.

Así es la ansiosa mente cognitiva, tan propensa a entonar seductores cantos de sirena como a montar escenografías pavorosas y de gran dramatismo mientras la verdadera vida natural discurre por otros cauces. Ella es quien manda cuando creemos que tenemos que estar siempre activos para mantenernos a flote, que nuestra felicidad sólo llega a cambio de un incesante afán, o que sin ella estamos perdidos. Para el Dharma, en cambio –y para los animales y las plantas, que son sus mejores exponentes–, lo natural es la inactividad, puntuada por episodios de acciones específicas y determinadas por una necesidad real; en ausencia de esta motivación, prima la economía en el gasto de energía. Desde luego que tales necesidades pueden y suelen requerir esfuerzo, tesón, entrega y sacrificio; pero todos ellos son medios para conseguir un fin, y nunca un fin en sí mismos. No se trata por tanto de justificar la indolencia, sino de reevaluar de manera no cognitiva qué es lo que hace falta de verdad para la supervivencia correcta del sistema natural propio, de la progenie, del grupo al que se pertenece y, por último, del entorno que nos mantiene a todos con vida.

Así que cuidado con la mente cognitiva: es muy útil, desde luego, pero también una gran charlatana capaz de inventarse todo tipo de “razones” para pasar por el alfa y omega del ser humano y así mantener la posición de privilegio que le ha usurpado a la propia naturaleza. Es un absurdo que se repite infinitas veces: creemos que la mente nos sirve para manejar mejor nuestra vida, pero luego nos sometemos a sus dictados subrepticios, reaccionando sin darnos cuenta a los cuadros inspiradores o terroríficos que nos pinta y, en suma, bailando al son que nos toca. Creemos que es nuestra mejor herramienta pero corremos el riesgo, si no abrimos los ojos, de convertirnos en su esclavo.

Piénsalo: en realidad, ¿quién cabalga a lomos de quién?

lunes, 14 de enero de 2008

El sufrimiento: marea negra en la mente

Esta es, por tanto, la visión del Dharma trascendental sobre el sufrimiento: es el fruto inevitable de la dualidad, que es la impresión subliminal, falsa pero determinante como trasfondo de nuestra experiencia, de que uno está radical e irreparablemente separado del resto del mundo.

Dicho de otro modo: en algún momento de la historia del ser humano en la Tierra (probablemente en torno a la fecha en que comenzó la agricultura; en todo caso, miles de años antes de Jesucristo) surgió en el homo sapiens esta ilusión óptica que se propagó como si de un virus se tratara. Por decirlo de manera gráfica, el destartalado petrolero de la dualidad se partió y vertió su carga tóxica de sufrimiento por los siete mares de la mente humana. Entonces apareció, como un extraño al que nadie había invitado a la fiesta y además lo sabía, esa peculiar criatura a la que podemos llamar homo sapiens sufferens.

Es importante entender, para calibrar la escala y trascendencia del fenómeno, que esa marea negra fue algo que con el tiempo afectó a la especie entera. Hasta entonces, los seres humanos habían compartido las dificultades que la lucha por la supervivencia les plantea a todos los demás animales, pero sin sufrimiento, porque, para el Dharma, sólo hay sufrimiento en la medida en que hay una conciencia de “yo” que sufre. Sin embargo, a partir de ese instante el sufrimiento se fue convirtiendo en parte de la herencia genética de la especie, no en sus detalles pero sí como potencial: cada aparente individuo sufre a su manera, pero todos tenemos una predisposición, innata ya tras miles de años de refuerzo y transmisión, a sentirnos individuos, seres-burbuja diferentes entre sí y desligados de todo lo demás. Más allá de lo que le ocurra a cada uno en su vida y de cómo lo interprete, esta ilusoria desconexión interna es el telón de fondo de toda experiencia humana, excepto para quienes se han liberado: una mancha tan nociva y pringosa como el chapapote –sólo que además es contagiosa y crece y se extiende por sí sola.

El Dharma no entra realmente en la cronología de esta “caída” o expulsión del paraíso (el paso de la unidad a la dualidad), ni mucho menos le atribuye la culpa al ser humano; tampoco intenta erigirse en intermediario institucional ante una inexistente divinidad suprema. Simplemente constata la realidad, afirma que no es irreversible y receta la manera de devolver la naturaleza humana a su condición prístina –sin perder los avances que hemos acumulado entre tanto gracias a la curiosidad y creatividad humanas. No es que el budismo le esté enmendando la plana al Antiguo Testamento con una versión alternativa; esto no es más que una manera útil de explicar el mito para los occidentales que compartimos una misma herencia cultural judeocristiana. El pecado original se convierte así en el gran naufragio, sin que haya patrón, práctico o armador al que echarle la culpa. No hay crimen ni castigo, sólo la restauración de algo que se malversó en su día y que ahora puede regenerarse y recuperar su forma natural, su relación correcta en equilibrio y armonía con el entorno, y su función vital en el esquema general de las cosas.

En realidad, nada de esto tiene importancia; no hace falta saberlo ni pensar en ello. Si miras nada más la foto del pájaro de arriba, y ves la sucia costra que lo aprisiona y ahoga como una violación de algo muy bello y valioso que también alienta dentro de ti, y sientes que esa mancha se ha extendido de manera intolerable a ti mismo y a las personas que te rodean, y también a las que están lejos de ti, y que sus efectos están destruyendo la naturaleza… entonces quizá ése sea un buen lugar para empezar a investigar qué podemos hacer para remediarlo.

Alguien lo dijo una vez bastante mejor que estas torpes palabras:

Y, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.

Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal
y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.

Crece la desdicha, hermanos hombres,
más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece
con la res de Rousseau, con nuestras barbas;
crece el mal por razones que ignoramos
y es una inundación con propios líquidos,
con propio barro y propia nube sólida!
Invierte el sufrimiento posiciones, da función
en que el humor acuoso es vertical
al pavimento,
el ojo es visto y esta oreja oída,
y esta oreja da nueve campanadas a la hora
del rayo, y nueve carcajadas
a la hora del trigo, y nueve sones hembras
a la hora del llanto, y nueve cánticos
a la hora del hambre y nueve truenos
y nueve látigos, menos un grito.

El dolor nos agarra, hermanos hombres,
por detrás de perfil,
y nos aloca en los cinemas,
nos clava en los gramófonos,
nos desclava en los lechos, cae perpendicularmente
a nuestros boletos, a nuestras cartas;
y es muy grave sufrir, puede uno orar…
Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más)
Y también de resultas
del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardío!
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud; ¿qué hacer?
¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.

domingo, 13 de enero de 2008

Dukkha: el sufrimiento

¿Por qué escogió Buda el sufrimiento como piedra angular de su método? ¿Por qué no el amor de Dios, por ejemplo, o la inmortalidad del alma, o la conciencia cósmica?

Bueno, en primer lugar hay una razón digamos que biográfica: los tres encuentros que, según la leyenda, ocurrieron durante sus salidas del palacio abrieron los ojos del joven Gautama a la evidencia definitiva de que la enfermedad, la vejez y la muerte son parte inevitable del destino de la mayoría de los seres humanos (esto es, de todos excepto los que mueren jóvenes y por accidente). Es la otra cara de la vida, la que su padre le había intentado ocultar manteniéndolo encerrado en un paraíso artificial: que todo lo que ha nacido tiene que morir. Por supuesto que la vida es mucho más que eso, pero, en esos tres episodios (si nos creemos los relatos tradicionales), Buda experimentó el sufrimiento por primera vez, aunque fuese en cabeza ajena.

En segundo lugar, hay otro motivo práctico: ¿Quién no ha sufrido alguna vez en su vida? Para una enseñanza como el Dharma, tan enraizada en la experiencia propia, a la que reconoce como autoridad suprema, ¿qué mejor base que algo inmediato, compartido y reconocido por todos sin necesidad de meter la mente por medio? Así, anclado en la propia vivencia, el camino de cada uno puede desplegarse con la confianza que da tener una piedra de toque propia y sin que haga falta pegar saltos para aterrizar e intentar hacer pie en conceptos tan etéreos como “Dios”, “alma”, o “conciencia cósmica”, inevitablemente alejados del día a día de la gran mayoría de la gente.

Se ha dicho muchas veces además que “sufrimiento” no es realmente una buena traducción de dukkha, el término que aparece en las escrituras budistas más antiguas; algunos proponen que significa más bien la cualidad de no ser satisfactorio. Etimológicamente hay dudas sobre si dukkha se refiere al hueco donde se inserta el eje de las ruedas o al acto de estar de pie; lo que parece cierto es que en ambos casos connota dificultad, fricción, cansancio o enfermedad, al contrario que su contraparte sukkha, aplicado al eje que gira sin roce o a alguien bien colocado y sano.

Desde esa perspectiva, no es que Buda diga que todo es sufrimiento; obviamente, también hay momentos de felicidad. Lo que pasa es simplemente que en este juego del gato y el ratón entre el sufrimiento y la felicidad, la vida siempre se nos queda corta. En ese sentido, Buda habla de tres tipos de sufrimiento recurrentes: no conseguir lo que se desea, obtener lo que no se desea, y, en caso de conseguir lo que se desea (que también ocurre, claro), aferrarse a ello por miedo a perderlo. Todo eso es sufrimiento. Menudo panorama; es como una partida de ajedrez en la que uno recibe jaque con dama, torre o alfil a cada jugada que realice. Es cierto que parece una situación angustiosa pero, paradójicamente, a menudo hay una gran liberación y alivio cuando uno se quita la careta, deja de pretender que todo marcha bien y admite sin tapujos el diagnóstico.

Y, sin embargo, eso no agota del todo la visión budista del sufrimiento; hay algo mucho más allá. Hasta ahora, todo lo dicho se aplica fundamentalmente a la vida de cada persona, entendida como individuo. Pero hay una visión trascendental del Dharma que no se detiene ni repara en los individuos. Desde esta comprensión profunda, el sufrimiento de dukkha tiene una causa fundamental más allá del deseo y apego. Se trata, en términos budistas, de la ignorancia; sin embargo, para tener una idea más clara de lo que supone, es mejor entenderla como separación. Ningún texto budista que yo conozca la plasma de manera más poética que la historia de la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén, en el Antiguo Testamento.

Así es. Nos sentimos separados y solos. Hemos perdido la vivencia de nuestra unidad con todas las cosas. ¿Cabe una pérdida mayor? Naturalmente que estamos en la unidad, puesto que en el fondo no hay otra cosa; pero no lo sabemos ni nos damos cuenta de ello. Esta ignorancia que nos aqueja no es una falta de información; es un modo distorsionado de experimentar la realidad –una distorsión que es visceral y emocional a la vez que mental, aparte de inconsciente por completo. Debido a ella nos sentimos como islas de “yo” perdidas en un inmenso océano de “otro”, como el centro de un mundo ajeno que nos rodea y quién sabe si nos amenaza, como un precario fragmento desconectado alrededor del cual gira el universo entero; ¿cómo no íbamos a sentir una cierta inquietud y zozobra ante ese exilio de nuestra verdadera raíz? Y cuánto de nuestro comportamiento no está íntimamente orientado a llenar y tapar ese gran hueco que dejó la pérdida primigenia… sin darnos cuenta de que sólo la vuelta a la unidad puede sanarlo.

Eso, nada más y nada menos que eso, es lo que enseñan el Dharma y el Tao: el camino de vuelta a casa.

jueves, 10 de enero de 2008

Amnistía natural

Al final de esta entrada hay un enlace en el que se glosa la vida de Peter Benenson, el fundador de Amnistía Internacional, fallecido hace ya casi tres años.

En ese texto, Benenson alude a un proverbio chino, el sabio no grita a la oscuridad, sino que enciende una vela, para explicar el impulso de su vida.

Como se ve, mutatis mutandis y salvando las distancias, no hace falta mucho más que una voluntad firme para obtener resultados sorprendentes; pero tiene que ser nada menos que una voluntad firme.

Era el año 1961. Un abogado británico de unos cuarenta años lee el periódico en el metro de Londres. Le llama poderosamente la atención un artículo. En él se cuenta la tragedia de dos estudiantes portugueses encarcelados. Su delito: brindar por la libertad en un céntrico restaurante de Lisboa. Siete años de prisión fue su pena en el Portugal del dictador Salazar. Benenson no cabía en sí de cólera. Salió del metro y entró en la iglesia Saint Martin in the Fields. Allí rezó “a todos los dioses de todos los mundos”. Y llegó a una triste conclusión: “La lucha de un solo hombre no vale nada”. Meses después llegaba el artículo en The Observer. Fue la primera campaña de Amnistía Internacional. En palabras del propio Benenson, Amnistía era la iniciativa en Londres de un grupo de abogados, escritores y editores que compartía “la convicción expresada por Voltaire: Detesto tus ideas, pero estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarlas”. Fue entonces cuando se abrió la puerta al activismo de los derechos humanos.

Cuando se cumplía el 25º aniversario de AI, Benenson tuvo una idea. Encendió –de nuevo recurre a Saint Martin in the Fields– una vela con alambre de espino enroscado. Fue un símbolo que se convertiría en el logotipo de la organización. “La vela”, dijo entonces Benenson, “no arde para nosotros, sino para quienes no hemos podido rescatar de prisión, para quienes fueron tiroteados de camino a la cárcel, para quienes fueron torturados, para quienes fueron secuestrados, para quienes desaparecieron. Para ellos es esta vela”.

Amnistía Internacional ha combatido las violaciones de los derechos humanos en todos los rincones del mundo, tarea reconocida con la concesión del Premio Nobel de la Paz en 1977. “La primera vez que encendí la vela”, relató Benenson, “tenía en mente el viejo proverbio chino: Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.

La actitud de este hombre de hacer algo movido por sus convicciones más profundas y nobles en favor de la dignidad de los demás seres es la misma del bodhisattva que decide entrar en el Samsara y trabajar en beneficio de la unidad de toda la vida.

Y, bien visto, ¿no está el Dharma genuino implicado en un proyecto similar? Claro que sí. Se llama Amnistía Natural: la lucha por la libertad de la propia naturaleza de todos los seres respecto de las trampas y violaciones de Mara (la personificación budista de los tres venenos), cuidando de la luz que hay dentro de cada aparente individuo.

Si la vemos con ojos budistas, esa misma vela que figura en el logo rodeada del alambre de espino de las injusticias y abusos políticos representa para nosotros la luz de nuestra propia naturaleza, aprisionada por las garras de Mara en quienes aún no la hemos liberado; sólo que, en vez de ser un homenaje a los caídos y derrotados, esa vela arde con la esperanza de que, algún día, todos seremos libres.

Encendamos cada uno nuestra vela y ayudemos a los demás a encender la suya, pues en el fondo son una y la misma.

Ánimo, cachorros de bodhisattva.


Texto completo:

http://www.elpais.com/articulo/agenda/Peter/Benenson/fundador/
Amnistia/Internacional/elpepigen/
20050227elpepiage_2/Tes

lunes, 7 de enero de 2008

Un catecismo consumista

La ilustración que preside esta entrada es un grabado antiguo de la nave de los locos: una vieja metáfora que describe certeramente adónde hemos llegado a estas alturas de nuestra evolución como especie dominante del tercer planeta del sistema solar. Ahí están retratadas la abulia e indiferencia de la mayoría espectadora, la violencia de unos sobre otros, la ineptitud doctoral y presuntuosa de quienes quieren gobernar la nave desde la popa (llevando al barco literalmente de culo, por lo que sugieren las ondas que va creando su timón) y el desistimiento entre cínico y egoísta de quienes, alienados por el caos, buscan la anestesia de satisfacer sin más sus apetitos sensuales. La escena entera es un despropósito. Sólo un individuo, destacado en la proa, parece volverse hacia sus compañeros de singladura para sugerir, con más voluntad que éxito: “Esto… ¿no deberíamos estar yendo para allá?”. No vemos hacia dónde retrocede la nave, pero el desconcierto reinante sugiere que no debe de ser el mejor de los rumbos posibles.

¿Acaso siempre ha sido igual? ¿Es ese verdaderamente el estado natural y por tanto el destino inevitable del ser humano, como afirman algunos? Para el Dharma de Buda la respuesta es que no, de ninguna manera; categóricamente No. Todo lo que se ve en esa imagen es sufrimiento. El sufrimiento, tal como lo entiende el Dharma, no es natural sino condicionado; y todo lo que se ha condicionado se puede des-condicionar.

No es que el Dharma defienda una imagen idílica y naïf de la vida humana en la que no hay espacio para los conflictos ni las tensiones. Hay y siempre habrá lucha por la supervivencia, todo lo conflictiva y azarosa que se quiera, pero natural en esencia: no en vano es la fuerza que nos ha moldeado como especie. Lo que no tiene por qué haber es una pugna constante entre las tres identidades –o las tres raíces malsanas– alojadas en la mente de cada ser humano, ni tampoco las batallas y guerras que esa división interna traslada al mundo externo, puesto que lo exterior es en gran medida un espejo de lo interior.

Gran parte de la fuerza del argumento de que las cosas siempre han sido así se diluye cuando descubrimos indicios de que, en realidad, algunos extremos de esta situación no son del todo accidentales sino que se han programado consciente y deliberadamente a lo largo del tiempo, por mucho que hoy hayamos olvidado el origen artificial de esas instrucciones. No es cuestión de arrojarse ahora a formular teorías sobre conspiraciones de grupos de interés diversos, ya que se trata en gran medida de un proceso ciego y colectivo; pero tampoco debemos cerrar los ojos a la realidad de que, por mucho que se pretenda que es algo natural, esta deshumanización subrepticia avanza a base de vueltas de tuerca identificables. Sería muy largo e innecesario aquí investigar todas las líneas de código viciado (por usar un símil informático) que se han ido introduciendo en nuestras mentes a lo largo de siglos, o incluso milenios. Sin embargo, a veces uno encuentra perlas elocuentes como la que sigue, escrita hace más o menos medio siglo, que cobra toda su actualidad en estos días que estamos emergiendo de la apoteosis del consumo en que se ha convertido la celebración de la Navidad cristiana:

“Nuestra economía enormemente productiva (…) exige que hagamos del consumo nuestro modo de vida, que convirtamos la compra y el uso de bienes en ritual, que busquemos nuestra satisfacción espiritual, la satisfacción de nuestro ego, en el consumo (…) Necesitamos que las cosas se consuman, se quemen, se reemplacen y se desechen a un ritmo cada vez mayor”.

Asombroso, ¿no? Se puede decir más alto, pero no más claro ni con menos vergüenza. Por sorprendente que parezca, este catecismo del consumo no es una parodia salida de un panfleto satírico o revolucionario anti-sistema. Es la opinión de un experto analista de márketing de los años 50 que señalaba el rumbo a seguir por la sociedad norteamericana para garantizar la salud del American way of life (Victor Lebow, The Journal of Retailing, primavera de 1955, p. 7, citado por Michael Jacobson, Marketing Madness, 1995, p. 191). Increíble, pero cierto. Suena a desvarío de un megalómano suicida pero, por desgracia, ésa es la opción que ha secundado casi unánimemente el mundo occidental, y el camino de los ladrillos falsamente dorados por el que suspiran las sociedades de lo que antes se llamaba el segundo y el tercer mundo.

Pensémoslo bien: ¿qué cosecha nos espera si seguimos plantando estas semillas?

¿Quo vas, o navis stultorum?

sábado, 5 de enero de 2008

¿Es pesimista el Dharma?

Muchas veces se le acusa al Dharma de encarnar un enfoque pesimista por su énfasis en el sufrimiento. Para variar, vamos a contestar a eso con un chiste:

Goldberg y Finkelstein se encuentran a bordo de un bote salvavidas, quince minutos después del hundimiento del Titanic. El bote tiene una importante vía de agua, el mar está helado, y los tiburones dan vueltas rodeando su precaria embarcación.

“Bueno, podría haber sido peor”, dice Goldberg.

“¡¿Qué coño quieres decir con que podría haber sido peor?!”, protesta Finkelstein.

“¡Al menos”, responde Goldberg, “no compramos los billetes de vuelta!”

Bien, ésa es sin duda la respuesta de un optimista impenitente, aunque tacaño y mal informado.

Una pena que el Buda no estuviera a bordo, porque de ser así les habría podido decir a estos amigos que, si bien su bote hacía agua, ellos no tenían por qué quedarse en él esperando mansa y resignadamente el fin anunciado. Les habría dicho que el agua no está tan fría como parece y que sus cuerpos pueden tolerar esa temperatura; les habría dicho que los tiburones no son tales en realidad, sino ilusiones de la mente; y, sobre todo, les habría dicho que ambos son perfectamente capaces de nadar para evitar la calamidad del naufragio y llegar a las aguas más serenas y templadas que corresponden a su naturaleza humana para, una vez ahí, asistir a otros náufragos que necesitan ayuda. Después, si hubiesen mostrado interés, les habría enseñado con calma, paciencia y perseverancia a hacer y comprobar por sí mismos todo lo que les había anunciado.

Pero eso no es todo; lo curioso es que hay otra versión de la historia. La variante transcurre así:

Goldberg, Finkelstein y Buda se encuentran a bordo de un bote salvavidas, quince minutos después del hundimiento del Titanic. El bote tiene una importante vía de agua, el mar está helado, y los tiburones dan vueltas rodeando su precaria embarcación.

“Tenemos una vía de agua” (el sufrimiento), dice Buda.

Inmediatamente, Goldberg y Finkelstein se abalanzan sobre él, lo amordazan y lo tiran por la borda.

Luego, se sientan, suspiran y continúan:

“Bueno, podría haber sido peor”, dice Goldberg.

“¡¿Qué coño quieres decir con que podría haber sido peor?!”, protesta Finkelstein.

“¡Al menos”, responde Goldberg, “no compramos los billetes de vuelta!”

Ya no resulta tan gracioso, ¿verdad? Sin embargo, eso es exactamente lo que hacen quienes rechazan el Dharma de Buda bajo la acusación de que es pesimista.

No te lamentes mano en mejilla mientras contemplas cómo te hundes lenta pero inexorablemente. Hay alternativas. Aprende a nadar.

miércoles, 2 de enero de 2008

La iluminación del melocotón

A veces ocurren cosas extrañas de las que no obstante se extraen valiosas enseñanzas… ¡Nada se desperdicia en el sendero del Dharma!

Jué-shān: Hace unos minutos me ha pasado algo divertido: he tenido un momento de gran intimidad con un melocotón.

Lo he visto en la cesta de la fruta, lo he tomado en la mano y me lo he acercado a la cara. Sin proponérmelo, lo he sentido tan rotundo y tan frágil a la vez que eso me ha conmovido. No es que tuviera hambre, y por eso no me lo he comido; pero sí he sentido su peso en mi mano, he visto sus colores -rojo profundo con motas más claras, púrpura, naranja, amarillo… incluso alguna marca de tono gris azulado- y su forma deliciosa, irregular a la luz de la tarde pero perfecta en sí, con el pequeño hoyuelo donde se unía al tallo; he olido su aroma denso, he pasado la pelusa de su piel por mis labios y mejillas, hasta lo he golpeado con el dedo para calibrar cómo estaba de maduro (y el sonido me ha dicho que aún estaba un poco seco por dentro), y aún así nada de eso era la esencia del melocotón. Tampoco es que la esencia esté dentro de él, pues en su centro lo que hay es un hueso que irá a la basura cuando alguien se lo coma... Y sin embargo, siento que he conectado fugazmente con esa esencia, con algo inasible e inexplicable, pero emocionante; como si hubiera reconocido a un compañero de viaje extraviado hace mucho tiempo, tan presente como yo, tan efímero como yo.

Shān-jiàn: Has iluminado tu propia sensibilidad de las cosas. Pero has cometido un error. Has visto el exterior y la esencia... pero tienes que ver el hueso.

Ahí es donde está la llave del crecimiento y la belleza interna.

Mírate a ti mismo como si fueras este melocotón.

Sí, tú tienes la misma belleza externa (¡no tanta como el melocotón, seguro!, pero bastante). Tu inteligencia, tu cultura... todo eso es belleza. Pero hay un problema en tu caso... La sociedad y la educación te han echado por encima un polvo azul (pesticida) para hacerte más aceptable comercialmente; pero los secretos de ti mismo están dentro de ese hueso.

Mira dentro de los dos huesos y ve que no hay diferencias fundamentales. Encuentra el secreto de esta unidad y los detalles externos se desvanecen. El hueso, aun con la parte externa podrida, puede plantarse en la tierra del Dharma y la consecuencia es que si tiene el sol de las enseñanzas, el agua de tu meditación, y el humus rico de la tierra de tu constante vigilancia, puede crecer un árbol precioso con más frutas que se convierten en más árboles y más fruta, y así ad infinitum.

Es el Despertar del Melocotón.

martes, 1 de enero de 2008

Lo que nadie quiere oír

Sakka, el señor de los devas, le preguntó al Bendito: “Los seres quieren vivir sin odio, daño, hostilidad, o enemistad; quieren vivir en paz. Sin embargo, viven en el odio, haciéndose daño unos a otros, hostiles y como enemigos. ¿Qué cadenas los sujetan, señor, para que vivan de esta manera?”

Es una pregunta clave. Cuántas veces nos hemos visto arrastrados por una oleada irracional y hemos dicho o hecho cosas de las que nos hemos arrepentido después, casi como si dentro de nosotros alentara algo escurridizo pero potente que milita contra nuestros propios intereses y los de quienes nos rodean. ¿Por qué?

En los sutras, en respuesta a esa pregunta y a otras similares, Buda suele presentar secuencias algo variables de factores psicológicos, pero en la base de todas ellas están siempre las mismas causas: las “tres raíces malsanas” de la naturaleza humana contaminada, que a veces se denominan, de manera gráfica pero poco exacta, codicia, aversión y confusión. Buda es, por tanto, como el médico que da las malas noticias que nadie quiere oír; pero también da la buena noticia que nadie más sabe. Ambas van de la mano. Por desgracia, muchos quieren matar al mensajero de las malas nuevas, como si así esas noticias fueran a desaparecer, y en consecuencia se quedan sin enterarse de la buena y sin apreciar en su plenitud el hecho de que hay una luz natural esplendorosa al final del túnel.

Bien, vayamos paso a paso. El punto de partida es que la naturaleza humana está viciada; mientras no elimine esa lacra, poco puede avanzar uno en el camino de la liberación. En términos científicos, diríamos que en cada individuo hay un impedimento doble a la luz del Dharma: genético por un lado, con base en la evolución de la especie durante los últimos milenios, y social por otro, en función de los aprendizajes incorrectos de todo tipo que esa persona ha ido acumulando desde su nacimiento. El principal resultado de todo ello es el sufrimiento, que siempre existe aunque no sea de forma consciente. Estas tendencias y aprendizajes asumidos como propios constituyen una servidumbre de la que es dificilísimo desprenderse sin un esfuerzo deliberado y sistemático –de ahí el variado arsenal de prácticas que las distintas escuelas budistas han elaborado para los diferentes temperamentos y circunstancias. La mancha es resistente y no se quita leyendo o escuchando charlas nada más; hay que tocar y movilizar las capas más profundas de la mente para lograrlo.

La buena noticia, en cambio, es que nada de eso forma parte de la verdadera naturaleza que es propia del ser humano; es un condicionamiento que se ha impuesto sobre ella, como si fuera un vertido de petróleo que sofoca su expresión natural. Afortunadamente, lo que ha sido condicionado puede ser des-condicionado. Ahí está la gran aportación del Dharma de Buda: un método integral para limpiar el sistema de las adherencias nocivas acumuladas en el tiempo y devolverlo al equilibrio y la armonía con su entorno –con uno mismo, con los demás, y con la naturaleza en el sentido más amplio del término.

Esta es, en definitiva, la explicación de las Cuatro Nobles Verdades:

  1. Que hay una enfermedad;
  2. Que esa enfermedad tiene una causa (está condicionada);
  3. Que hay una manera de curar esa enfermedad (se puede des-condicionar);
  4. Que la cura es el Noble Óctuple Sendero.

Todas están íntimamente ligadas entre sí y no se pueden entender por separado. Tampoco se puede saltar de una a la otra o escoger sólo las que más nos apetecen, como si estuviéramos en un buffet. Si lo piensas un poco, verás que tiene cierta lógica.

Buda a menudo comparaba el Dharma con la medicina. No prometía maravillosas experiencias místicas ni un futuro despejado y libre de cualquier problema en el que todos fuéramos a vivir como superhombres en la tierra. Como un buen médico, simplemente estableció el diagnóstico, identificó sus causas, vio que eran reversibles, y recetó la solución para volver al equilibrio natural propio del ser humano. Hay otros métodos que minimizan los problemas a la vez que prometen mucho más, pero cuidado con los charlatanes. Evidentemente, sus palabras resultan más lisonjeras a nuestros oídos que cualquier mención del sufrimiento; pero, como dijo un sabio, por sus frutos los conoceréis. ¿Qué pasa una vez se ha desvanecido la música de sus promesas?

No es diferente de cuando llevamos el coche al taller o viene el fontanero a casa a arreglar una gotera: pocos preferimos el que nos asegura que no pasa nada y hace una chapuza cosmética que sólo camufla el problema para que reaparezca más tarde, aumentado por la demora en atajarlo, una vez que él ya ha cobrado y se ha ido. El camino del Dharma no es una cirugía estética; implica una transformación total de nuestra manera de experimentar la realidad. Pocos se atreven con una empresa de tal magnitud: principalmente, claro, los que están de acuerdo con el diagnóstico del médico. Por eso es tan importante en el Dharma entender bien qué es el sufrimiento y hasta qué punto ese chapapote viscoso y tóxico contamina no sólo nuestra vida sino la de todos los demás también. Sin esa urgencia interior que implica a todos, nuestra motivación puede flaquear. Como dijo Buda:

¿Por qué hay risas, por qué alborozo, cuando el mundo está en llamas? Cuando vives en la oscuridad, ¿por qué no buscas una luz?