lunes, 7 de enero de 2008

Un catecismo consumista

La ilustración que preside esta entrada es un grabado antiguo de la nave de los locos: una vieja metáfora que describe certeramente adónde hemos llegado a estas alturas de nuestra evolución como especie dominante del tercer planeta del sistema solar. Ahí están retratadas la abulia e indiferencia de la mayoría espectadora, la violencia de unos sobre otros, la ineptitud doctoral y presuntuosa de quienes quieren gobernar la nave desde la popa (llevando al barco literalmente de culo, por lo que sugieren las ondas que va creando su timón) y el desistimiento entre cínico y egoísta de quienes, alienados por el caos, buscan la anestesia de satisfacer sin más sus apetitos sensuales. La escena entera es un despropósito. Sólo un individuo, destacado en la proa, parece volverse hacia sus compañeros de singladura para sugerir, con más voluntad que éxito: “Esto… ¿no deberíamos estar yendo para allá?”. No vemos hacia dónde retrocede la nave, pero el desconcierto reinante sugiere que no debe de ser el mejor de los rumbos posibles.

¿Acaso siempre ha sido igual? ¿Es ese verdaderamente el estado natural y por tanto el destino inevitable del ser humano, como afirman algunos? Para el Dharma de Buda la respuesta es que no, de ninguna manera; categóricamente No. Todo lo que se ve en esa imagen es sufrimiento. El sufrimiento, tal como lo entiende el Dharma, no es natural sino condicionado; y todo lo que se ha condicionado se puede des-condicionar.

No es que el Dharma defienda una imagen idílica y naïf de la vida humana en la que no hay espacio para los conflictos ni las tensiones. Hay y siempre habrá lucha por la supervivencia, todo lo conflictiva y azarosa que se quiera, pero natural en esencia: no en vano es la fuerza que nos ha moldeado como especie. Lo que no tiene por qué haber es una pugna constante entre las tres identidades –o las tres raíces malsanas– alojadas en la mente de cada ser humano, ni tampoco las batallas y guerras que esa división interna traslada al mundo externo, puesto que lo exterior es en gran medida un espejo de lo interior.

Gran parte de la fuerza del argumento de que las cosas siempre han sido así se diluye cuando descubrimos indicios de que, en realidad, algunos extremos de esta situación no son del todo accidentales sino que se han programado consciente y deliberadamente a lo largo del tiempo, por mucho que hoy hayamos olvidado el origen artificial de esas instrucciones. No es cuestión de arrojarse ahora a formular teorías sobre conspiraciones de grupos de interés diversos, ya que se trata en gran medida de un proceso ciego y colectivo; pero tampoco debemos cerrar los ojos a la realidad de que, por mucho que se pretenda que es algo natural, esta deshumanización subrepticia avanza a base de vueltas de tuerca identificables. Sería muy largo e innecesario aquí investigar todas las líneas de código viciado (por usar un símil informático) que se han ido introduciendo en nuestras mentes a lo largo de siglos, o incluso milenios. Sin embargo, a veces uno encuentra perlas elocuentes como la que sigue, escrita hace más o menos medio siglo, que cobra toda su actualidad en estos días que estamos emergiendo de la apoteosis del consumo en que se ha convertido la celebración de la Navidad cristiana:

“Nuestra economía enormemente productiva (…) exige que hagamos del consumo nuestro modo de vida, que convirtamos la compra y el uso de bienes en ritual, que busquemos nuestra satisfacción espiritual, la satisfacción de nuestro ego, en el consumo (…) Necesitamos que las cosas se consuman, se quemen, se reemplacen y se desechen a un ritmo cada vez mayor”.

Asombroso, ¿no? Se puede decir más alto, pero no más claro ni con menos vergüenza. Por sorprendente que parezca, este catecismo del consumo no es una parodia salida de un panfleto satírico o revolucionario anti-sistema. Es la opinión de un experto analista de márketing de los años 50 que señalaba el rumbo a seguir por la sociedad norteamericana para garantizar la salud del American way of life (Victor Lebow, The Journal of Retailing, primavera de 1955, p. 7, citado por Michael Jacobson, Marketing Madness, 1995, p. 191). Increíble, pero cierto. Suena a desvarío de un megalómano suicida pero, por desgracia, ésa es la opción que ha secundado casi unánimemente el mundo occidental, y el camino de los ladrillos falsamente dorados por el que suspiran las sociedades de lo que antes se llamaba el segundo y el tercer mundo.

Pensémoslo bien: ¿qué cosecha nos espera si seguimos plantando estas semillas?

¿Quo vas, o navis stultorum?

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